Читать книгу La muerte súbita de ego - Oscar Muñoz Gomá - Страница 8

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AL FRÍO DE LA NOCHE

El profesor Schmidt terminó su whisky y le pidió al anfitrión el teléfono de la casa para llamar a un taxi. Ya eran pasadas las doce de la noche y los comensales comenzaban a retirarse. La comida había sido muy conversada, con gran animación y todos pendientes de las opiniones del profesor Schmidt, el invitado de honor. Había venido a esa pequeña universidad situada casi en la frontera con Canadá, en el estado de Massachusetts, para dictar un curso de invierno durante el receso del mes de enero. El enseñaba ciencias políticas en Princeton, había ganado una cátedra de por vida y su curriculum estaba nutrido de publicaciones, conferencias internacionales y consultorías a muchos gobiernos europeos. Era una autoridad en materias relacionadas con el nuevo orden mundial que se estaba gestando después de la crisis del petróleo de 1973. De origen alemán, se radicó en Estados Unidos donde hizo la mayor parte de su carrera académica. Ya estaba cercano a la edad del retiro, aunque energías y ambición no le faltaban para aceptar cuánta invitación le llegara.

-Por ningún motivo, profesor- le dijo enfático Williams, otro de los invitados a la cena. Era un hombre joven, de unos treinta y cinco años, delgado y enjuto-. No pida taxi, yo lo puedo llevar y con mucho gusto.

-Muchas gracias, pero no quisiera molestarlo. Vivo bastante lejos, en una casa que arrendé en las afueras del pueblo. Una casa muy rural. Está en el camino de Woodstock.

-No es ningún problema. De hecho, yo también voy en esa dirección.

-Bueno, en ese caso, encantado. Le acepto su amabilidad.

Se despidieron del resto de los participantes, del dueño de casa y su esposa. La noche estaba extremadamente helada. Soplaba un viento gélido, de aquéllos que se llevan las nubes, convierten la nieve reciente en hielo duro y bajan la temperatura a muchos grados bajo cero. De hecho, los informes del tiempo habían alertado a la población a cuidarse de las posibles y severas hipotermias. Se anunciaban temperaturas de treinta grados bajo cero.

Subieron al auto de Williams, quien puso en marcha el vehículo y activó la calefacción al máximo. El interior del coche estaba muy helado. Todavía quedaban resto de hielo en el parabrisas como resultado de la nevada de la noche anterior. El profesor Schmidt se subió el cuello de su chaquetón, se forró con la bufanda hasta la boca y se cubrió la cabeza hasta las orejas con un gorro de lana.

-Hay que precaverse del frío-, le comentó a Williams-. A mi edad, ya tengo setenta años, los enfriamientos pueden ser muy peligrosos. El año pasado estuve un mes en una clínica por una bronconeumonía rebelde.

-Por supuesto, pero no se preocupe. La calefacción ya va a empezar a entibiarnos. Demora un poco, pero responde.

El paisaje nocturno era hermoso. Había luna creciente que iluminaba los campos blancos. Más allá se advertía una mancha oscura, probablemente un bosque de pinos, con sus copas cubiertas con la nieve congelada. Todavía se veían algunas casas iluminadas, cada vez más escasas.

Avanzaron durante unos diez minutos, siguiendo las instrucciones del profesor.

De pronto el auto hizo como un estertor y se desvió bruscamente hacia la berma. Todo quedó en silencio. Williams soltó una maldición y le dijo a Schmidt:

-¡Diablos! Parece que tenemos una panna de rueda delantera.

-¡Pero no puede ser!-, le replicó Schmidt, intranquilo-. ¡Qué mala suerte!

-No se preocupe-, lo tranquilizó Williams-. Sólo tomará algunos minutos cambiar la rueda.

Williams se bajó del coche, miró la rueda delantera y confirmó con su cabeza que estaba desinflada. Se dirigió al baúl trasero del auto. Schmidt se arropó más con su chaquetón y no quiso bajarse hasta saber más. Williams tardaba en aparecer, lo que intranquilizó más al profesor. Por fin el otro apareció y se mostró preocupado.

-Tenemos un problema. No está la gata. Es inexplicable. Debería estar. Disculpe, profesor, y no se preocupe. Volveré a la casa de nuestro amigo y pediré ayuda. Soy buen corredor. En treinta minutos estaré de vuelta. No se mueva del auto. Abríguese bien.

