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II. DOS COORDENADAS

TRASCENDENTALES

Para comprender cabalmente el contenido del carisma kentenijiano, es preciso visualizarlo desde una perspectiva histórica.

Lo haremos, primero, en el contexto de la espiritualidad en la vida de la Iglesia. En segundo lugar, en una perspectiva cultural. El carisma del fundador responde a un cambio cultural extraordinario.

En tercer lugar, lo mostraremos en el contexto del desarrollo histórico del Movimiento de Schoenstatt.

1. La acentuación agustiniana

Para explicar la novedad que trae Schoenstatt, el P. Kentenich destaca, en primer lugar, el aporte que trajo san Agustín a la vida de la Iglesia. En segundo lugar, menciona la doctrina que elaboró santo Tomás de Aquino en relación con la armonía de la naturaleza y la gracia. En tercer lugar, menciona a Schoenstatt, el cual está llamado a aportar una manera de vivir y de transmitir la fe que haga posible un cristianismo donde reine vitalmente la armonía visualizada por Santo Tomás.

En los primeros siglos del cristianismo, después del inicio de la evangelización, que fue regado por la sangre de los mártires, muchos quisieron vivir más radicalmente su fe y desarrollaron una corriente de vida que los llevó a seguir a Cristo en la soledad del desierto, desligándose de todo lo humano en pobreza, penitencia y vida de oración. Estos se denominan “anacoretas”.

Posteriormente, surgieron pequeñas comunidades donde los eremitas se reunían y apoyaban mutuamente en su entrega radical al Señor. Se denominaron “cenobitas”.

San Agustín (354-430), uno de los santos y doctores más destacados de la Iglesia, después de su conversión y consagración como obispo, se sintió movido a fundar, en su propia casa episcopal, una comunidad inspirada por el cenobitismo, redactando lo que se llamó posteriormente “la regla de san Agustín”, en la cual el santo imprimió una clara acentuación de la vida religiosa.

Para comprender esta acentuación plasmada en esa regla, es preciso tener en cuenta el trasfondo doctrinal que traía consigo san Agustín. Este, después de haber incursionado en el maniqueísmo, asumió el neoplatonismo. Sabemos que la filosofía platónica daba importancia a las ideas, a lo espiritual y consideraba lo material, el cuerpo, como una cárcel para el espíritu.

Este trasfondo ideológico influyó notablemente en san Agustín cuando asumió la fe cristiana. Le llevó a acentuar decididamente lo espiritual, la vida eterna, en definitiva, al Dios uno y trino. Esto es lo definitivo; lo demás es pasajero.

San Agustín evidencia, en la misma dirección, las consecuencias del pecado original y personal, que están presentes en cada persona, en su cuerpo, en su espíritu y en sus actividades. Por eso, declara que lo humano está herido; el mundo es peligroso, puede ser una trampa.

Por cierto, se trata de una acentuación, dentro de un contexto en el cual san Agustín también destaca el amor y la misericordia de Dios que va más allá de cualquier peso del pecado.

En el siglo VI, aparece otro gran santo: san Benito (480-547), quien es considerado como el padre del monacato occidental e iniciador de la vida monástica en Occidente.

San Benito asume la orientación agustiniana y le da forma en la vida monacal que dominó en Europa durante toda la Edad Media. Él también escribió una regla para sus monjes, que sirvió de base y de inspiración para los monasterios y comunidades religiosas.

La espiritualidad monacal se consolida en la Iglesia, en los monasterios y comunidades religiosas. Se denominó espiritualidad de la “fuga mundi”, de la huida del mundo.

Quienes querían poner en el centro de su vida a Dios, estaban llamados a apartarse del mundo, para entregarse por entero a Dios, según el lema “ora et labora”, (ora y trabaja), viviendo en pobreza, obediencia y castidad. Quienes vivían así, pertenecían al “estado de perfección” en la Iglesia.

