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III. UN CARISMA

MARCADAMENTE MARIANO

1. HORIZONTE DE LA ESPIRITUALIDAD MARIANA

Al iniciar estas reflexiones, nos hicimos la pregunta respecto a la afirmación del fundador de Schoenstatt, en 1929: A la sombra del santuario se van a codecidir por siglos los destinos de la Iglesia y del mundo.

Tras lo expuesto anteriormente, esta afirmación puede ser mejor comprendida.

El fundador de Schoenstatt no profetizaba, en su tiempo, una utopía, sino que había visualizado una problemática de fondo, marcada por un estilo de espiritualidad que justamente dificultaba la unión armónica de naturaleza y gracia.

La cultura que se generó a partir del Renacimiento profundizó aún más esta separación.

Teniendo presente este trasfondo abordaremos ahora, más de cerca, el carisma de nuestro padre fundador.

Lo que él enseñó y vivió respecto a María constituye un elemento esencial de su carisma. Su visión de María está íntimamente relacionada con la armonía entre naturaleza y gracia, tanto en la espiritualidad como en la pedagogía de la fe.

El fundador de Schoenstatt nos entrega una nueva visión de María, una nueva forma de relacionarnos con ella y una nueva manera de realizar el apostolado con la impronta mariana.

Su visión y su propia experiencia mariana constituyen elementos esenciales de su propuesta.

Schoenstatt es conocido en la Iglesia, en primer lugar, como un Movimiento mariano y en verdad lo es. Sin embargo, en el pueblo cristiano, existe una gran variedad respecto a la imagen de María, a la devoción que se le profesa y a las formas del apostolado mariano que se ejerce.

Desde los primeros siglos de la era cristiana, surge en la Iglesia la veneración a la Virgen María. Recuérdese, por ejemplo, a san Efrén, padre de la Iglesia, y a la proclamación del dogma de la Virgen María como “Madre de Dios.3

Durante la Edad Media, se constata un florecimiento de la piedad mariana cuyo máximo representante es san Bernardo de Claraval (1090-1153), quien postula que María, el camino a través del cual nos llegó la gracia del Redentor, debe ser también el camino que nos lleve a Cristo Jesús.

En la Iglesia surgieron innumerables comunidades marcadas con el sello mariano.

Lutero y la presencia del protestantismo redujeron la imagen y la devoción de María a un minimalismo que se limitaba a mostrarla como Madre de Jesús en el plano biológico. La influencia protestante se hizo notar especialmente en los pueblos anglosajones. En cambio, en el mundo latino, ha continuado hasta nuestros días una viva devoción mariana y presencia de María.

En la primera mitad del siglo XX, se profundiza en la Iglesia la imagen bíblica de María y muchos teólogos destacan su rol no solo como Madre, sino también como Medianera de gracias y ejemplo vivo del seguimiento de Cristo, como segunda Eva, junto al Redentor, el segundo Adán.

Cabe destacar el notable aporte del libro de san Luis María Grignion de Montfort, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, que, sin duda, ejerció una gran influencia en los amantes de María 4. Tras haberse extraviado, el manuscrito de este libro, fue descubierto después de 130 años y, posteriormente, reconocida su autenticidad y pureza doctrinal por el papa Pío IX, en un decreto del 12 de mayo de 1853, un año antes de ser promulgado el dogma de la Inmaculada Concepción.5

Las apariciones de la Virgen en Lourdes (1858) y luego en Fátima (1917) reavivaron la devoción mariana en el pueblo creyente.

A esto se suma el aumento de la devoción mariana por la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción de María (1854) y luego del dogma de la Asunción de María a los cielos (1950).

El Concilio Vaticano II es el primer Concilio que nos brinda, en la Constitución Apostólica sobre la Iglesia, una visión completa de la enseñanza de la Iglesia sobre María.

Sin embargo, tras el Concilio, especialmente en grupos influidos por la teología de la liberación o bien preocupados por despertar en la Iglesia la importancia de promover la justicia social, se tendió a ver la devoción mariana como una especie de alienación. Se pensaba que la devoción a María representaba un refugio que calmaba las conciencias respecto a las injusticias sociales.

Por otra parte, aparecieron también quienes mostraban a María como una revolucionaria que proclamaba el derrocamiento de los poderosos y el levantamiento de los pobres, haciendo referencia al Magníficat.

Más allá de esto, se podía constatar claramente que la devoción mariana que existía en nuestros pueblos no había sido suficientemente clarificada ni aplicada a las nuevas realidades culturales y a los desafíos que se estaban viviendo.

En muchos lugares, además, se ha producido una especie de “endiosamiento” de la persona de María. Se echa de menos especialmente el destacar su relación con Cristo, que es quien da sentido a todo su ser y a su misión.

De esta forma, ciertos tipos de piedad mariana a menudo manifiestan el divorcio entre fe y vida al cual nos referimos anteriormente.

A esta carencia de renovación y orientación pastoral respecto a la devoción mariana de nuestros pueblos, responde con gran lucidez la Exhortación Apostólica del papa Pablo VI, El culto a María6, publicada después del Concilio, la cual aborda con mucha claridad y profundidad esta temática. En este documento, Pablo VI se refiere a que, a menudo, se ha practicado en el pueblo católico, una piedad mariana extra-bíblica, extra-eclesial, extra-litúrgica, insuficientemente insertada en una piedad trinitaria, en Dios Padre, en Cristo Jesús y en el Espíritu Santo. Aboga por una revisión profunda en ese sentido. Y, por otra parte, por primera vez en un documento oficial de la Iglesia, se menciona la dimensión antropológica de la piedad mariana.

