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GLOBALIZACIÓN Y AMBIENTE: DERECHO, ECONOMÍA Y TERRITORIO EN COLOMBIA

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PABLO IGNACIO REYES BELTRÁN*

INTRODUCCIÓN

La globalización en sus diferentes manifestaciones —económica, cultural, política y social— es una amenaza a la autonomía y soberanía de los pueblos —naciones— en relación con las decisiones sobre su destino. Los diferentes tratados bilaterales en materia de inversión extranjera han llevado a una relativa pérdida de soberanía de los Estados — principalmente los periféricos o subdesarrollados—, que los conduciría a recurrir, ante un conflicto de intereses, a laudos arbitrales realizados por tribunales privados e internacionales— como el CIADI o la OMPI—. Allí los intereses económicos de los inversores extranjeros —empresas multinacionales— se sobreponen al principio del interés público que representan los Estados, como único sujeto de derecho que encarna el interés nacional.

En este sentido, es necesario realizar una aproximación crítica a las posibles implicaciones de las decisiones arbitrales que tomarían estos organismos respecto a la inversión extranjera directa (IDE) en zonas consideradas estratégicas y protegidas por la legislación colombiana —zonas de reserva campesina, parques nacionales, territorios ancestrales—, en las cuales hay un especial interés de las grandes multinacionales, entre otros factores, por su potencial agrícola, minero, energético, biológico e hídrico.

Existen diferentes instancias estatales y no estatales que impulsan la globalización, como potencias económicas, mercados financieros globales, los tribunales penales internacionales, organismos multilaterales, las empresas transnacionales, el nuevo cosmopolitismo social, los tribunales de arbitramento privado, entre otras. Estas hacen que la soberanía y la autonomía de los Estados sean más vidriosas, ante el elevado crecimiento de la interdependencia con las multinacionales como nuevos actores de origen privado en el ámbito internacional. La formación de instituciones públicas y privadas de origen internacional han multiplicado las fuentes de poder político y jurídico, que ya no tienen como referente el tradicional Estado nacional. Se estructuran una infinidad de actores del orden político, social y privado que participan continuamente en la creación de normas y legislaciones, tanto nacionales como internacionales, que buscan crear una institucionalización que solape o ensamble los distintos niveles del Gobierno: local, bilateral y transnacional, donde interactúen los actores políticos y sociales de estos.

La noción de soberanía —concepción heredada de la conformación del Estado nación en el siglo XIX— se ha empezado a cuestionar, ante las nuevas gestiones compartidas que se establecen en los procesos de integración y que se articulan de manera deslocalizada, como característica fundamental de la globalización. Esta infinidad de procesos económicos, culturales, jurídicos, políticos y sociales, crean una multiplicidad de flujos y sistemas mundiales con objetivos compartidos, que involucran a los organismos gubernamentales y no gubernamentales, los cuales cooperan en redes mixtas público-privadas. Lo anterior, pone en evidencia la fragilidad de los Estados contemporáneos para mantener su soberanía, independencia y autonomía frente a estas interacciones que vinculan lo local con lo global y viceversa. Esto porque se enfrentan a un mundo cada vez más interdependiente e interconectado por prácticas técnicas y administrativas que decodifican los espacios nacionales para re-decodificarlos hacia los ámbitos globales. Allí, las nuevas tecnologías, políticas y actores privados no responden a marcos políticos nacionales sino al acoplamiento entre las relaciones sociales locales y las globales.

En síntesis, la fase de ajuste estructural —políticas de ajuste estructural—, a partir de los ochenta y noventa en la región latinoamericana y adoptada por el Estado colombiano en los noventa, fue el inicio del proceso de redefinición del aparato estatal en una serie de reconfiguraciones adaptativas a la globalización —principalmente la económica—, donde determinados elementos constitutivos del territorio, el Gobierno y el derecho se articulan con novedosos procesos de interdependencias entre los Estados y actores de origen privado provenientes del ámbito global y nacional. Este proceso exige la consolidación de un Estado con mecanismos claros de regulación económica y social en lo interno, además de una fuerte coherencia con los mercados globales en lo externo. Lo anterior, está transformando los conceptos de clásicos de soberanía, autodeterminación y autonomía política, además de afectar la construcción nacional del territorio, la autoridad y el derecho.

En este aspecto, el Estado pierde paulatinamente la autoridad exclusiva sobre el territorio debido a las instancias institucionales supranacionales, por lo que muchos de los procesos globales se encuentran en el ámbito nacional y se produce una desnacionalización especializada, donde el derecho juega un papel fundamental. Ha aumentado la especialización de los frenos y contrapesos de las diferentes ramas del poder público, y se expresa en una mayor autonomía del poder judicial o con la consolidación de autoridades que no dependen del poder ejecutivo —como son los bancos centrales— y la retirada de la soberanía Estatal hacia esquemas de regulación mercantil de índole global y local, la cual es capturada por poderes mundiales fácticos como son los organismos multilaterales, entre los que están: el FMI, el BM y la OMC.

Este amplio espectro de autoridades privadas, que incluye sistemas ya existentes, produce una amplia gama de normas de características privadas —derecho neoespontáneo o lex mercatoria—, las cuales han sido identificadas con un conjunto normativo de carácter supranacional, desligado de los Estados, con la suficiente autonomía, especialización e independencia para incidir en ellos. Los ejemplos más evidentes son los arbitrajes o autoridades privadas —la OMC y el CIADI—, que influencian y orientan los sectores de las economías nacionales, ante los intereses de actores globales, como las multinacionales.

Esta nueva normatividad autorregulada la desarrollan sectores e instituciones influenciados por grandes multinacionales. El reconocimiento de la nueva lex mercatoria del derecho internacional privado, que tuvo sus desarrollos en el siglo XIX (pensamiento jurídico cálcico-pjc), es impulsado por actores de origen privado, como empresas transnacionales —en su mayoría norteamericanas— en el comercio internacional, lo cual configura un cuerpo normativo apoyado por los usos, prácticas y costumbres de esta actividad mercantil, donde el precedente es fundamental.

La entrada en vigor de la nueva Constitución Política, promulgada en el año de 1991, estructura en su articulado las instituciones del derecho mercantil (Narváez, 2002, p. vii). En este sentido, el preámbulo y los principios fundamentales de la nueva carta constitucional tienen estrecha relación con el mercantilismo y las áreas de interés del derecho regulatorio mercantil: el ambiente y los recursos naturales, la protección de los consumidores, la democratización del crédito, la privatización de los activos estatales, la apertura de mercados, entre otros aspectos.

Así, a partir de la promulgación de la Constitución de 1991, el establishment colombiano decide abrirse a la economía global siguiendo la ruta de la apertura económica. En este proyecto político y económico, los recursos naturales —minerales— y ambientales —mercados verdes—, la implementación de megaproyectos agroindustriales —palma, soya, caña de azúcar, entre otros— y, por ende, el territorio, serán los pilares fundamentales de las elites nacionales y transnacionales para enlazar el país con las nuevas relaciones mercantiles globales, en detrimento de los derechos sociales y multiculturales de la población colombiana establecidos en la Constitución de 1991.

Lo anterior origina varios interrogantes: ¿Qué libertad de decisión conservan los Estados nacionales frente al poder de las entidades supranacionales?, ¿cómo se ensambló el país jurídica e institucionalmente, a partir la Constitución de 1991, frente a los intereses económicos privados nacionales e internacionales sobre el territorio? En tal sentido, en el presente artículo se realiza una primera aproximación para responder estas preguntas. Para ello, nos proponemos el objetivo de establecer la forma en que el país se ensambló jurídicamente e institucionalmente, a partir de la promulgación de la constitución de 1991, como proveedor de materias primas mediante el extractivismo dentro de las relaciones globales del mercado.

Para responder los anteriores interrogantes, el recorrido del escrito será el siguiente: en primer lugar, se teorizará y examinará sobre la globalización y su relación con el derecho. En segundo lugar, se realiza una aproximación a la Constitución de 1991, en tanto es el punto de ruptura desde el cual el país se enfrenta a los intereses de unas elites locales que buscan internacionalizar la economía nacional. Finalmente, se presentan algunas precisiones críticas de cómo se está articulando el territorio nacional con los intereses económicos globales, lo que será de gran importancia para un país que está dejando un largo conflicto armado, y pretende construir una paz larga y duradera, con justicia social.

GLOBALIZACIÓN, DERECHO Y ESTADO

Al no ser el centro de investigación de este artículo, en primera instancia realizaremos una breve aproximación al término de globalización, el cual está cambiando de forma precipitada las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales en el planeta. No es fácil ver este concepto desde diferentes perspectivas, puesto que es un fenómeno históricamente reciente y en proceso de consolidación. Esta nueva fase de acumulación económica se caracteriza por la transnacionalización de los procesos productivos y se apoya en los avances científico-técnicos relacionados con la llamada tercera revolución industrial —exploración espacial, desarrollo de la energía nuclear, creación y uso de nuevos materiales (sílice, fibra óptica, fibra de vidrio, entre otros), avances en biotecnología, telecomunicaciones, tecnología satelital, informática, robótica, etc.—. Dicha fase impacta la economía, la política y la sociedad en su conjunto al integrar empresas transnacionales, mercados y consumidores a escala planetaria.

Este fenómeno global —e histórico—, que interconecta y vuelve interdependientes a los Estados nacionales, ha subsumido formal o realmente a los individuos y comunidades, por tanto, el globo terrestre no solo es una figura astronómica sino histórica. Es a partir de la globalización que el mundo comienza a ser taquigrafiado como aldea global o fábrica global, en donde se lleva a cabo un sin número de transacciones comerciales y movimientos de capitales, además, las personas no están atadas a sus, otrora, Estados nacionales. Lo anterior sugiere que estamos ante una comunidad mundial por sus características progresivas, armonizadoras y homogenizadas, donde la organización, funcionamiento y transformaciones de la vida social se producen por los avances técnicos, específicamente electrónicos. En este sentido, para Octavio Ianni (2006), “en poco tiempo las provincias, naciones y regiones, así como las culturas y civilizaciones son permeadas y articuladas por los sistemas de información, comunicación y fabulación agilizados por la electrónica” (p. 5).

La globalización como fenómeno económico, político y social ha sido estudiada desde diferentes perspectivas, que van desde las positivistas, críticas o marxistas hasta aquellas que la dejan en un plano analítico sin tomar posición. En las primeras ubicamos autores como Boaventura de Sousa Santos, Bob Jessop, Antonio Negri, Michael Hardt y Saskia Sassen; en los segundos, tenemos a Niklas Luhmann, Gunter Teubner, Grossi y Paul Berman y, finalmente, ubicamos a Held, McGrew, Goldblatt, Perraton, David Held y Ulrich Beck. Los discursos positivistas y sociojurídicos los trabajaremos en un subapartado, donde se indicará el papel del derecho en la globalización, sin descuidar el diálogo con posturas críticas como la de Duncan Kennedy, Chevallier, Michael Hardt, Antonio Negri, Boaventura de Sousa Santos, entre otros. Finalmente, el apartado termina, desde una perspectiva crítica, en un análisis sobre cómo la globalización incide en la reconfiguración de la forma estatal.

La globalización: la estructuración de la gobernanza global

Desde las perspectivas críticas o marxistas, la globalización como fenómeno social es definido por Boaventura de Sousa Santos (2002) como un “proceso a través del cual una determinada condición o entidad local amplía su ámbito a todo el globo y, al hacerlo, adquiere la capacidad de designar como locales las condiciones o entidades rivales” (p. 56). Boaventura propone dos lecturas sobre la globalización: la paradigmática y la sub-paradigmática. Nos interesa ver la segunda, según la cual la globalización es un proceso de ajuste o transición de un régimen de acumulación y regulación a otro, pero sin abandonar las relaciones capitalistas, donde sus actores —empresas transnacionales (ETN), países desarrollados y subdesarrollados, organismos supranacionales y multilaterales— se adaptan a las nuevas relaciones sociales y económicas (Santos, 2002).

Este proceso de reorganización y reconfiguración de la producción mundial se ha caracterizado por numerosos estudios, como los de la escuela francesa de la regulación, que sostienen que la globalización es una de las tantas respuestas a la crisis del régimen de acumulación fordista-keynesiano, lo que paralelamente fue posicionando un nuevo régimen producción flexible o posfordismo neoliberal. En esta tendencia, Robert Jessop (2011) sostiene como el mundo asiste a la transición de unos regímenes de acumulación a otros. De un modo de regulación —estatista— a otro — transnacional—, que ha cambiado el papel regulativo del Estado nación y ha forzado el retiro de la protección estatal de los mercados nacionales del dinero, el trabajo y las mercancías, lo que originó una profunda reconfiguración y reorganización de la forma del Estado.

Es este el escenario en el que surgen conceptos como aldea global y Estado mínimo, que junto al claro proceso de reconfiguración de las funciones del Estado plantean preguntas sobre su primacía y actualidad, frente a un orden político-institucional mundial, regional y local. De esta manera, desde la década del setenta, con la crisis del modelo de producción fordista —sustentado en el Estado de bienestar— y su tránsito hacia el posfordismo —basado en el modelo de acumulación neoliberal—, la globalización ha generado una infinidad de transformaciones estatales. Como lo manifiesta Robert Jessop (2009), los nuevos procesos económicos en el ámbito global, junto a la nueva institucionalidad supranacional, ejercen presiones políticas sobre los Estados nacionales, desde arriba —organismos multilaterales e instituciones supranacionales— y desde abajo —sociedad civil—, lo cual incide en sus reconfiguraciones institucionales, que los adaptan a las nuevas expectativas globales.

