Читать книгу Criterios del pensamiento social de José Kentenich. Más allá del capitalismo-socialismo - P. Hernán Alessandri M. - Страница 6
ОглавлениеPrólogo
El libro que el lector tiene en sus manos tiene una voluntad explícitamente pedagógica y divulgativa, quiere constituirse en un esfuerzo editorial dirigido a repensar el mensaje pronunciado en tono profético por el P. José Kentenich en el año 1949. No es un libro escrito para teólogos, ni para filósofos. Está pensado para todas las personas que deseen conocer un poco más del pensamiento del P. Kentenich y ahondar en los grandes retos del futuro que como sociedad tenemos. Pretende ser una excusa para detenernos y prestar atención a un tema de enorme actualidad, particularmente por los momentos que Chile y el mundo están viviendo. Se refiere a las charlas que fueron dadas en la “Jornada de Montahue” en mayo de 1971, en Concepción (VIII Región, Chile), y que el P. Hernán Alessandri acertadamente compiló para darles una unidad, sintetizó para simplificar su contenido y ordenó para aplicarlo de mejor forma a la realidad chilena.
Lo que estas charlas exponen se refiere a la misión que el P. Kentenich proclamara desde el Santuario de Bellavista para toda la Familia: la Misión del 31 de mayo, el cómo vencer el mal del colectivismo a fin de llevar a la Iglesia hacia los nuevos tiempos. Nos parece que lo que aquí se expone será de gran ayuda para una mejor comprensión del tema y constituirá una buena pauta para un estudio personal y comunitario. También llevará a tomar mayor consciencia de nuestra misión y a esforzarnos más eficazmente en la encarnación de la tarea del P. José Kentenich. Dado que son charlas y no un estudio sistemático, habrá fallas en la redacción y algunos aspectos que podrían haberse profundizado más.
Esta mirada retrospectiva tiene una doble finalidad: subrayar, por un lado, su idea base por una cruzada por el pensar, vivir y amar orgánicos o la perfecta restauración del organismo natural y sobrenatural de las vinculaciones y, por otro, identificar los retos que esa idea nos llama a asumir, lo que nos exige examinar la Misión del 31 de mayo como una respuesta válida para estos tiempos para así avanzar sinuosamente hacia la otra orilla. Creemos que es hora de enmendar rumbo y darle la importancia que se merece a este documento.
El Padre Fundador, al afirmar que lo más grave de las amenazas de hoy para el hombre y para el mundo es el colectivismo, nos está señalando que el mundo, considerado como un todo, padece de una crisis de gran calado. Están emergiendo propuestas alternativas, nuevos paradigmas de comprensión de la vida humana y de la organización social, política y económica. Más allá de este debate intelectual, la impresión que tiene el ciudadano común se puede expresar en dos palabras: todo cruje. Los sistemas social, económico y político que parecían sólidos e inquebrantables hasta hace no mucho, la crisis ha puesto de manifiesto que son frágiles, vulnerables, extraordinariamente líquidos. Vivimos una época caracterizada por la incertidumbre, por el miedo y por la inseguridad como destino colectivo. Debemos preguntarnos: ¿Qué puede aportar el mensaje del P. José Kentenich en esta coyuntura? ¿Tiene credibilidad? ¿Puede aportar una luz de esperanza, alguna salida? La denominada Misión del 31 de mayo, como carisma y aporte del Padre Fundador a la Iglesia Católica y a la sociedad en general, permite poder confrontarnos con lucidez ante las problemáticas que hoy nos inquietan: ideología de género y diferencia sexual, cuidado del medio ambiente y ecología integral, sobre exposición tecnológica y cultivo de la interioridad, clericalismo y secularización, desigualdad y pobreza, por nombrar las más relevantes. Lo señalado no significa desistir de las categorías que utilizó el P. J. Kentenich para describir las patologías de su época, ni mucho menos invalidar su cruzada del pensar, amar y vivir orgánico. Sigue vigente lo que le preocupó, cómo los embrujos del mecanicismo amenazaban disolver la vitalidad de la cultura, incluido el mismo cristianismo, convirtiéndolo en una serie de ideas abstractas, ritos mecánicos y estructuras vacías. Hoy se destruyen nuestros valores e instituciones con la “cultura de la muerte” (Juan Pablo II), la “dictadura del relativismo” (Benedicto XVI) y la “cultura del descarte” (Francisco).