Transcurrido ya medio siglo, la actualidad de este escrito está enteramente vigente. Lamentablemente, muchos católicos lo desconocen.

Por último, mencionemos otro importante escrito publicado después del Concilio Vaticano II: El Documento de Puebla 7, en el cual aparece, con mucha claridad, una imagen renovada de María y de la piedad mariana, especialmente de la piedad popular.

Para concluir esta breve reseña, citamos un párrafo central de este último documento en el cual se puede constatar la coincidencia que existe entre este texto y la enseñanza del P. Kentenich:

Según el plan de Dios, en María “todo está referido a Cristo y todo depende de él” (MC, 25). Su existencia entera es una plena comunión con su Hijo. Ella dio su sí a ese designio de amor. Libremente lo aceptó en la Anunciación y fue fiel a su palabra hasta el martirio del Gólgota. Ella fue la fiel acompañante del Señor en todos sus caminos. La maternidad divina la llevó a una entrega total. Fue un don generoso, lúcido y permanente. Anudó una historia de amor a Cristo íntima y santa, única, que culmina en la gloria. (DP, 292)

Teniendo presente este trasfondo histórico, será posible comprender mejor la propuesta mariana de nuestro padre y fundador.

Desde el inicio de su actividad sacerdotal aparece la visión de María y la espiritualidad que se refleja en lo que, posteriormente, el Concilio Vaticano II, Paulo VI y la Conferencia de Puebla enseñan sobre María.

2. UNA PROFUNDA VIVENCIA DEL AMOR A MARÍA

El marianismo del P. Kentenich no partió de una elaboración ideológica sobre María. Lo primario fue la experiencia mariana de nuestro padre fundador. Ciertamente en los años de estudio y posteriormente sí lo hizo.

Es el mismo P. Kentenich quien dice que él leyó en la persona de María, vitalmente, lo que luego nos entregó sobre el mundo de la armonía entre naturaleza y gracia, entre el actuar de Dios y del hombre.

Adentrémonos un poco en este proceso.

En su hogar, junto a su madre y sus abuelos maternos, sin duda que el pequeño José recibió de ellos el don del amor a la Virgen María. Pero la relación con ella adquirió una dimensión extraordinariamente profunda como regalo gratuito del Dios vivo.

Lo que más determinó el proceso de encuentro con ella fue el hecho de que, cuando niño, su madre, debió dejarlo en el Orfanato de Oberhausen, el 12 de Abril de 1894.

Para el niño, este hecho constituye un acontecimiento clave que dejó una profunda y duradera impronta en su alma. En una conferencia dada a los jóvenes seminaristas de la primera generación, les relata, en tercera persona, este acontecimiento que caló hondo y para siempre en su corazón.

Como se trata de una vivencia personal, lo más adecuado nos parece citar los textos en los cuales él mismo relata esta vivencia. Leemos lo siguiente:

Hace varios años, en la Capilla de un orfanato, vi una estatua de la Santísima Virgen con una cadena de oro y una cruz al cuello. Cadena y cruz eran recuerdos de Primera Comunión de una madre que, a consecuencia de difíciles circunstancias familiares, se vio obligada a dejar a su único hijo en ese orfanato.

Ella misma ya no podía ser mamá para él. ¿Qué puede hacer en la angustia de su corazón y en su preocupación…? Va, toma el único valioso recuerdo de su infancia, el recuerdo de su Primera Comunión, y lo pone en el cuello de la Virgen suplicando con insistencia: “¡Educa tú a mi hijo! ¡Sé para él plenamente Madre! ¡Cumple tú en mi lugar los deberes de madre!

Hoy, este hijo es un sacerdote de mucho celo y trabaja fecundamente para gloria de Dios y de su Madre celestial.8

Desde entonces, María pasó a ser para él su madre y educadora, y lo llevó a descubrir en ella la visión del hombre nuevo que debería iluminar la trayectoria de la Iglesia en los siglos futuros.

En esos años, el alma se mantuvo de alguna manera en equilibrio, gracias a un amor personal y profundo a María. Las experiencias vivenciales de aquel entonces me llevaron a formular más tarde la afirmación:

La Santísima Virgen es por excelencia el punto en el que se entrecruzan lo terrenal y lo celestial, la naturaleza y la gracia… Ella es la balanza del mundo, es decir, ella, por su ser y su misión, mantiene al mundo en equilibrio’.9

Citamos otro texto que escribió en Milwaukee. Dice así:

Ella no ocupa este lugar en mi vida desde ayer o anteayer. Desde tiempos inimaginables, ella está presente en mi vida consciente, desde esta perspectiva. Es difícil comprobar a partir de qué instante comencé a considerarme y a valorarme totalmente como su obra y su instrumento. Este proceso se puede rastrear hasta los más tempranos días de la infancia (…)

En cuanto fuese posible, quería depender solo de la Santísima Virgen. Aquí, naturalmente, me refiero a la Santísima Virgen siempre como símbolo y en relación con Cristo y el Dios Trino. Muchas veces en los años pasados me vi como un ermitaño en un gran desierto, pero en todo momento unido a la Santísima Virgen, como la gran Maestra de mi vida interior y exterior. Desde que la Familia nació, mi más importante propósito fue conservarla en íntima vinculación con la Santísima Virgen.

