Читать книгу La muerte súbita de ego - Oscar Muñoz Gomá - Страница 7

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LA VISITA


Dos horas antes descansaba en la sala, escuchando un cuarteto de Haydn. El día se me había hecho largo en la oficina. Varias reuniones de rutina con los equipos de trabajo que debo supervisar, nada sustantivo, me habían aletargado. El pesimismo general del ambiente económico no auguraba proyectos interesantes. Las ventas seguían mal. Decidí regresar temprano a casa, relajarme, sumirme en la música. Dejar de lado los aburridos números, los rostros angustiados de los vendedores que debían darme cuenta.

Arlette regresó más tarde.

-¡Llegué, Enrique!- fue un anuncio a la distancia más que un saludo-. Vengo con trabajo que terminar.

Me entregué a una semi-inconsciencia. Las notas juguetonas de Haydn masajeaban mis neuronas. Los cambios de movimientos me traían de vez en cuando de vuelta a la realidad. Empecé a sentir frío.

Me incorporé para preparar algo de comer. Supuse que Arlette seguía corrigiendo pruebas de sus alumnos. No soy buen cocinero, pero sé lo que hay en el refrigerador y puedo escoger y combinar algunas cosas preparadas, sin demasiadas exigencias. Saqué unos fiambres, preparé una ensalada con abundante aceite de oliva, calenté el pan.

Escuché el timbre. Alguien tocaba con insistencia. Me extrañó, porque no esperábamos a nadie y aunque no era tan tarde, ya era de noche. Abrí la puerta.

-¡Ricardo!- exclamé-. Hice un amago de sonrisa de bienvenida, pero no me causaba ningún placer verlo.

Guardé silencio, en el umbral de entrada, esperando alguna explicación. Hacía años que no sabía nada de él, por lo que a la incomodidad de tenerlo en la puerta de mi casa, se añadía la sorpresa de su visita.

-¡Hola, Enrique!- me dijo-. Perdona la impertinencia de tocar a esta hora. ¿Me permites entrar?

-Por supuesto, adelante- lo dejé pasar-. ¡Vaya sorpresa! ¡Qué años que no te veía! ¿Qué te trae por estos lados?

-Pasaba por aquí y pensé que era una buena oportunidad de saber de ustedes. Es cierto, ha pasado tiempo sin vernos.

-Así es. Mira, voy a llamar a Arlette. Todavía trabaja. Tú sabes, la época de las pruebas en los colegios. Siéntate, ya vengo.

Subí al cuarto de Arlette.

-Adivina quién está- la desafié con un dejo de ironía.

Me miró con expresión de cansancio. Los ojos hundidos, el cabello revuelto, ya no era la joven belleza de hacía cinco años, pero estaba muy bien. Sentí un orgullo que fuera mi mujer. Sobre su mesa, rumas de páginas escritas la esperaban. La lámpara de mesa brillaba fuerte en la penumbra de la habitación.

-Adivina- le insistí.

-Quique- su voz fue un ruego-. Mira, estoy en otra. Tengo que terminar con estas pruebas. No estoy para adivinanzas, ni menos para visitas.

-Tu ex.

-¿Mi ex? ¿Qué quieres decir?-. Sus ojos se abrieron.

-Tal cual. Ricardo está abajo.

Suspiró profundo. Dejó el lápiz rojo y los papeles, pero permaneció sentada.

-No lo puedo creer. ¿Qué hace aquí?-. No expresaba molestia, sino más bien cierta ansiedad.

-No sé. Dijo que pasaba por acá y decidió saludarnos. Es raro, ¿no?

-Ahora bajo. Ya voy.

Me dirigí a la sala. Ricardo estaba de pie mirando una pequeña escultura que yo había comprado hacía poco. Le ofrecí un trago.

-Una cerveza estará bien.

-¿Cómo estás? ¿Qué ha sido de tu vida?- le pregunté, más por romper el silencio que por verdadero interés en su respuesta. Aunque me llamó la atención verlo bastante bien, físicamente. Buena pinta, buena postura. Se veía más atractivo que el recuerdo que tenía de él.

-La vida sigue su curso- una respuesta sin compromiso, pensé-. He viajado, he hecho de todo un poco. No me quejo. Ahora último las cosas están más complicadas.

Para ganar tiempo fui a la cocina a buscar algo para picar. ¿Por qué no bajaba Arlette? Ricardo era su problema, no el mío.

Escuché sus pasos en la escalera. Decidí demorarme más en la cocina, haciendo esto y aquello. No podía evitar escuchar su conversación en la sala.

-Ricardo, ¿qué haces aquí, por el amor de Dios?-. Noté cierta excitación en Arlette. No me pareció un saludo entre quienes no se han visto en mucho tiempo.

-Mira, disculpa la intromisión-. Ricardo bajó la voz y siguió una conversación que eran murmullos. No logré oír bien.

Me sentí molesto. Saqué un cigarrillo y lo encendí. No quería regresar a la sala. Casi podía ser yo el intruso ahora.

