Читать книгу El extenso camino hacia Bahía - Oscar Lizana Farías - Страница 6

*** Siempre amé los viernes, para mí eran una antesala de libertad y felicidad. En esos días, a eso de las siete de la tarde, era usual que nos juntáramos un grupo pequeño de latinos, todos estudiantes becados. Norberto de Argentina, Caguas de Guatemala, Rodrigo de Ecuador y yo de Chile. El punto de reunión era el hall central del hogar estudiantil ubicado en el primer piso. Formábamos un círculo y gritaba a voz en cuello: ¡Feierabend!, que significa “fin de la jornada”. A mí me sonaba a “libertad”.

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Luego salíamos corriendo y chanceando en español. Sabíamos que eso molestaba a los alemanes. Nunca he comprendido por qué nos comportábamos así. Los becados turcos y griegos eran iguales, o peor. Por las calles de la ciudad andaban en manadas cantando y de pasada les agarraban el poto a las jóvenes alemanas. En Coburgo nadie los quería.

Los latinos éramos distintos. Nos esforzábamos por hablar con corrección el idioma y nos era fácil adaptarnos a sus costumbres. Por ejemplo, ir a un bar a beber cerveza o comer todo acompañado con arroz y papas. Además, me puse bueno para el pan. Me confundían con italiano por tener la tez muy blanca y el cabello negro y algo ondulado. A Norberto le preguntaban, al escuchar su apellido, si era de Inglaterra. Pasábamos los fines de semana ebrios o en prostíbulos. Las puertas de las familias alemanas solo se abrían para algunos y yo era uno de esos afortunados.

Un año atrás, cuando en una discoteca conocí a Ingrid y algunos días después aceptó pololear, me sentí como aquellos alpinistas que hacen cumbre en el Everest. Al segundo año de mi estadía me di cuenta de que los latinos ejercíamos un cierto atractivo sobre las germanas. Quizá por curiosidad de probar sensaciones nuevas. Existía una rivalidad entre los varones alemanes y los latinos. La raíz de la diferencia era lo abiertos que éramos para expresar nuestras emociones y, según pensaba, nuestro redimiendo sexual en la cama era superior. “Son unos zopencos”, comentaba muerto de la risa a mis amigos. “A estos tipos hay que enseñarles a fucking, hermanos”, decía haciendo gestos obscenos con las manos.

Ingrid era cálida, considerada y gentil. Sin embargo, su pragmatismo afloró cuando le propuse matrimonio.

Teníamos gustos similares en música y gozábamos de la buena mesa: comer gourmet. Nos encantaba tendernos en el sillón de su casa y escuchar a Jean Michel Jarre. Cuando sus padres nos dejaban solos, ella sacaba de entre su falda una hierba llamada hachís, que fumábamos liando nuestros propios cigarrillos. Verdad que los temas Oxygen o Equinoxe se escuchaban diferentes bajo los efectos del estupefaciente, pero hubo consecuencias: disminuyó mi apetito y el de Ingrid aumentó, por lo que yo era un palillo y ella una gorda. Mis amigos nos decían “el diez”.

A veces pienso que hubiese sido mejor haber terminado con ella. Una alarma en mi interior sonó cuando me di cuenta de que esperaba con ansias el fin de semana más para fumar el hachís que para verla. Sentí temor de convertirme en un drogadicto.

Hubo un tiempo en el que pensé que no sería mala idea casarme para obtener la residencia definitiva y, tal vez, la nacionalidad alemana, pero el deseo de volver a ver a mi padre era más intenso. En todo caso, el año 1970 se había modificado la ley y contraer matrimonio con una ciudadana alemana no daba el derecho automático a la ciudadanía. Tendría que haber estado casado dos años para recién poder solicitarla y, otro requisito, era haber residido más de tres años de forma legal en el país. Me pregunto qué me impulsó a pedirle que se casara conmigo.

Quizá, la intención de casarme fue gatillada por lo que mi madre me contó en su última carta. Le había protestado por la falta de cartas de mi papá, quien, dicho sea de paso, solía escribirme cada mes y había dejado de hacerlo. Pregunté a mi mamá el porqué del silencio. En vez de darme la respuesta que esperaba, relató sobre cómo la mano de Pinochet se endurecía contra la oposición, de la galopante inflación que se comía el sueldo en quince días, que la plata no alcanzaba para nada y, para colmo, que se esperaba que, de un momento a otro, estallara la guerra con Argentina. Ni una mención sobre mi padre. Me dio la impresión de que quería asustarme o retrasar mi retorno. Mi respuesta sería anunciarle que me iba a casar. ¡Una locura!

