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Introducción

En sus remotos orígenes, la especie humana tuvo que sobrevivir a grandes y pequeños cataclismos, a terremotos, sismos y glaciaciones, a períodos de sequía, al exceso de lluvia, a las crecientes de los ríos, a largos inviernos y calores excesivos, a incendios forestales y maremotos... En fin, a la multiplicidad de factores que amenazan al común de los animales. En la actualidad, en cambio, el desafío de nuestra especie es tratar de sobrevivirse a sí misma; al daño que provocan en su entorno y su propio organismo una multiplicidad de factores que reconocen un origen y un patrón comunes, y que van desde la contaminación ambiental a la manipulación y procesamiento de alimentos, pasando por el uso de pesticidas, plaguicidas y agroquímicos. A ello debemos sumar una ciencia medicinal más interesada en aumentar la rentabilidad de los laboratorios y cronificar las enfermedades que en encontrarles remedio.

Durante millones de años el hombre fue “evolucionando” debido a la necesidad de adaptarse constantemente al medio en que vivía y, al igual que todos los animales, lo hacía anatómicamente: le iba “cambiando el cuerpo”, por así decirlo, lo que no siempre resultaba exitoso. Así, hace ya 1.5 millones de años se extinguía el Homo erectus, mientras poco antes lo había hecho el Homo ergaster, por mencionar sólo dos de los remotos “prototipos” humanos. Mucho más recientemente, en el continente europeo, el llamado Hombre de Neanderthal convivió con los primeros ejemplares del hombre actual, quienes probablemente hayan acabado con él hace aproximadamente 25 mil años. La desaparición del Homo floresiensis un pequeño hombrecito de apenas un metro de estatura y 25 kg de peso que habitaba la isla de Flores, en Indonesia se produjo hace quizás unos 12 mil años. Para entonces, el Homo sapiens tenía parecidas y diferentes características anatómicas a las que exhibe en la actualidad, fruto de la selección natural: diferentes colores de piel, de estaturas, de cantidad de glóbulos rojos, pilosidad, etc. Y ya hacía muchos miles de años que había adoptado sucesivas estrategias para sobrevivir. Pero hagamos algo de historia y establezcamos nuestro marco específico, antes de señalar las amenazas que lo acosan.

La adaptación cultural

La hembra humana presenta una gran diferencia respecto de la de las demás especies, excepto la de los chimpancés enanos o bonobos: no sólo ovula cada 28 días mientras la mayoría de los mamíferos lo hace apenas una o dos veces al año, sino que durante casi todo su ciclo menstrual es sexualmente receptiva, independientemente de su fertilidad. Y en contraste con las hembras de los demás mamíferos, que muestran diversas señales externas de estar en período de fertilidad, las señales de la hembra humana son prácticamente imperceptibles.

Estas dos condiciones - receptividad sexual y “ovulación oculta” - facilitaron la vida en común de nuestros ancestros al disminuir el grado de conflictividad entre los compañeros de apareamiento que, al ser constante a lo largo del año, facilitó la convivencia en grupos numerosos de machos y hembras.

La sociabilidad, la evolución de la posición del pulgar y una mutación de la laringe, que permitió el posterior desarrollo del lenguaje, indujeron a la especie humana a adoptar una mucho más dúctil y flexible estrategia de supervivencia: la adaptación a los cambios en su entorno por medio de la cultura.

A lo largo de su “evolución’' (que no es otra cosa que el resultado de una serie sucesiva de adaptaciones), el hombre ha desarrollado una piel oscura para reducir el daño que produce en el organismo la alta exposición a los rayos solares, o una epidermis casi sin melanina a fin de absorber de la débil luz de las regiones árticas la dosis necesaria de vitamina D; o una mayor cantidad de glóbulos rojos, y esto en los habitantes de las regiones montañosas, con el propósito de compensar la disminución de oxígeno en el aire. Por razones similares existe en algunos grupos humanos la capacidad de digerir la lactosa, mientras en otros resulta dañina.

Estos y otros ejemplos, que no viene al caso enumerar, han sido, en resumen, cambios “naturales”. Los demás fueron y son “culturales”, desde la fabricación de vestidos y el uso de las pieles animales, para protegerse de las bajas temperaturas, a la fabricación de herramientas, recipientes para el transporte del agua...

