Читать книгу Conflictividad socioambiental y lucha por la tierra en Colombia: entre el posacuerdo y la globalización - Pablo Ignacio Reyes Beltrán - Страница 15
POSIBILIDADES DEL ACUERDO DE PAZ Y LA NORMATIVIDAD NACIONAL SOBRE EL AMBIENTE
ОглавлениеFABIÁN ANDRÉS ROJAS BONILLA*
INTRODUCCIÓN
Un estudio del Pew Research Center sostenía que las máximas preocupaciones de la humanidad estaban relacionadas con el terrorismo del Estado islámico y el cambio climático (Pew Research Center, 2017). Si esto es cierto, el tema del presente artículo toca los puntos más sensibles de la agenda global —la violencia y el ambiente— desde una perspectiva local. Se sostiene la tesis de que el momento coyuntural que afronta la sociedad colombiana luego de la suscripción del acuerdo de paz entre el Gobierno nacional y las Fuerzas Armas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) resulta ser una oportunidad inmejorable para consolidar una política respetuosa del ambiente en las relaciones cotidianas de los colombianos.
A la pregunta ¿cuál es el impacto del acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC-EP en el derecho ambiental colombiano?, se responde que se trata de una situación favorable para superar las limitaciones sociales, jurídicas y axiológicas del tratamiento del ecosistema. Es, si se quiere, la posibilidad de establecer un hito en la consolidación de una “paz ambiental”. En otras palabras, la hipótesis con la que se trabajará consiste en que el acuerdo puede configurar un punto trascendental, como en su momento lo fue la Constitución de 1991, en la protección del ambiente, siempre y cuando se sepan aprovechar sus potencialidades y se superen sus limitaciones.
Para tal efecto, a continuación, se presentará un panorama del derecho ambiental colombiano, luego se esbozará su relación con el conflicto armado y, finalmente, se reflexionará sobre algunos paradigmas que pueden contribuir a la consolidación de una “paz ambiental”, pues se entiende que el acuerdo solamente es un punto de partida de un largo camino que enfrenta la sociedad colombiana en el propósito de alcanzar la tan anhelada convivencia pacífica.
EL DERECHO AMBIENTAL EN EL CONTEXTO COLOMBIANO
A pesar de que nadie discute la importancia que ha adquirido el derecho ambiental en la agenda política nacional de los últimos cincuenta años, existen algunos disensos en torno a su génesis, los cuales dan cuenta de dos posturas claramente diferenciables. Así, en primer lugar, la postura restrictiva propone que el origen del derecho ambiental colombiano corresponde con la legislación local que fue adoptada inmediatamente después de la divulgación de 1) la Declaración de Estocolmo de 1972, proclamada en el marco de la Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente Humano de ese mismo año y 2) la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y Desarrollo, promulgada en la Cumbre de la Tierra de 1992 (Rodríguez, 2012). En segundo lugar, la posición progresista sostiene que, a partir de una acepción amplia de la ciencia jurídica en la que se aceptan las “conductas, normas, previsiones, restricciones, límites y autorizaciones para acceder o no a los elementos ambientales, [el derecho ambiental colombiano] siempre ha sido parte de la cultura y por lo tanto […] es mucho más antiguo […]” (Mesa Cuadros, 2010, p. 7).
Al margen de la anterior discusión académica que, en lo fundamental, cuestiona las fuentes del derecho, y dadas las limitaciones propias de este acápite, se ha optado por trabajar con la postura restrictiva y tradicional. Ello porque se considera que esta visión delimita y concreta de mejor manera el objeto de estudio para los efectos que aquí interesan, aun cuando se reconoce que esta decisión puede restringir el objeto de estudio al campo de la validez jurídica (Mejía Quintana, 2006).