Para Hardt y Negri (2011) la globalización continúa incluso ante la debilidad de controles unilaterales, bipolares y multipolares —concepciones tradicionales de las relaciones internacionales entre los Estados—, donde las nuevas formas de gestión para garantizar el orden en el sistema capitalista global evidencian el surgimiento de nuevos actores de origen social, como las corporaciones multinacionales y organizaciones no gubernamentales (ONG). De modo que, se consolida una red compleja de normas, estructuras y autoridades globales reales, efectivas y que provienen de entidades estatales y no estatales.

En este aspecto, los estudios de Saskia Sassen (2010) sobre las nuevas formas institucionales de control económico y político son una base sólida para entender este nuevo orden global, que no tiene comparación en la historia reciente de la humanidad. Para Sassen, el nuevo orden global no solo se forma fuera de los Estados sino adentro de los mismos, que desnacionalizan determinados componentes de sus estructuras institucionales para orientar su política y su economía hacia las agendas y sistemas globales: lo nacional está dentro de lo global y lo global está dentro de lo nacional. Lo que propone Sassen (2015) es leer este ensamblaje global con unos Estados y un sistema interestatal en competencia con instituciones y autoridades supranacionales, nacionales y no nacionales. El termino para expresar este ensamblaje es la gobernanza. Para Hardt y Negri (2011):

[…] la gobernanza no es un modelo de gestión basado en la unidad de mando de poder y legitimación que se desprende de un único poder encarnado en un uno o varios Estado-nacionales en el orden internacional. Antes bien, es un proceso de negociación continua, de instrumentos de planificación y coordinación consensual en la una multiplicidad de actores estatales y no estatales con poderes sumamente desiguales trabajan juntos […] El orden global se define hoy por una serie diferenciada de normas, costumbres, estatutos y leyes que constituyen un conjunto de demandas y poderes en el horizonte global. (p. 232)

Según Hardt y Negri, los sociólogos y juristas alemanes Niklas Luhmann y Gunter Teubner son autores que ofrecen un análisis útil del término gobernanza en los ámbitos globales, pues hacen hincapié en dos características: la primera es que excede los límites de los sistemas jurídicos fijos y sus estructuras normativas; la segunda, que fragmenta los sistemas jurídicos para enfrentarse a los conflictos que se presentan en la sociedad global, lo que origina disputas entre las distintas normas. El tránsito del gobierno a la gobernanza es visto desde el punto de vista jurídico como un movimiento de una estructura normativa unitaria a una pluralista y plástica. Por tanto, la gobernanza abandona la idea de construir regímenes jurídicos unitarios, para fundar una nueva red jurídica que gestione los conflictos y consiga una coexistencia normativa en una sociedad global fragmentada. Lo anterior es clarificado por Saskia Sassen (2015), quien sostiene que:

En los últimos veinte años, se observa una multiplicidad de sistemas normativos transfronterizos con distintos grados de autonomía con respecto al derecho nacional. En un extremo se encuentran los sistemas centrados claramente en el nuevo dominio público transnacional y, en el otro extremo, se hallan los sistemas que gozan de una autonomía casi absoluta y que, por lo general son privados […] se le concibe como un tipo de legislación desarraigada de los sistemas jurídicos nacionales. (p. 334)

Hardt y Negri (2011) anotan cómo el sistema jurídico supranacional e internacional supone una norteamericanización de las relaciones jurídicas globales, para armonizar y ensamblar las relaciones comerciales. Por ende, en el mundo —cada vez más global— emerge una elite transnacional —gobernanza imperial— que se preocupa por la gestión y la regulación económica dentro de un orden piramidal del sistema imperial consolidado. Estos nuevos poderes no son homogéneos, iguales o colaboran pacíficamente, sino que las jerarquías son manifiestas, donde los Estados dominantes imponen su voluntad y excluyen a otros. Entre tanto, los Estados periféricos o subordinados se organizan para contrarrestar las imposiciones de los poderosos Estados y sus corporaciones, que incentivan, de manera impositiva, medidas comerciales, anti truts, regulaciones financieras, derechos de propiedad y de políticas fiscales que se traducen en nuevas normatividades.

Estas nuevas dinámicas y relaciones globales conformadas por la emergencia de una nueva elite transnacional —conformada por relaciones estatales multilaterales, corporaciones transnacionales, instituciones económicas globales y ONG— necesitan siempre de Estados —potencias económicas y militares— que sean garantes del orden capitalista en consolidación —multilateral, bipolar o unipolar—. La gobernanza imperial necesita de un poder militar, cultural y financiero, que tenga la finalidad de negociar constantemente con estos poderes para asegurarse una inmensa parte de las ganancias del capitalismo en su fase global (Hardt y Negri, 2011).

Por otro lado, las elites de los Estados nación subordinados entran en estas dinámicas bajo el supuesto de la defensa de sus intereses, pero en la mayoría de las ocasiones buscan conseguir una parte de las riquezas, además de ser los que median los intereses de los Estados dominantes y sus corporaciones transnacionales, incluso contienen las presiones de las poblaciones locales y la exigencia de derechos que son violentados por estas nuevas relaciones capitales globales. Al final, lo que une los intereses de las elites transnacionales y las locales es el miedo a la plebe: la amenaza sobre este nuevo orden imperial transnacional no son sus contradicciones o conflictos internos, sino la resistencia de la multitud (Hardt y Negri, 2011).

Las anteriores aproximaciones a las concepciones sobre la globalización evidencian una profunda inserción de los Estados nacionales —dominantes y dominados— al nuevo orden de la gobernanza internacional, lo que incide en la necesidad de crear criterios unificadores, principalmente en las relaciones económicas, con el objetivo de articular las economías domésticas con las internacionales. Las reformas estructurales necesarias para lograr este propósito traen como consecuencia que se replantee y socave conceptos claves que definían a los Estados modernos, como la soberanía nacional y la autodeterminación de los pueblos.

Por ello, los lineamientos sobre los ordenamientos económicos, políticos, sociales y jurídicos de los Estados son definidos por organismos multilaterales como el FMI, el BM, la OMC, las ETN, ONG internacionales e inclusive la presión de potencias militares del primer mundo. Hay que advertir, además, que, si bien el mercado ha tomado gran parte del poder en el sistema internacional, aún sigue necesitando del Estado para facilitar los mecanismos necesarios para el libre flujo de capital e inversiones en los territorios nacionales. Igualmente, se hacen evidentes las transformaciones organizacionales marcadas por nuevas técnicas gerenciales, subcontratación y outsourcing, que se apoyan en nuevos regímenes jurídicos de origen privado: lex mercatoria.

Desde una perspectiva analítica, Held, McGrew, Goldblatt y Perraton (2002) ubican la globalización en un continuo entre lo local, lo nacional y lo regional, que implica procesos de cambios espaciotemporales que apuntalan las transformaciones producidas en las relaciones humanas. Se trata de conexiones entre acontecimientos, decisiones y actividades de diferentes partes del mundo cuya aceleración y expansión genera el desarrollo de sistemas de transporte y comunicación globales. Así, los autores definen la globalización como un proceso —o una serie de procesos— que engloba una transformación en la organización espacial de las relaciones y las transformaciones sociales, evaluada en función de su alcance, intensidad, velocidad y repercusión, y que genera flujos y redes transcontinentales o interregionales de actividad, interacción y del ejercicio del poder.

El mismo Held (2007) indica que la globalización es “una ampliación e intensificación de las relaciones sociales, económicas y políticas a través de regiones y continentes. Es un fenómeno multidimensional que abarca muchos procesos diferentes y opera en múltiples escalas temporales” (p. 69). En las investigaciones de Held, se evidencia que su mayor preocupación son los cambios y reconfiguraciones del Estado, específicamente el futuro de la democracia en un mundo cada vez más globalizado e interconectado, donde señala que no estamos asistiendo al fin de esta institución, sino a un nuevo espacio de interacción política conformado por Estados, organismos supranacionales, empresas transnacionales, organizaciones sociales, entre otros.

Desarrollar una definición que logre englobar todos los aspectos que conlleva la globalización es un cometido arduo, además es difícil establecer un criterio exacto de sus ventajas o desventajas en un ámbito general global o específico nacional. Sin embargo, es importante resaltar la posición del sociólogo alemán Ulrich Beck (2004), quien señala que la globalización hace referencia a “los procesos en virtud de los cuales los Estados soberanos nacionales se entremezclan con actores transnacionales y sus respectivas probabilidades de poder, orientaciones, identidades y entramados” (p. 34). Posteriormente, afirma que globalización es “la palabra peor empleada, menos definida, probablemente la menos comprendida, la más nebulosa y políticamente la más eficaz de los últimos y sin duda también de los próximos años” (p. 40). En otro apartado, Beck sostiene que la globalización se caracteriza por una profunda superposición de los Estados con actores internacionales que se estructuran en un proceso de gobernanza global, que surgen a partir de la segunda posguerra mundial y cuyas las consecuencias se observan en los ámbitos económicos, políticos, social y cultural.

De los diferentes discursos sobre la globalización se concluye que esta se apoya en la transformación o reconfiguración de la actividad estatal, para lo cual reduce su accionar en la economía, le da apoyo a la oferta y promueve la productividad y la competitividad de las empresas nacionales. Lo anterior se efectúa mediante la creación de un ambiente sano jurídico e institucional para que los capitales nacionales se inserten en la economía internacional y que, a la vez, la inversión extranjera tenga receptividad en las economías nacionales.

El papel del derecho en la globalización

La globalización como fenómeno social y económico ha generado la supra-nacionalización de los problemas y las políticas públicas, la interdependencia mundial y el surgimiento de nuevos centros de poder globalizado, los cuales han retado los conceptos tradicionales de soberanía y autodeterminación, los dos supuestos esenciales de los Estados nacionales constituidos a partir del pensamiento político y jurídico clásico del siglo XVIII y XIX (Held, 2007).

En este sentido, William Jiménez (2011) sostiene que los conceptos clásicos de soberanía y autodeterminación, fundamentales para los Estados nacionales y su campo de regulación e intervención, se han venido reconfigurando en cuatro aspectos: el primero está relacionado con la desnacionalización ante el vaciamiento del aparato estatal a los ámbitos subnacionales, supranacionales y translocales; el segundo, es la desestatización de los regímenes políticos, que será el paso de un gobierno nacional a una gobernanza global, para cooperar y asociarse con instancias institucionales gubernamentales, intergubernamentales y no gubernamentales; en tercer lugar, la internacionalización del Estado nacional y sus subgobiernos, donde se combina el desarrollo local con estrategias de promoción de las exportaciones e internacionalización de la economía; por último, la performativización, al introducir criterios gerenciales y de gestión en la administración del Estado como si fuera una privada.

A partir de lo anterior, es indispensable comenzar este apartado desde una perspectiva analítica sobre la relación entre derecho y globalización, para entender como este fenómeno no se puede consolidar sin la participación del derecho, principalmente el de origen económico, que surgió en el siglo XIX. Duncan Kennedy (2015) sostiene que se han producido tres globalizaciones del derecho, que refieren a dos periodos de transformaciones jurídicas, institucionales y del pensamiento jurídico en occidente, las cuales son:

El ascenso del pensamiento jurídico clásico entre 1850-1914, como del jurídico orientado hacia lo social, entre 1900 y 1968, y a la transformación de los rasgos característicos de estos en dos procesos de difusión diferenciados alrededor del mundo de las colonias y de los estados nacionales recientemente independizados. La tercera parte, más breve que las anteriores, esquematiza un desarrollo institucional y jurídico-teórico similar —una tercera globalización— para el periodo 1945-2000. (p. 26)

La primera globalización (1850-1914) es la culminación del ataque liberal al mercantilismo y a los dueños de las políticas económicas y sociales de la modernidad temprana. La segunda (1900-1968) es un programa político de los críticos del laisses faire, donde el derecho tiene la función de orientar, canalizar y dirigir el cambio económico y social. La tercera (1945-2000) estaba enfocada en pensar sobre la técnica jurídica y, al mismo tiempo, se producía la tendencia de concebir el derecho como garante de los derechos humanos, la propiedad y el orden gubernamental, a través del imperio o supremacía judicial (Kennedy, 2015).

En este artículo nos interesa la tercera globalización del derecho, al ser el periodo en el cual se produce la ruptura en Colombia con la Constitución de 1886 con la reforma constitucional de 1991. La tercera globalización se produce en el contexto del triunfo estadunidense en la segunda guerra mundial (1945) y en la guerra fría (1989), la apertura económica de las fronteras nacionales a los mercados globales —donde las condiciones jurídicas las imponen las empresas multinacionales—, las instituciones multilaterales de regulación y el prestigio de la cultura jurídica de los estados Unidos (Kennedy, 2015).

En la tercera globalización del derecho, se presenta una tendencia que reúne los elementos del pensamiento jurídico clásico (PJC) —primera globalización— y elementos del derecho social —segunda globalización—. Este derecho contemporáneo o pluralista trata de administrar apropiadamente la diferencia o la identidad. En dicho contexto, la comunidad internacional de negocios se adaptó a esta tendencia y logra transformar a los titulares del derecho de propiedad en una identidad minoritaria, la cual es protegida por las legislaciones nacionales (Kennedy, 2015):

[…] a través de la OMC, por ejemplo, las multinacionales reclamaron la protección para los derechos de propiedad intelectual en contra de las prácticas de países del tercer mundo que se reusaban a reconocer patentes o marcas o a prevenir la piratería. (p. 109)

Una de las características de la tercera globalización del derecho es su origen norteamericano, expandido de forma globalizada, heredero del derecho privado de la pjc e introducido en la constitución de los Estados Unidos. Esta conexión contemporánea del derecho con la tradición estadunidense se evidencia en la imposición de instituciones jurídicas en otros países, tales como: tribuales constitucionales, jurisdicciones transnacionales y formas de abogados estrechamente relacionados con una economía globalizada. En cada una de estas instancias se manifiesta la influencia estadounidense, como es el caso del derecho transnacional que regula las actividades de las firmas transnacionales al estilo norteamericano. Lo anterior sucede ante el dominio de las compañías trasnacionales de origen estadunidense en la economía mundial globalizada (Kennedy, 2015).