La Santísima Virgen personalmente me formó y modeló desde los nueve años… Todo lo que se ha gestado a través de mí, se ha gestado gracias a nuestra Madre tres veces Admirable de Schoenstatt.10

Pienso, en primer lugar, en una jaculatoria que lentamente fue surgiendo en mí y cuyos orígenes se remontan a mi primera infancia. Se trata de una oración que yo mismo formulé cuando era niño. Más tarde se formuló en latín. Siempre me arrodillaba y rezaba esa oración:

Dios te salve, María,

por tu pureza

conserva puros mi cuerpo y mi alma;

ábreme ampliamente tu corazón

y el corazón de tu Hijo.

Dame almas y todo lo demás tómalo para ti.

No resulta difícil descubrir en esta oración la raíz de la que luego surgió y se alimentó la espiritualidad de la Familia.

Al analizar los planes divinos con mi persona en estos años, siempre lo hice íntima y profundamente unido a la Mater ter Admirabilis en el fondo de mi alma, aun aquellas veces en que exteriormente no lo señalase. Tan marcadamente se desarrolló en mí la conciencia de misión y de instrumento de María.

En toda mi actividad, nunca puse a mi persona ni a mis propios proyectos en primer plano sino que siempre a la Santísima Virgen en su ser, en su misión y en su obra, más tarde, por supuesto, en unión con Schoenstatt, como lugar y familia.11

Jamás ustedes se darán cuenta con qué profundidad y fervor amo a la Santísima Virgen… Nunca hago algo separado de ella.12

¿Qué hay tras de todo esto?

La fuerza del amor personal. El P. Kentenich lo expresa en un principio:

Por la vinculación, por el vínculo con María, ir hacia la actitud mariana.

Nosotros nos sumergimos en el corazón de María y como ella encarna este mundo donde lo natural y lo sobrenatural se unen y conjugan armónicamente, también nosotros vivimos ese mundo, que pasa a ser nuestro.

Otras vivencias que él tuvo en sus crisis de juventud le permitieron captar con mayor claridad que lo que había sucedido con él y María tenía una importancia transcendental.

Citemos ahora otro texto que se refiere explícitamente a esto:

¡Desvalimiento! Si recuerdo cómo todo ha ido creciendo: todo es un regalo extraordinariamente grande que el Padre Dios me ha dado: la mentalidad orgánica opuesta a la manera de pensar mecanicista. Esta fue la lucha personal de mi juventud. En ella pude vencer aquello que hoy conmueve a Occidente hasta en sus raíces más profundas. Dios me dio inteligencia clara. Por eso tuve que pasar durante años por pruebas de fe. Lo que guardó mi fe durante esos años fue un amor profundo y sencillo a María. El amor a María regala siempre, de por sí, esta manera de pensar orgánica. Las luchas terminaron cuando fui ordenado sacerdote y pude proyectar, formar y modelar en otros, el mundo que llevaba en mi interior. El constante especular encontró un saneamiento en la vida cotidiana. Este es además el motivo por qué conozco tan bien el alma moderna, aquello que causa tanto mal en Occidente. ¿A quién debo agradecer todo esto? Viene de arriba. Sin duda, de la Santísima Virgen. Ella es el gran regalo. De este modo pude, además de la enfermedad, experimentar también en mi propia persona, y muy abundantemente, la medicina…

La misión tan manifiesta de Schoenstatt para el Occidente, especialmente para nuestra patria, frente al colectivismo que avanza poderosamente y que destruye todo, se encuentra frente a un muro que solo puede ser abierto si se aleja y vence el mencionado bacilo.13

El P. Kentenich elabora esto ideológica y doctrinalmente, y luego lo entrega y aplica, pero en último término toda su espiritualidad y pedagogía se remontan a su vivencia de María.

Nuestro padre constantemente cita el texto de la encíclica de Pio X, publicada el 2 de febrero de 1904,, en la cual afirma: “Dado que alcanzamos a través de María un conocimiento vital de Cristo, por María también logramos más fácilmente aquella vida cuya fuente e inicio es Cristo”. Por esto él destaca ese “conocimiento vital de Cristo.”

3. UNA ESPIRITUALIDAD AVALADA POR LA PALABRA DE DIOS

Más allá de lo expuesto, podemos preguntarnos dónde leyó el P. Kentenich y descubrió que María encarnaba la armonía de naturaleza y gracia.

Es indudable que su experiencia estaba avalada por la meditación de la Palabra de Dios y, muy concretamente, en los textos que se referían a la Virgen María.

Que él vivía y se alimentaba de la Palabra de Dios no cabe duda. Basta para comprobarlo leer su libro de oraciones Hacia el Padre donde esto se puede apreciar con mucha claridad.

Por eso creemos que, el reflexionar sobre algunos pasajes marianos del Evangelio, puede ayudarnos a entender mejor la conclusión a la cual él llegó: ver a María como signo de una santidad en medio del mundo y como voluntad del Dios que nos redime, requiriendo nuestra cooperación.

Revisemos el pasaje de la Anunciación. ¿Qué nos dice esta escena? Que Dios interviene en la historia y que interviene a través de personas. Y, mas todavía, personas a quienes él solicita su libre consentimiento.

El ángel que Dios envía llama a la Santísima Virgen la “plena de gracia”, predilecta de Dios. Luego, el ángel Gabriel le explica lo que viene a proponerle. Y ella, ¿qué hace? Ante la propuesta del ángel piensa, discurre, pregunta cómo será aquello.

