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En torno al auge de la memoria

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Aproximadamente desde finales del siglo pasado, se produjo un aumento de los procesos de producción de memoria, principalmente en relación con violaciones a los derechos humanos, masacres y otras formas de violencia colectiva, protagonizadas en mayor medida por agentes del Estado o paraestatales. La inevitable referencia, en este sentido, es el Holocausto. Rabotnicof (2003) denomina este imperativo actual como de «euforia mnémica», que excede el campo académico y político, extendiéndose también a los de la cultura y la moda, por ejemplo.

Pécaut (2004) considera que esta hegemonía se debe a la crisis de los Estados nación, que fungían como articuladores de identidades colectivas y procesos históricos. González Calleja (2013) amplía este análisis, considerando que el futuro, que antiguamente se consideraba en términos de revolución o progreso, hoy ha perdido esta posible trascendencia. De esta manera, esos ejercicios retrospectivos buscarían encontrar elementos para poder reconstruir una noción posible de futuro, ya sin «el estímulo de las grandes utopías políticas y sociales» (p. 10).

En lo que hace a la revolución como destino inexorable, sujeta a leyes de la historia que conducirían a ese fin (Benasayag y Schmit, 2010), las denominadas crisis de los metarrelatos tienen una dimensión particular, que impacta también en una noción de sujeto histórico actor de esos procesos de cambio y en la propia historia como disciplina.

Para Vezzetti (2009), esto revierte el sentido de la historia, organizado ahora en torno al pasado, fundamentalmente a los genocidios, no ya al hecho revolucionario como suceso inevitable. En la perspectiva histórica anterior, las víctimas eran un precio, generalmente anónimo, a pagar por ese futuro mejor (Zamora, 2010).

Erll (2012), por su parte, sitúa esta preocupación actual por el tema de la memoria en el campo de los estudios culturales. Destaca que la caída de la Unión Soviética y el Holocausto, principalmente, permitieron visualizar y destacar la transmisión oral de la experiencia y una multiplicidad de memorias étnicas, en el marco de una creciente interculturalidad. En esta perspectiva, la memoria es un fenómeno enteramente cultural, que se debe abordar necesariamente desde una mirada transdisciplinaria que permita superar las diferencias arbitrarias que la ciencia moderna coloca entre una disciplina y otra.

Por otra parte, cabe mencionar que existen, en el campo particular de la psicología, dos campos de estudio en torno al tema de la memoria: el que la analiza como una facultad individual, generalmente de carácter biológico-psíquico, y el que destaca su aspecto sociocultural, vinculándose en general a una perspectiva de defensa de los derechos humanos. Este último es el que ha tomado más volumen en los últimos años, aunque existen entre estas dos dimensiones numerosos puntos de contacto (Serna Dimas, 2015).

En este contexto, y como consecuencia de los desplazamientos histórico-epistemológicos mencionados, toma actualmente mayor volumen el trabajo de Halbwachs (1925/2004; 1925/1994) en torno a la memoria, sus varias dimensiones y formas de transmisión y conservación. A partir de su interlocución inicial con Bergson, este sociólogo francés rescató las nociones de memoria pura y memoria hábito, poniendo a la primera en discusión al afirmar que la memoria se reconstruye en el presente, a partir de la pertenencia a grupos sociales y por los nuevos acontecimientos producidos. De esta manera, la propia posibilidad de identificar una memoria exclusivamente individual separada de la social, eventualmente inalterable en parte de sus contenidos, se coloca también en cuestión.

En esta perspectiva, los denominados marcos sociales de la memoria son los que le otorgan contexto y material a esta memoria colectiva. Estos pueden ser la clase social, la religión o la familia; también pueden incluirse aquí el tiempo, el lenguaje y el espacio. Entre estos tres últimos, el lenguaje ocuparía un lugar predominante como vehículo de transmisión; el espacio y el tiempo situarían la información en coordenadas concretas. Cuando estos marcos desaparecen, desaparecería también la memoria asociada a los mismos.

Por otra parte, en esta misma perspectiva, para Ricouer (1999) la memoria colectiva es

solo el conjunto de las huellas dejadas por los acontecimientos que han afectado al curso de la historia de los grupos implicados que tienen la capacidad de poner en escena esos recuerdos comunes con motivos de las fiestas, los ritos y las celebraciones públicas (p. 19).