Hecha la anterior salvedad, puede hacerse un mapa general de las disposiciones normativas del derecho ambiental colombiano desde la óptica del objeto regulatorio o desde etapas históricas más importantes. Según el objeto regulatorio, siguiendo la propuesta de Pantoja (2016), las disposiciones normativas del derecho ambiental se pueden clasificar en cinco grupos, a saber: 1) las que definen la política ambiental (Ley 99 de 1993), 2) las que establecen definiciones ambientales básicas (Decreto Compilatorio 1076 de 2015), 3) las que contienen mecanismos sancionatorios administrativos (Ley 1333 de 2009), 4) las que regulan la responsabilidad eminentemente de carácter civil (Ley 23 de 1973) y 5) las que sancionan penalmente a aquellos sujetos que ejecutan los verbos rectores de las conductas punibles (Ley 590 de 2000).
Por otra parte, a la luz de hitos históricos, las disposiciones se pueden agrupar en tres momentos: un antes, un durante y un después de la Constitución Política de 1991, así:
1. Antes de la Constitución de 1991, las relaciones de los seres humanos con el medio ambiente fueron reglamentadas por la Ley 23 de 1973, el Decreto Ley 2811 de 1974 y el Decreto 1541 de 1978. Dichas disposiciones incorporaron por primera vez en la legislación colombiana las pautas de conducta que debían sostener las personas en su interacción con el ambiente y, como era de esperarse, lo hicieron desde una perspectiva jurídica que, si bien superó el desinterés y olvido en el que estaba sumido el tema e impuso obligaciones ciudadanas respecto al ambiente, también significó superar el modelo antropocéntrico profundamente arraigado en la tradición occidental.
2. Posteriormente, los artículos 79 y 80 de la Constitución Política de 1991 consagraron, respectivamente, que:
[…] todas las personas tienen derecho a gozar de un ambiente sano. La ley garantizará la participación de la comunidad en las decisiones que puedan afectarlo. Es deber del Estado proteger la diversidad e integridad del ambiente, conservar las áreas de especial importancia ecológica y fomentar la educación para el logro de estos fines. (art. 79)
El Estado planificará el manejo y aprovechamiento de los recursos naturales, para garantizar su desarrollo sostenible, su conservación, restauración o sustitución. Además, deberá prevenir y controlar los factores de deterioro ambiental, imponer las sanciones legales y exigir la reparación de los daños causados. Así mismo, cooperará con otras naciones en la protección de los ecosistemas situados en las zonas fronterizas. (art. 80)
Tales mandatos constitucionales están acompañados de una gran cantidad de herramientas institucionales que pretenden garantizar la materialización de dichas aspiraciones, como lo son, entre otros, los artículos 289, 300, 317, 331, 333, 334 y 361, en virtud de los cuales se asignan responsabilidades a los entes gubernamentales para que adopten medidas que resulten acordes a la protección y conservación del ambiente. 3. La importancia de las anteriores disposiciones normativas sería reconocida tiempo después por la Corte Constitucional, a través de lo que algunos juristas denominan subreglas de derecho (López, 2002) o normas adscritas (Bernal, 2005), las cuales concretan el carácter indeterminado y abstracto de la ley (Guastini, 2010). Así, el máximo tribunal constitucional afirmó que estábamos ante una constitución “verde” o “ecológica”:
[…] en primer lugar al conjunto de normas específicas en las que el Constituyente plasmó mandatos de protección al ambiente; en segundo término, a un eje transversal de la Carta y un valor implícito en el sustrato axiológico del orden normativo y, por último, a un derecho fundamental, a la vez colectivo y autónomo. (Sentencia T-411 de 1992)
El anterior criterio fue ampliado en la Sentencia C-449 de 2015, en la que se explicó que:
[…] la defensa del medio ambiente sano constituye un objetivo de principio dentro de la actual estructura del Estado social de derecho. Bien jurídico constitucional que presenta una triple dimensión, toda vez que: es un principio que irradia todo el orden jurídico correspondiendo al Estado proteger las riquezas naturales de la Nación; es un derecho constitucional (fundamental y colectivo) exigible por todas las personas a través de diversas vías judiciales; y es una obligación en cabeza de las autoridades, la sociedad y los particulares, al implicar deberes calificados de protección. Además, la Constitución contempla el “saneamiento ambiental” como servicio público y propósito fundamental de la actividad estatal (arts. 49 y 366 superiores). (Sentencia T-449 de 2015)
En ese orden de ideas, se puede concluir preliminarmente que el ambiente ha recibido una protección progresista por parte de las autoridades gubernamentales colombianas. De una ausencia absoluta de reglamentación, se ha pasado a un ámbito de amparo mínimo que adquirió relevancia con la entrada en vigor de la Constitución de 1991 y los posteriores pronunciamientos de la Corte Constitucional. Empero, lo anterior no es suficiente, pues existen muchos aspectos por mejorar. Así, por ejemplo, desde la institucionalidad, no basta con tener tipos penales que castiguen las conductas atentatorias del medio ambiente (artículos 328 y subsiguientes del Código Penal), además, la Fiscalía General de la Nación y los jueces deben procurar judicializar a los máximos responsables de dichas conductas.