Le expresa que ella había hecho una elección, al parecer incompatible con lo que le decía el ángel. Después de escuchar la explicación que le da el arcángel Gabriel, en el claroscuro de la fe, ella decide, dando su sí que mantendrá durante toda su vida. (cf. Lc. 1, 26-38)

Dios interviene en la historia, pero no es un Dios que simplemente nos dicta lo que debemos hacer. Y no solo eso; ese Dios “histórico” solicita nuestra cooperación.

Llama la atención la personalidad autónoma y clara de la Virgen. Ella no da simplemente su sí; lo hace con plena libertad.

¿Qué hace después la Virgen? ¿Se queda rezando, meditando a solas? No. Parte presurosa a través de la montaña, aun siendo una jovencita, y recorre más o menos cien kilómetros de distancia ella sola, probablemente a pie y, en el mejor de los casos, en una caravana. ¿Para qué? ¿Para contar lo sucedido? No, va a hacer un servicio netamente humano: va a acompañar y ayudar a su anciana prima Isabel que está encinta. Y, en el momento en que dé a luz, ella le ayudará, ocupándose, al mismo tiempo, de los quehaceres domésticos y de Zacarías, el esposo de Isabel. María será la partera.

¿Y qué pasa al llegar María a casa de su prima? Saluda a Isabel, como cualquiera lo hace al llegar a una casa. Isabel se llena del Espíritu Santo, reconociéndola como la Madre elegida del Mesías. (cf Lc. 1, 39-56)

Entonces se da una unidad extraordinaria de lo divino y de lo humano. María abre su corazón y se muestra alegre, feliz… ¿Por qué?

Porque el Señor ha hecho grandes cosas en mí… Él que es Poderoso ha mirado mi pequeñez… (cf.Lc. 1,48)

Esta es la concepción que ella tiene de sí misma. Ella está llena de alegría porque Dios ha actuado en ella.

También se refiere a la historia de la salvación, al Dios misericordioso que ha actuado en la historia de su pueblo, de generación en generación.

Está consciente de la historia de su pueblo, de las intervenciones de Dios en él, de su fidelidad, de generación en generación.

¿Quién es el Dios que había descubierto María? Es el Dios de la historia. Se trata de una fe existencial; no es simplemente una fe de mandamientos, no es una fe de principios, no es simplemente una devoción. Eso es lo que vio en ella el P. Kentenich.

¿Y después, qué pasa? Otra escena: El nacimiento de Jesús, Dios y hombre, en Belén. Pensemos en María cuando tomaba en sus brazos y amamantaba a su hijo… ¿Cómo lo amaba? ¿Con un amor sobrenatural? Por supuesto ¿Y con un amor natural? Por cierto. ¿Un amor instintivo? Por supuesto… Un amor en el cual no se puede discernir si, en un momento, está como Madre de Dios y, en otro, como Madre de Jesús, con un amor instintivo, afectivo. Es un amor pleno, que abarca todas las posibilidades del amor divino y del amor humano, cuando abraza a su hijo. Ese es el amor de María, así ama María.

Pensemos ahora en la escena de la pérdida del Niño Jesús en el templo, cuando ella y José buscan angustiados a su hijo. Lo encuentran en el templo y reciben una respuesta desconcertante. (cf. Lc. 2, 41-51)

Así es Dios: un Dios que nos exige caminar en el claroscuro de la fe. A menudo quisiéramos tener todo claro, pero no es así. Es cierto que Dios interviene, pero no nos dice todo, no nos da un manual para hacer esto o lo otro. María tampoco entiende todo en ese momento, ¿Qué hace? Medita en su corazón qué significado podría tener ese acontecimiento. En el lenguaje kentenijiano, ella medita los acontecimientos de la vida, hace una “meditación de la vida”.

¡Vivió años con Jesús y José! ¡Ella, que es Reina de todos los santos, la cúspide de la humanidad, de la creación! ¡No existe ser humano alguno superior a ella! ¿Treinta años perdiendo el tiempo? ¿Por qué no hizo otra cosa? ¿Por qué Cristo no hizo otra cosa? Podría haberlo hecho.

Algo quiere decirnos Dios con esta vida oculta. En nuestro lenguaje, nos habla de la santidad de la vida diaria, del día de trabajo, de la vida en el taller de Nazaret, de la vida como la familia de Nazaret. Ese tipo de santidad es lo que necesitamos hoy.

Estas son las vivencias que va descubriendo el P. Kentenich.

Entretanto, él estaba estudiando teología y veía otra manera de vivir la fe que no calzaba con lo que descubría en la vida de María, contemplándola a ella.

Si observamos la escena de Caná, podemos ver a María como una persona extraordinaria, tan libre, tan centrada, tan aterrizada… Está en una fiesta de novios y se da cuenta que les falta vino. Entonces interviene, actúa, se acerca a Jesús y le dice que falta el vino. Al parecer su hijo no quiere intervenir. Sin embargo, mirando a María y lo que ella le pedía, decide actuar y Jesús, su hijo, actúa. (cf. Jn.2, 1-8)

Y luego, en el Gólgota, ella está allí junto a la cruz, junto a su Hijo que se ofrecía por la redención de la humanidad, viviendo el dolor más grande que puede tener una madre. Con el Señor ofrece su corazón traspasado por nosotros. Está al pie de la cruz como la Nueva Eva, uniendo su ofrenda a la ofrenda del Señor.

De este modo, ella realiza con plenitud lo que dice san Pablo, “suplo en mi carne aquello que falta a la cruz de Cristo” (Col 1, 24-28). Es decir, nuestro propio dolor.

