Читать книгу La muerte súbita de ego - Oscar Muñoz Gomá - Страница 6

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UN MINUTO DE FURIA

Semana de vacaciones escolares. Él también necesitaba vacaciones, pero sobre todo para aislarse, estar en su soledad, en su silencio. Acordaron en familia que los niños se irían con su mujer al campo del abuelo, que siempre estaba con las puertas abiertas para recibirlos. Se aprontó para sus días de tranquilidad, escogió los libros que leería, la música que escucharía, las películas que hacía tiempo quería ver.

La primera noche sólo fue una pesadilla. Las fiestas en el barrio ardieron y no pararon hasta bien entrada la madrugada. No pudo descansar casi nada. Decidió que dormiría hasta tarde, pero apenas dieron las ocho de la mañana empezaron las máquinas cortadoras de pasto del vecindario, que ahora tienen que ser con motores ruidosos y contaminantes. Más allá, una motosierra podaba. Trató de cubrir sus oídos con los almohadones, pero todo fue inútil. La tecnología podía más.

Tuvo una iluminación de su mente. ¡Cómo no lo había pensado antes! Se iría a la cabaña que tenían en la precordillera, a orillas de la laguna de las Taguas. Se iría de caza. La temporada ya estaba abierta y podría estrenar su nuevo fusil con mira telescópica. El ejercicio, las escaladas y la aventura le harían bien. Pero, sobre todo, la soledad, tan esquiva en estos tiempos modernos. Él era un lobo estepario, y las estepas estaban cada vez más invadidas por la ciudad, los condominios, las carreteras.

Cuando las máquinas cortadoras de pasto y la motosierra terminaron su labor, pudo dormir otro par de horas más. Al mediodía se levantó, se duchó, se sirvió una abundante colación y preparó su equipo para partir. El viaje le tomó cuatro horas, incluyendo las cuestas de la precordillera y los malos caminos de tierra entre árboles añosos. La belleza de los bosques invernales fue un bálsamo para disipar las tensiones que traía de la ciudad. Llegó al caer la tarde. Abrió las puertas y ventanas de la cabaña para ventilarla, juntó leña seca para encender la chimenea, preparó su cena.

Antes que todo fuera oscuridad, recorrió el sendero que llevaba al borde de la laguna. Se sentó sobre una piedra de superficie lisa. Todo era quietud. Los pájaros ya se habían retirado a sus nidos, no había viento y la laguna era un espejo, donde comenzaban a caer las sombras. Algunas taguas nadaban todavía. Contempló y disfrutó de una naturaleza prístina. No tenía urgencias ni obligaciones. Ahí estaba, solo, consigo mismo, con el bosque, la humedad y el agua. Elementos básicos y primitivos del universo.

Cuando sintió el cansancio del insomnio de la noche anterior, del viaje, de las excitaciones de los últimos días, se levantó, regresó a la cabaña, encendió el fuego de la chimenea y contempló las llamas. Abrió algunas conservas que llevó, se sirvió un vaso de vino. Tomó su guitarra y entonó con voz queda algunas de sus melodías favoritas. De a poco lo invadió la modorra, esperó que el fuego se convirtiera en brasas y se fue a acostar. Durmió como niño. Como hacía años que no lo lograba. Soñó mucho. Con trabajos por entregar, con reuniones tensas, con personas que le resultaban desagradables. Es la primera noche de descanso, se dijo. Siempre pasa lo mismo. Durante el sueño se descargan todas las malas vibras. Ya las próximas noches serán más calmadas.

Despertó temprano en su primera mañana. Preparó el café, tostó un pan, lo untó con mantequilla, mermelada, queso. Sacó su equipo de excursión y caza, se hizo un sandwich que puso en la mochila con un jugo para el mediodía, su sombrero de montaña. Luego revisó el fusil, la mirilla telescópica. Le puso un silenciador para no romper el silencio del bosque. Se calzó sus botas de gamuza, se puso la parca, se echó la mochila y el fusil al hombro y partió por los senderos que subían la ladera, todavía bajo las sombras de la mañana. En la cima del cerro tendría la vista más despejada, gozaría el paisaje y dispondría del espacio para la caza. El suelo estaba blando, lleno de hojas descomponiéndose y en ocasiones emergían grandes raíces que tenía que esquivar.

De pronto oyó algunas risas estentóreas a la distancia. Se detuvo a escuchar mejor. Eran voces, hablaban fuerte, con carcajadas destempladas, risas de borrachos. Continuó la marcha. De pronto el silencio se convirtió en un estruendo. Una guitarra eléctrica resonó con fuerza y luego siguió un tronar de baterías. ¡Heavy rock!, pensó y una tonelada de pesadumbre cayó sobre sus espaldas. Desvió su ruta y se encaminó hacia el sitio donde se originaba lo que consideró una violación de la naturaleza. Cuando escuchó el sonido más cerca, se detuvo a observar. Buscó con la mirilla de su fusil, oculto tras algunos árboles. Vio tres figuras humanas y dos carpas en un claro, cerca del borde de la laguna. Eran una pareja de jóvenes y un hombre de su misma edad. Habían hecho una fogata y tenían un receptor de radio, de gran tamaño, que emitía esas estridencias. Vio una media docena de botellas vacías en el suelo. El rock seguía golpeando el silencio del bosque sin misericordia. Una de las figuras hacía amagos de moverse al son del ritmo. Parecían ebrios. Como un volcán en erupción emergió su rabia, incontenible. Apuntó lentamente con su fusil, primero a los rostros de cada uno, luego al receptor de radio, a las carpas. Mantuvo su observación durante varios minutos, recorriendo los rostros, escrutando el entorno. Sacó algunas balas de una caja en su mochila y cargó el fusil. Apuntó con cuidado e hizo un disparo. Entonces todo quedó en silencio.

La muerte súbita de ego

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