Infortunadamente, la práctica judicial enseña que, en el caso concreto de la minería ilegal, la mayoría de los operativos dejan como resultado trabajadores capturados por situaciones de flagrancia, cuyas oportunidades se reducen única y exclusivamente a trabajar en yacimientos mineros que no cuentan con permiso de las autoridades competentes. Aunque el hecho puede ser altamente reprochable, lo cierto es que antes de desplegar todo el sistema penal en su contra, lo ideal sería brindar oportunidades educativas y laborales a estos ciudadanos y a sus familias, para que la explotación ilícita de yacimientos sea una decisión libre y no, como actualmente sucede, una imposición producto de las necesidades de la población vulnerable. Aunado a ello, el máximo tribunal constitucional podría fortalecer la esfera de protección si reestructura su propia jurisprudencia. Las instituciones también podrían hacer mayor pedagogía y las estructuras sociales como la familia, los colegios, universidades, etc., podrían concientizar, educar, guiar y acompañar en la construcción de la paz ambiental.
EL DERECHO AMBIENTAL Y EL CONFLICTO ARMADO COLOMBIANO
La relación entre el conflicto armado y la disputa por los recursos naturales escasos se encuentra ampliamente documentada (Bouvier, 1991). En lo que sigue se expondrán algunos elementos de los vínculos del conflicto armado colombiano con el medio ambiente. Para ello se recomienda la obra La paz ambiental de César Rodríguez, Diana Rodríguez y Helena Durán (2017), quienes, en el marco de publicaciones que ha adelantado el Centro de Estudios Dejusticia a propósito de la implementación del acuerdo de paz, analizaron el diagnóstico, los desafíos y las propuestas para el momento histórico en el que se encuentra avocado el Estado colombiano.
Inicialmente, es pertinente indicar que la distribución de los recursos naturales, al lado de la crisis democrática, ha sido considerada una de las causas eficientes de uno de los conflictos bélicos internos más largos de la humanidad. Así lo reconoce el Centro Nacional de Memoria Histórica (2013) cuando afirma que “la apropiación, el uso y la tenencia de la tierra han sido motores del origen y la perduración del conflicto armado” (p. 21). De hecho, como bien lo concluye el profesor Jaramillo (2016) en su artículo Hablemos de reforma agraria:
[…] el problema no permite pensar que se trata simplemente de una cuestión de orden público cuya solución debe ser de corte policivo, sino que es más bien fruto de la descomposición de las relaciones sociales en el campo cuyo origen está, a su vez, en el monopolio y la consiguiente subutilización de la tierra agropecuaria. (p. 60)
El texto mencionado es un artículo publicado a mediados de los años ochenta, mediante el cual, el profesor Jaramillo denuncia una política de Estado “antirreformista” en materia de distribución de tierras. En él se rememoran las experiencias de los años setentas y, a partir de allí, se trata de encontrar justificaciones para los brotes de violencia que reaparecieron en el país durante la década siguiente. Y no es para menos. Basado en datos estadísticos, evidencia la magnitud del conflicto y la indiferencia institucional por superarlo, pues a pesar de que varias disposiciones normativas consagran políticas a favor del movimiento campesino desposeído de tierras, lo cierto es que, debido a los trámites burocráticos y a la aquiescencia del Gobierno del presidente Belisario Betancur, los grandes terratenientes habían visto en el marco jurídico de tierras la mejor oportunidad para venderle al Estado parcelas no adecuadas para el agro a precios muy elevados, muchas ubicadas en zonas de conflicto armado. Así las cosas, se concluye que en Colombia no ha habido una verdadera reforma agraria y que la política de tierras imperante en la época, paradójicamente, resultaba favoreciendo a los grandes latifundistas que durante años habían concentrado la tierra.