Volví con una bandeja de almendras y queso, la cerveza para Ricardo, una botella de vino y los tres vasos. Quedé casi estupefacto cuando vi a Arlette. Hacía unos minutos estaba deslavada, ojerosa y con expresión de agotamiento. Esta Arlette era otra. Se había pintado, arreglado su pelo y cambiado la blusa. Estaba magnífica, aunque con cierta preocupación en sus ojos.

-Quique, Ricardo está en apuros- me dijo, con voz inquieta-. Necesita ayuda.

Me sobresalté, porque esto sugería problemas también para nosotros. Era lo último que necesitaba. Puse cara de pregunta.

-Perdona Enrique- intervino Ricardo-. No habría venido a molestarlos si no tuviera urgencia. Pero la verdad es que la policía anda detrás de mí. Me buscan. Hasta ahora he logrado evitarlos, yendo de lado a lado. Ya no tengo muchas alternativas.

-A ver, explícate. ¿Qué pasa? ¿Por qué te buscan?-. Esto ya comenzaba a molestarme mucho más.

-Mira, no es fácil de explicar, pero te aseguro que soy inocente. La cuestión es que en la empresa donde trabajo pusieron una denuncia en mi contra por fraude. Soy el contador de la empresa. Pero es una trampa. Estoy seguro. De hecho, yo sospechaba del gerente y comencé a hacer una pequeña investigación, por mi cuenta. Pero las cosas se precipitaron. Es probable que descubriera mis sospechas y se anticipó a denunciarme, con una acusación de facturas falsas. Son varios miles de millones los que están en juego. Si me detienen no voy a poder demostrar mi inocencia.

-Y ¿qué quieres que hagamos?

-Sólo necesito que me dejen pasar la noche aquí. No puedo volver a mi casa. Nadie sospechará que estoy con ustedes. En la mañana, temprano, un amigo me sacará de la ciudad, lo que me dará más tiempo para reivindicarme.

-Ricardo, es bastante lo que pides. ¿Te das cuenta que nos convertiremos en cómplices y nos pueden acusar de obstrucción a la justicia?

-Lo entiendo y créeme que me apena mucho exponerlos a ustedes. Pero no tengo alternativa. No puedo irme donde mis conocidos y amigos.

Terminé mi vaso de vino de un sorbo.

-Arlette, vamos a conversar. Disculpa, Ricardo- subimos a nuestra habitación.

-No le creo-le dije con dureza-. No estoy dispuesto a que nos arriesguemos. Tú sabes que Ricardo ha sido siempre un irresponsable.

-Yo le creo- se veía segura-. No sabes cómo ha cambiado desde aquellos años.

-¿Cómo estás tan segura?

-Ricardo lo pasó muy mal durante mucho tiempo. Es cierto, fue un vago y un irresponsable, pero eso fue antes. En la empresa donde trabaja lo ha hecho muy bien y es querido por sus compañeros.

-¿Por qué sabes todo eso? Yo entendía que tú no lo viste más desde que rompieron. Y ya hace seis, siete años, si no me equivoco.

Arlette encendió un cigarrillo. Se tomó más tiempo del que normalmente demora encenderlo. Expulsó el humo con lentitud.

-No hace mucho tiempo me encontré con él. Caminamos y conversamos.

Sentí frío en mi rostro. Esto era nuevo para mí.

-¿Me quieres decir que te has estado viendo con él?

-Quique, por favor.

-¿Por favor? Contéstame, te hice una pregunta- ya me estaba exasperando.

-¿Qué tiene de malo que lo haya visto? ¿Me vas a hacer una escena?

Abrí el closet, saqué una frazada y bajé. Se la entregué a Ricardo con brusquedad.

-Aquí tienes. Puedes pasar la noche en el sofá, si te acomoda- no pude evitar un tono de desprecio-. Pero mañana te quiero fuera de la casa. Ah, y en la cocina hay algo para comer.

Me sentí encolerizado e incapaz de seguir hablando. No sólo no le creía a Ricardo. Ahora había comenzado a dudar de Arlette. Me imaginé que me había estado otorgando la distinción de ponerme unos hermosos cuernos. Estaba en su cuarto de trabajo. Seguía fumando, de pie, mirando la ventana, a pesar de que afuera todo era oscuridad.

Abrí mi lado de la cama y me acosté. Aunque no dormí muy bien, amanecí más relajado, y con apetito. Miré a Arlette con afecto. Ya estaba vestida, aunque con cara de no haber dormido bien. Mis celos se habían apaciguado.

-Creo que Ricardo debería entregarse a la policía- le dije, mientras me vestía-. Si es culpable, es lo que corresponde. Si es inocente, no podrá probarlo estando arrancado. Después que lo detengan podrá conseguir la libertad bajo fianza y contratar un abogado que investigue a fondo el fraude. Es lo que cualquier persona decente haría, ¿no te parece?

-Pienso lo mismo- me contestó escuetamente-. Voy a tratar de convencerlo.

Estaban reunidos en la cocina cuando bajé.

-¿Les preparo unos huevos para desayunar?- les ofrecí, con buena disposición.

-Quique, lo lamento, pero te dejo- el rostro de Arlette mostraba frialdad-. Nos vamos fuera de la ciudad.

Apreté mis puños y la clara de los huevos saltó por el aire.

La muerte súbita de ego

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