Según lo anterior, estamos presenciando una compleja combinación de las funcionalidades en el contexto global, que inciden en un nuevo conjunto de actividades de los Estados nacionales y sus legislaciones, por lo cual estas obedecen y responden a la lógica del mercado y a la tercera globalización del derecho, influenciada por la tradición jurídica estadunidense. Esta tendencia de impulsar una acelerada mercantilización de los bienes públicos y sociales por parte de los Estados para adaptarse a las nuevas dinámicas del mercado global ha incidido en el debilitamiento de la soberanía y autodeterminación de los Estados, lo cual afecta inexorablemente su capacidad de diseñar, supervisar e implementar normas que originan las políticas públicas.

El fenómeno más profundo en el cambio político influido por el derecho y producido por la globalización ha sido el declive continuado e indefectible de la soberanía nacional territorial y, en su defecto, la reconfiguración política y jurídica del Estado. Este debilitamiento se evidencia particularmente en los países del tercer mundo o periféricos, sobre todo en las últimas décadas. En palabras de Édgar Varela (2007), son “aquellos que están en los márgenes de las concentraciones y centralización de capital, como son: los movimientos de dinero o los flujos de mercancías” (p. 7).

Este declive se produce por la nueva gestión que mencionamos anteriormente: la gobernanza. Se trata del proceso de autorregulación de intercambios entre actores que crean una jurisdicción plural y poliárquica, donde los Estados siguen siendo los que realizan las conexiones estratégicas entre las diferentes infraestructuras que diseñan las políticas globales a través de una producción jurídica que le arrebata la soberanía a los Estados, adecuándolos al mercado global y sus diferentes actores. La gobernanza, al ser constituida por una multiplicidad de actores, se restringe a un grupo privilegiado — en su mayoría provenientes del sector privado— relacionado jerárquicamente entre sí; su pluralidad y apertura solo se puede explicar a partir de relaciones, estructuras y prácticas de los intercambios mercantiles (Hardt y Negri, 2011). Esta multiplicidad de actores —estatales y no estatales— en un mundo global, según Chevallier (2011), produce una explosión de reglamentaciones jurídicas como consecuencia de la globalización: el derecho extraestatal, el derecho supraestatal y el derecho infraestatal.

El primero, extraestatal, supone el establecimiento de normas requeridas por los operadores para el buen funcionamiento del mercado. Este nuevo orden normativo se forma a partir de los usos del comercio internacional, donde el arbitraje regula los desacuerdos entre las corporaciones y los Estados para darle fuerza obligatoria a estas normas, lo que ha garantizado la coexistencia de otras normas por fuera del derecho estatal. El arbitraje ha generado un desarrollo extraordinario del derecho en la globalización, ante la presión de las law firms estadunidenses que se escenifican en cortes permanentes de arbitraje —como el Centro Internacional para el Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), creado por el Banco Mundial en 1966—, en donde las decisiones proferidas obligan a los Estados a reconocerles y garantizar su cumplimiento. Las anteriores manifestaciones jurídicas en la globalización son una versión moderna de la lex mercatoria, que era un derecho instrumental desarrollado por los comerciantes, lo que sugiere que este derecho desarrollado en la globalización escapa a la influencia de los Estados (Chevallier, 2011).

El segundo, el derecho supraestatal, contribuye a limitar la soberanía de los Estados, ya que estos constituyen un ordenamiento jurídico internacional al firmar acuerdos de interdependencia que no se pueden romper unilateralmente. Lo anterior se refuerza por el hecho de que los convenios firmados por los Estados son elaborados por organismos internacionales como la OMC, que negocia e instituye las nuevas formas de intercambio económico en el contexto internacional. De esta manera, las normas de derecho internacional cubren ámbitos políticos y económicos amplios —mercados, relaciones comerciales, políticas públicas, política económica, entre otros—, que trasgreden y se inmiscuyen en los espacios de la soberanía de los Estados, lo que desarrolla verdaderas ramas de un derecho autónomo: los operadores económicos ya no son los destinatarios de las normas internacionales, sino sus coautores, al presionar y hacer parte de su creación (Chevallier, 2011).

El tercero, el derecho infraestatal, está en el interior de los Estados, donde la regulación jurídica tiende a privatizarse o segmentarse. Esta nueva regulación se origina en núcleos múltiples, diversamente arraigados en la sociedad y estructurados en los Estados. Tal regulación jurídica de origen privado incidió en el reordenamiento estatal a partir de los años ochenta, lo que dejó un espacio libre a sectores privados de origen económico transnacional y nacional —corporaciones— y sociales —sindicatos—. Con lo anterior, se ocasionó un policentrismo y una segmentación que tienen implicaciones en la producción del derecho en cabeza del Estado, lo que genera problemas de ajustes y competencias entre estos sectores, ya que cada una de estas estructuras se convierte en una isla de derecho. En todo caso, este estallido de producción jurídica se compensa con la existencia de controles estatales, donde autoridades de los órdenes locales e independientes están sujetas a un control legal, cuando minan la cohesión del Estado (Chevallier, 2011).

Los anteriores factores han generado el declive paulatino de la soberanía de los Estados nacionales —países desarrollados, en vía de desarrollo y subdesarrollados—, palpable en las últimas décadas del siglo XX y las primeras del silgo XXI, ante una economía de mercado que termina uniendo lo nacional a lo global. Así, desde la década del setenta, el mundo es testigo de diversos sucesos que marcaron una mutación sustancial en las relaciones capitalistas y su modo de producción, presentadas con nuevas expresiones lingüísticas asumidas con naturalidad por analistas y teóricos de las ciencias sociales: globalización, apertura económica, privatizaciones, desregulación y eficiencia productiva, descentralización política, ventajas competitivas e intercambios de intangibles, etc.

En lo institucional, aparecen organismos supranacionales cuya finalidad es emanar nuevas regulaciones que trascienden las fronteras de los Estados, debilitando su soberanía y autonomía, como la ONU en lo político, los organismos financieros internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y BM en lo económico y las cortes internacionales, regionales y de arbitramiento en lo jurídico. Dicha situación permite descentralizar y deslocalizar los procesos productivos, haciendo prescindible e incluso indeseable la injerencia y regulación de los Estados en la economía, sobre todo aquellos que confluyen en distorsiones del mercado global. Un ejemplo es la imposición de legislaciones internas por parte de los Estados en contravía de las leyes del mercado: legislaciones laborales, regulaciones al comercio, control de los precios, regulaciones monetarias, entre otras actividades económicas susceptibles de generar algún tipo de ganancias o limitaciones en la entrada de capitales foráneos.

De esta manera, en la década de los setenta, el llamado “consenso keynesiano” entró en crisis. Así inicia el declive del Estado interventor y regulador de la economía o Estado de bienestar. El Estado pasa a ser un actor central en la economía nacional y su representante en el ámbito mundial, sumado a que nuevas institucionalidades globales —corporaciones transnacionales, organismos multilaterales, ONG, entre otros—, sustituyen paulatinamente muchas de las funciones que anteriormente eran asumidas por el Estado nación.

Los organismos internacionales herederos de Bretton Woods —FMI, BM y posteriormente la Organización Mundial del Comercio (OMC)—, con institucionalidades de regulación internacional, irán a la par en la construcción de un orden global que, junto a la penetración del modelo económico neoliberal en diversos países, deteriorarían las funciones del Estado por la primacía del mercado libre de toda distorsión o regulación política. Aquí, el derecho juega un papel importante en el proceso de desregulación y adaptación del Estado a las nuevas realidades económicas globales, ya que las reestructuraciones efectuadas en el sistema político están soportadas en reformas legales.

En este contexto, los Gobiernos estatales cada vez tienen menos margen de acción para manejar la economía, al adaptar las estructuras políticas y las decisiones en este campo a las presiones e intereses internacionales o locales, de modo que el derecho mediador será el eje articulador del proceso. En el ámbito global se reconoce que el derecho mediador o reflexivo —influenciado por la lex mercatoria— justificó nuevas formas de autoorganización local y global, que están desbaratando o pulverizando el monismo jurídico y político característico del Estado de derecho heredado del siglo XIX. Como consecuencia, se está transitando del derecho público propio del Estado al derecho civil característico de lo global. Este último es más vivo, cambiante y dinámico —basado en el derecho de los contratos o el derecho social— y se basa la siguiente formula: “siempre más sociedad, siempre menos Estado” (Grossi, 2010, p. 105). El mismo Paolo Grossi, caracteriza el derecho contemporáneo desarrollado durante gran parte del siglo XX como:

Un siglo donde el Estado no puede contener ni a la sociedad ni a su no / función de ser la plataforma pasiva de sus propios deseos. Y donde con cada vez más intensidad, debe rendir cuentas con su autoorganización espontanea, la cual se produce a pesar de la férrea —por más que sea extremadamente artificial— anulación oficial de todas las articulaciones y formaciones sociales. Es pues, un siglo que no sólo vuelve a descubrir la sociedad en toda su complejidad. (p.77)

Este derecho plural, que encuentra sus raíces en el derecho privado medieval, se arraiga en las relaciones sociales globales para presionar por cambios institucionales de los Estados, principalmente los periféricos y semiperiféricos, que comienzan a promulgar nuevas constituciones —como es el caso de Colombia con la Constitución de 1991—, leyes y decretos, en ocasiones, subordinadas a intereses particulares ya sea nacionales o internacionales, donde el Estado es el mediador o articulador de estos intereses y su lógica globalizadora. Como lo afirman Hardt y Negri (2005), las decisiones tomadas por los Gobiernos nacionales responden a presiones de organismos multilaterales, los cuales, a su vez, están mediando los intereses de los países desarrollados y sus corporaciones multinacionales. Esto afecta la política, la actividad legislativa y la economía de los Estados, e inclusive los obliga a introducir ajustes estructurales para adaptarlos a las transformaciones del entorno; allí, el papel del derecho es fundamental.

El derecho y la globalización han tenido influencia en temas como la regulación de los flujos mercantiles y financieros y la lex mercatoria como dinamizadora de las nuevas relaciones empresariales y el Estado en el ámbito global. El mismo Boaventura de Sousa Santos (2002) indica que la introducción de ajustes estructurales en los aspectos económicos y constitucionales de los Estados —la descentralización política, la privatización de activos nacionales, la disciplina fiscal y la liberalización de los mercados nacionales, entre otros—ha generado como consecuencia la globalización de lo local y la localización de lo global. De esta manera, las economías locales se han desterritorializado, en la medida que deben adaptarse a las transformaciones que ocurren en otras partes del planeta, además se favorece a los Estados desarrollados y sus empresas multinacionales en el libre tránsito de mercancías, bienes y capitales. Aquí se produce un reformismo estatal, estimulado por sectores sociales con capacidad de intervenir en el andamiaje institucional del Estado, con la clara intención de internacionalizar sus sectores económicos.

Desde otro ángulo de análisis, Paul Berman (2005), Niklas Luhmann (2007) y Gunter Teubner (2003), en una perspectiva funcional sistémica, sostienen que estamos en un proceso histórico donde el derecho de origen privado o social cumple un papel preponderante en las nuevas relaciones económicas globales. Con Luhmann, el papel del derecho supera las limitaciones que le imponía su función de responder a la sociedad derivadas de la concepción de un sistema jurídico abierto hacia las demandas sociales (Parsons, 1976). El modelo se ve abocado, entonces, a reducir la complejidad de manera articulada con la globalización en cuanto el sistema jurídico debe responder solo a sí mismo y bajo sus propias lógicas de creación de sistemas autopoiéticos transnacionales, donde transitamos a un pluralismo jurídico de origen social y global (Luhmann, 2007).

En este sentido, Luhmann (2005) indica cómo el estudio del derecho y su incidencia en la globalización extienden el centro de análisis del derecho internacional tradicional hacia nuevos escenarios de origen privado-social. Entonces, las nuevas fuentes del derecho de origen privado en la globalización pueden aportar puntos de vista útiles para descifrar como las normas promulgadas en el ámbito internacional son diseminadas a finales del siglo pasado y las primeras décadas del presente, ofreciendo cuatro elementos a la hora de estudiar el derecho en la globalización: las instituciones gubernamentales, las fronteras territoriales, la distinción entre derecho público y privado y la soberanía y autodeterminación de los Estados (Luhmann, 2005).

La transnacionalización del derecho supone una influencia de las presiones externas sobre el campo jurídico local, lo que supone la disminución de la exclusividad estatal en el monopolio de la producción jurídica (Santos, 2002). Igualmente, establece la flexibilización del vínculo entre derecho, Estado y nación, lo que tiende a originar una multiplicidad de ordenamientos jurídicos (Twning, 2003). Esto implica un contexto de pluralismo jurídico en los planos nacionales, regionales e internacionales, lo que ha sido adscrito como un derecho global sin Estado (Teubner, 2010). Esta pérdida de exclusividad del derecho por parte del Estado ha incidido en la coexistencia de varios ámbitos: local, nacional, regional, transnacional, internacional y global (Twning, 2003; Grossi, 2011).