Desde lo alto de la cruz, el Señor le dice a Juan: “Ahí tienes a tu madre”. Y a María: “Ahí tienes a tu hijo”.(cf. Jn. 19,27) Y Juan la recibió en su casa. Esas palabras son decisivas. Lo que hizo Juan, recibirla en su casa, en su corazón, vivir con ella, es lo que también el P. Kentenich y nosotros queremos hacer.

Después se queda con los apóstoles, los anima, los reúne, implora con ellos el Espíritu Santo. Lo atrae y lo recibe. Lo comparte con los apóstoles que están desanimados y carentes de fuerza. Lo transmite, así como lo hizo con su prima Isabel.

Ciertamente que ella no está entre ellos como la representan muchos artistas. Está en medio de ellos, sirviendo, dando ánimo y, por cierto, también implorando para que descienda el Espíritu Santo. Y ellos cambian y salen a predicar el Evangelio llenos del Espíritu Santo, ahora con una sabiduría y valentía que asombran y no temen.

Ella es la Medianera que hoy día sigue estando al lado del Señor, trabajando con él y ayudándonos en este valle de lágrimas, como dice una oración mariana que viene del siglo XI.

Esta es la experiencia vital que tuvo nuestro padre fundador en cuyo corazón ardió un gran amor por María. Ciertamente que comparó lo que veía en María con lo que sucedía en el tiempo actual y, por otra parte, lo que se enseñaba normalmente de ella en los estudios de teología.

Comprendió que el nuevo tiempo debía adquirir una nueva impronta mariana que renovase la piedad mariana y que diera respuesta al tiempo actual.

Se requería una espiritualidad, como la de María, quien vivió la fe en medio de las realidades temporales, de las pruebas y preocupaciones que ello conlleva. En otras palabras, de alguien que vivió plenamente la armonía de Dios y mundo, actividad de Dios y propia actividad.

En este sentido, el P. Kentenich hace suya la expresión de san Vicente Pallotti: “Ella es la Gran Misionera, ella hará milagros”. No tanto milagros extraordinarios, que también los hace, sino aquellos milagros que nosotros imploramos en nuestros Santuarios: milagros de arraigo en Dios, de transformación interior y de fecundidad apostólica. Es otra manera de vivir la fe.

4. UNA NUEVA IMAGEN, ESPIRITUALIDAD Y PASTORAL MARIANAS

4.1. Una nueva imagen de María

a. Una imagen integral e integrada de María

La imagen de María que posee nuestro padre y fundador se basa en lo que la Sagrada Escritura y la tradición de la Iglesia nos dicen de ella. Coincide especialmente con lo que nos entregan sobre ella el Concilio Vaticano II, los documentos de Paulo VI y la Conferencia de Puebla.

Se trata de una visión integral e integrada de la Virgen María, estrechamente unida a Cristo.

María es una persona plenamente humana sumergida en el misterio de Cristo Jesús y, a través de él, en Dios Padre y en el Espíritu Santo y, por otra parte, en el misterio de la Iglesia, alma del mundo.

Cuando el P. Kentenich da una definición de la imagen de María, dice lo siguiente:

María es la Compañera y Colaboradora de Cristo en toda la obra de la redención: al inicio, como su madre; en su cumbre, en el Gólgota, teniéndola al pie de la cruz, él ofreciéndose con ella al Padre Dios; y, luego, como Medianera de todas las gracias y Madre de la Iglesia.

Por eso él se refiere siempre a la bi-unidad de Cristo y María. Su imagen de María es marcadamente trinitaria e integrada en la vida de la Iglesia.

Esta visión de María gravita esencialmente en su relación con Cristo Jesús. Todo lo que es y hace María, proviene de Cristo, de su “bi-unidad” con él.

Ella coopera en la redención que el Señor nos trae. Y él nos regala la gracia que nos hace hijos de Dios y miembros de su Cuerpo. Y, al mismo tiempo, la gracia que sana nuestra naturaleza humana, herida por el pecado original y personal.

Así, la redención no se reduce solo a su dimensión crística y trinitaria, sino también a la gracia que nos sana y eleva nuestra naturaleza: nos hace más humanos.

La visión del P. Kentenich sobre María, sumergida en el misterio de Cristo, evita que nos concentremos unilateralmente en ella.

A veces se nos dice que los schoenstatianos destacamos tanto el rol de María que dejamos a Cristo de lado. Si esto fuese así, significaría que los que pertenecemos al Movimiento de Schoenstatt no seguimos cabalmente lo que nos enseña el fundador.

Por otra parte, la visión kentenijiana de la Virgen María evita igualmente que desarrollemos una piedad mariana que solo ve a María como madre nuestra, como aquella que nos acoge y ayuda en nuestras necesidades. Evita así una devoción “milagrera” a la Virgen María.

Ella no es simplemente la Inmaculada, que fue concebida sin pecado, sino que su ser inmaculado corresponde a que ella fue elegida de forma especialísima como Madre y Compañera del Señor, como la segunda Eva junto al nuevo Adán, que es Cristo Jesús.

Por otra parte, la imagen de María que muestra el P. Kentenich es mucho más que un ejemplo de esas virtudes que, por ser sus hijos, debemos encarnar. Evitamos así caer en lo que se denomina “tipologismo mariano”, o, en otras palabras, un moralismo mariano.