La convivencia y el intercambio de bienes y favores (quitar los piojos o aparearse pueden ser aceptables compensaciones por un fruto o una apetitosa isoca) dieron origen a la cultura, conformada en un principio por tabúes, de los cuales el troncal fue el del incesto: al prohibir la unión entre hermanos o parientes muy cercanos, algunos grupos alentaron las relaciones y alianzas con otros grupos. Y éstos ampliaban de ese modo los territorios de caza y colaboraban en la defensa de los parientes atacados por grupos rivales. Los que se habían mantenido endógenos, sin relacionarse con otros, fueron sometidos por grupos más numerosos o padecieron mucho más severamente las calamidades climáticas. Vale decir, la adaptación cultural permitió la convivencia de grupos cada vez más numerosos que, a medida que del primitivo sistema agrícola de tala y quema se iba derivando hacia los complejos sistemas de riego artificial, requerían cada vez más abundantes recursos a su disposición

Desde el principio, desde el uso controlado del fuego y la invención de la primera herramienta, la estrategia de adaptación cultural siguió un patrón consistente en una combinación de innovación tecnológica y homicidio (infanticidio, gerontocidio, femicidio), cada vez que el crecimiento de la población colisionaba con la escasez de los recursos y el agotamiento del medioambiente.

¿Se trató y trata de una estrategia adecuada?

De observarse la historia humana como una unidad, como la gran historia de una especie, la conclusión podría ser afirmativa. Sin embargo, hay distintos elementos a considerar.

El agotamiento de los recursos

Las primeras sociedades complejas surgieron del aprovechamiento tecnológico de un preciado recurso, el agua. Por lo general, se afincaron junto a grandes ríos que experimentaban crecientes regulares: el Nilo en el antiguo Egipto, el Tigris y el Éufrates en la Mesopotamia, el Yang- Tse en China, los ríos y lagunas subterráneas en Mesoamérica y la península de Yucatán. La ausencia de grandes cursos de agua fue compensada con un inteligente y laborioso aprovechamiento de las abundantes lluvias de la gran civilización andina, en América del Sur.

En cada uno de esos casos, a medida que aumentaban la población (y las coacciones y exigencias de las burocracias administrativas y militares necesarias para sostener esos complejos sistemas de producción), las diferentes sociedades apelaron a una misma y cada vez más intensiva explotación de los recursos. El resultado, en la mayor parte de los casos, fue el colapso. Y aquí, una primera enseñanza.

La misteriosa y casi instantánea desaparición del imperio maya, de la civilización babilónica y del portentoso antiguo Egipto, así como la “evaporación” de la civilización de la Amazonia, son ejemplos emblemáticos de que la apelación al desarrollo de nuevas tecnologías no siempre es la solución más adecuada para resolver la contradicción entre crecimiento de la población y agotamiento de los recursos.

Pero más allá del colapso de numerosas civilizaciones de la antigüedad y de no pocos imperios de más reciente data, la hipotética gran historia de la especie seguía su marcha, en apariencia, ascendente.

El inconveniente se presenta cuando la sociedad se torna crecientemente global, y la historia de la humanidad queda reducida a la historia de una gran sociedad planetaria, no integradora del conjunto de culturas y sociedades que habitan la Tierra, pero que tiene capacidad de destruirlas. Cuando las estrategias a que esa sociedad apela para resolver el conflicto básico entre necesidades y recursos sigue siendo la misma la innovación tecnológica, la especie humana y el planeta mismo están en problemas muy serios. Nuevas tecnologías han permitido solucionar algunos de los problemas provocados por pasadas innovaciones tecnológicas, pero a la vez han generado nuevos problemas. El resultado general ha sido el de aumentar la contaminación del medioambiente, destruyendo los ecosistemas que tan esenciales resultan para la vida en general y para la vida humana en particular. En resumen, nos envenenan y nos envenenamos. Las páginas que siguen pretenden ser una personal y elemental puesta a punto del problema. Las soluciones sólo pueden ser colectivas.

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