En este debate sobre la globalización y sus efectos sobre el Estado, el derecho parece incorporarse a las trasformaciones políticas y económicas de los Estados nación de forma autónoma, lo que nos lleva al análisis de una nueva dimensión de despolitización, descentralización y deslegalización del Estado. Para Teubner (2010) este derecho autónomo —lex mercatoria— es producto de la emergencia de unas subconstituciones —vínculo entre el derecho global con otros subsistemas globales— y tiende a edificar regímenes privados que son producto de los acuerdos entre las empresas multinacionales, las reglamentaciones proferidas por organizaciones internacionales, los sistemas de arbitramiento interorganizativos y los procesos globales de estandarización jurídica.

Las fuentes de este derecho no son las tradicionales emanadas por los Estados nacionales como principales actores —parlamentos nacionales, las instituciones legislativas globales y los acuerdos interestatales—, sino provienes de otros sectores de la sociedad global —las organizaciones internacionales, los tribunales arbitrales, los órganos de mediación, las comisiones de ética y los acuerdos derivados de los tratados comerciales—, los cuales compiten con los organismos tradicionales de producción normativa (Teubner, 2011).

Como se observa en la propuesta de Teubner, el debate sobre el derecho y su incidencia en la globalización, o como parte de ella, critica la visión reduccionista de los economistas y de otras áreas de las ciencias sociales que la ven como un fenómeno fundamentalmente económico, y se centra en el papel que ha jugado el derecho, de forma autónoma, en la consolidación de las nuevas relaciones globales. En este aspecto, es pertinente anotar cómo la globalización le ha generado problemas a la disciplina del derecho, en específico, con el descentramiento de los procesos de creación de normas, ya que el Estado pierde su papel preponderante en esta actividad ante la emergencia de instancias estatales y no estatales, como las instituciones supranacionales: la ONU, el FMI y el BM. Tales organismos estructuran nuevas normatividades cuya pretensión es organizar las relaciones entre los Estados al establecer deberes y derechos que respondan a las relaciones mercantiles globales. En términos de Teubner (2010):

En últimas, en la globalización la creación de normas se está desplazando de los centros del derecho que se habían institucionalizado políticamente en el Estado-nación —parlamento y jueces— hacia la periferia del derecho, es decir, hacia los límites entre el derecho y otros sectores sociales globalizados. (p. 74)

Es importante anotar cómo el derecho positivo hegemónico o dominante emanado del Estado, que construyó la idea de un monismo jurídico, es impactado tanto en lo interno como en lo externo por la existencia de un pluralismo jurídico de origen privado: los arbitrajes comerciales de tendencia privada, las costumbres mercantiles —lex mercatoria—, las normas ambientales y ecológicas, entre otras. Para enfrentar las nuevas realidades de la globalización y su conexión con el aparato normativo de los Estados, el derecho positivo —continental— ha derivado en un sistema dual que ha separado el derecho escrito formal del derecho real o socialmente acatado.

De esta forma, las normas de jerarquía y las constitucionales están siguiendo caminos opuestos según la imposición de la globalización, sin que los operadores del derecho lo cuestionen o lo resistan. Así, la irrupción de normas internacionales de origen mercantil impone un pragmatismo jurídico, que se evidencia en la manera en que los gobernantes y legislativos de turno realizan reformas encaminadas a la flexibilización de las normas jurídicas y sus límites para alcanzar objetivos de modernización y apertura de los mercados nacionales. Lo anterior ha generado crisis en el Estado de derecho, su división de poderes, así como el deterioro de las garantías individuales y sociales de la población.

La globalización y la forma Estado

Los otrora poderosos Estados nacionales, como instituciones de regulación social, han entrado en un proceso de redefinición de la forma-Estado o proceso de reconfiguración del Estado, en una serie de funciones adaptativas a las nuevas relaciones globales instituidas a partir de las décadas de los setenta, ochenta y noventa del siglo pasado. Lo que hoy reclaman los organismos multilaterales, los Estados desarrollados, las empresas multinacionales y las empresas privadas nacionales, es la importancia de consolidar un Estado que regule la sociedad y articule la economía nacional de forma coherente con las nuevas relaciones establecidas por el mercado global. La nueva agenda de los Estados involucra problemas como la democratización, la cual debe ser institucionalizada a través de la participación, trasparencia, lucha contra la corrupción, vigencia de la institucionalidad y el imperio de la constitución y la ley. Lo anterior crea un entorno sano para el buen funcionamiento del mercado y la liberalización comercial de los Estados de las necesidades e intereses de los capitales e inversiones de empresas multinacionales o nacionales.

A partir de los cambios que se están presentando en el mundo como consecuencia de la globalización, el Estado no será ajeno a estas transformaciones, y su estructura básica —heredera del pensamiento clásico político y jurídico del siglo XIX— comienza un proceso de reconfiguración, frente al cual Saskia Sassen (2010) sostiene que “en la actualidad los Estados enfrentan una nueva geografía de poder” (p. 105). Para esta autora, la nueva geografía de poder implica el declive de la importancia del Estado y, por ende, la reconfiguración de su funcionamiento en asuntos como la formulación de la política pública. En palabras de Sassen (2010):

Se observa una reubicación del Estado en un campo de poder más amplio y una reconfiguración del funcionamiento de los Estados. Este campo de poder más amplio está compuesto en parte por la formación de un nuevo orden privado institucional vinculado a la economía global y en parte por la creciente importancia de una variedad de ordenes institucionales que se ocupan de varios aspectos del bien común, entendido de manera amplia, como las redes internacionales de redes no gubernamentales y el régimen internacional de los derechos humanos […] Algunos de estos cambios se suelen expresar mediante la imagen del Estado neoliberal o competitivo de nuestros días en contraste con el Estado de bienestar de la época de la posguerra […] Los rasgos característicos de este nuevo orden internacional que se está formando, y cuya naturaleza es privada en su mayor parte, es la capacidad de privatizar lo que antes era público y desnacionalizar lo que en otro tiempo fueron las autoridades y programas de política pública […] Este nuevo orden institucional tiene también autoridad normativa, la cual proviene del mundo del poder privado, pero aun así se sitúa en la esfera pública y al hacerlo contribuye a desnacionalizar lo que históricamente se ha organizado mediante políticas estatales nacionales […] algunos elementos institucionales concretos del Estado nacional comienzan a funcionar como sedes institucionales del funcionamiento de las dinámicas poderosas constitutivas de lo que podríamos describir como capital global y mercado de capital global. (pp. 106-109)

Por tanto, para Sassen (2010), se está presentando un panorama de ensamblajes emergentes, donde el Estado nación y el sistema interestatal westfaliano son pilares fundamentales, pero no están solos, y se han visto alterados por dominios internos y externos que son los espacios donde se están produciendo los cambios institucionales. Por tanto, se está produciendo una configuración emergente en la que se forman varios ensamblajes especializados de territorio, autoridad y derechos alojados en la estructura del Estado nación, el aparato institucional del Estado y los sistemas globales —economía global corporativa y el sistema supranacional—. El rasgo característico de dichos ensamblajes es que se han desnacionalizado y están en plena construcción.

Según Sassen (2015), debemos esperar una mayor desnacionalización de ciertas actividades del Estado que le son propias, como el manejo de la política cambiaria, monetaria o pública, lo que generará inestabilidad en el orden internacional, a la vez que se producirá un desplazamiento de la normatividad emanada por el Estado nación a escalas de los ensamblajes transfronterizos del territorio, la autoridad y el derecho. Estos últimos son rearticulados por órdenes especializados a la globalización, los cuales conllevan una multiplicidad de nuevos marcos normativos, temporales y espaciales allí donde anteriormente el Estado era el único que organizaba su territorio.

En este sentido, términos como desregulación, disciplina fiscal, privatización, apertura económica, descentralización, liberalización de los capitales financieros, financiarización y control de la inflación son utilizados para describir la reconfiguración de la autoridad estatal en su papel económico. El Estado cede espacios a su capacidad histórica de regular la economía, creando nuevos marcos jurídicos para adaptarse política y económicamente a las nuevas dinámicas mercantiles que depara la globalización. Por tanto, los Estados nación y sus gobiernos han perdido la autoridad sobre las sociedades y las economías nacionales, ante la emergencia de una infinidad de entidades —políticas, económicas y sociales— en el ámbito internacional. El Estado se convierte en un actor más de la anarquía internacional.

Estos nuevos organismos compuestos después de la posguerra en los escenarios económicos, políticos y sociales ahora son más poderosos que los Estados. Se producen nuevas relaciones económicas y políticas en los ámbitos internacionales, donde los dueños de los mercados eran los poderosos Estados, ahora son los mercados están por encima de los mercados. Como lo anunciaba y predecía Susan Strange (2001):

[…] el declive de la autoridad de los Estados se refleja en la difusión creciente de la autoridad en otras instituciones y asociaciones, en órganos locales y regionales, y en una en una asimetría creciente entre los Estados mayores con poder estructural y los Estados más débiles que no lo tienen. (p. 23)

En este aspecto es importante la pregunta que se hacían Bauman y Bardoni (2016): ¿Cuál libertad de decisión conservan los Estados nacionales frente al poder de las entidades estatales? Para los autores, el anterior interrogante surge de la crisis de una entidad que garantizaba a la población la posibilidad de resolver y arbitrar de forma homogénea los diferentes problemas de los tiempos contemporáneos. Las soluciones y arbitramentos se desplazan hacia los ámbitos privados, ante la crisis de los partidos políticos, el resquebrajamiento de la comunidad como el lugar que interpretaba las necesidades de los individuos y el descredito del régimen democrático liberal. Para Bauman y Bardoni, los Estados han quedado limitados a vigilar la ley y el orden capitalista, lo que abre las puertas a una crisis que no sabemos si es definitiva o pasajera.

Cabe anotar que la globalización y su incidencia en el derecho impactan duramente la presencia y existencia de los Estados nacionales, lo que afecta de forma distinta la soberanía y la autonomía de dichos territorios según el grado de desarrollo e influencia internacional. Según Marcos Kaplan (1997), los Estados de los países subdesarrollados o periféricos —entre los que ubicamos a los latinoamericanos—, al mismo tiempo que entran en crisis, sufren un proceso de declinación y desmantelamiento de su institucionalidad, que para muchos teóricos es el preludio de un papel secundario en la regulación de políticas económicas que les eran legítimas, y para otros, solo es el inicio de su fin. Es de esta manera, en algunos países latinoamericanos, desde la década del noventa, se ha desmantelado al Estado, con ello se ha afectado duramente su soberanía y autodeterminación y se han deteriorado las bases de la formulación de proyectos nacionales.

Entonces, es claro cómo la autonomía, soberanía y autodeterminación de los Estados territoriales —con mayor profundidad en los países periféricos y semiperiféricos, con soberanías débiles— se afectan por las políticas económicas unilaterales o multilaterales gobernadas por las grandes potencias y los intereses económicos de las corporaciones transnacionales, los cuales están mediados en el sistema económico global por los organismos multilaterales (BM, FMI, y la OMC). Lo anterior afectó de forma profunda la gobernabilidad global —instauración de la ONU como organismo supranacional que tendrá como finalidad resolver los conflictos entre los Estados territoriales— y la nacional, impulsando teorías que pretenden reemplazar la esfera de lo político por nociones como gobernanza, para ubicar al Estado en un papel subsidiario de instancia coordinadora entre otros muchos actores globales.

LA CONSTITUCIÓN DEL 91: EL ENSAMBLE DEL PAÍS A LA GLOBALIZACIÓN

La constitución de 1991 ha generado una infinidad de tensiones, debates y perspectivas de análisis. Están aquellos que la ven como la más progresiva de la región latinoamericana, al instaurar derechos sociales y culturales; los que consideran que estructuró el modelo económico neoliberal o, finalmente, quienes sostienen que impulsó derechos multiculturales para minorías, colectividades y movimientos subalternos, lo que atenta contra la moral católica y conservadora de la sociedad.

Según Mauricio García (2011), la promulgación de la constitución de 1991 ha suscitado varios debates entre las diferentes tendencias políticas y económicas del país. Por un lado, están los evocan la época en donde los jueces no intervenían en temas políticos y económicos, y los derechos se aplicaban según lo establecido en la ley —no existía la Corte Constitucional y la acción de tutela—. En esta tendencia se ubican economistas, de tendencia ortodoxa, que ven con cierta resistencia cómo las decisiones de los jueces inciden en el manejo del presupuesto de la política fiscal, al garantizar derechos fundamentales como los sociales. Por otro lado, están algunos sectores fundamentalistas —católicos— en contra de una constitución que reconoce la igualdad cultural, de género y credos. Finalmente, están aquellos que ven cómo, después de la Constitución, no se ha logrado la paz con inclusión y justicia social, además de sostener que en su articulado se estructuró el modelo económico neoliberal vigente, el cual creó una sociedad desigual y excluyente, además de legitimar los intereses económicos de las grandes empresas transnacionales y nacionales sobre activos públicos del Estado.

A partir de los años ochenta y noventa del siglo pasado un gran número de tribunales constitucionales de países periféricos y semiperiféricos adoptaron el modelo norteamericano como una estrategia de las elites locales de solucionar contradicciones y conflictos sociales a través de la mediación jurídica. Estos se presentaron por el desmonte del Estado de bienestar y la estructuración del Estado neoliberal, el cual busca ensamblar las economías nacionales a los mercados globales: implementación de las aperturas económicas desde los noventa.