Nuestro padre proclama una imagen de María que es un llamado a la acción, a cooperar con Cristo, a asociarnos con ella y capacitarnos para trabajar como y con ella en la redención y construcción del Reino de Dios aquí en la tierra. De este modo, obviamos caer en un pasivismo carente de iniciativa y compromiso con la obra del Señor.

Ella es madre nuestra y madre de la Iglesia. Es el signo visible de lo que debe ser la Iglesia.

No podemos detenernos ahora más en detalle en todo este mundo de María. Es tarea de cada uno de nosotros hacerlo.14 Sin embargo, nos detendremos en una dimensión de la imagen de María que destaca nuestro padre y fundador.

b. María como Vencedora de las herejías antropológicas

Más allá de lo expuesto, el P. Kentenich describe la imagen de María como “Vencedora de las herejías antropológicas de nuestro tiempo”.

Esta visión de la Virgen María que nos entrega el padre fundador ciertamente es novedosa e importante y es menos tratada que las otras dimensiones de la imagen de María.

El gran desafío que hoy enfrentamos como Iglesia es dar respuesta a una cultura alejada del Dios vivo, siendo alma de un humanismo donde resplandezca la armonía de naturaleza y gracia.

Si buscamos esto, afirma el P. Kentenich, entonces debemos dirigir la mirada hacia la gran señal que Dios hace brillar en el cielo:

Una mujer vestida del sol, la luna bajo sus pies y en la cabeza una corona de doce estrellas (Ap.12, 1).

El P. Kentenich afirma que la Santísima Virgen se estableció en el Santuario de Schoenstatt para mostrarse, desde allí, como la Vencedora de las herejías antropológicas.

¿Cuáles son estas herejías? Son aquellas que se refieren al hombre, al ser humano.

Anteriormente se discutió, por ejemplo, sobre herejías en torno a la divinidad de Cristo, a la eucaristía, sobre María como Madre de Dios. Lo que ahora está en cuestión son las herejías que se refieren al hombre, a la identidad de género, al matrimonio, a la concepción de una nueva vida, a la eutanasia, etc.

Citamos tres textos en que el padre fundador se refiere a esta dimensión de nuestra imagen de María.

En primer lugar, un texto de la Segunda Acta de Fundación, de 1939. Es la época en la cual imperaba el nazismo. El P. Kentenich está en Suiza. Dice nuestro padre:

Si tomamos en serio el servicio apostólico a la Santísima Virgen y nos entregamos con toda el alma a propagarlo, esperamos ser dignos de apresurar los tiempos en que la Iglesia pueda cantar: “También has triunfado sobre las herejías antropológicas de estos tiempos, y has implantado el nuevo orden cristiano en la sociedad.” (…)

Se trata de una nueva cultura. Lo que aquí afirma el P. Kentenich es bastante categórico.

Desde este punto de vista, María es para nosotros, en su plenitud personal, el punto de convergencia clásico entre lo natural y lo sobrenatural. Ella es la maravillosa encarnación de la unión armónica entre naturaleza y gracia y, por lo tanto, representante y garantía de una ascética y pedagogía orgánicas.

Antes no se usaba tanto la palabra espiritualidad sino ascética.

Por haberla colocado en este sitio en nuestro pensar, querer y proceder, hemos permanecido en estrecho contacto, no solamente con Dios, sino con los hombres y con la vida, y hemos sabido orientarnos con una seguridad serena y sencilla a través de las corrientes extremistas, tanto dentro como fuera de la Iglesia.15

Es decir, el P. Kentenich afirma que la persona de María fue garantía de la nueva espiritualidad, y que, tenerla a ella, le ayudó a no desviarse por caminos equivocados.

Consideremos que esto lo dice nuestro padre en los años treinta. Es bastante profético: hoy día estamos enfrentando y viviendo estas herejías antropológicas, que son mucho más patentes que en aquel entonces; estamos sumergidos en ellas.

El segundo texto es del año 1949. Después de los años pasados en Dachau, el padre fundador ha llegado al convencimiento de que lo vivido, especialmente con las Hermanas de María, estando él en la cárcel de Coblenza y luego en el Campo de Concentración de Dachau, había probado la profundidad de la entrega en la alianza de amor con María y, por otra parte, el que la obra de Schoenstatt debía ser acogida y comprendida por la Iglesia, especialmente por la jerarquía. Tras intentarlo y haber iniciado los viajes al extranjero, este intento se ve frustrado.

El Visitador, enviado a Schoenstatt por la diócesis de Tréveris, había entregado un informe que contenía algunos reparos, sobre todo en el ámbito de la pedagogía que había practicado el P. Kentenich; el padre fundador se siente movido a escribir una amplia respuesta a ese informe.

Dicha respuesta, en su primera parte, fue ofrecida a la Virgen en el recién bendecido Santuario de Schoenstatt, en Bellavista, Chile. En esa ocasión, realiza un acto de envío, lo cual da origen a lo que posteriormente se llamó Misión del 31 de Mayo.

En esa plática, el P. Kentenich afirma lo siguiente:

Si ustedes me comprenden bien, podría agregar que no solo yo, no solo nosotros, sino también la Santísima Virgen está desvalida ante la situación (el enfrentamiento con los obispos alemanes…). Es cierto que ella es la Omnipotencia Suplicante ante el trono de Dios, pero también es cierto que, en los planes del amor divino, ella está supeditada a instrumentos humanos dóciles y de buena voluntad.

Es decir, nuestro padre y fundador sigue la misma táctica de Dios. Dios no actúa directamente sino a través de instrumentos. A veces lo hace a través de algo extraordinario, como un milagro, pero normalmente lo hace a través de nosotros.