A fines de la Edad Media surge una corriente espiritual denominada “devotio moderna”, cuyos portadores iniciales fueron las Hermanas y los Hermanos de la Vida Común. La devoción moderna adquiere gran popularidad mediante un libro de espiritualidad denominado La Imitación de Cristo, escrito por Tomás de Kempis (1380-1471), que llegó a ser, en los siglos siguientes, el libro más divulgado después de la Biblia. Esta corriente influyó grandemente en la vida de la Iglesia: buscaba ofrecer medios concretos de crecimiento espiritual y fomentar la imitación de Cristo.

La Imitación de Cristo fue considerado un manual de espiritualidad no solo para quienes habían elegido la vida religiosa consagrada, sino también para los laicos, prácticamente hasta la primera mitad del siglo XX.

Sus principios y consejos se divulgaron en el Pueblo de Dios como también las prácticas religiosas afines con la espiritualidad de la “huida del mundo”.

La acentuación del Dios vivo y de la vida eterna, es decir, la importancia y centralidad de la “Causa Primera”-usando el lenguaje que el P. Kentenich asumió de santo Tomás-, destacando también las heridas de la naturaleza causadas por el pecado original y los pecados personales, inspiró, durante siglos, la vida de la Iglesia e hizo surgir innumerables santos.

En el ámbito de esta acentuación, se da una gran gama de concreciones, todas ellas dentro de un marco ortodoxo.

Es interesante mencionar, en este contexto, a Lutero, monje agustino que encabezó la Reforma que terminó dividiendo a la Iglesia hasta nuestros días.

Lutero lleva la acentuación agustiniana a un extremo heterodoxo, alejándose así de la doctrina católica. Su visión ejerce una gran influencia en el ámbito cultural de Occidente, lo cual también se hace sentir en el ámbito católico.

Lutero afirmaba que la naturaleza humana está corrompida; que es como un montón de mugre encima del cual cae la nieve -la gracia-, cubriéndolo todo: Dios, gratuitamente, perdona al hombre su pecado, pero la gracia no lo transforma interiormente.

El pesimismo respecto a la naturaleza herida por el pecado lleva a Lutero a no poder concebir que el hombre pueda merecer y cooperar activamente en la redención. Él sigue siendo un pecador, solo que Dios no le imputa su pecado. La Palabra de Dios y la fe pasan a ser su única fuente de vida.

Esta posición lleva a Lutero a negar toda interacción entre Dios y los hombres. Niega así el sacerdocio, los sacramentos, entre ellos especialmente la eucaristía; la función de María en la redención, el Papado, la Iglesia institucional, etc. Dios es, como se llegó a afirmar posteriormente, “el enteramente diverso” al hombre. Por eso, a este último no se le ve como imagen ni camino para conocer y amar a Dios.

De esta forma, Lutero y la Reforma impulsada por él, llevan a un extremo heterodoxo lo que san Agustín había acentuado, pero nunca absolutizado.

Se debe mencionar también la influencia que ejerció entre los católicos, especialmente en los siglos XVIII y XIX, el jansenismo, corriente cercana al calvinismo por su doctrina de la gracia y de la predestinación. El jansenismo, como un movimiento puritano, enfatiza el pecado original, marcando un acentuado moralismo rigorista.

Más allá de estas tendencias, que se sitúan claramente fuera de la doctrina cristiana, la acentuación agustiniana desequilibraba la relación entre naturaleza y gracia, sin considerar que la naturaleza, si bien está herida, no por ello está corrompida.

El P. Kentenich, apoyándose en la doctrina de la armonía de la naturaleza y la gracia, enseñada por santo Tomás de Aquino, -doctrina que explicaremos más adelante- aporta una espiritualidad en que es posible la santidad en medio del mundo. Y afirma que el Dios que nos creó, es el mismo que nos redime y regala la sanación a nuestra naturaleza herida por el pecado.