En el contexto del surgimiento y consolidación del neoliberalismo, cuyo origen jurídico se encuentra en el pensamiento jurídico clásico (PJC), apoyado por la derecha neoconservadora de los Estados Unidos y la Europa occidental, se desmantelaron los regímenes sociales herederos de la segunda globalización del derecho. En Latinoamérica, la política económica cepalina de industrialización por sustitución de importaciones (ISI), la cual giraba sobre dos ejes principales: el proteccionismo económico y el desarrollo de una industria nacional propia.

Serán los tribuales constitucionales los que mediarán ente las presiones de una economía neoliberalizada, así como las resistencias sociales ante su imposición. En algunos casos, estos tribunales declaran inconstitucionales medidas sociales por parte de los Estados o, en otros casos, suavizan el contraataque neoliberal, que por las características del mercado afectan los derechos económicos, sociales y culturales (DESC): los discursos constitucionales del neoformalismo contemporáneo del derecho público permiten que las elites locales ejerzan esta mediación (Kennedy, 2015).

En la mayoría de los casos, los jueces constitucionales hacen valer los derechos derivados del Consenso de Washington y, en otros, los reclamos de la población por sus derechos sociales. Las cortes constitucionales, empoderadas con el método de la proporcionalidad, están por encima de las tensiones producidas por el neoliberalismo y la conciencia social de izquierda, lo que ubica el conflicto en la experticia jurídica, bajo un control local suprapolítico, donde las elites defensoras son aquellas que se mueven hacia una posición social cosmopolita y de mercados globales, por tanto, son defensoras del Consenso de Washington (Kennedy, 2015).

En tal contexto, el Estado colombiano no es ajeno a estos cambios. Desde la década de los ochenta, específicamente a partir de la crisis de la deuda de 1982, las instituciones de la economía mundial con sede en Washington —BM, FM, el Tesoro Norteamericano e inclusive el Banco Interamericano de Desarrollo— usaron su poder como un dispositivo sobre el saneamiento financiero de los países endeudados para obtener nuevos créditos. Así, los obligaron a adoptar el Consenso de Washington, el cual incluye la descongestión tributaria de los ingresos altos, el desmonte de las barreras proteccionistas, la liberalización de los mercados financieros, la venta de las empresas públicas a empresas privadas nacionales e internacionales, la disminución de los gastos sociales, reformas fiscales y laborales, entre otros aspectos.

En otras palabras, para responder a los empréstitos provenientes de la banca multilateral, los Estados nacionales de Latinoamérica concertaron y se subordinaron a las recetas y obligaciones adquiridas con estos organismos, al ser los representantes del capital transnacional. Para responder a los cambios económicos y políticos que presionaban los organismos multilaterales, a partir del Consenso de Washington, los Estados latinoamericanos se reconfiguraron y adaptaron al modelo económico impulsado por la globalización. Específicamente en Colombia, este proceso se consolidó con la promulgación de la constitución de 1991, donde se estructura el proceso aperturista y la economía de mercado que se estaban llevando a cabo con las políticas de ajuste estructural (PAE), impulsadas por el gobierno de César Gaviria, a partir de 1990.

Como lo sostiene Jairo Estrada (2006), la consolidación del modelo económico neoliberal se produjo a través de un régimen jurídico-económico impulsado desde los países del primer mundo, organismos multilaterales y la presión de las empresas transnacionales. Por ende, con la Constitución de 1991, el Estado colombiano institucionalizó legalmente la imposición del nuevo modelo económico centrado en el mercado. En la nueva carta constitucional se crean las condiciones necesarias para que los capitales provenientes del extranjero accedieran al mercado nacional, al desmontarse paulatinamente el proteccionismo económico, reorganizar los mercados de capitales, crear la autonomía constitucional del Banco de la República, privilegiar los derechos económicos — mercado— sobre los sociales y culturales, impulsar la descentralización política y administrativa y, finalmente, impulsar decididamente la venta y privatización de empresas estatales y servicios públicos.

Lo anterior evidencia una política de Estado desde finales de los ochenta del siglo pasado, con las primeras reformas planeadas por Virgilio Barco, de shock por César Gaviria, implementadas por Ernesto Samper y Andrés Pastrana, y estructuradas por Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos. Todos los procesos de introducción y estructuración del modelo económico neoliberal tendieron a reconfigurar la actividad del Estado, al minimizar su papel en la regulación de la economía y su intervención en lo social (Londoño, 2009).

La Constitución de 1991 incluyó tesis liberales, conservadoras y socialdemócratas, lo que era expresión de la Revolución en Marcha de César Gaviria y la consolidación del Estado social de derecho en los nuevos procesos constitucionales de la región latinoamericana (Kalmanovitz, 2002). Así mismo, la carta constitucional logro avances significativos en aspectos ambientales, étnicos y territoriales, en los cuales lo primordial era proteger las riquezas culturales y naturales de la nación a partir de la preeminencia del interés general sobre el particular, la función social de la propiedad, el derecho a un ambiente sano, entre otros aspectos (Fierro, 2012).

La tensión que surge en la Constitución de 1991 entre el modelo neoliberal de mercado y los derechos, económicos, sociales y culturales (DESC) se resuelve en el Gobierno de Álvaro Uribe, bajo el supuesto de que en la organización social y la política se encuentra el sustento de una de sus políticas: la seguridad democrática. Allí está la base para la implementación del modelo económico, ya que la preocupación central de su administración es garantizar la protección de los derechos de propiedad de las transnacionales y de los grupos económicos del país (Estrada, 2006).

Libardo Sarmiento (1995) establece que la introducción del modelo económico neoliberal en 1990 no cumplía con las promesas establecidas constitucionalmente en materia de derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, ya que el proceso de ajuste y reestructuración económica influida por la ortodoxia liberal se fundamentaba en tres principios: 1) reducir el papel del Estado en favor de una economía de mercado; 2) mantener una política macroeconómica estable, bajo los supuestos de controlar la inflación, la disciplina fiscal y el equilibrio externo; 3) impulsar la apertura económica y facilitar los flujos e inversiones de capital hacia el país. Por tanto, el modelo económico aperturista entra en tensión con una política ambiental y de preservación, donde la naturaleza es mercantilizada por un modelo cuya finalidad es privatizar y garantizar derechos de los particulares bajo la lógica del reinado de los principios del mercado, al despreciar derechos colectivos relacionados con principios de equidad y justicia (Palacio, 2003).

En las últimas décadas de la historia del país, el modelo aperturista y de mercado se ha profundizado y estructurado, ya que los acuerdos multilaterales acordados en la Organización Mundial del Comercio (OMC) y la firma de tratados de libre comercio, firmados en la administración de Uribe y Santos, son convenios de propiedad que buscan despojar de derechos sociales a la población rural. Los efectos de este modelo económico son la reprimarización de la economía, lo que ha ocasionado el desplazamiento forzado, el despojo de la tierra, la implementación de megaproyectos agroindustriales —soya, palma de cera y caña de azúcar—, la perdida de la biodiversidad y su privatización, la implementación de proyectos extractivitas —de minerales e hidrocarburos—.

Según Luis Pardo (2013), el modelo económico que brindó las bases a la política aperturista y extractiva fue delineado por el Consenso de Washington, que posteriormente fue codificado como una política de liberación económica promovida por organismos multilaterales —BM y FMI— como una estrategia para el impulso de las reformas económicas estructurales de países en desarrollo, donde las reformas que se implementaron estaban enfocadas en “la liberación del comercio internacional, la eliminación de las barreras a la inversión extranjera, la política de privatización y ventas de empresas públicas, la desregulación de los mercados y la protección de la propiedad privada” (p. 184), las cuales se extenderán paulatinamente a los sectores agrícolas, mineros y ambientales. Para Pardo, la estrategia del BM era clara en cuanto a crear las condiciones para la inversión extranjera en el país, lo que produjo reformas a los regímenes de inversión extranjera y estatutos tributarios, que fueron adelantadas por préstamos y asistencia técnica de los organismos multilaterales cuyo fin era dar un mayor impulso a las economías de enclave.

De este modo, la vinculación de lo local —territorio— a los intereses económicos globales se estructura a partir de la promulgación de la Constitución de 1991, pues se reconfigura el Estado y pasa del Welfare State al neoliberal o de mercado. Es importante mencionar que lo único que le garantiza seguridad a la inversión extranjera en el país es el aval del funcionamiento efectivo y eficaz del imperio de la ley —así no sea absolutamente soberano en la acepción tradicional—, ya que la observancia de las nuevas condiciones jurídicas y su adaptación de las leyes internacionales es una condición para sobrevivir en unas sociedades globales diferenciadas y cada vez más complejizadas (Reyes, 2017). En este aspecto, la función del Estado sigue siendo interiorizar e intermediar la lógica de competencia capitalista internacional y, como está sucediendo con el país desde 1990, asegurar el cumplimiento, en el terreno local, de los compromisos adquiridos con el nuevo orden mundial transnacional (Garay y Sarmiento, 1999).

Se advierte que esta americanización de la Constitución solo ha posibilitado una infinidad de reformas en el orden jurídico colombiano, que van en detrimento del bienestar de la población: reformas al régimen de seguridad en salud y pensiones, el sistema de vivienda de interés social, las nuevas regulaciones del derecho laboral y la educación que se profundizan y articulan en dirección de las relaciones mercantiles. Lo anterior evidencia que las relaciones económicas y sociales propias del capitalismo en su fase neoliberal están vigentes. Además, las reformas que se han introducido en la Constitución Nacional, así como las posteriores, reflejan el llamado a prestar los servicios básicos domiciliarios y la producción de artículos de consumo, y allí el Estado deberá orientar y coordinar el papel de los privados (Moncayo, 2004). Víctor Moncayo (2004) advierte:

La Constitución de 1991 ha garantizado la participación del sector privado, la consagración expresa de la internacionalización de la económica, que es la frase que resume la readecuación nacional que está en curso; la mayor flexibilidad para la organización de la estructura administrativa en todos los ámbitos; la trasformación de la rama jurisdiccional; la reordenación de las competencias del órgano legislativo con la ampliación del campo de las leyes orgánicas o estatutarias, para trazar grandes directrices, igualmente flexibles, a la acción ejecutiva; la redefinición de las funciones de las entidades territoriales para completar y perfeccionar las tareas de la particular forma de descentralización que se vienen impulsando en los últimos años, así como la redefinición de sus fuentes fiscales, para poder impulsar la abolición de la dependencia presupuestal de la administración central […] la modernización del régimen de manejo monetario, de planeación y de hacienda pública; la instauración de la responsabilidad estatal en materia de derechos económicos sociales y culturales, dejados a la satisfacción en términos mercantiles. (p. 256)

La Constitución de 1991 se considera toda una redefinición y reconfiguración del funcionamiento estatal colombiano, que será puesta al servicio del mercado y los intereses privados transnacionales y nacionales. En este sentido, es evidente el nuevo ordenamiento social para legitimar, coordinar y aplicar el uso de la fuerza policial y militar con el fin de conservar el orden público interno y preservar una seguridad territorial y la estructura jurisdiccional que vele por los principios rectores y las reglas de juego sobre las conductas y convivencias de la ciudadanía. De esta manera se garantizará el buen funcionamiento del mercado, a través del discurso de la gobernabilidad, la institucionalidad y las reglas claras de juego —seguridad jurídica— para el inversionista privado nacional o internacional (Garay y Sarmiento, 1999). Así, la falta de equidad, la redistribución de la riqueza y la inclusión social se trasformaron en la lucha contra la corrupción, la transparencia administrativa, la vigencia plena de la institucionalidad y el imperio de la constitucionalidad y la ley (Palacios, 2010).

Este discurso neoliberal en el ámbito político es la actualización del liberalismo posesivo del siglo XVII y XVIII de origen angloamericano, que busca garantizar institucionalmente una democracia donde el “individuo es visto esencialmente como propietario de su propia persona o de sus capacidades sin que deba nada a la sociedad por ellas” (Macpherson, 2005, p. 15). En otras palabras, el individualismo posesivo concibe todos los aspectos o atributos del sujeto como propiedades de las que él es dueño, en donde se ha reducido toda subjetividad y objetividad a la esfera económica y, por tanto, puede ser privatizada y mercantilizada. Así mismo, el concepto de lo privado permite lanzar al mismo baúl todas nuestras posesiones, tanto las subjetivas como los materiales, por ende, uno de los pilares de los dispositivos neoliberales es la privatización que, al no ser adoptada por los propios Estados, se dicta por iniciativa de los organismos económicos supranacionales, como el FMI o el BM (Hardt y Negri, 2006). Efectivamente, este liberalismo necesita fundamentarse en un discurso político actualizado, el cual es el funcionamiento pleno de la institucionalidad, la gobernabilidad y el mercado.

Se establece que el modelo neoliberal estructurado en la Constitución de 1991 tiene como finalidad hacer deseable la internacionalización del capital, así como impulsar la liberalización de los mercados nacionales, la privatización de los activos estatales y la descentralización política administrativa del territorio. En tal sentido, los anteriores procesos, desde una perspectiva macroeconómica, buscaban: 1) establecer una estrategia de inserción en el mercado mundial basada en las exportaciones y liberalización de los mercados nacionales, 2) incentivar la inversión extranjera en las economías nacionales, 3) apoyar la iniciativa privada, 4) reducir la intervención estatal en la economía y 5) conseguir disciplina fiscal al reducir los gastos del Estado. Este proceso reformista se escenificará en Colombia de forma gradual en la década de los ochenta del siglo XX. Pero es a partir del Gobierno de César Gaviria que se impulsa la apertura al modelo neoliberal, con políticas económicas de shock (Garay, 2013; Estrada, 2004; Machado, 2013).