Con los anteriores trabajos de investigación se evidencia, entonces, el papel protagónico de la distribución de la tierra como causa del origen del conflicto armado. El propósito de este artículo no es el de auscultar por los orígenes de la violencia en el territorio nacional, sino simplemente vislumbrar la estrecha relación que guarda su génesis con la inequitativa distribución de la tierra. Vemos que la presencia de grupos armados al margen de la ley en el territorio colombiano ha traído consigo efectos paradójicos para el ambiente. Algunos han llegado a afirmar que el ambiente no necesariamente es víctima del conflicto, sino que muchas veces también ha sido beneficiado de este (Londoño y Martínez, 2013).
A la pregunta sobre cuándo el ambiente puede ser considerado víctima del conflicto, la doctrina nacional da cuenta de las siguientes situaciones, que, con fines ilustrativos, se agruparán como los efectos derivados de la actividad militar directa, que son producto de labores de financiación del conflicto:
•Efectos negativos de la actividad militar directa: en primer lugar, la presencia en parques naturales y/o zonas de protección por parte de los actores armados, tanto militares como insurgentes, trae consigo la deforestación, la caza de animales, el mal manejo de desechos y el uso, consumo y contaminación de fuentes hídricas. En segundo lugar, los atentados contra la infraestructura petrolera, particularmente contra los oleoductos, ha causado que las aguas se contaminen, lo que ha afectado a la población humana, los animales y las plantas, que pueden ver en peligro su salud y vida misma. En tercer lugar, aunque menos documentado, la pérdida de biodiversidad producto del intercambio de disparos entre un bando y otro (Rodríguez, Rodríguez y Durán, 2017).
•Efectos negativos de las labores de financiación del conflicto: en primer lugar, la sustitución de vegetación natural por cultivos de coca, lo que implica el empleo de químicos que contaminan y la exposición a respuestas gubernamentales que dañan el ambiente, por ejemplo, la aspersión o fumigación con glifosato, que afecta la fauna de los ecosistemas asperjados, especialmente a los peces y anfibios (AIDA y Red de Justicia Ambiental, 2014). En segundo lugar, la minería ilegal ha generado alta contaminación en las fuentes hídricas por la presencia de aceites combustibles y mercurio, lo que en últimas resulta atentando contra la vida animal y humana por su consumo directo o por la contaminación de alimentos (Rodríguez, Rodríguez y Durán, 2017).