Tener esto presente nos permite comprender mejor y cabalmente el aporte kentenijiano, que significa un gran cambio de acentuación en la vida espiritual y en la pedagogía pastoral

2.Un extraordinario cambio cultural

2.1. Una época marcadamente antropocéntrica

Tratamos de comprender a cabalidad la afirmación que el P. Kentenich hiciera en 1929: “a la sombra del santuario se codecidirán esencialmente los destinos de la Iglesia y del mundo”.

Afirmamos que podemos comprender esta sentencia en su profundidad y amplitud en la medida en que tengamos presente la acentuación kentenijiana, que trae un nuevo tipo de espiritualidad, diverso al que reinaba durante siglos al interior de la Iglesia.

Por otra parte, comprendemos esa afirmación del fundador de Schoenstatt teniendo en cuenta el extraordinario cambio cultural que se inició el siglo XIV y marcó el Renacimiento (siglo XV-XVI), período en que se producen: el fin de la época feudal y el fortalecimiento de la autoridad real en Europa, el fuerte avance del islam, el desarrollo sistemático de nuevas técnicas de navegación, los descubrimientos geográficos, la conquista de América y las colonizaciones en África, India y Asia.

Esa época de cambios anuncia el proceso del paso de una era teocéntrica, (centrada en Dios), a una era antropocéntrica, (centrada en el hombre). El Renacimiento abre la puerta al humanismo, a la importancia y al valor de todo lo humano, para desembocar en la Ilustración del siglo XVII y el Racionalismo del siglo XVIII.

En el ámbito del pensamiento, el filósofo René Descartes (1596 -1650) marca un hito en este proceso, fomentando el pensar racionalista, liberal, positivista y laicista, desligado de la fe. Es el reinado de la “diosa razón”, que no necesita ser normado ni avalado por la religión.

Estas corrientes de pensamiento empiezan a desarrollar una nueva mentalidad: el laicismo y el racionalismo, los cuales van tomando diversas formas, tales como la masonería y otras ideologías.

La Revolución Francesa, (siglo XVIII), proclama la consigna: “libertad, igualdad y fraternidad”, decapitando al rey, real y simbólicamente, e instaurando la democracia, fundamento de las repúblicas en Europa y América.

Por otra parte, al alero de este pensar, se genera, cada vez con mayor fuerza, el progreso científico y muy especialmente el extraordinario progreso técnico, marcado, hacia fines del siglo XVIII, por el invento de la máquina a vapor, primer gran paso que dará impulso a la Revolución Industrial, que florecerá en el siglo XIX.

De este modo, con el paso del tiempo, la espiritualidad centrada en el más allá se ve enfrentada a un mundo que empodera cada vez más al hombre, afirmando su autonomía y la toma de conciencia de su poder. Así va desapareciendo la cristiandad e instaurándose una cultura que desplaza al Dios vivo y a la Iglesia.

El mundo del progreso científico y luego el extraordinario desarrollo generado por la Revolución Industrial, sucederán, en gran parte, sin que los católicos, especialmente los laicos, estén presentes.

Se produce así un cambio de eje: el hombre, lo humano, la tierra, lo que pasa aquí, comienzan a ser más y más importantes, generando lo que el P. Kentenich denomina el “progresivo abandono de la Casa del Padre”.

Por otra parte, el desarrollo tecnológico e industrial ya descrito va acompañado del surgimiento del proletariado, que genera una realidad laboral y socio-cultural marcada por un desequilibrio entre los trabajadores de las industrias y los empresarios, dueños del dinero y el poder.

Estos hechos trajeron consigo enormes injusticias sociales, las cuales, en un primer momento, no suscitan una clara respuesta por parte de la Iglesia.

En el siglo XIX las masas proletarias expresan la necesidad de un cambio social profundo. En este contexto, comienza a tomar cuerpo la visión y propuesta de Carlos Marx, quien, para acabar con la injusticia social, propone la lucha de clases para derrocar al capitalismo y salir al encuentro de las masas trabajadoras.