GLOBALIZACIÓN, DERECHO Y TERRITORIO EN COLOMBIA

En el capitalismo neoliberal, su fase global, se reconocen dos formas de explotación y pillaje que funcionan mediante la desposesión, que transforma en propiedad privada la riqueza pública y la poseída socialmente en común. Con la primera, se privatiza de forma masiva las industrias y empresas públicas, las estructuras públicas de seguridad social y las redes públicas de transporte, entre otros escenarios. La segunda se produce en las regiones subordinadas semiperiféricas y periféricas —específicamente donde hay estructuras estatales débiles—, allí el neoliberalismo expropia la riqueza del común a través de recursos naturales. Según Hardt y Negri (2011), la segunda forma de explotación se produce en zonas desbastadas por la guerra o conflictos armados internos, donde compañías mineras de capital extranjero extraen riqueza, lo que recuerda los regímenes coloniales del pasado: estamos ante una acumulación primitiva, que coexiste con la producción capitalista transnacional, donde se expropia la riqueza del común.

En este escrito nos interesa profundizar en la segunda modalidad: la expropiación de la riqueza del común en forma de recursos naturales. David Harvey (2004) la define esta nueva forma de acumulación de capital, agenciada globalmente, como acumulación por desposesión, que implica apropiarse de la riqueza existente que le pertenece los pobres o al sector público. Está expropiación se hace por medios legales e ilegales. Aunque no son claros los límites de la legalidad y la ilegalidad, sí es evidente que estas nuevas oligarquías globales acumulan riqueza despojando a los demás.

Esta expropiación se ve apoyada por violencias extraeconómicas, donde las políticas neoliberales son puestas en marcha a partir de algún tipo de conmoción política o económica: golpes de Estado, invasiones militares, desastres ecológicos, dictaduras cívico-militares, recesiones económicas y autoritarismo disfrazados de democracia. Estas crisis internas son generadas por un nuevo poder emergente en red que, según Hardt y Negri (2011), exige la colaboración de los Estados-nación dominantes, las grandes corporaciones, las instituciones económicas y políticas supranacionales, diferentes ONG, conglomerados mediáticos y una serie de distintos poderes que caracterizan la gobernanza global.

En esta perspectiva, Reyes y León (2012) han evidenciado que el modelo de acumulación neoliberal, implementado para ligar el país a la globalización desde la década de los noventa, se caracteriza por implantar una economía de enclave, con la reprimarización de la economía en sectores estratégicos para la economía del país y de los intereses de las corporaciones transnacionales, como son la gran minera, los megaproyectos agroindustriales y los mercados verdes. Para la puesta en marcha de este nuevo modelo de acumulación de capital, se hace necesario redefinir el espacio, reorganizar el territorio en relación con los recursos naturales, estudiar la población y ejercer del poder a través de la vigilancia apoyada con las nuevas tecnologías y el acceso abierto, todo esto sin restricción alguna respecto a los recursos naturales. Lo anterior ha generado efectos perversos en los territorios y sus comunidades, a las cuales se les viola sistemáticamente sus derechos fundamentales, consagrados en los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales (Desca), que hacen parte del articulado de la Constitución de 1991.

Efectivamente, durante las últimas tres décadas se ha vivido en el país —con mayor ímpetu por las administraciones de Uribe y Santos— un ensamblaje jurídico e institucional ligado a los intereses del gran capital en el territorio colombiano. Se ha impuesto la lógica de la acumulación de capital por desposesión, pues se legalizó —específicamente en el Gobierno Santos— el despojo de tierras obtenidas ilegalmente, se crearon las condiciones para la monopolización comercial mediante la firma de TLC, el modelo extractivista minero-energético se extendió a zonas de comunidades de asentamiento y de reservas ambientales — paramos, reservas forestales e inclusive selvas vírgenes— y, finalmente, se integró la economía colombiana a la lógica especulativa del sistema financiero: la bancarización.

La globalización y la legislación minera en Colombia

La extracción de recursos naturales no renovables se ha convertido, en las últimas décadas, en la base de la política económica de Colombia, ante el fracaso el modelo cepalino de industrialización por sustitución de importaciones (ISI), cuyos antecedentes de implementación en la historia del país se dan en el periodo que va de 1931-1951 con la expansión de la economía del café y la creación de centros urbanos con capacidad de compra para el mercado de la naciente industria del país. Sin embargo, el periodo de 1951 a 1970 se considera como el auge del proceso de sustitución de importaciones, el cual termina en el año de 1990 con la apertura económica, cuando se pensaba que esta le iba a crear una enorme dinámica al sector industrial ante el aumento del consumo de los hogares. Empero, el efecto fue el contrario porque la debacle del sector manufacturero se produjo a finales del siglo pasado —específicamente en el año de 1997—, donde las tasas de crecimiento eran negativas (Misas, 2001).

Con el anterior panorama económico, los últimos Gobiernos del siglo XX y XXI optaron por impulsar una nueva política económica para generar ingresos, dejando de lado al café —este reglón exportador de la economía entró en crisis a finales de los ochenta— e impulsando productos del sector minero como el carbón, el ferroníquel y el oro, que se unen al petróleo, que tiene una larga trayectoria exportadora en Colombia. El nuevo modelo extractivo exportador —minero energético— se caracteriza por el determinante de tamaño y comportamiento del mercado, dado que son productos básicos o commodities, de modo que los precios son determinados por variaciones en el mercado e influidos por los compradores. Los buenos precios generan periodos de bonanza que, en algún momento de los ciclos económicos, exponen a los países que dependen de este sector a la enfermedad holandesa (Bonilla, 2001).

Por lo anterior, para Julio Fierro (2012) el país se estaba perfilando como productor de materias primas y receptor de contaminantes y de pasivos ambientales. El cambio de la política económica se produjo con la expedición de normas mineras impulsadas con el Código Minero del 2001 en el Gobierno de Andrés Pastrana, que establece la política para atraer capitales transnacionales. Sin embargo, fue durante los dos Gobiernos de Álvaro Uribe cuando se aumentaron los títulos mineros en el territorio colombiano de forma exponencial. En la administración Juan Manuel Santos la política económica extractiva fue un eje de su Plan de Desarrollo, al pretender que la locomotora minero-energética se convirtiera en la base del crecimiento del país, tanto para generar empleo como para disminuir la pobreza, lo que no tiene ningún sustento histórico o técnico ante la experiencia de minería de gran escala, como es el caso del Cerrejón en la Guajira. Esto se evidencia en la figura 1.

FIGURA 1. Títulos mineros en Colombia, 1990-2010

Fuente: Sistema de información OTE; Catastro Minero a julio 26 de 2011; Insuasty Rodríguez, Grisales y Gutiérrez León (2013).

En la misma línea de la argumentación, al hacer un recuento sobre la normatividad que regula la actividad minera, observamos que el primer Código Minero se expidió en el año de 1988 con el Decreto 2655, que establecía los recursos mineros como patrimonio de la nación, además, reglamentaba la constitución de empresas mineras de capital público. Igualmente, en este código se regula el acceso a los recursos mineros por parte de particulares a través de diferentes tipos de título: contrato de concesión, licencias de exploración y registros mineros de canteras. En el Código Minero era claro que para ser titular minero se debía tener capacidad económica, pero la forma de hacerlo nunca fue reglamentada. Así mismo, en el Código Minero de 1988 la industria minera se declara utilidad pública e interés social en sus ramas de prospección, exploración, explotación, beneficio, transporte, transformación y comercialización (Fierro, 2012). Para Fierro, esta normatividad genera consecuencias “sociales y ambientales por la posibilidad de decretar expropiaciones de bienes y cambiar el carácter de reserva forestal mediante el proceso de sustracción” (p. 181).

Como hemos anotado anteriormente, en el articulado de la Constitución de 1991 existe una tensión constante entre una economía abierta y el carácter ecológico, social y multicultural. Después de que se publicó la constitución se impulsaron normas en consonancia con los principios del Club de Roma (1968), los Límites del Crecimiento (1972) y la Conferencia de Estocolmo (1972); por tal motivo, la Ley 99 de 1993 reafirma el articulado del Código de Recursos Naturales (1974), inspirado en las anteriores conferencias, pero introduce el concepto de desarrollo sostenible que será visto como una trampa para producir cambios de fondo, ya que se podrá extraer recursos de manera tal que la tasa de extracción no supere la de la regeneración. Según Fierro:

[…] esta definición es imposible para la extracción de recursos naturales no renovables (minerales, carbón, petróleo y gas), pero de manera absolutamente forzada y sesgada se estableció que, para este tipo de bienes, la sostenibilidad era un trípode sostenido en aspectos económicos, sociales y ambientales, lo cual fue avalado por Naciones Unidas a comienzos de la década de 2000. (p. 183)

Las nuevas corrientes de globalización de las economías y el perfilamiento de las economías de América Latina, siguiendo el Consenso de Washington, marcaron el periodo que antecedió la aprobación de la Ley 685 de 2001 o Código de Minas (Pardo, 2013). Esta fue la nueva ley sobre minas impulsada en el Gobierno de Samper, con participación activa de instituciones canadienses que se establecieron los mecanismos para implementar una política económica de desarrollo centrada en el sector extractivo. El nuevo Código de Minas se convirtió en el principal generador de conflictos sociales alrededor de la minería, al poner en riesgo los territorios de las comunidades rurales, el agua, los ecosistemas y las leyes existentes. Igualmente, dicha ley acabó las empresas de carácter público o de capital mixto y le dejó al Estado la tarea de promover y fiscalizar la actividad minera. Para Fierro (2012), el nuevo Código de Minas tiene:

[…] un carácter privado del negocio no modifica la declaratoria de la industria minera en todas sus fases como utilidad pública e interés social y reafirma las disposiciones del Decreto 2655 de 1988, en el sentido de la posibilidad de expropiación para el desarrollo de la industria minera, lo cual asegura el conflicto por la posesión del terreno entre sus legítimos poseedores y los titulares mineros. (p. 185)

En el plan de desarrollo del Gobierno de Juan Manuel Santos se estableció la minería como unas de sus locomotoras, al denominar a Colombia como país minero. Se pretendía planear a largo plazo que la industria minera colombiana fuese una de las más importantes de la región latinoamericana, ampliando significativamente su participación en la economía del país. Para el 2009, la mayor cantidad de títulos mineros se habían otorgado a la extracción de oro y carbón, denotando la influencia del sector transnacional minero de Canadá en la promulgación del Código de Minas.

Entonces, a las empresas extractivistas de carbón en el país —BNP Bilinton, Xstrata, Angloamerican Prodeco, Drummond— se les suman las corporaciones mineras de capital canadiense y sudafricano, interesadas en los yacimientos de oro en el país, entre las que están: Anglogold Ashandi Colombia S. A., Minerales Andinos de Colombia, Gran Colombia Gold, Continental Gold de Colombia, Negocios Mineros S. A, entre otras. Las anteriores corporaciones se benefician de exenciones tributarias, acuerdos de estabilidad tributaria, subsidios a los combustibles, seguridad jurídica —reglas claras para la inversión— y la garantía de seguridad a la infraestructura extractiva prestada por las fuerzas de seguridad del Estado.

En el caso de la extracción del oro en Colombia, para que sea más rentable, requiere de una actividad minera a cielo abierto, con el propósito de generar retornos adicionales de volumen y especulación. Para ello, se necesita seguridad para la inversión, garantías tributarias y reglas jurídicas claras, de modo que los países proveedores acarrean con la mayor cantidad de los costos y riesgos de este tipo de actividad económica, mientras las compañas externas, inversionistas y agentes del mercado de capitales se benefician de la mayor cantidad de ganancias y utilidades. Por tanto, es necesario un marco legal integral y completo, que construya una verdadera política pública que atienda el interés nacional y el bienestar general e intergeneracional, ante la avalancha desbordante del auge minero-energético que se tomó al país en las últimas décadas (Suárez, 2012).

La globalización y los proyectos agroindustriales

En las tres últimas décadas en Colombia —no importa el Gobierno de turno—, no se ha cambiado el modelo económico centrado en el mercado, en el que la disciplina fiscal, la privatización de activos públicos y la apertura económica son las banderas para implementar el neoliberalismo en el país. En este contexto, en la última administración del expresidente Santos, el Gobierno nacional logró un acuerdo de paz con la guerrilla de las Farc, lo que dio por terminado el conflicto armado con este grupo insurgente. Por tanto, el país entra en un escenario de posacuerdo en el cual los miembros de las Farc dejaron las armas, se reintegraron a la vida civil, crearon un partido político y entraron a disputar cargos de elección popular.

Para los expertos en el conflicto armado en Colombia, hay muchos factores de índole económico, político y social que generaron el alzamiento en armas de la Farc y otros grupos de izquierda y de derecha en la década de los sesenta. En este apartado nos introduciremos en el problema de la concentración de la tierra y, en consecuencia, la ausencia de una reforma agraria como una de las razones del origen y prolongación del conflicto armado en Colombia. Una de las características del país en materia de tenencia de la tierra, como lo manifiesta Fals Borda (1987) en los ochenta, es la consolidación de un Estado latifundista, que históricamente ha favorecido a determinadas familias prestantes —particulares— y compañías extranjeras. La política estatal sobre la propiedad rural ha sido una lucha constante contra una política de baldíos y tierras nacionales que no hace otra cosa que reflejar la naturaleza de clase del Estado señorial y terrateniente, heredado de la colonia.

