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De la memoria al trauma: caminos posibles
ОглавлениеAsí como el concepto de memoria admite una multiplicidad de definiciones, el de trauma sufre una condición parecida. La más reiterada la instala en una perspectiva individual, que la entiende como
un acontecimiento de la vida del sujeto que se define por su intensidad, por la incapacidad en que se encuentra el sujeto de reaccionar a él de forma adecuada, por el trastorno y por los efectos patogénicos duraderos que provoca en la organización psíquica (Laplanche y Pontalis, 1995, p. 522. Traducción nuestra).
La definición anterior puede ampliarse, a partir de incorporar la noción de situación traumática, que parte de la base de que un mismo evento produce efectos parecidos en las personas, lo que posibilita también establecer intervenciones padronizadas. El denominado trastorno de estrés postraumático, por ejemplo, se basa en premisas parecidas, lo que permite que se utilicen ciertos métodos, organizados de manera rígida e incuestionable y supuestamente validados por su uso previo en otros escenarios y situaciones, sin la necesaria consideración por las particularidades sociales, culturales e individuales de las personas o grupos a los que se dirigen.
La caracterización expresada en la definición de trauma resulta apropiada para definir un aspecto del fenómeno: el impacto psíquico de un acontecimiento social y sus efectos subjetivos. También, eventualmente, para establecer algún lineamiento clínico, en los casos en que la persona afectada demande este tipo de respuesta de forma individual.
No obstante, limitar la comprensión del fenómeno a una dimensión intrapsíquica y plantear una respuesta limitada a la intervención clínica individual como única forma de respuesta tiene un significado político innegable. En primer lugar, implica privatizar el fenómeno, reducirlo a una relación dual que niega o subalterniza el marco social en que dichos sucesos se produjeron. Asimismo, suponer que la posibilidad de procesar estos sucesos pasa por su simbolización, su mera verbalización, extraterritorializa los aspectos políticos y sociales involucrados.
En algunos casos, esta omisión puede tener otro carácter, eventualmente presentado como una forma alternativa de intervención. Por ejemplo, en el contexto local, han tomado volumen formas de trabajo con víctimas que se limitan a prescribir la realización de mandalas u otras prácticas parecidas, así como también la promoción de ciertos espacios de alegría inducida, donde las víctimas deben escenificar un libreto ajeno, de cierta manera humillante y revictimizante.
En este sentido, quizás el ejemplo más claro tenga que ver con la aplicación de un método terapéutico en algunos puestos de salud de la ciudad de Cali, indicado como de origen hawaiano y llamado hoporopono. En este modelo, el o la paciente debe, entre otras exigencias, pedir perdón a sí mismo y a terceros. Resulta obvio considerar lo absurdo de prescribir este tipo de conductas a alguien que sufrió un hecho o proceso victimizante.
No se coloca aquí en cuestión, en todos los casos, la técnica o la forma de la intervención en sí, sino la manera vertical y prescriptiva en que se la impone, sin considerar si las mismas responden a aspectos culturales y al deseo de las personas o grupos a los cuales se dirige. En este sentido, estas prácticas, presentadas como alternativas, encuentran puntos de contacto con las tradicionales, basadas en el diagnóstico y la medicación psiquiátrica: en ambos casos, la dimensión del sujeto, en sus aspectos políticos y culturales y en su capacidad de expresión y acción, se ve coartada (Bravo, 2016). Quizás la particularidad que distinga a las primeras de las tradicionales se base en una posible banalización de este tipo de acciones, que parecen requerir solo de una cierta empatía afectiva con las víctimas, circunscriptas, entonces, a una especie de metafísica del afecto, siendo este sentimiento la única condición que las amerita y que define también su tono y límites políticos.
En estas dos perspectivas, más allá de lo que en el propio espacio de la intervención se produzca, este ejercicio eventual de memoria no se extiende más allá del mismo, sin posibilidad de interpelar a un otro social ni aportar a un proceso de construcción de memoria colectiva. También, en ambos casos, la angustia vehiculizada en el discurso de las víctimas se evita, anteponiendo alguna de las técnicas mencionadas.
Martín-Baró (1984) se opuso a este tipo de reduccionismos y banalizaciones, al considerar que el trauma, más allá de su dimensión intrapsíquica, mantiene una relación dialéctica con el contexto histórico social, por lo que tendría un carácter psicosocial. Este carácter psicosocial del trauma se vincula también con la definición de memoria en la cual se inscribe. En este sentido, la noción de memoria subterránea de Pollak (2006) sería aquella que permitiría entender la forma en que ese hecho traumático, entendido en su dimensión subjetiva, pero también en su relación con las condiciones políticas que lo produjeron, puede proyectarse socialmente de manera que produzca efectos en la memoria colectiva.
Esto significa tornar esas memorias hegemónicas en el sentido gramsciano del término hegemonía (Gramsci, 1975), que la entiende como más allá del plano económico y político, para incluir también formas de pensamiento, maneras de entender el mundo y ciertos fenómenos en particular. Una memoria subterránea, al tornarse colectiva, podría transformarse por esto en hegemónica.
Esta memoria hegemónica (o ejemplar, en la manera en que antes se la definió) sería capaz de contribuir a procesos de verdad y justicia y a la no repetición de los hechos victimizantes. Sobre esta cuestión de la no repetición, cabe también una consideración, vinculada en parte a la consigna «Nunca más», que denomina buena parte de estas demandas: este «Nunca más», en tanto se inscriba como no repetición de un hecho anterior, corre el riesgo de contribuir con una memoria literal, que no considere la relación de esos acontecimientos con determinadas políticas y situaciones sociales. Por otro lado, cuando esa exigencia habilita a una reflexión sobre los factores estructurales determinantes del hecho histórico en cuestión, su potencial político se amplía, al adquirir un poder cuestionador de las condiciones estructurales que posibilitan esos procesos.