Williams cerró la puerta, no sin antes retirar las llaves del contacto. El profesor Schmidt sintió una fuerte desazón. No le gustó nada el panorama. De hecho, experimentó indignación con Williams. Le pareció un irresponsable aunque, es cierto, las ruedas pueden pincharse cuando menos uno espera, pero no tener la gata era una enorme torpeza. Repasó lo que sabía de este Williams. No lo conocía de antes, a pesar de que él mencionó haber sido alumno de ciencias políticas en Princeton. No lo recordaba, pero no era extraño. Los alumnos de postgrado pueden optar por distintas asignaturas y profesores. Se lo presentaron como ayudante de investigación de uno de los académicos invitados a la comida. Algo hablaron de su trabajo, pero le pareció que era de bajo perfil, más bien tenía que manipular estadísticas, preparar cuadros numéricos para otros profesores de mayor nivel. Todo muy necesario en una investigación, pero lo que realmente se valoraba en el ambiente era la calidad de los análisis, las conclusiones, las contribuciones teóricas.

A la indignación, comenzó a acosarlo la angustia. El frío volvió a atormentarlo. La detención del motor significó que también la calefacción desapareció. ¿Por qué no dejó el motor andando? Se sentía muy vulnerable. ¿Cómo diablos se metió en esa situación? No se veía un alma, todo era descampado, una combinación de manchas blancas y oscuras. De la angustia pasó al terror. ¿Sería posible que estuviera cerca de su final? Pensó en su familia, su esposa y dos hijas, sus nietos. ¿Sería posible que les faltara por una torpeza menor? Eran una familia muy unida y se cuidaban entre ellos. Se amaban profundamente. Le aterró la idea de que lo perdieran. La inmovilidad de estar sentado en ese lugar inhóspito le pareció que era lo peor que le había pasado. Debería moverse, caminar, activar su organismo. Se bajó del auto y sintió las ráfagas de viento cortando su rostro como hojas de afeitar. Le dio a su bufanda varias vueltas en torno a la cabeza, tapándola casi por completo.

Comenzó a caminar a paso rápido. En pocos minutos sintió que se le escapaban lágrimas, pero que inmediatamente se convirtieron en hielos duros. Herían sus ojos. También sintió hielos en torno a su boca. Era su aliento que se transformaba también. Todo su cuerpo comenzó a congelarse, especialmente sus pies y sus piernas. Mantuvo el ritmo de sus pasos, sin saber ya adónde se dirigía. Pensó que quizás si encontrara un bosque, podría ser menos helado que la intemperie en que estaba. Divisó la mancha oscura y avanzó hasta llegar a un bosque. Los ojos congelados apenas le permitían alguna visión. Ante los primeros árboles salió del camino y se internó. Efectivamente, el frío disminuyó levemente, pero le pareció que más podía ser fruto de su imaginación. La superficie bajo el bosque no le hizo las cosas menos difíciles. Sintió que se movía con dificultad, sus miembros no le obedecían. Su mente estaba confusa y ya no razonaba bien. Perdió la noción del tiempo que había transcurrido desde que se bajó del auto. De pronto sus pies tropezaron con un tronco. El piso cedió y se desplomó como bulto inerte.

Al día siguiente, la policía no tardó mucho en encontrar el cuerpo de Schmidt. Williams la había alertado, no debía estar muy lejos del lugar donde quedó su automóvil. Comprobado el deceso, hecha la autopsia y una inspección superficial al vehículo, el inspector Davies emitió el informe preliminar indicando muerte accidental, provocada por hipotermia. Unos hechos lamentables se encadenaron para llevar a tan infausto resultado. La comunidad académica estaba anonadada. Incluso los medios internacionales dieron cuenta de ellos, considerando la reputación del profesor Schmidt.