Marx ve a la Iglesia como aliada de los capitalistas; de allí su afirmación “la religión es el opio del pueblo”.

A comienzos del siglo XX, Lenin y luego Stalin serán quienes llevarán a cabo la revolución del pueblo instaurando en Rusia el poder bolchevique.

El marxismo adopta con fuerza un “ateísmo militante”, que busca acabar con toda influencia que provenga de la Iglesia, porque se la ve como aliada de los capitalistas y de aquellos que, por el poder y el dinero, abusan del proletariado.

Esta etapa histórica y la expansión del marxismo en su acepción política y económica, después de una exitosa propagación, llegan a su fin en las postrimerías del siglo XX.

Tras la caída del imperio marxista, esta mentalidad se expresa no ya en un ateísmo militante, sino en una ausencia de Dios quien ya no es importante. Si alguien quiere creer, puede hacerlo, pero su fe no cambia el mundo. Este es modificado por la ciencia y tecnología, la política, las comunicaciones, el dinero, la fuerza de las armas, las dictaduras de derecha o de izquierda.

El proceso de la “huida de la Casa del Padre” continúa con fuerza. Se llega así a una ausencia práctica del Dios vivo en la sociedad; a una indiferencia frente a Dios: si alguien quiere creer, puede hacerlo, pero para la sociedad, “los negocios son los negocios”.

En este mundo que ha relegado al Dios revelado por Cristo a un rincón, reina ampliamente el relativismo, los poderes fácticos, la anarquía o las dictaduras. Todo, de una u otra forma, va guiado por la consigna de “libertad, igualdad y fraternidad” donde la Iglesia, como institución, es cada vez menos importante.

En este panorama, como afirmamos, se desterró al Dios vivo: sin embargo, no se pudo acallar el instinto de trascendencia que tiene el hombre. Así, progresivamente se hicieron cada vez más presentes creencias de toda índole, muchas de ellas orientales, que cultivaban espiritualidades y métodos de meditación, para encontrarse consigo mismo y sumergirse en un dios como una fuerza impersonal o panteísta. Todas esas “religiones” carecen de un dios personal y su espiritualidad no transcendía al ámbito público.

Al cortar el cordón umbilical con el Dios revelado por Cristo Jesús, se dio amplia cabida al relativismo que no reconoce una ley natural que el Dios creador haya impreso en la creación.

De este modo, el pensamiento, la ciencia, la técnica, la política, la cultura en general, se fueron desarrollando en medio de un mundo cada vez más lejano al Dios revelado. Se absolutizaba al hombre, y al Dios de Cristo Jesús se le ignoraba o se le recluía en la sacristía. Con ello se había roto toda posible armonía entre lo natural y lo sobrenatural, entre el mundo y Dios.

La ausencia de Dios creador y redentor trae graves consecuencias para el hombre y la sociedad. Lo que hoy día vivimos, por ejemplo, en relación al individuo, a la masificación, a la ideología de género, a la desintegración de la familia, la violencia, etc., en definitiva, tienen su origen en este corte del cordón umbilical que une a la criatura con el Dios creador y redentor. Cada persona o cada agrupación decide lo que es o no es, lo que hay que hacer o no hacer. Para algunos existen ciertos valores que son negados por otros y así sucesivamente.

¿Quién determina entonces lo que se debe hacer o no hacer? Las respuestas son muy variadas; puede ser el poder económico, el poder político, los medios de comunicación, el terrorismo u otros medios. Para las democracias resulta difícil gobernar: otros prefieren recurrir al poder dictatorial.

2.2. La reacción de la Iglesia ante los cambios culturales

Ciertamente, a pesar del distanciamiento de los hombres con el Dios revelado, la Iglesia no desaparece del mapa, pero, como poco a poco había perdido el antiguo protagonismo ejercido en Occidente, como testigo de la nueva realidad cultural, es llevada a replantearse su modo de intervención en la sociedad.