Si es que por el Primer Documento de Fundación ha aceptado la tarea de mostrarse en Alemania, desde nuestro Santuario, en forma preclara como la Vencedora de los errores colectivistas, entonces ella –me expreso a la manera humana– busca ansiosa con su mirada instrumentos que la ayuden a realizar esta tarea.

Cuando el P. Kentenich se refiere a los “errores colectivistas”, alude directamente a las “herejías antropológicas”.

El fundador de Schoenstatt mostró a María en una óptica antropológica; ella quiere dar respuesta a las herejías antropológicas que abundaban y abundan en nuestra cultura.

Aquí el P. Kentenich está aplicando su concepto sobre la Virgen María: ella es el ejemplo de que Dios actúa a través de nosotros y con nosotros, y, por lo tanto, ella quiere hacer lo mismo: actuar con nosotros. Porque ella está realizando un plan de Dios y, en ese plan, nosotros tenemos que actuar; nosotros vamos a realizar, en ese sentido, ese milagro.

El P. Kentenich agrega algo muy significativo:

¿Qué nos queda sino ponernos sin reservas a su disposición, en el sentido de nuestra consagración, aceptar sus deseos, nuevamente entregarnos a ella y dejar a ella la responsabilidad de su gran obra, en la cual nosotros, dependiendo de ella y por interés en su misión, queremos cooperar, sufrir, sacrificarnos y rezar? La Santísima Virgen está desvalida, ella sola nada puede. Es un honor para nosotros poder ayudarla.16

En otras palabras, no hay ninguna contradicción entre la acción de Dios y, en este caso, en dependencia de Dios y de la Virgen María, con nuestra propia actividad.

Es clara la tarea que nos deja nuestro padre y clara su visión sobre la Virgen María, según la cual nosotros, sus hijos, sus seguidores y todos aquellos que quieran inspirarse en él, tienen que orientarse.

Ella es la encarnación de una nueva cultura y la Iglesia tiene que ser el germen de esa nueva cultura. En esa cultura no hay lugar a una oposición entre el Dios creador y redentor y el hombre, entre su actividad y la nuestra. María es el ejemplo preclaro de esa armonía. Más adelante nos detendremos en esto.

Por último, citamos un tercer texto, tomado de la Jornada sobre Pedagogía Mariana, que data de 1934. Aborda aquí la importancia de María respecto a la identidad femenina:

Actualmente el mundo se enfrenta con otras herejías de dimensiones gigantescas y de características que nosotros apenas conocemos o que, tal vez, en algo presentimos.

Nos referimos a las herejías antropológicas. En ellas, Dios ya no constituye el centro, al menos no en forma directa o inmediata. Intencionalmente digo “en forma directa e inmediata”, y no “en forma mediata e indirecta”, porque Dios y lo divino constituyen la protección más perfecta de lo humano.

Cuanto más se esfuerzan por expulsar lo divino del mundo, tanto menos asegurada estará la naturaleza humana.

¿Se dan cuenta qué debemos acentuar, con especial esmero, en nuestra mariología y en nuestras conferencias marianas?

No solo a la Mujer celestial, no solo a la Madre de Dios, llena de gracia, sino también lo auténticamente femenino, la naturalidad y autenticidad originaria de su ser.

Ustedes no me interpretarán mal. Más adelante lo comprenderemos en forma más clara. Ella es la más natural en el cielo y la tierra porque es también la mujer más sobrenatural.

En esta perspectiva, siempre tenemos que tener presente la armonía entre naturaleza y gracia. No podremos aprender a conocer a la Virgen en su naturalidad originaria si no la contemplamos inmersa en el océano, en el mundo de la gracia, en el mundo de lo sobrenatural. Por ello, es la más sobrenatural de las mujeres, la mujer sobrenatural más natural. Sin embargo, siempre pondremos el acento en esa perfección natural, en esa auténtica humanidad y femineidad.

En la misma Jornada Pedagógica de 1934, el P. Kentenich aborda lo que hoy denominaríamos “ideología de género”, a saber, la crisis de los sexos, centrada no en los desórdenes del instinto sexual sino en la identidad del varón y la mujer, que constituyen dos polos de igual dignidad, pero diferentes y complementarios en cuanto a su modalidad.

Por otra parte, en esta misma perspectiva, en muchas jornadas, el P. Kentenich se refiere a la situación actual que se vive en torno al matrimonio y la familia y la creciente despersonalización o masificación del hombre actual; se refiere al colectivismo cultural, al problema de la autoridad en todas sus dimensiones, etc.

Con una forma de pensar orgánico, el P. Kentenich visualiza a María como Vencedora de las herejías antropológicas. Es decir, ve a María no aisladamente sino en relación al Dios Trino, al hombre y a la cultura actual.

4.2. Una nueva espiritualidad mariana

Más allá de una nueva imagen de María, el fundador de Schoenstatt nos entrega una nueva espiritualidad mariana. La describe en sus tres dimensiones, a saber: la espiritualidad de la alianza de amor, la espiritualidad de la santidad de la vida diaria y la espiritualidad del instrumento. Por eso habla de una espiritualidad “tridimensional”.

a. La alianza de amor con María

1) Un vínculo de amor personal con María

A lo largo de los siglos, tradicionalmente en la vida de la Iglesia ha existido la tendencia a establecer un lazo personal con la Virgen María. Diversas devociones y oraciones dan testimonio de ello.