Según este autor, la memoria colectiva tiene que ver con las marcas producidas por los acontecimientos que incidieron en la historia de un grupo, aun si no han sido vividos por sus integrantes de forma personal, transmitiéndose por medio de generaciones anteriores.

En este orden, la memoria colectiva estaría compuesta por una serie de experiencias individuales y colectivas que

dan cuenta de la historia de un grupo social o una comunidad; generalmente trata sobre una temática específica y en ocasiones se forma sobre la base de la enseñanza recibida de los otros integrantes del grupo social (Lara Melo, 2002, p. 74).

Pollak (2006) viene a contribuir posteriormente con un problema ausente en la obra de Halbwachs: la manera en que ciertas memorias se tornan hegemónicas, en detrimento de otras, y los procesos de disputas de poder involucrados en este predominio. Cuando estas memorias se tornan oficiales y se privilegian ciertos recuerdos sobre otros, se podría hablar de memorias encuadradas, que coexisten con otras, relegadas, de un eventual poder cuestionador.

En este espacio de disputa,

Cuando la memoria y la identidad están suficientemente constituidas, suficientemente instituidas, suficientemente conformadas, los cuestionamientos provenientes de grupos externos a la organización, los problemas planteados por otros, no llegan a provocar la necesidad de proceder a la reconfiguración, ni en el nivel de identidad colectiva ni en el nivel de identidad individual (Pollak, 2006, p. 41).

Ansara (2009), por su parte, destaca las memorias de resistencia construida por las luchas populares, definiéndolas, en una perspectiva vecina a la de Pollak, como memorias subterráneas, relegadas por causa de grupos de poder, en disputa por la hegemonía de la memoria histórica.

Pollak (2006) plantea que el problema que a largo plazo suscitan estas memorias clandestinas «es el de su transmisión intacta hasta el día en que puedan aprovechar una ocasión para invadir el espacio público y pasar de lo no dicho a la contestación y la reivindicación» (p. 24, citado en Bravo, 2016).

Todorov (2000) destaca también las memorias que denomina literales, que son aquellas que no remiten más que a sí mismas. En este sentido, para Toro y Camacho (2005), la memoria literal

se atiene a una repetición de secuencias de hechos que quiere avalar. Este ejercicio de la rememoración se confunde con la conmemoración y es muy pertinente cuando quien recuerda encuentra un lugar en el pasado como víctima de los eventos que recuerda (p. 31).

La memoria ejemplar, a diferencia de la anterior, sería la que, a partir de una crítica a los sucesos anteriores, se plantea su superación a través de la justicia y el castigo a los responsables.

Este aumento del interés por la cuestión de la memoria y las teorías relacionadas provoca lógicamente puntos de tensión con la historia como disciplina (González Calleja, 2013). En una perspectiva reduccionista, podría simplificarse este debate afirmando que la historia, basada en la documentación como método único o privilegiado, tendría una pretensión hegemónica y unificante en torno a hechos anteriores, siendo entonces la memoria su opuesto, dada su defensa de la singularidad, la dispersión y la reivindicación del testimonio individual como fuente de conocimiento. Así, la historia representaría a la episteme; la memoria a la doxa.

Para Lavabre (1995), la distinción entre memoria e historia se basaría en que

la memoria tiene más que ver con la verdad del presente que con la realidad del pasado. En consecuencia, entre los fenómenos que se suelen llamar memoria hay una segunda distinción entre la huella y la evocación, la reconducción o repetición y la reconstrucción, entre lo que pertenece al peso del pasado y a la selección del mismo (p. 43, citado en Pallín y Escudero Alday, 2008, p. 86).

Herrera Farfán y López Guzmán (2012), por su parte, enfatizan la pluralidad de los relatos que la memoria permite, lo que implica privilegiar algunas informaciones sobre otras.

Halbwachs (1925/2004) también incursionó en este debate al afirmar que la historia nacional, en su intento de reflejar objetivamente hechos pasados, se diferencia de la memoria colectiva, que se basa en recuerdos colectivos de los grupos. De esta forma, la historia «solo comienza en el punto en que acaba la tradición, momento en que se apaga o se descompone la memoria social» (p. 212).