El cristianismo es una religión revelada, pero también una sabiduría encarnada cuyo fin es transformar la realidad social, dignificar la vida humana, liberar a los seres humanos de las estructuras del pecado, de ahí que no puede caer en el juego del blanco o el negro. En el mundo se plantean hoy los problemas y sus soluciones solo en base a disyuntivas contrapuestas: capitalismo o socialismo, persona o sociedad, individuo o colectivo, y si nosotros nos dejamos llevar por ellas nos metemos en un callejón sin salida, porque quedamos obligados a decidirnos por una o por otra. Por lo mismo, el P. José Kentenich señalaba que tenemos que tomar conciencia del ambiente en que estamos viviendo, que está dominado por una mentalidad colectivista (mentalidad mecanicista) que impide ver la unidad entre la creatura y Dios, entre fe y vida, entre naturaleza y gracia; que no separa realidades, sino que toma lo mejor de cada una de ellas. Para él era importante encarnarse, que no es otra cosa que hacerse presente en la historia para transformarla.
El P. J. Kentenich por la Misión del 31 de mayo nos ha legado reflexiones muy actuales al cambio de época que estamos viviendo. Cuando uno lee detenidamente este libro, se percata de que no se limita al terreno del diagnóstico, difícil por sí mismo, sino que, además, plantea propuestas, nuevos horizontes para enriquecer nuestros vínculos sociales desde donde todo parte y se gesta porque estamos en un momento de la historia para expresar lo que verdaderamente creemos, las convicciones que llevamos en nuestro interior, un momento oportuno para evaluar la calidad y la hondura de las mismas y nuestra capacidad real de donación y de sacrificio por los demás. A eso nos llama el P. Kentenich, a hacer vida nuestras creencias y valores. No puede sernos ajeno el sufrimiento del otro. Esto nos debe mover a pensar la importancia y el valor de las causas segundas, como camino para llegar a otros por Dios y entregarnos resueltamente. En ello nos jugamos la humanidad, nuestra condición de seres humanos. Si un ciudadano “tira la toalla” porque cree que no hay nada más que hacer, no solo ha fracasado él, hemos fracasado todos. De nada nos vale encerrarnos dentro de una cápsula insonora y vivir ajenos a lo que ocurre en nuestro país, ignorando el destino de vecinos y conciudadanos, cultivando el propio jardín, como sugería Voltaire, blindándonos dentro de una burbuja, aparentemente ajena al fluir de los días y de los problemas. Sería una salida falsa. Las burbujas son inestables y efímeras. Vivimos interconectados, somos interdependientes. Lo que ocurre a unos afecta a otros. Aunque uno se esfuerce por preservar el microclima dentro de la burbuja, esta no es ajena a la presión exterior ni a las partículas tóxicas que fluyen en la atmósfera social. Estamos en el mundo y no vivimos solos. El alma como nos lo daba a entender el padre Kentenich no es ajena a los latidos de la historia, al grito de la tierra, para decirlo con la bella expresión de Leonardo Boff.
El Padre Fundador afirmó que en nuestro tiempo se ha impuesto una mentalidad que tiende a analizar y separar lo que en la realidad está interrelacionado. No logra ver las partes en el todo. Por eso separa y analiza de modo inorgánico, sin lograr conjugar la relación entre individuo y comunidad, sin visualizar la unión viva y fecunda de Dios y el hombre, que lleva a que las personas no sean tratadas como un fin en sí mismo. El “hombre orgánico” –a diferencia del “mecanicista”– capta la relación entre lo natural y lo sobrenatural de una forma armónica. Por eso puede ver y amar a Dios en y a través de otros porque son huellas y expresión de Dios mismo. El P. Kentenich adelantó en forma excepcional esta realidad, pero su mayor genialidad consistió en bajarla a la práctica, a la vida diaria y vivirla personalmente. Todos sus esfuerzos estuvieron dirigidos a que la verdad se refleje plenamente en la vida, la plasme y la eleve íntegramente.
Pero ¿qué nos trae realmente el Padre Fundador? ESPERANZA. En un mundo caracterizado por el desencanto y por el escepticismo, donde el futuro se contempla como algo oscuro y problemático, arrimarse a la esperanza es un poderoso antídoto a la derrota, al desencanto y al pesimismo que inundan en el imaginario colectivo. Tener esperanza es la confianza en el ser humano y en su futuro, pero no con una fe ciega e irracional, que desconoce la dificultad, sino todo lo contrario, una fe que asume los obstáculos, los contempla a rostro descubierto, que no se deja amedrentar por ellos y cree que es posible salir adelante. La posición del P. Kentenich se diferencia de la de muchos porque tuvo la valentía, basada en la esperanza de saberse querido por Dios, para tomar en serio el misterio pascual como ley de la historia. Hay algunos que se quedan en constatar lo negativo, en el pesimismo, y que no visualizan lo que conlleva la fe, donación y entrega, jugársela por Dios presente en cada acontecimiento y circunstancia de la vida del hombre, y por eso la fe siempre tiene algo de ruptura arriesgada y de salto, porque en todo tiempo implica la osadía de ver lo que otros no ven o no se atreven a ver o exponer. La fe es, pues, una forma de situarse firmemente ante toda la realidad y asumirla con los ojos de Dios, porque si creemos de verdad en Dios, tenemos que creer que Él no permite la cruz sino por la resurrección.