La Revolución Francesa, que instauró las democracias, y el cambio social producido por la revolución industrial generaron una realidad que llevó a la Iglesia a enfrentar, cada vez más, los problemas temporales, producto de la injusticia social que había adquirido grandes dimensiones.

En la Iglesia, la relación de Dios con el mundo, la armonía entre la entrega a Dios y la responsabilidad por las realidades temporales progresivamente se irán esclareciendo.

Tener en cuenta este proceso nos ayuda aún más a comprender el aporte que trae el P. Kentenich en este sentido.

El marxismo había pasado a ser el promotor de la lucha por los derechos de los trabajadores y de las masas proletarias.

Progresivamente, en el campo católico, surgen iniciativas que exigen ir más allá de la caridad y las obras de beneficencia. Se destaca, en este sentido, lo realizado en Alemania por el obispo de München, monseñor Wilhelm Emmanuel von Ketteler, y su conocida obra “La cuestión obrera y el cristianismo” (1864), junto con el surgimiento de partidos políticos de inspiración cristiana.

Por otra parte, ya el papa Pio IX, quien se había preocupado por las repercusiones del liberalismo en el campo político y doctrinal, no ignoró la preocupación que cabía a la Iglesia en la dimensión social. Recuérdese que en su encíclica Quanta Cura (1864), condenó tanto el socialismo como el liberalismo económico, entregando un primer esbozo de las enseñanzas que el papa León XIII desarrollaría posteriormente en su famosa encíclica Rerum Novarum.

Con el papa León XIII se establecen las bases de la doctrina social de la Iglesia. Se condena el carácter materialista del liberalismo económico, que excluye el aspecto moral de las relaciones entre capital y trabajo. El Santo Padre señala, como horizonte social, la dignidad de la persona humana y los derechos de los trabajadores, en el ámbito de una real justicia social.

Sucede a León XIII el Papa Pío X, quien enfrenta la problemática cultural centrándose más bien en la doctrina, ante los ataques que provenían del pensamiento liberal racionalista y de la ciencia.

El papa Pío X aborda esta realidad y promulga, en 1917, una carta pastoral denominada Pascendi Dominici Gregis. En ella condena el modernismo ideológico y establece una serie de principios relativos a la evolución dogmática católica.

Instituyó comisiones para limpiar el clero de las doctrinas contrarias a la fe católica y evitar la propagación del modernismo.

De esta forma, fue obligatorio hacer un juramento antimodernista por parte de todos los obispos católicos, sacerdotes y maestros, para obligarlos a manifestar en términos claros la fe que profesaban. Este juramento se mantuvo en vigor hasta que fue abolido por Pablo VI, en 1967.

El papa Pío XI retoma y profundiza las enseñanzas de León XIII. La preocupación y la lucha por un orden cristiano de la sociedad cobran cada vez más vigor.

El mismo Papa fortalece la “Acción Católica” que, más tarde, Pío XII apoyará fuertemente. Retoma, confirma y complementa la doctrina expuesta por León XIII. En su encíclica Quadragesimo Anno, afirma:

Así, pues, venerables hermanos, las presentes circunstancias marcan claramente el camino que se ha de seguir. Nos toca ahora, como ha ocurrido más de una vez en la historia de la Iglesia, enfrentarnos con un mundo que ha recaído en gran parte en el paganismo.1

En definitiva, la problemática social llevó a la Iglesia, laicos y consagrados, pensadores y políticos, a considerar con una nueva mirada la vida del cristiano.

Los pontificados de Pío XII, Juan XXIII y luego Pablo VI confluirán en el Concilio Vaticano II, a mediados del siglo XX. El Concilio mostrará, con gran claridad, la armonía que tiene que existir entre fe y cultura, Iglesia y mundo y la responsabilidad que cabe, especialmente a los laicos, en la transformación del orden temporal.

2.3. Surgimiento de una nueva espiritualidad

En este contexto, durante la primera mitad del siglo XX, surgió, al interior de la Iglesia, la necesidad de una espiritualidad que promoviese la santidad en medio del mundo.