De igual modo, existen otras circunstancias que afectan de manera colateral el ambiente y que han provocado lo que se ha denominado “daños indirectos”, que son aquellos que “surgen de acciones que, si bien no están encaminadas a generar una afectación física, terminan haciéndolo” (Rodríguez, Rodríguez y Durán, 2017, p. 31). De ellos se destacan los procesos migratorios que conlleva la explotación minera, agrícola y ganadera en algunas regiones a las que llegan más personas en busca de mejor calidad de vida y ven, por ejemplo, en los cultivos ilícitos una posibilidad de garantizar su manutención básica. Adicionalmente:
[Algunos] programas de sustitución o estrategias de desarrollo alternativo también han derivado en prácticas dañinas para el medio ambiente. Por ejemplo, en el Putumayo los programas del Gobierno se han enfocado en el fomento de la ganadería o de monocultivos que tienen efectos medioambientales y sociales que también son nocivos. (Ortiz, 2003, citado en Rodríguez, Rodríguez y Durán, 2017, p. 32)
En contraste, a la pregunta sobre cuándo el ambiente puede ser considerado beneficiario del conflicto, la doctrina se remonta a la protección de algunos territorios que tradicionalmente no resultaban atractivos para las grandes empresas extractoras de recurss naturales y que ahora lo son. Un ejemplo es lo que sucede en la Sierra de la Macarena, en la que la empresa Hupecol Operating Co. solicitó una licencia ambiental para explotar 150 pozos petroleros cerca de Caño Cristales, aprovechando el retiro de las tropas de las FARC-EP, quienes tradicionalmente ocuparon dicho territorio. Dada la presión mediática del tema, el Gobierno canceló la licencia ambiental y ahora se ha demandado a la nación por algo más de 83 000 millones de pesos (El espectador, 2017). Nótese como el anterior caso evidencia que el conflicto armado también puede crear ciertas “fronteras” para que las grandes empresas se abstengan de extraer recursos de zonas altamente biodiversas y que resultan fundamentales en el equilibrio del ecosistema.
En síntesis, históricamente, el ambiente ha sido causa, financiador, víctima y, paradójicamente, hasta beneficiario de la confrontación armada entre las fuerzas del Estado y los grupos insurgentes. El reto al que se encuentra avocada la sociedad colombiana consiste en erradicar cualquier forma de violencia contra el ambiente, para lo cual no solo se deberá dejar de realizar acciones que atenten contra él, sino que, adicionalmente, deberá reforzar las que lo benefician, tales como la consolidación de fronteras —ya no de carácter bélico, sino institucional— para evitar la presencia de multinacionales que practican la extracción masiva de recursos.
LAS POSIBILIDADES Y LOS RETOS EN EL POSACUERDO
El acuerdo de paz entre el Gobierno nacional de Colombia y las FARC-EP consagra cinco puntos, a saber, 1) la política de desarrollo agrario, 2) la participación en política, 3) el fin del conflicto, 4) la solución al problema de las drogas ilícitas y 5) la reparación a las víctimas (Presidencia de la República de Colombia, 2017). El medio ambiente adquiere un papel protagónico y transversal en los anteriores puntos. Las partes plantearon la importancia de construir una Colombia en paz que permita alcanzar una sociedad sostenible, “unida en la diversidad, fundada no solo en el culto de los derechos humanos sino en la tolerancia mutua, en la protección del medio ambiente, en el respeto a la naturaleza, sus recursos renovables y no renovables y su biodiversidad” (p. 20).
En el tema de la política agraria, por ejemplo, se plantearon obligaciones en torno a la delimitación de la frontera agrícola y la protección de las zonas de reserva, de las que se destaca la construcción de un plan de zonificación ambiental que deberá ser adoptado e implementado con las comunidades. Dicha metodología, sin lugar a dudas, representa una gran potencialidad para la incorporación de la democracia deliberativa (Ovejero, 2012) en la toma de decisiones que afectan a la población rural. Sin embargo, debe tratarse con sumo cuidado para evitar poner en peligro el desarrollo del país. Los riesgos que conlleva el uso excesivo de las consultas populares los expone Moisés Wasserman (2017), quien cuestiona la legitimidad, la ilustración, el grado de vinculatoriedad y los conocimientos con los que la población acude a las consultas populares para decidir sobre la explotación minera, dado el impacto e importancia económica de este sector para las finanzas públicas.