El P. José Kentenich nos invita a reflexionar sobre la necesidad de articular un nuevo modelo social y económico, más allá de la disyuntiva capitalismo-socialismo, a la luz del principio de la gratuidad, de la entrega al prójimo, pues a su juicio, solo desde ahí es posible el desarrollo integral del hombre y su plenitud. No es sostenible una sociedad que se oriente a buscar, únicamente, el máximo beneficio y al mínimo costo. La crisis que sufrimos no es ajena a la crisis de valores ni independiente del olvido de ciertos principios básicos. La avaricia, la arrogancia, la falta de una racionalidad distributiva, la falta de honradez y de transparencia son, entre otras, causas estructurales de la crisis que estamos sufriendo. Debemos repensar una economía a escala humana, el necesario hiato entre la lógica del mercado y los principios éticos y los derechos humanos. La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas. Siguiendo el pensamiento del Padre Fundador, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar las dificultades del presente en esta encrucijada de manera confiada más que resignada, como decía Benedicto XVI.
El anhelo de un mundo justo, más equitativo y pacífico, el deseo de belleza, de bondad, de verdad, de unidad, y la necesidad de escapar de una vida vacía y absurda, forman parte de las aspiraciones más sentidas de casi todos los seres humanos. Ello exige de quienes tenemos más capacidades, más dones, buscar soluciones. La diversidad (natural, social, humana) no es un lastre a superar ni a nivelar violentamente. No es debilidad, sino fortaleza. Es una riqueza para potenciar y articular. No tratemos de negar las discrepancias y las visiones diferentes que tengamos. No busquemos consensos fáciles ni tramposos. La diversidad es un aprendizaje, un proceso educativo y enriquecedor para quienes transiten por ella. Pensemos qué nos une e identifica, qué podemos aprender de unos y de otros, qué retos comunes enfrentamos y qué compromisos podemos articular para que todos mejoremos. Por eso, para empezar un cambio auténtico, es necesario indeleblemente dar ciertos pasos que nos hagan manejar correctamente nuestra propia historia. Empezar por conocer, seguir por entender, continuar por aceptar, y finalmente tener el coraje y la valentía de asumir los propios errores.
Estamos llamados a dialogar, a escuchar a los hermanos de comunidad y a prestar atención a todos los seres humanos, indistintamente de lo que piensen. No hay diálogo simplemente porque “se habla”. El diálogo se da allí donde la palabra va acompañada de escucha y donde, en la escucha, tiene lugar el encuentro, y en este, la comprensión. Significa ver al otro en la totalidad de su identidad y de su personalidad individual y social, con todas sus conexiones y realidades. Consiste en el esfuerzo de conocer al otro tal y como él se comprende y se valora, y no a través del filtro de prejuicios y deformaciones. No significa sacrificar nuestras creencias, valores e ideas. El conocimiento del otro consiste en enriquecerse con el patrimonio que él trae, que de ninguna manera significa una renuncia al propio patrimonio. El diálogo impone un deber nada fácil, exige que nos conozcamos bien a nosotros mismos, tengamos ideas claras y precisas. Dialogar es abrirse a la alteridad del tú que nos sale al encuentro, es desear aprender de la experiencia del otro. Por ello, el diálogo verdadero siempre deja huella. De ahí la riqueza de este aporte que permitirá ensanchar el conocimiento, validar o confrontar ideas y/o reforzar conceptos.
Es decisivo el papel de los laicos, de los católicos a pie, de los fieles. Si la Iglesia tiene algo que decir en esta crisis es porque tiene a los laicos, que son miembros de la Iglesia en pleno derecho, pero también ciudadanos del mundo. Esta presencia en la vida pública plantea muchos retos. Debe ser una presencia inspiradora que se haga, especialmente, visible en los lugares en donde más se necesite el consuelo y la esperanza. Dicho al modo del evangelio: el laico está llamado a ser sal y luz en el mundo. El mero testimonio de los laicos en la sociedad civil es ya una expresión visible de que es posible, viable, legítimo y razonable vivir la fe en el mundo. Toda actividad, toda situación, todo esfuerzo concreto, como por ejemplo la competencia profesional y la solidaridad en el trabajo, el amor y la donación a la familia y a la educación de los hijos, el servicio social, político y empresarial, son ocasiones providenciales para hacer la diferencia. Debemos desarrollar una espiritualidad orgánica en el seno de la familia, de la profesión, de la ciudad, en el mundo acelerado en el que vivimos y en sus espacios masificados. La voluntad de construir puentes y de edificar ámbitos de intersección es básica e ineludible.
¿Cuál es el fin último del libro? El Padre Fundador nos llama a regalar nuevamente un hogar, un intenso hogar, al hombre moderno carente de hogar, que lo necesita y que no es otra cosa que un país donde todos puedan caber, donde todos tengan algo que decir.
Nicolás Kipreos Allmallotis