Quienes poseían una vocación laical debían vivirla allí, donde vivían y trabajaban. No debían abandonar el mundo, sino que transformarlo desde dentro.

El fundador de Schoenstatt será uno de los primeros en destacar esto. Recuérdese que su primer libro se titula La Santidad del día de Trabajo.2 Junto a él y después de él, fueron surgiendo laicos y comunidades religiosas que, progresivamente, asumían el gran desafío de vivir la fe en medio de las realidades temporales.

La Iglesia había vuelto su mirada al mundo y a la necesidad de que, especialmente los laicos, debían ser gestores de un nuevo orden cristiano de la sociedad.

2.4. Santo Tomás de Aquino y el aporte del P. Kentenich

Hemos hecho un largo recorrido analizando, en forma global, las grandes coordenadas que permitieron afirmar al P. Kentenich: “A la sombra del santuario se van a codecidir, por siglos, los destinos de la Iglesia y del mundo”.

Mostramos una visión global de la espiritualidad que reinó en la Iglesia entre los siglos V y XX. Luego dirigimos la mirada al proceso cultural que se dio a raíz del Renacimiento y hasta nuestros días, caracterizado por el empoderamiento del hombre en una nueva era marcadamente antropocéntrica.

La cuestión social fue el gran detonante para un cambio de perspectiva al interior de la Iglesia.

Poco a poco fue surgiendo un nuevo horizonte para una santidad centrada, esta vez, en medio del mundo que, en definitiva, requeriría revisar lo que significaba la armonía de lo natural y de lo sobrenatural, de Dios y el mundo, de la actividad divina y la cooperación humana.

Esto es lo que tiene presente el fundador de Schoenstatt. Él afirma que la base teológica doctrinal la había puesto santo Tomás de Aquino en la Edad Media.

Santo Tomás, a diferencia de san Agustín, quien tenía como trasfondo la filosofía neoplatónica, explica, basándose en la doctrina de la causalidad aristotélica, la relación armónica entre la Causa Primera (Dios) y la causa segunda, (el hombre, las creaturas). Esto permitió a santo Tomás mirar con una nueva óptica su mutua relación. Sin embargo, esta visión doctrinal de santo Tomás no tuvo mayor repercusión en el modo de vivir y transmitir la fe.

El P. Kentenich asume con fuerza el principio tomista que dice: “la gracia presupone la naturaleza, la sana, la eleva y la perfecciona”.

Desde el inicio, visualiza esta perspectiva desarrollando una nueva espiritualidad y pedagogía pastoral.

Siendo tomista su base doctrinal, incorpora además el pensamiento personalista y de otras corrientes que surgieron en la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, su aporte no reside principalmente en el orden de las ideas o de la doctrina sino en el orden de la espiritualidad y de la educación de la fe.

El Concilio Vaticano II abordó con claridad la relación de Dios y mundo y destaca la importancia del orden temporal y, consecuentemente, de los laicos.

Al término del Concilio, el P. Kentenich afirmó que lo que planteaba la Iglesia postconciliar, siempre lo había sostenido el Schoenstatt preconciliar. Pero agrega algo más: afirma que aún quedaba la gran tarea de contar con una espiritualidad y pedagogía de la fe que hicieran posible lo que el Concilio planteaba.

Para él estaba claro el desafío de la renovación de la Iglesia y la tarea de generar un nuevo orden cristiano de la sociedad. No abordar la tarea pedagógica que esto implica, traería consigo que los resultados serían poco satisfactorios.

2.5. Un gran desafío: Superar el divorcio entre fe y vida

El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época. (GS, iv, n.43)

Este diagnóstico del Concilio Vaticano II, Pablo VI lo expresa igualmente en su exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi donde afirma:

El drama de nuestro tiempo es el divorcio entre Evangelio y cultura. (EN, 20).