Davies era un hombre corpulento, de gruesos bigotes y barba bien cortada. Debía tener poco más de cincuenta años. Sabía que estaba muy lejos de que todo estuviese aclarado. Es cierto que en los inviernos tan crudos como el que tenían en ese momento, no era infrecuente que algunas personas murieran de hipotermia. La noche los pillaba desprevenidos, o borrachos, a menudo. Pero no era el caso. El profesor quedó solo en el camino, en un coche averiado y el conductor se había ido en busca de ayuda. ¿Qué le molestaba? Las probabilidades de ocurrencia de esos hechos, de algunos condicionantes más bien. El pinchazo del neumático. Posible, pero poco probable. En todo caso pediría requisar el vehículo para examinarlo en detalle. El alejamiento del conductor para pedir ayuda, según dijo. Muy probable. Obvio casi. Pero, ¿por qué no regresó? En su versión, se sintió desfallecer después de algunos minutos de correr y golpeó en la primera casa que encontró. Su desmayo en la misma puerta de la casa y su traslado al hospital más cercano, sin haber podido articular palabras, eran hechos comprobados. La familia que lo ayudó corroboró la versión. Pero, ¿por qué no estaba la gata en el vehículo?

Tendría que conversar más largo con él. Antes decidió hacer algunas averiguaciones y entrevistas. Primero fue a conversar con el anfitrión de la cena en honor al profesor Schmidt y director del departamento de ciencias políticas para recabar los antecedentes académicos de Williams y el tipo de trabajo que estaba realizando. Al salir, habló con la secretaria, quien resultó ser una persona locuaz y amiga de la chismografía. Tendría que separar los hechos de sus opiniones muy personalísimas, que no eran favorables a Williams. Regresó a su despacho para examinar sus notas y ordenarlas. Llamó a su ayudante y le encargó dos gestiones muy concretas: pedir un informe a la universidad de Princeton sobre el rendimiento académico de Williams y, en particular, averiguar si tuvo alguna relación con el profesor Schmidt, de cualquier carácter que pudiera ser. El segundo encargo fue obtener un informe detallado del estado mecánico del automóvil de Williams y del tipo de gata que correspondía.

Dos días después Davies ya tenía toda esta información y algunas ideas comenzaron a tomar cuerpo en su mente. Decidió que era tiempo de ir a hablar con el propio Williams a su domicilio. Le habían dado tres días de licencia para recuperarse de la hipotermia. Se hizo acompañar de dos policías de uniforme. Williams vivía solo y se sorprendió cuando vio al inspector Davies.

-¿Todavía haciendo indagaciones? ¿No quedó claro que la muerte del profesor fue un accidente?- le preguntó una vez que el inspector le explicó el motivo de su visita.

-Bueno, aparentemente así fue, pero aún tenemos que aclarar algunos detalles de las circunstancias que rodearon su muerte. Como comprenderá, es muy importante que yo tenga su relato. Así es que, por favor, ¿por qué no me cuenta cómo ocurrió todo?

Williams comenzó a hablar con mucha seguridad. Repasó los hechos. Le explicó al inspector que una vez comprobado que no podía cambiar la rueda, corrió a toda prisa para regresar a la casa del director del departamento. Él era un experto corredor. Lo hacía desde joven, de modo que no tuvo dudas al respecto, a pesar del frío que hacía.

-¿Por qué en vez de ir a la casa del director del departamento, usted cambió la ruta y fue a pedir ayuda en un lugar que no conocía?

-Para ser franco, inspector, el frío era tan grande, mayor de lo que me imaginé, y sentí que no lograría llegar. Entonces vi una casa con luz encendida y me fui directo a ella. Me costaba mucho respirar. Alcancé a golpear la puerta y me desmayé. No recuerdo más.

-La gente de esa casa afirmó que usted dijo algunas palabras, aunque inconexas. ¿No recuerda nada en absoluto?

-Lo siento, nada. No sé qué pueda haber dicho.

-Mmmm- musitó el inspector-. Volvamos un poco atrás. Lo más grave del asunto es que su vehículo no tuviera la gata. ¿Cómo explica eso?

-La única explicación es que me la sacaron. Hace una semana les presté el coche a unos amigos del extranjero que andaban por aquí. Me lo devolvieron, pero no me advirtieron que faltara algo. No me preocupé de revisar.

-Tendremos que comprobar eso. Pero, ¿sabe señor Williams? Hay algo mucho más grave que tiene que explicar. En el lugar de la panna encontramos algunos clavos retorcidos. Medio ocultos por la nieve, pero suficientemente descubiertos como para pinchar un neumático.

-¡Qué extraño! ¿Quién podría haber hecho eso?

-Es la misma pregunta que nos hacemos, aunque tenemos algunas hipótesis. Pero ahora quiero hacer un registro de su casa, si me lo permite.

