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II. Baile de Carnaval
ОглавлениеUn verano de 1958 concluyó en un final feliz, primaveral, de 1961.
«Llámalo clan, llámalo grupo, llámalo tribu, llámalo familia.
Llames como lo llames, seas quien seas, necesitas una».
Elisabeth Jane Howard.
Isabel y Tito se conocían desde muy chicos, del barrio, de vista o por entrecruzar miradas. Mamá vivía donde nació, en Lanús, en una casa que había sido comprada con la fortuna de un gordo de Navidad, en la calle Pergamino, hoy Quarracino, en honor al médico de cabecera de la zona. Y de mi familia. Mamá compartía su hogar con sus padres y su hermano mayor, Gaspar.
Papá vivió con sus hermanas menores, Noelia y Dolores, y su medio hermano, mayor que él, tío Negro. Era el hijo mayor de mi abuela, de una relación anterior. Con quién, siempre fue un misterio del que nadie hablaba. Y con mis abuelos paternos, Magdalena y Juan Pablo, en Escalada, también partido de Lanús, cerca de las vías del tren, a una cuadra del paredón, en un lugar que se llamaba La Cueva, típico inquilinato. En esa época, papá no se podía dar el gusto de no trabajar, a pesar de su corta edad. Además, él durante su infancia, y en la adolescencia, tuvo amigos en ese conventillo de la calle Aguilar, entre Juan B. Justo y Fray Mamerto Esquiú, vecinos.
Fue en los carnavales de 1958, un sábado. Tito tenía veinte años. Uno de sus mejores amigos, el cabezón Barrientos, habitante de La Cueva y compañero desde la escuela primaria, le insistió para ir al baile:
—Tito, ¿vamos a la Sociedad?
—¡Cabezón, no me hinches! Estoy cansado, hoy hicimos de todo, me siento como en los días que plantábamos árboles alrededor de las canchas del club —dijo sentado en el piso. Con la espalda apoyada contra la pared en la ochava, jugaba con una ramita del naranjero.
—Bueno, igual podemos ir. ¿Quién te dice? Capaz… ¡Hoy tenemos suerte!
—¡Ja! ¡Ja! ¡No me hagas reír, cabezón! ¡Siempre van las mismas!
—Hoy puede ser diferente; escuché que va a tocar una orquesta –recalcó Barrientos.
—¿Qué banda musical puede tocar en la Sociedad de Fomento Villa Talleres?
—Ah, no sé, vayamos a preguntarle a don Atilio.
Atilio era el bufetero. Y bailarín. Con otros tangueros organizaban milongas. Los vecinos iban a pasar el rato. Pero los carnavales eran los carnavales.
Las sociedades de fomentos y los clubes de barrio organizaban bailes memorables. Iban familias enteras para disfrutar el colorido y las comparsas. Se quedaban hasta largas horas de la madrugada.
Según Barrientos, Atilio debía saber qué banda iría esa noche.
—¡No! ¡Qué puede saber ese, dejá! —insistió Tito sin soltar la ramita.
—Si no sabe él, ¿quién? ¡Vamos!
—Me convenciste —Tito estiró las manos para que su amigo lo ayudara a levantarse.
—¡Qué difícil sos! —acotó el cabezón.
Tito lo miró, lo tomó de un hombro y con una sonrisa de punta a punta exclamó:
—¿Quién te dice cabezón? Capaz…
—¿Vamos a las ocho?
—¡No! ¿Para qué? ¡Vayamos más tarde! Hay que llegar cuando están todas juntas.
Las carcajadas nacieron entre ambos. Se perdieron en el camino. La noche los esperaba.
Mis padres terminaron encontrándose en ese baile de carnaval, encuentro muy popular por entonces. Después de cuatro años, con un noviazgo que podría llamarse normal, un 14 de diciembre de1961 se casaron Isabel y Tito.
Antes de ir a ocupar la habitación que habían preparado para el flamante matrimonio los suegros de Tito, mis padres tuvieron su luna de miel en un hotel del gremio, en la ciudad de Carlos Paz, provincia de Córdoba. Por ser un ferrocarrilero más, papá consiguió, a muy bajo costo, su estadía mielera con los pasajes gratis. Fue el primer viaje en tren que tuvieron, y ellos se entregaron a esa aventura irrepetible. Con los años, decían que les hubiese gustado ir en automóvil, para disfrutar más los paisajes. En esos tiempos, para unos laburantes como mi viejo y mi mamá, era muy descabellado pensar en eso, resultaba muy difícil acceder a un auto. Cuando mi madre empezó a trabajar, fueron juntando peso tras peso. Mi hermano y yo nos quedábamos con los abuelos. Mis padres, con mucho sacrificio, lograron ahorrar para comprarse una Estanciera IKA, Industrias Kaiser Argentina, roja, con la raya blanca transversal. Era la versión rural, con asiento trasero; íbamos los seis muy cómodos.
Recuerdo a papá, muy feliz, traernos de los bailes de carnaval: la familia completa, más amigos y algunos vecinos. Mi hermano y yo disfrazados del Zorro o Batman y Robin, o de payasos. Mamá hacía los trajes, con la ayuda de la abuela Rosa. Me gustaba mi epipo de combate. Así nombraba yo, ante las risas adultas, al disfraz de combate de guerra. Después de ver la serie Combate, para esas fechas festivas con más frecuencia solía jugar a ser soldado.
En esos regresos en la estanciera, papá encendía la radio en su frecuencia favorita y nos decía: «Escuchen».
Quedábamos atónitos con la música que salía por esos parlantes.
Muchas veces, cuando hablo con mi amigo Ramón, médico, radicado en Alicante, España, aquel chico que esperaba a su tío Pipo, y muy parecido a él: alto, pelo algo crespo, nariz bulbosa característica de familia, y un gran pisador de pelota de fútbol, y recordamos esos momentos con mucha alegría y euforia, se ríe entusiasmado y cuenta las vueltas en aquel vehículo evolucionado del Jeep de guerra, donde pasamos noches de jolgorio escuchando tangos: el preferido de Tito: Pasional, cantado por Alberto Morán, con orquesta de Osvaldo Pugliese.