Como lo muestran Jaime Jaramillo (1970) y German Colmeneras (1989), la disputa por la tierra ha estado presente desde la llegada de los españoles a tierras americanas en el siglo xv. Desde la conquista, la colonia y la república en el siglo XIX, la tierra ha sido fuente de poder político, económico y reconocimiento social. Esta era utilizada como símbolo de poder y prestigio de las clases privilegiadas, pues desde este lugar reafirmaban su posición social de dominio y, por ende, controlaban los cargos de poder político en el Estado en los órdenes locales, regionales y nacionales.

La concentración de la tierra ocasionó exclusión y desigualdad en la sociedad colombiana. Términos como miteños, encomenderos, caudillos, hacendados, terratenientes y latifundistas eran la manifestación de una poderosa clase social que dominaba amplias superficies del país en las zonas de sabana, valles interandinos y montañas. Como lo sostiene José Honorio (2013), “el control de la tierra y su apropiación ha constituido históricamente una de las fuentes de poder político hasta nuestros días, en los cuales grandes terratenientes y sus testaferros controlan miles de hectáreas del territorio nacional” (p. 60). En estas zonas es palpable la precaria presencia de las instituciones estatales, lo que originó el control del territorio y sus pobladores por parte de particulares —legales e ilegales— que utilizan la fuerza para reprimir cualquier tipo de resistencia social organizada.

En el siglo XX la cuestión agraria apareció a partir de las secuelas que dejó la guerra civil de los Mil Días, con la exigencia de tierra por parte de indígenas, aparceros, colonos y arrendatarios, lo que propició la extensión del conflicto en regiones del centro, oriente y occidente del país. El Gobierno de López Pumarejo procuro encontrar una solución al problema de la propiedad de la tierra con la Ley 200 de 1936, que enfrentó la creciente movilización campesina por el derecho a tener tierra.

La Ley 200 declaraba la propiedad de la nación sobre la tierra sin cultivar o explotar. Además, en el artículo 6 establecía que la nación podía expropiar aquellos predios rurales en los cuales se dejará de ejercer posesión, que se relacionaba con el artículo 1 de la misma ley, en donde se fija la propiedad con base en la explotación económica de la tierra. A los diez años siguientes de la promulgación de la ley, se facilitó la titulación de tierra trabajada por parte de aparceros, colonos y arrendatarios; en este escenario la ley impedía el lanzamiento de los nuevos propietarios remitiéndose a la justicia de ocupación de tierra mayor a treinta días, lo que originó una reacción por parte de los terratenientes que expulsaron a los colonos o arrendatarios que pretendieron ser favorecidos con la promulgación de la ley (Gilhodes, 1989a).

Posterior a la publicación de la Ley 200 de 1936, se intentó una nueva reforma agraria en la administración de Alberto Lleras Camargo, con la Ley 135 de 1961 que, al igual que la anterior, intentaba contener los movimientos de campesinos colonos en las diferentes regiones del país. Con esta intentaba prevenir una concentración inequitativa de la propiedad, crear unidades de explotación adecuadas, dar mejores condiciones a los aparceros y arrendatarios, elevar el nivel de vida de los campesinos, fomentar el cultivo de tierras mal cultivadas y aumentar la productividad, entre otras (Gilhodes, 1989b). Los anteriores procesos reformistas de la tenencia de la tierra fueron clausurados en el Pacto de Chicoral, donde la iniciativa por parte de los grandes poseedores era detener los logros alcanzados por la Asociación de Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), quienes se apropiaban de la tierra y, posteriormente, presionaban para su legalización. En palabras de José Honorio (2013):

La respuesta gubernamental inmediata fue la represión y la criminalización del movimiento agrario y la división del mismo. Entre enero de 1970 y abril de 1981 fueron asesinados por agentes estatales y organizaciones privadas 501 campesinos e indignas, la invasión de la tierra se convirtió en un delito castigado con extremas penas de prisión y a organización fue dividida a expensas del gobierno, el cual suprimió los recursos financieros para su funcionamiento. (p. 63)

A finales de la década de los ochenta se excluyó del debate económico y político el concepto de reforma agraria para solucionar el problema de la tenencia de la tierra en el país. Esto se hace evidente en la Ley 30 de 1988, la cual establece el término de comercialización de la tierra, que advertía la imposición del nuevo modelo económico aperturista y de mercado en el país. A través del Instituto Colombiano de la reforma Agraria (Incora), el Estado tenía la función de comprar tierras a los grandes latifundistas para tratar de implementar un programa de redistribución de la tierra en pequeños propietarios dentro de la frontera agrícola, bajo la modalidad de precios comerciales con altas tasas de interés (Tobón, 1990).

A partir de la imposición del nuevo modelo económico en 1990 y la promulgación del nuevo orden constitucional en el año de 1991, según Jairo Estrada (2004) se configura una “constitución política del mercado”, pues el ámbito económico quedó lo suficientemente amplio como para permitir el desarrollo posterior del modelo económico neoliberal, caracterizado por la desregularización económica, la disciplina fiscal, la creación de nuevos mercados, la apertura económica al capital transnacional y la privatización de los activos estatales (Estrada, 2004).

En la década de los noventa del siglo XX, los distintos Gobiernos impulsaron las políticas neoliberales en la economía nacional y, de esta manera, crearon las condiciones de la apertura económica. Se implementaron varios procesos en relación con el sector rural que, según Absalón Machado (2013) fueron, en primer lugar, el desmantelamiento y privatización de la institucionalidad para el sector agrario; instituciones como el Idema, el Inderena, el Himat, el INPA, el ICA, la Caja Agraria, entre otras, desaparecieron y fueron reformadas en instituciones orientadas a implementar la política de mercado en el sector rural, como la Bolsa Nacional Agropecuaria, Finagro, la Corporación Colombiana Internacional y el Banco Agrario de Colombia. En segundo término, la tierra ingresó en un acentuado proceso de mercantilización especulativa reglado por la figura del mercado de tierras. En tercer lugar, las importaciones alimentarias se acrecentaron y el mercado interno de alimentos y semillas fue tomado por las trasnacionales.

Con la Ley 160 de 1994 se concibe una política de desregulación económica y la creación de los nuevos mercados, con lo cual se introdujo el mercado de tierras como una forma de abordar el problema de la distribución de la propiedad rural en el país. En esta ley se plantea otorgar subsidios para la compra de tierras para los pequeños propietarios y, de esta manera, garantizar el acceso a la tierra por parte de la población históricamente excluida de este derecho. Sin embargo, la negociación voluntaria que se produjo entre campesinado y el propietario, en la práctica, ayudó a fraccionar la mediana propiedad y a sobrevalorar la propiedad rural sin tener en cuenta sus capacidades productivas (Machado, 2009).

Con esta ley se obstaculiza cualquier política redistributiva de la propiedad dirigida por el Estado. Paralelamente, en la década del noventa el conflicto armado en Colombia se profundiza y extiende en todo el territorio nacional —inclusive afectando las zonas urbanas—, razón por la cual los índices de la concentración de la tierra se disparan mediante mecanismos como la violencia, el desplazamiento y las masacres, cuyo fin era despojar al campesinado y las comunidades indígenas y negritudes de sus propiedades. Así, fue palpable la alianza entre terratenientes, narcotraficantes y paramilitares para tal fin.

Entonces, para Absalón Machado (2006), la Ley 160 de 1994 operó bajo el supuesto de ser un dinamizador del mercado de tierras en el país que buscaba ampliar el acceso a la propiedad por parte del campesinado, pero terminó por contribuir a la sobrevaloración y concentración de la tierra, que se produjo por el lavado de activos llevado a cabo por los nuevos propietarios, que en su mayoría eran narcotraficantes o tenían alguna relación con este negocio ilegal. Según Machado, la ley permitió la configuración del modelo neoliberal sobre el mercado de tierras, que no pretendía afectar la concentración de la tierra y las desigualdades sociales, pero terminó teniendo el efecto contrario por un elemento con el que no contaba la política estatal: el conflicto armado.

Por tanto, para Machado (2003), el neoliberalismo concibe al agro desde una visión productiva de los mercados, en la que el Estado debe abstenerse de subsidiar o mantener a la población campesina. Así mismo, la preocupación del Estado y los diferentes Gobiernos es aumentar la competitividad del sector agrícola, reducir la intervención del Estado en los mercados agrícolas, promover la iniciativa privada en actividades productivas en el campo y reorientar la inversión estatal en bienes de beneficio general. Las leyes, los planes de desarrollo y las políticas económicas impulsadas por el Departamento Nacional de Planeación desde la apertura económica en los noventa han respondido a un pensamiento tecnócrata sobre el agro, además, son delineadas por organismos internacionales como la FAO y la OMC.

Para dar una idea de la dimensión de la concentración de la tierra como consecuencia de una política agraria contrarreformista impulsada desde los años ochenta del siglo XX y de la imposición del modelo agroexportador en los noventa, podemos observar información del Catastro Nacional (IGAC y Corpoica, 2002) que establece lo siguiente:

[…] el 0,4 de los propietarios (15 273), poseen el 61,2 % del área predial rural registrada en Colombia, equivalente a 47 147 680 hectáreas (ha) —que en su totalidad corresponden a predios mayores de 500 ha—, mientras que el 24,2 % del área predial rural nacional (18 646 473 ha) se encuentra en manos del 97 % de los propietarios registrados, dentro de los cuales son predominantes aquellos con predios menores de 3 ha (57 %). Los demás poseedores de propiedad rural (2,6 %) poseen el 24,6 % restante de la superficie registrada en catastro. (p. 26)

Según Fajardo (2014), el Estado colombiano desde los noventa del siglo pasado optó por un desarrollo rural que favoreció el modelo económico neoliberal, implementado en el país a partir de la década de los ochenta, sin afectar la estructura de concentración de la propiedad y como alternativa a la reforma agraria que reclamaban sectores académicos y sociales. Este proceso reformista por parte del Estado, establecido en la ley, buscaba la modernización y mercantilización de la propiedad, lo que implica garantizar prácticas de intensificación tecnológica, contempladas en la lógica de la revolución verde, encaminadas a limitar al campesino a su pequeña propiedad sin interferir en las lógicas latifundistas, lo que favorece al monopolio transnacional y convierte a dichas herramientas tecnológicas en la única forma de producción posible para ingresar a los mercados internacionales. Para Luis Jorge Garay (2013):

[…] el proceso actual de titularización de bienes agrícolas y recursos naturales en los mercados mundiales de capitales, la adquisición masiva de tierras, el licenciamiento extensivo del subsuelo para la explotación de recursos naturales no renovables, la implantación de modalidades para la mercantilización del uso de la tierra como el Derecho Real de Superficie (DRS) y la apertura a la inversión extranjera, y acaparamiento del uso del suelo y del subsuelo y/o de la propiedad de tierras en países en desarrollo, por parte de capitales extranjeros y nacionales poderosos, productivos y financieros, es uno de los rasgos distintivos de la etapa contemporánea de la globalización capitalista. (pp. 15-16)

En el proceso de paz entre las Farc y el Gobierno nacional, y la ulterior firma del acuerdo, uno de los ejes transversales para solucionar el problema de la tierra era la creación de un fondo de tierras para posteriormente implementar la Reforma Rural Integral (RRI) en aquellos territorios recuperados a favor de la nación (Planeta Paz, 2012). Paralelamente a la firma del acuerdo, el Gobierno nacional impulsó en el Congreso de la Republica la Ley 1776 de 2016 o Ley Zidres. Esta busca introducir una herramienta que facilita la mercantilización de la tierra, ya que crea los medios jurídicos para privatizar activos públicos por medio de la adjudicación de territorios baldíos para la explotación productiva por parte de empresarios nacionales e internacionales.

Entonces, el Gobierno nacional en su momento dio unas directrices contrarias a la agenda establecida en los diálogos de paz de La Habana y, aún más, a las agendas llevadas a la mesa por los movimientos socioterritoriales. En el tema agrario y territorial, el Gobierno ha objetado leyes orientadas a distribuir baldíos a familias pobres, lo que se había establecido en la Ley 46 de 2011, además de promover la citada Ley Zidres que ha promovido la concentración de la tierra, ante el argumento de la supuesta incapacidad de los pobres —comunidades campesinas— para producir. Por ende, en la Ley Zidres se hace evidente el problema sobre los bienes comunes de la nación, pues en el parágrafo del artículo 14 se especifica que “para la explotación de los bienes inmuebles de la nación se podrá hacer uso de las alianzas públicos privadas, para el desarrollo de la infraestructura pública y sus servicios asociados, en beneficio de la respectiva zona” (Congreso de la Republica, Ley 1776 de 2016).

Como se estableció en la Ley 1776 de 2016 y el Decreto 1273 de 2016, así como en las implicaciones de la Sentencia C-077 de 2017, la zonificación de áreas potenciales para la implementación de las Zidres será conformada por predios identificados previamente por el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural (MADR) y la Unidad de Planificación Rural Agropecuaria (UPRA), lo que se puntualizó en el documento Zonificación de áreas potenciales para el proceso de identificación de las Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social Zidres (UPRA, 2017). Por lo anterior, la aprobación de una Zidres requiere de un informe que integra como mínimo un plan de desarrollo rural integral y un plan de ordenamiento productivo y social de la propiedad rural, los cuales son indispensables para la implementación de proyectos productivos que se enmarque en los mercados nacionales e internacionales (Decreto 1273, art. 2.18).