Lo que mi mamá me contaba de Chile y la pesadilla que había tenido días atrás me tenían confundido. Me sentía abrumado con los problemas que se iban acumulando: la tesis final, la relación con Ingrid, la situación de mi país y no saber qué pasaba con mi papá.

En los recuerdos de mi corta vida, aun los más remotos, la imagen de mi padre siempre ha estado presente. Mi mamá decía, no sé si en serio o en broma, que mis primeras palabras fueron “papá” y después “mamá”. Él me enseñó las letras con el Silabario Hispanoamericano, de modo que cuando ingresé a la escuela básica ya sabía leer. También a jugar ajedrez. De los miles de veces que nos enfrentamos le di jaque mate, solo una.

Me emocionaba recordar las muchísimas tardes durante la temporada estival juntos frente al tablero. Al inicio del juego permitía que eligiera el color de las piezas, pero yo prefería tirarlo a la suerte. Escondía en una mano una blanca y en la otra una negra. Mi padre no miraba el tablero sino mi frente, entonces pensaba que leía mi mente. Aún lo creo.

Un viernes invité a Ingrid a tomarnos un café para conversar. Conduje mi VW hasta la puerta de su casa, en la calle Baumschulenweg 51, e hice sonar la bocina con discreción. Dos visillos de hilo blanco se movieron. Imaginé que uno debió ser Ingrid desde el ventanal del living y el otro su mamá, Frau Nadía.

A esa señora no le caía bien. Pienso que me agarró mala cuando nos presentaron. Fue una tontería mía, pero bastó para que no me tragara. Al darnos la mano escuché que Ingrid acentuó el nombre Nadía en la i por lo que lo confundí con María. Ella se apresuró en corregir mi pronunciación. “María no, Herr López, Nadía”, dijo mirándome de arriba abajo.

Ingrid salió de su casa, atractiva como siempre, con un vestido de algodón azul con lunares blancos, diseño amplio que disimulaba su talle grueso. El color castaño de su cabellera, el cuello y los brazos al aire acentuaban su blanquísima piel. Exudaba olor a hembra joven.

―Tu mamá nos estaba mirando por el visillo de la ventana ―dije arrancando el motor. Hizo un gesto de “qué me importa” y me sonrió. Se sonrojó al notar que miraba sus piernas―. Lindo vestido ―comenté y conduje hacia el centro de Coburgo.

Tomé la avenida Judengasse hasta la plaza de mercado Markplatz y estacioné frente al café Goldenes Kreuz, a un costado de la Stadthaus. Nos acomodamos en una mesita al aire libre bajo unos toldos de tela blanca, desde la cual se apreciaba una panorámica de la plaza y la gente que iba y venía. La tarde era magnífica. La ciudad olía a limpio y orden.

―¿Cómo va la tesis? ―preguntó Ingrid.

―Lento, pero avanza. Me urge encontrar una empresa que apadrine mi proyecto.

―¿Cómo estás con el plazo para presentarla?

―Este mes de mayo debo empezar el desarrollo. Es decir, si logro que una empresa me apadrine.

―Estuve hablando con mi papá de tu búsqueda. Me dijo que tenía un amigo en la Firma Frisch y Hermanos. Fabrican maquinaria para la agricultura. Si te interesa podría conseguir una recomendación para ti.

―Me parece fantástico, Ingrid. Por supuesto que me interesa. Ah, eres mi salvación. ―Acaricié sus manos.

―Pasando a otro tema, mi mamá me preguntó por ti. Quería saber cuándo vuelves a Chile.

―¿Por qué quiere saber eso? Puedo quedarme un año más trabajando si presento una solicitud de posgrado. Me han ofrecido un puesto en la Firma MAN. Como ves, no tengo prisa por volver.

―Quisiera que nunca te fueras. ―Volvió a sonrojarse.

―Y si te pidiera que te casaras conmigo, ¿aceptarías? ―Su rostro reflejó tal sorpresa que pensé que estaba fingiendo. Las mujeres siempre van un paso más adelante que nosotros―. Te quedaste callada. ―Quise apremiarla―. ¿No me quieres responder?

―Es que tendríamos que hablarlo con mis padres.

―Te lo estoy preguntando a ti.

―Soy menor de edad y querría saber su opinión.

―¿Crees que les preocuparía que si nos casáramos tendrías que irte conmigo a Chile?

―No sé. Tendría que pensarlo.

Su respuesta me molestó. No la esperaba. Estaba convencido de que Ingrid estaría dispuesta a seguirme, aunque fuera al fin del mundo, pero resultaba que quería pensarlo. Tenía ganas de patearla y buscarme otra, total… minas no me iban a faltar.

El extenso camino hacia Bahía

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