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Oscar Lizana Farías
El extenso camino hacia Bahía
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CAPÍTULO I Volaba de vuelta a Santiago de Chile. En realidad, planeaba, como las aves migratorias. Seguía al sol. Este porfiaba por ocultarse hacia el oeste, pero sus rayos permanecían detenidos en un atardecer interminable. Tras mío dejaba Alemania y la superficie continental de Europa, y enfrentaba el vasto océano Atlántico. Me preguntaba si sería la visión que habrían contemplado los astronautas cuando giraban alrededor del planeta. Flotaba sobre las centellantes aguas a una velocidad tal que no me había percatado de estar sobre el continente sudamericano; un trozo de tierra y rocas, moteado de grandes manchones verdes. Si hubiese venido del espacio exterior o de otra galaxia, habría pensado que los habitantes de aquel lugar eran los seres más felices del universo. ¿De qué otro modo podría ser si lo que contemplaba era una joya, la brisa marina me embriagaba con su aroma salado y solo escuchaba el silbido de mis ropas al flamear?
*** Siempre amé los viernes, para mí eran una antesala de libertad y felicidad. En esos días, a eso de las siete de la tarde, era usual que nos juntáramos un grupo pequeño de latinos, todos estudiantes becados. Norberto de Argentina, Caguas de Guatemala, Rodrigo de Ecuador y yo de Chile. El punto de reunión era el hall central del hogar estudiantil ubicado en el primer piso. Formábamos un círculo y gritaba a voz en cuello: ¡Feierabend!, que significa “fin de la jornada”. A mí me sonaba a “libertad”.
*** El sábado siguiente estuve encerrado todo el día en mi cuarto, echado en la cama. Me levantaba solo a tomar las comidas que me preparaba en la cocina-comedor del piso. Los sábados y domingos no funcionaba la Mensa. Pensaba y pensaba sobre mi futuro y qué sería mejor para mí cuando terminara mis estudios. Alrededor de las seis de la tarde vino a visitarme Norberto. Entró, se arrellenó a los pies de mi cama y con la vista buscó un cenicero.
*** La recomendación del señor Baumann resultó de gran ayuda y en las semanas siguientes me concentré en trabajar en mi proyecto con la Firma Frisch Hermanos.
*** Septiembre es un mes en que todo el mundo está regresando de vacaciones. La sociedad alemana va dejando a un lado la vida de ocio, el sol, la rivera mediterránea y los paseos por el bosque. Todos vuelven con renovadas energías a sus labores habituales. Yo no tomaba una decisión que le diera rumbo a mi vida. Aunque sería solo una formalidad, pensé: “Mañana me juntaré con Ingrid y le pediré matrimonio. También fijaremos fecha. Mañana será el día. La boda, eso sí, será en unos meses más. Antes me voy a tomar unas largas vacaciones. Tengo una invitación de mi amigo Kadoch de Israel. Quiere que trabaje unos tres meses en un Kibutz, convidado, por supuesto”.
*** Posé dos grandes maletas sobre mi cama para iniciar la labor del día: preparar el equipaje para retornar a Santiago de Chile. Parecía una tarea sencilla, pero no lo era. Le encargué a Norberto que vendiera mi auto y me enviara el dinero a Chile. Algo me presionaba el pecho como si no solo estuviera abandonando un país, sino más bien una etapa de mi existencia. La estadía en la ciudad alemana de Coburgo había sido una experiencia de dulce y agraz. Por mi cabeza pasaron en un instante, igual que pantallazos luminosos, mis vivencias más importantes. Recordaba la recepción que me brindaron las autoridades de la Sociedad Carl Duisbeg cuando arribé al aeropuerto de Frankfurt un helado día de diciembre de 1972, casi seis años atrás. No solo a mí. Más de cincuenta becados de países de los llamados "en vías de desarrollo " me acompañaban. Escuchaba una variedad increíble de lenguajes, pero predominaban los latinos. También recordé mi malogrado romance con Ingrid. Entonces, ya graduado de Ingeniero, estaba pronto a abandonar el hogar estudiantil, la ciudad y el país.
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