Williams se sobresaltó.

-¿Por qué? ¿Qué busca? ¿Y tiene alguna orden judicial?- preguntó con cierta agresividad.

-La tengo, aquí esta.

-Adelante, no tengo nada que ocultar- contestó con cierta sorna.

Davies les ordenó a los dos policías iniciar el registro. Efectivamente, en la casa no hubo nada de interés para la investigación. Entonces le pidió ir al garaje.

-¿Y para qué?- insistió Williams-. No hay más que trastos viejos.

-Permítame decidir a mí.

Fueron al garaje y Davies revisó cuidadosamente el cachureo que había. Vio una pequeña alacena, bloqueada por un biombo. Lo retiró, abrió las puertecillas y ahí estaba, la gata inexistente.

-Señor Williams, queda usted arrestado por provocar un accidente doloso con resultado de muerte.

-Pero, ¡está equivocado, inspector! ¡No sé cómo llegó esa gata ahí! ¡Exijo un abogado!

-Podrá tenerlo, a su debido momento. Por ahora, estire sus brazos para que estos policías cumplan con su deber. Y le voy a contar la verdadera historia que yo creo ocurrió. Efectivamente, usted estudió su postgrado en la universidad de Princeton. No siguió cursos con el profesor Schmidt, pero él fue uno de los miembros encargados de revisar su tesis de doctorado y participar en el examen general que usted tenía que dar. Pues bien, el profesor Schmidt lo reprobó en las dos instancias. Incluso, dos años después, cuando usted tuvo la oportunidad de presentar nuevamente su tesis y repetir el examen, una vez más fue reprobado por el profesor Schmidt, quien emitió un informe muy negativo respecto de sus capacidades analíticas. La consecuencia es que usted tuvo que retirarse de esa universidad, que ya no le ofreció nuevas oportunidades, y conformarse con una maestría en estadísticas, campo en el cual se ha desempeñado bastante bien. Pero quedó muy frustrado por no haber obtenido el doctorado. Esto lo perjudicó en su carrera académica y tuvo que conformarse con actividades de menor prestigio intelectual. Hay razones para pensar, entonces, que usted odió al profesor Schmidt y con el tiempo, desarrolló un deseo de venganza. La oportunidad se le presentó cuando él fue invitado a esta universidad. Usted también iba a asistir a la cena en honor al profesor, pero antes se preocupó de averiguar dónde vivía, saber que no tenía coche propio y que usaba los taxis. Lo siguió durante algunos días para estudiar bien la ruta. Tuvo la suerte, si se puede decir así, de observar un día que un camión que circulaba por ese camino, sufrió la caída de una caja con clavos, lo cual fue detectado por el conductor del vehículo, quien lo detuvo para recoger esa caja. Esto fue verificado con el propietario del camión. Usted pudo constatar que quedaron algunos clavos sueltos en el camino y eso le dio la idea de preparar mejor el terreno, es decir, arrojar nuevos clavos la misma tarde en que la cena tendría lugar, pero esta vez clavos retorcidos para asegurar que algún neumático pinchara una rueda. Luego retiró y escondió la gata del coche. Lo demás se le fue dando espontáneamente. Estuvo atento a los deseos de Schmidt de retirarse al final de la cena y ofrecerse voluntariamente para llevarlo. Avanzó en el camino por el lugar preciso donde había arrojado los clavos y luego abandonó al profesor a la intemperie de la fría noche, sabiendo que no soportaría por mucho tiempo. Incluso retiró las llaves del auto para impedirle que encendiera la calefacción. Y su desmayo, bueno no cuesta mucho simularlo y pedir auxilio en un lugar en que usted sabía que nadie más podría avisar sobre el abandono del profesor Schmidt. Esta gata en su casa demuestra que usted disponía de ella, pero la retiró del vehículo a fin de pretextar la imposibilidad de cambiar la rueda. No se pudo dar con el paradero de sus supuestos amigos extranjeros. Su teléfono no contestó y en los archivos de la policía de inmigración no hubo constancia de los nombres de esas personas. Señor Williams, ¡está usted arrestado!

-Pero, ¡está equivocado, inspector! ¡Exijo un abogado!

-Podrá tenerlo, a su debido momento. Por ahora, estire sus brazos.

La muerte súbita de ego

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