Afirmación que hoy sigue teniendo importancia y, quizás, más que antes.

El fundador de Schoenstatt quiere responder con una espiritualidad y pastoral que superen este divorcio entre fe y vida.

Hoy no nos faltan ideas claras, por ejemplo, sobre la doctrina social de la Iglesia, pero el problema es que las fuerzas laicales, muchas veces, no han estado capacitadas para llevar exitosamente a cabo la tarea que correspondía realizar en el campo de la ciencia, de la política, de la empresa, de los medios de comunicación social, etc., ante un mundo cada vez más alejado de Dios y una Iglesia notoriamente debilitada.

¿Qué ha sucedido con nuestro compromiso de generar un cambio cultural e instaurar un nuevo orden cristiano de la sociedad?

La Acción Católica, iniciada con Pío X y apoyada fuertemente por Pío XII, poco a poco, después de un florecimiento, fue perdiendo su fuerza.

Hubo compromiso y actividad apostólica pero el alma, al parecer, no estaba tan fortalecida y no se había consolidado una espiritualidad que permitiera la acción en el mundo, manteniendo en ella un vivo contacto con Dios. De hecho, la organización como tal, en muchos lugares, desapareció, aunque en algunas partes todavía existe.

Pensemos también en el compromiso político inspirado en el Evangelio. Grandes pensadores, como Jacques Maritain y Emmanuel Mounier y, luego, algunos partidos políticos, asumieron como propia la inspiración de la doctrina social de la Iglesia y buscaron concretarla, a través de su actividad política, en un cambio social inspirado por los valores del Evangelio. Sabemos qué ha pasado con esas iniciativas.

Consideremos, por otra parte, lo que ha sucedido en el campo de la ciencia. Esta creció y se desarrolló al margen de la inspiración cristiana. Hoy día son muy pocos los científicos que sostienen los valores cristianos y que no ven una contradicción u oposición entre fe y ciencia.

En el ámbito de la técnica, en el mundo de las comunicaciones y, en general, en el ambiente laboral ha sucedido algo semejante. La mayoría de los cristianos no hemos sido capaces de hacer surgir un auténtico humanismo en todas las realidades en las que estábamos llamados a ser fermento y pioneros.

Si nos situamos ahora en nuestro momento histórico, segunda década del siglo XXI, vemos que practicar una espiritualidad, vivir y transmitir una fe viva; transmitir, especialmente a la generación joven, la conciencia de un Dios que interviene en la historia, un Dios que es una realidad viva, es cada vez más difícil. Más todavía cuando no hay acuerdo generalizado respecto a una categoría de valores y a lo que llamamos “orden de ser”, es decir, la existencia de una ley natural, impresa por el Dios vivo en las creaturas que él creó.

2.6. Nuestra respuesta

¿Cuál es nuestra respuesta a estas realidades? En nuestros pueblos, pensando especialmente en Hispanoamérica, en general aún se cuenta con una mayoría creyente. Pero, la vivencia de la fe a menudo es mayormente devocional; se limita a conservar ciertas prácticas religiosas como bautizar a los niños, hacer la Primera Comunión, asistir a misa; en general, participar en la celebración de los sacramentos.

Por otra parte, también abunda una piedad que, a menudo, se limita a lo emocional y utilitario recurriendo, por ejemplo, a la Virgen o a distintos santos, para pedirles favores y milagros.

En el actual ambiente cultural, cada vez más creyentes experimentan la dificultad de lograr que sus hijos practiquen su misma fe.

Personas comprometidas con la Iglesia a menudo practican una fe moralista. Buscan imitar a Cristo o a la Virgen María centrando su empeño en adquirir virtudes que ellos encarnan. Cumplen con los mandamientos y realizan prácticas religiosas, sin embargo, el contacto o trato personal con el Dios vivo, en medio del trabajo que realizan, con frecuencia, no es tan profundo.

Otros creyentes piensan que es necesario aclarar más la doctrina y predicarla combatiendo los errores doctrinales y morales que existen en la sociedad y la cultura actuales.