Con la formulación de la Ley Zidrez se ponen en duda los acuerdos logrados en la Habana, ya que esta va en contravía con el punto uno del acuerdo denominado “Hacia un nuevo campo colombiano. Reforma Rural Integral”, que busca democratizar la propiedad sobre la tierra, además de reducir la concentración su en el país. De esta manera, dicha ley es una muestra de que las elites del país siguen perpetuando la inequidad en el sector rural, además de crear las condiciones para acceder a la tierra por parte del capital extranjero. En el articulado de la Ley Zidres se crea una nueva categoría de derecho agrario: mercado de tierras, la cual reemplaza el término de reforma agraria. Allí también se especifican cuáles son aquellos territorios con capacidad agrícola, pecuaria, forestal y piscícola, para el desarrollo de proyectos productivos capaces de responder a los desafíos de la internacionalización de la economía y de garantizar la soberanía, autonomía y seguridad alimentaria del país (Conpes, 2018).

Las anteriores leyes y planes de desarrollo sobre el campo impulsados desde los noventa han desconocido las formas de producción campesina (FPC), ya que su proceso y discurso de modernización y, por ende, adaptación productiva a los mercados globales, pone en riesgo la soberanía y seguridad alimentaria familiar, local, regional y nacional. En este sentido, lo que se observa en las últimas décadas, es una mayor productividad de mercancías, la implementación de nuevas tecnologías y rotación de cultivos atendiendo a las demandas del mercado y la rentabilidad, además de la vinculación de trabajo asalariado. Este proceso de introducción de nuevos elementos internos y externos del mercado por parte de las FPC, posibilito su adaptación y evolución hacia nuevas estrategias de producción e interacción con los mercados abiertos, la tecnología, la administración, los recursos naturales y su entorno ecológico, lo que les ha permitido integrarse a los mercados nacionales y globales (Vélez, 2015).

La globalización y el extractivismo verde

A finales del siglo XX e inicios del XXI se ha producido toda una ofensiva jurídica contra lo público, como fueron y son los casos relacionados con la privatización de empresas públicas del Estado, que anteriormente prestaban servicios públicos —subsidios— a la población y, paulatinamente, se han transferido al sector privado. La privatización como elemento central de la ideología neoliberal se ha ampliado a otros dominios de la vida que anteriormente se consideraban propiedad del común, a través de patentes, derechos de autor y otros instrumentos legales (Hardt y Negri, 2006).

Para Hardt y Negri (2006) la privatización implica expandir la propiedad a los recursos comunes de la vida que se privatizan, como los conocimientos tradicionales, las semillas e incluso el material genético. Así, asistimos a un periodo de tiempo donde el paradigma económico dominante se ha desplazado de la producción de bienes materiales a la producción y explotación de la misma vida. De esta manera, los poderes económicos transnacionales quieren entrar a privatizar y mercantilizar el conocimiento, sometiéndolo a las leyes del beneficio privado. Para Hardt y Negri (2006):

[…] las semillas, los conocimientos tradicionales, el material genético e incluso las formas de vida se están privatizando mediante el sistema de patentes. Estamos ante una cuestión eminentemente económica, en primer lugar, porque se reparte beneficios y riqueza, y en segundo lugar, porque a menudo se restringe el libre uso y el intercambio, que son necesarios para el desarrollo y la innovación. Pero también es, obviamente, una cuestión política y una cuestión de justicia, porque la propiedad de esos conocimientos se mantiene sistemáticamente en los países ricos del hemisferio norte, con exclusión del sur global. (p. 326)

Las evidencias históricas nos han enseñado que una economía abierta y sin restricciones, solo favorece al capital transnacional. Bajo su liderazgo, el Estado se pone en contra de la nación, facilitando la reducción del poder adquisitivo de los asalariados, la reducción de la protección social, la privatización de los servicios públicos, el ablandamiento de las leyes ambientales, el remate de los bosques públicos, el acceso a los recursos naturales y el conocimiento humano e inclusive la privatización del genoma humano. Las empresas transnacionales consideran a los gobernantes y sus Estados como simples intermediarios encargados de vender sus países por segmentos.

En la década de los ochenta, los jefes de Estado de Inglaterra, Margaret Thatcher, y de los Estados Unidos, Ronald Reagan, dimitieron a las transnacionales globales y les instruyeron a los gobernantes de los países, lo que en la práctica significan los neologismos de la privatización y desregulación de los activos estatales. En la misma lógica, prescribieron la reducción de los gastos públicos, comenzando por los sectores fácilmente comprensibles como la salud, la educación, la cultura, la vivienda y el medio ambiente.

De esta manera, en Colombia en los últimos años se ha impulsado toda una ofensiva liderada por el Estado y Colciencias, con el apoyo de la académica y el derecho, para establecer mecanismos jurídicos que regulen esta nueva actividad privatizadora, desconocida en nuestro medio, ya que sus desarrollos están prácticamente monopolizados por los países del norte, los cuales utilizan su poder e influencia en organismo multilaterales como la OMC y el derecho que expide sobre el libre comercio o de patentes, regulado por los acuerdos de propiedad intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC), de la Organización Mundial de Comercio (OMC), que rige para los países miembros desde 1995.

El derecho de patentes y los derechos de autor constituyen una realidad cotidiana en nuestras vidas, ya que los cultivos transgénicos, los fármacos génicos, el genoma humano o la biodiversidad de los países del sur son regulados y privatizados por parte de un derecho de origen internacional, que solo favorece a las grandes farmacéuticas transnacionales y sus países de origen. Los desarrollos de estos nuevos avances tecnológicos conllevan discursos y promesas de bienestar social, pero los beneficios son para unos pocos, pues los interrogantes que surgen son: ¿Los organismos modificados genéticamente son inofensivos para el medio ambiente? ¿Los medicamentos biotecnológicos serán de acceso para toda la población mundial? ¿Las grandes multinacionales de alimentos estarán consolidando un nuevo monopolio a nivel en el ámbito mundial? (Toro, 2007).

Los intereses de los pueblos indígenas y las comunidades locales no hacen parte de las prioridades de la política sobre biodiversidad de los últimos Gobiernos nacionales. Las decisiones de las administraciones de Uribe y Santos en materia de biodiversidad han tendido a marginar a los pueblos indígenas y a las comunidades locales. El Gobierno de Santos incluyó la biotecnología y la biodiversidad como una de las locomotoras para el crecimiento económico, tal como aparece en las Bases del Plan Nacional de Desarrollo: Hacia la Prosperidad Democrática: Visión 2010-2014 (DNP, 2010).

En el Conpes 3697 de 2011 se concibe la biodiversidad del país como un insumo para las industrias cosmética, farmacéutica, agroalimentaria, así como para ingredientes naturales bajo condiciones económicas, técnicas, institucionales y legales que fomenten la inversión de capital. El Gobierno nacional, al promulgar este Conpes, confirma que “Colombia es reconocida como uno de los países megadiversos del mundo” (Conpes, 2011). Por tanto, estamos al frente de una política económica similar a las del extractivismo minero, donde el conocimiento ancestral sobre las plantas que han pervivido como una dote de conservación por parte de las comunidades nativas es exportado a los centros ubicados en los países del norte, para ser patentado y posteriormente ser mercantilizado a precios descomunales en los mercados mundiales y nacionales.

La megadiversidad del país sería una oportunidad para el desarrollo de una industria biotecnológica farmacéutica nacional, sin embargo, la política de los Gobiernos nacionales es crear las condiciones para el capital extranjero; más cuando en los acuerdos ADPIC, establecidos por la OMC, la propiedad intelectual aumenta en derechos a favor de los titulares y de menos obligaciones para el beneficio social de las comunidades directamente afectadas. Además, en el TLC entre Colombia y Estados Unidos se prevé que las partes signatarias permitirán patentes sobre plantas o animales, lo que afectará de forma directa el conocimiento ancestral de las comunidades de asentamiento. Por esta razón, la diferencia entre invención y descubrimiento y el proceso de desnaturalización de la propiedad intelectual se desequilibra para garantizar derechos de protección para los titulares, mientras el beneficio social se restringe cada vez más por la promulgación de normatividades de origen nacional e internacional (Nemogá, 2013).

CONCLUSIONES

La fase neoliberal del capitalismo global en la que actualmente nos encontramos repercute en el orden mundial con múltiples consecuencias, que se evidencian en los siguientes aspectos: primero, la redefinición del espacio; segundo, la reorganización del territorio en relación con sus recursos naturales y ambientales —tangibles e intangibles—; tercero, están los estudios milimétricos de las poblaciones y sus cuerpos, y el ejercicio de un nuevo poder a través de una vigilancia constante mediante el desarrollo e implementación de las nuevas tecnologías de la información; por último, el acceso sin restricción a todo tipo de recurso natural, ya sea ambiental, mineral o humano, del cual pueda sacarse algún beneficio económico para su mercantilización.

En la fase neoliberal de la globalización existe una infinidad de fuerzas que interactúan, con características multicéntricas, multiescalares y multitemporales. A partir de los anteriores rasgos del proceso globalizador, se colige que son una infinidad de fuerzas que actúan en muchas escalas, que necesitan ser coordinadas tanto en el contexto nacional como en el global, y de ahí el papel del Estado en esta organización transnacional. Por tanto, en el ámbito político, los Estados nación como instituciones de regulación social entraron en un proceso de reconfiguración, donde se produce una serie de funciones adaptativas a las nuevas relaciones globales. Lo que hoy reclaman organismos multilaterales, Estados desarrollados, empresas privadas nacionales y multinacionales, es la importancia de consolidar un Estado como mecanismo de regulación económica y social, bajo una fuerte y coherente articulación con los mercados internacionales, lo que se le conoce como economías abiertas.

De esta manera, los Estados se transforman continuamente y su nueva situación de reconfiguración se explica por la disminución reguladora de algunas políticas económicas asociadas a la globalización económica: la desregulación de los mercados nacionales, la privatización de empresas estatales estratégicas para la inversión privada, la descentralización política administrativa, la implementación de una política monetarista y la disciplina fiscal, entre otras. En este proceso aperturista, los Estados periféricos se ven sometidos a reestructurar su política económica desarrollista —modelo cepalino— e implementar una política económica que facilite la inversión extranjera en el sector primario ya sea minero, agrícola o ambiental, en el que se titulan y concesionan millones de hectáreas que incluyen zonas protegidas como reservas forestales, páramos y resguardos indígenas. Esta situación agudiza los conflictos sociales existentes y genera otros nuevos, aunque también genera prácticas de resistencia por parte de la población civil en defensa de sus derechos, los recursos naturales y su cultura.

El total desconocimiento de los bienes ambientales y socioculturales en Colombia ha llevado a los últimos Gobiernos —Pastrana, Uribe y Santos— a considerar la apuesta minera como un negocio a largo plazo, colocando en riesgo la supervivencia de un gran un gran número de comunidades rurales, además de afectar el ecosistema y el agua como el bien más preciado del planeta. Por tanto, se dejan de lado los compromisos internacionales relacionados con la protección ambiental, la defensa de las minorías étnicas y el cambio climático, ante una política económica extractiva que no beneficia al país y sus poblaciones sino al capital extranjero.

Entonces, es sintomático que la política económica y la legislación nacional creen las condiciones para una actividad minera totalmente perversa para el país, ya que sacrifica la riqueza hídrica, ambiental y sociocultural de la nación, para que el grueso de la extracción, exportación y ganancia derivados de esta actividad sea realizado por empresas extranjeras, cuyo ciclo económico es ajeno al nacional y, por ello, no genera ningún tipo de riqueza económica pues, como lo han documentado numerosos economistas, ambientalistas y académicos, las exenciones suman entre el 120 % y el 160 % de las regalías directas e indirectas. Además, la mayoría de los dineros provenientes de las regalías que dejan la actividad minera en las regiones se gasta alimentando la corrupción de las elites locales, regionales y nacionales, lo que sume en una profunda pobreza, miseria y desigualdad a las comunidades locales expuestas a este tipo de actividad económica, en donde la falta de presencia estatal ha generado el aumento de la violencia, en muchas ocasiones es financiada y patrocinada por las corporaciones extranjeras.

De igual modo, son muchos los debates sobre cómo beneficiarse mejor beneficio con la megadiversidad de los países del sur, así como acceder a sus recursos genéticos y al conocimiento ancestral asociado a estos. Así, se han planteado esquemas de contratación y participación en los beneficios derivados del acceso para las comunidades nativas, indígenas, afroamericanas y raizales campesinas. De igual forma, la incorporación de ingeniería genética a los cultivos tradicionales para desarrollar nuevas y mejores variedades, más resistentes y productivas ha sido objeto de investigación por parte de científicos, quienes plantean que lo importante es que dichas técnicas respondan a las necesidades nacionales y no sean un mero receptáculo trasplantado de países, líderes en tecnología, pero con otra realidad climática.

Todos estos importantes aspectos, así como la discusión en torno a los riesgos ambientales y sanitarios de los transgénicos, organismos modificados genéticamente, que en aras de imponer límites al capital financiero devolviéndole a los Estados el control de sus flujos, gravar la especulación y sancionar los paraísos fiscales, debería ser una preocupación de la OMC. Además, se debe atender los intereses de un sector estratégico para el posicionamiento tecnológico y científico del país, se desconocía la estrecha interrelación entre los pueblos indígenas, las comunidades negras y locales, su cosmovisión, cultura, prácticas y usos con la biodiversidad. Los pueblos indígenas y las comunidades locales, cuando son tenidos en cuenta, son incorporados solo como contexto de la biodiversidad, pero no como actores cuyos derechos han de ser reconocidos y respetados.

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Notas

*Docente del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro del grupo de Investigación podea de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Derecho y Politólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Contacto: pireyesb@unal.edu.co

Conflictividad socioambiental y lucha por la tierra en Colombia: entre el posacuerdo y la globalización

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