Tal vez lo más cercano a Schoenstatt está en san Luis María Grignion de Montfort y la devoción a María de las Congregaciones Marianas. Sin embargo, la espiritualidad mariana que vivió y entregó nuestro padre y fundador, desde el inicio, tuvo un cuño propio.

Llama la atención, en primer lugar, que desde el inicio nuestro padre acentuó el carácter de “bilateralidad” de la entrega a María.

La palabra que usó Schoenstatt al inicio fue la de “consagración” a María. La consagración designa, en primer lugar, la entrega y pertenencia a María, poniendo en sus manos y su corazón todo nuestro ser.

El P. Kentenich destacó que, por una parte, nosotros pedíamos a María que ella, junto con acogernos y transformarnos, también hiciera fecundo nuestro apostolado, conduciéndonos en ella a Cristo.

Por otra parte, nosotros aportábamos todo nuestro esfuerzo y nuestra entrega, de acuerdo con el lema que ya mencionamos; “nada sin ti, nada sin nosotros”. De esta forma contribuíamos al “capital de gracias” que el Señor había puesto en sus manos de Medianera de todas las gracias.

Nuestro padre destaca así el carácter bilateral de la alianza de amor. La define como un intercambio de corazones, de bienes, de vida y de tareas con la Virgen María. Nosotros le damos nuestro corazón y ella nos da el suyo. Nosotros le entregamos nuestra vida entera, todo lo que somos y tenemos, y ella se nos da como Madre y Reina nuestra. María nos hace partícipes de su tarea, como Compañera y Colaboradora de Cristo, y nosotros en ella nos convertimos, cada vez más profundamente, en colaboradores del Señor.

Para quienes pertenecen a Schoenstatt, la alianza está estrechamente ligada al Santuario, donde María ha establecido de modo especial su trono de gracias.

Por otra parte, la alianza de amor que vivió nuestro padre y fundador se caracteriza por ser una alianza vivida a la luz de la fe práctica en la divina Providencia.

En síntesis, se trata de realizar el plan que el Padre Dios tiene con cada uno de nosotros, descubriendo su voluntad no solo en la Sagrada Escritura y encontrándonos con Cristo en la eucaristía, sino que también, y muy especialmente, encontrando su voluntad en las circunstancias concretas de nuestra vida y en los signos del tiempo. En alianza con María buscamos así realizar en todo la voluntad del Padre Dios.

Más adelante nos referiremos con mayor detalle a esto que para el fundador es esencial.

Por la alianza con María somos llevados, dice el padre fundador, como por un remolino que nos sumerge en la hondura del corazón de Cristo. Así la alianza sellada con María se convierte en una alianza trinitaria.

La dinámica que genera la alianza de amor nos lleva a estar en ella y en el Señor, y, por el Espíritu Santo, a girar filialmente en torno a Dios Padre.

Por otra parte, la alianza de amor nos lleva a introducirnos profundamente en la vida de la Iglesia. María es imagen perfecta y madre de la Iglesia.

Por eso, quien se une a ella por la alianza, aviva y profundiza su pertenencia a la Iglesia y su responsabilidad por la vida eclesial.

2) Los grados de entrega a María

Otra de las características de la alianza de amor con María es el hecho que se fue manifestando históricamente en el Movimiento de Schoenstatt. A saber, la alianza de amor con ella implica diversos grados de entrega.

Lo importante es que, sabiéndonos cobijados y protegidos en su corazón, asumamos nuestra parte llevando a cabo un serio trabajo de autoformación. Estamos llamados a superar en nosotros todo aquello que no es mariano y a conquistar, cada día más, nuestra identificación con Cristo Jesús.

Ya en el Acta de Fundación se destaca que nuestro compromiso es cultivar “una intensa vida de oración y un fiel y fidelísimo cumplimiento del deber”. Si no hay este esfuerzo por la santidad que se muestra en nuestra vida diaria, la alianza carece de vitalidad.

Este es el primer grado de entrega en la alianza. El segundo grado se da cuando la alianza se profundiza, al sellarla en el espíritu del “Poder en blanco”. Es decir, damos a María y, por ella, al Señor, un “cheque en blanco” en el cual puedan escribir lo que ellos deseen. María puede disponer de nosotros sea lo que sea la voluntad del Padre Dios: o salud o enfermedad; o éxito o fracaso; o alegría o sufrimiento. En definitiva, lo que Dios quiera o permita.

El tercer grado de entrega se da cuando nos sentimos impulsados a pedir con ella al Señor que nos envíe todos aquellos dolores, renuncias o sufrimientos que sean necesarios para cumplir lo que Dios quiere de nosotros, de acuerdo con la tarea que nos ha confiado.

Se trata de una predisposición positiva a abrazar la cruz, no por la cruz misma, sino porque la misión que Dios nos ha confiado requiere de nosotros esta ofrenda de amor para realizar sus planes.

La alianza de amor sellada en el sentido del amor a la cruz o inscriptio (que alude a inscribir nuestro corazón en el de Cristo crucificado y en el de María),vence así la resistencia que tenemos ante aquello que nos causa dolor, apartándonos de esta forma de su plan de amor.

Por último, mencionemos que nuestra alianza de amor con María siempre va unida al cultivo de la fraternidad, ya que, en Cristo y María, somos hermanos: no somos islas, sino que pertenecemos a un cuerpo y somos por ello, en la alianza de amor, responsables los unos de los otros. En definitiva, nuestro amor a María y a Cristo Jesús lo demostramos en el amor a los hermanos.

El Carisma de Schoenstatt

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