Estas y otras tendencias semejantes hacen difícil transmitir una fe viva, en especial a la juventud, que tiende a seguir fácilmente la corriente reinante. En otras palabras, parece haberse acabado la fe transmitida por herencia.

Cada uno podrá analizar, en su propio ámbito, qué es lo que sucede en concreto con la vida de la fe en medio de las realidades temporales que debe enfrentar hoy día.

De parte de la Iglesia, más allá del Concilio Vaticano II, una declaración clara en relación con este desafío es la hecha por el papa Benedicto XVI en su primera Encíclica Deus Caritas est:

Hemos creído en el amor de Dios; así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. (n. 2)

Las preguntas son cómo vivir esa fe y cómo transmitirla.

Podemos atribuir la dificultad al influjo de la cultura que existe por doquier y a las carencias o debilidades que manifiesta la Iglesia, especialmente en relación con el clero. Podemos dar estas y otras explicaciones; sin embargo, abordar positivamente estos desafíos, sin duda no es fácil.

Es en este contexto donde aparece con mayor nitidez el aporte del fundador de Schoenstatt.

El carisma del P. Kentenich precisamente se centra en una espiritualidad y pedagogía de la fe que unen lo natural y lo sobrenatural, superando así el divorcio entre fe y cultura.

2.7. Signos de esperanza

Hemos señalado, al explicar los factores que inciden en la cultura actual, las aristas débiles que esta muestra y, de modo semejante, tocamos las falencias que mostramos como cristianos en nuestra vida de fe.

Destacamos esto porque de esta forma se podía visualizar mejor la novedad de lo que propone el P. Kentenich. Sin embargo, ello no nos impide ver los extraordinarios progresos que ha habido en el mundo de la ciencia, de la técnica y de la justicia social.

Sin duda, en muchos aspectos hay formidables y valiosos progresos tendientes a construir un mundo más humano y más fraterno.

Por otra parte, respecto a la misma Iglesia, señalamos cómo, ya a comienzos del siglo XX, empieza a generarse una nueva forma de vivir la fe, esta vez sin abandonar el mundo sino tratando de vivir una santidad en medio de las realidades temporales.

El P. Kentenich fue un pionero en relación a este cambio. Ciertamente él no está solo. Son muchas las comunidades laicales y religiosas que han asumido ese desafío. Tal como sucedió con san Francisco de Asís o san Ignacio de Loyola: en su tiempo surgieron otras iniciativas que iban en la misma dirección de lo que estos fundadores proponían.

La tarea apostólica que asumimos como Movimiento de Schoenstatt es extraordinariamente importante. Schoenstatt, como un Movimiento “en salida”, tendría que jugarse en todos los campos señalados, contando con apóstoles compenetrados con el carisma kentenijiano, juntando sus fuerzas con otros que también quieren ser fermento de un nuevo orden cristiano de la sociedad.

Debe ser un grupo de cristianos que creen en el Dios que nos creó y redimió; que imprimió su sello en todo lo creado dándole sentido; que más allá de crear el mundo está presente ahora en él. Un Dios que nos hizo libres y que nos llama a realizar con él su plan creador y redentor, dando forma así a su reinado en el mundo.

El Espíritu Santo ha soplado fuertemente en la Iglesia, especialmente a través de los Movimientos eclesiales y de lo que cada uno de ellos aporta a la renovación de la Iglesia y de la sociedad según su propio carisma, complementando así el aporte de todos aquellos que buscan también la renovación profunda de nuestra Iglesia.

Nos adentraremos ahora más profundamente en la propuesta del P. Kentenich, la cual posee un acentuado sello mariano y patrocéntrico, que expresa y posibilita el cultivo de una auténtica armonía entre lo natural y lo sobrenatural. Abordaremos en primer lugar la propuesta mariana de nuestro padre fundador.

El Carisma de Schoenstatt

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