En esta distinción, la memoria colectiva «ya no retiene del pasado sino lo que todavía está vivo o es capaz de permanecer vivo en la conciencia del grupo que la mantiene» (Halbwachs, 1925/2004, p. 93).

Para algunos autores (Carretero y Limón, 1997; Ek, 1996; Grele, 1989), la historia organiza su visión del pasado desde la perspectiva de los intereses de grupos de poder, lo que la hace una ficción sujeta a disputas políticas. En este sentido, de acuerdo con De Decca (1992), la historia, desde su lógica totalizante, podría comprometer a las identidades grupales; la memoria, en cambio, podría reforzar dichas identidades colectivas.

El texto de Ricoeur, Memoria, historia y olvido (2004), desarrolla una fenomenología de la memoria, una epistemología de la historia y una hermenéutica de la condición histórica, contribuyendo de forma significativa a esta discusión.

Aquí, según Chartier (2007),

las diferencias entre historia y memoria pueden trazarse con claridad. La primera es la que distingue el testimonio del documento. Si el primero es inseparable del testigo y supone que sus dichos se consideren admisibles, el segundo da acceso a acontecimientos que consideran históricos y que nunca han sido recuerdo de nadie. Una segunda diferencia opone la inmediatez de la reminiscencia a la construcción de la explicación histórica […]. Una tercera diferencia entre historia y memoria opone reconocimiento del pasado y representación del pasado (p. 35).

Pérez Garzón y Manzano Moreno (2010) también afirman la posibilidad de una aproximación entre memoria e historia, al considerar que, por un lado, las memorias colectivas se transforman en materia histórica y, por otro, la historia puede contribuir con la construcción social de la memoria. Así, memoria e historia serían «dos modos de conocimiento con funciones distintas, tanto la historia como la memoria convergen en los juegos de poder y en las subsiguientes instituciones que organizan la reconstrucción del pasado» (Pérez Garzón y Manzano Moreno, 2010, p. 25, citado en Bravo, 2016).

Asimismo, La Capra (1998) afirma que la falta de una distinción epistemológica clara entre la historia y la memoria proviene de su aparente falta de objetividad, lo que permite que exista entre ambas «un intercambio dialéctico que nunca termina de cerrarse» (p. 20), favoreciendo formas diferentes de rememoración. Toro y Camacho (2005) señalan, como dificultades para esta aproximación, al totalitarismo, por su afán de imponer una verdad única, y a la sociedad del espectáculo, que satura de información dispersa e inconexa al ambiente social.

En definitiva, cualquier expectativa de ofrecer un cierre a este debate tropezaría con la insuficiencia de abarcar sus múltiples aspectos. Cabe, no obstante, desde Ricouer (2004), tomar distancia prudente de cualquier pretensión de privilegiar o escoger a una categoría sobre la otra.

Para establecer una posición en este complejo y extenso debate, es pertinente destacar que la memoria, entendida en su dimensión individual y social, como espacio de inscripción de hechos históricos, se singulariza en la perspectiva, siempre en disputa, de determinados sujetos y grupos de acuerdo al espacio social que los mismos ocupan.

En este marco, la(s) memoria(s) y la historia encuentran puntos de confluencia, siempre considerando lo difuso de sus fronteras (Dos Santos, 2003). Los denominados lugares de memoria, que incluyen conmemoraciones, museos y monumentos, entre otros, pueden servir como soportes materiales y espaciotemporales para esta articulación. En función de esto, González Calleja (2013) afirma que «la Historia es la parte del pasado que ha quedado registrada en los distintos depósitos de la memoria» (p. 166).

Se debe aún mencionar, destacando la potencia política vigente y necesaria de esta noción, a la historia como proyecto a futuro (hacer, construir la historia); algo que la crítica posmoderna a los metarrelatos llevó a retirar de la discusión y la escena política. Contribuye a esta limitación una noción de poder entendida como intrínsecamente perversa, lo que lleva a desconsiderar cualquier forma del mismo, limitando la práctica política a enfrentarse con este, sin una proyección alternativa.

Psicología política y procesos para la paz en Colombia

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