Al respecto, se considera que se debe plantear un punto de equilibrio entre las posturas radicales que sostienen que todo debe ser consultado y aquellas que dicen que nada debe ser consultado. Es fundamental que la explotación de recursos naturales renovables y no renovables se realice en el marco del desarrollo ambiental sostenible, que hace parte del núcleo básico del derecho a un ambiente sano. Como bien lo sostiene Amaya (2012):
[…] todos estos documentos (la jurisprudencia) constituyen avances en el proceso que ha conducido de una concepción que veía como cuestiones enteramente disociadas el desarrollo económico y los derechos civiles y políticos a otras que entiende que el verdadero desarrollo es inseparable de la efectividad de los derechos humanos (los civiles y políticos, pero también los económicos, sociales y culturales). Este punto de llegada que se denomina desarrollo sostenible es objeto de dos derechos humanos de índole finalística: el derecho humano al desarrollo y el derecho humano al medio ambiente. (p. 179)
El derecho al ambiente sano también se condicionó al principio de desarrollo sostenible, el cual consagra la obligación de proteger y mejorar el ambiente para las presentes y futuras generaciones (Rodríguez, 2012). Por tal razón, se estima que lo ideal es consolidar una política nacional que logre el anhelado equilibrio entre el desarrollo y la explotación de los recursos renovables y no renovables, la cual, necesariamente, deberá ser construida y debatida con la población, de la que se espera un grado de ilustración suficiente para la respectiva deliberación.
En cuanto a la participación en política, en el acápite que se refiere a la política para el fortalecimiento de la planeación democrática y participativa, los combatientes llegaron al consenso de que uno de los temas fundamentales que debía abrir las puertas del debate y garantizar la participación ciudadana era el del medio ambiente. Específicamente, el Gobierno se comprometió a:
[…] fortalecer los diseños institucionales y la metodología con el fin de facilitar la participación ciudadana y asegurar su efectividad en la formulación de políticas públicas sociales como salud, educación, lucha contra la pobreza y la desigualdad, medio ambiente y cultura. (Cursivas agregadas. Presidencia de la República, 2017, p. 30)
Entre las medidas que se deben adoptar para dar por finalizado el conflicto armado, se destacan la identificación de necesidades y la adopción de acciones positivas para garantizar la reincorporación de los insurgentes. Para ello, es necesario instruir en la protección del medio ambiente, máxime si se tiene en cuenta que esta población habitó muchos años en zonas de protección ambiental y, en consecuencia, tienen un conocimiento de estas que puede ser utilizado en favor de su conservación.
Respecto a la problemática de las drogas ilícitas, se acordó que “el territorio nacional esté libre de cultivos de uso ilícito teniendo en cuenta el respeto por los derechos humanos, el medio ambiente y el buen vivir” (Presidencia de la República, 2017, p. 60). Para ello se pactó un Programa Nacional de Sustitución de Cultivos, en el que se prioriza la atención a la población campesina de escasos recursos, víctima de la persecución y estigmatización de este flagelo. Se prioriza la erradicación manual, pero el Gobierno:
[…] de no ser posible la sustitución, no renuncia a los instrumentos que crea más efectivos, incluyendo la aspersión, para garantizar la erradicación de los cultivos de uso ilícito. Las FARC-EP consideran que en cualquier caso en que haya erradicación esta debe ser manual. (Presidencia de la República, 2017, p. 63)
En esto último hay una limitación del documento. De hecho, en este punto parece que las partes no llegaron a un consenso, por lo que se puede concluir que hay una limitación del acuerdo final en relación con la erradicación de los cultivos ilícitos. La posición del Gobierno parece ser de respeto a sus compromisos internacionales de lucha contra la siembra de cultivos de coca, particularmente con los Estados Unidos. Líneas atrás se ha planteado que este tipo de acciones en contra de los cultivos ilícitos son altamente perjudiciales para el ecosistema, en la medida que contaminan fuentes hídricas, son tóxicas para los animales y plantas y, adicionalmente, estimulan la deforestación. Por tal razón, es necesario que en la implementación de este punto se vea realmente la aspersión como una última ratio en la lucha de los cultivos, so pena de atentar contra el ambiente. Al parecer, con las recientes declaraciones del Gobierno nacional, ello no será así. Finalmente, en materia de reparación a las víctimas, se espera:
[La celebración] de actos de reconocimiento y de contrición en los cuales el Gobierno, las FARC-EP y diferentes sectores de la sociedad que puedan haber tenido alguna responsabilidad en el conflicto, reconozcan su responsabilidad colectiva por el daño causado y pidan perdón, asumiendo cada uno lo que le corresponde, como expresión de voluntad de contribuir a un definitivo Nunca Más. (Presidencia de la República, 2017, p. 48)
Acá hay una gran posibilidad para el ambiente. Reconocerlo como sujeto titular de derechos y como víctima del conflicto armado, da la posibilidad de cambiar de paradigma en cuanto a su protección. Nussbaum (2007), desde la óptica de las teorías de la justicia, sostiene que las actuales tendencias en el derecho buscan el reconocimiento de derechos a personas con discapacidad, de los migrantes ilegales y de la protección del ambiente. Sobre este último aspecto, en palabras de Rodríguez, Rodríguez y Durán (2017):
[…] para analizar cómo el medio ambiente puede ser una víctima del conflicto armado acogemos la propuesta de Stone (1972) de considerar el medio ambiente como una entidad jurídica, titular de derechos. Si bien la legislación colombiana aún no lo reconoce de esa manera, considerar el medio ambiente como sujeto de derechos tiene asidero teórico y constitucional (Rodríguez Garavito, 2015) […] hay que preguntarse: ¿por qué los seres humanos son los únicos titulares de derechos?, ¿es posible extender la noción de sujeto de derechos constitucionales para incluir, de manera siquiera limitada, a otros como los animales no humanos? (p. 26)
Desde el punto de vista jurídico y, particularmente, desde la óptica constitucional, vale la pena reflexionar en torno al alcance del ambiente como titular de derechos han tenido las constituciones de Bolivia y Ecuador.
Para alcanzar el anterior objetivo, se tomará como referencia la obra de la profesora Catherine Walsh (2012), quien en el texto Interculturalidad crítica y (de)colonialidad intenta describir y caracterizar los más importantes elementos de las constituciones de Ecuador y Bolivia. La selección de estos países obedece a que sus cartas políticas pretenden ser construidas desde abajo, de manera histórica, insurgente y trascendental para irradiar a toda América latina, dejando atrás la visión homogénea y unitaria donde existe la dominación económica, política, social y cultural que alienta los intereses del mercado y del capital. La autora afirma que los procesos constituyentes fueron producto de luchas de movimientos ancestrales que propendían por un nuevo modelo de Estado y de Sociedad. Tal lucha es epistémica porque cuestiona, desafía y enfrenta las estructuras dominantes del Estado y, adicionalmente, porque pone en escena conocimientos, conceptos y lógicas que trasgreden el modelo de la “razón occidental” y alientan modos de vivir, pensar, estar y saber radicalmente diferentes.
Ecuador y Bolivia se autoproclaman como plurinacionales e interculturales, producto de asambleas constituyentes que tomaron en cuenta las demandas de los pueblos indígenas. Ambas constituciones pretenden desestabilizar la hegemonía de la lógica, dominio y racionalidad occidentales, desde la diferencia que va más allá del multiculturalismo y las políticas de inclusión. Así, la Constitución de Bolivia se centra en la plurinacionalización, en un refundar concebido desde una mayoría indígena que pretende hacer resaltar y respetar la pluralidad económica, social, jurídica, política y cultural para reorganizar la estructura institucional desde y con relación a elementos que dan una nueva centralidad —no exclusividad— a los pueblos originarios. Por su parte, para la constitución ecuatoriana, lo importante está en la interculturalización porque es un Estado con prevalencia mestiza. Algunos de los aspectos más relevantes son:
1. La ciencia y el conocimiento. En el caso ecuatoriano, la ciencia y el conocimiento no son singulares ni únicos y no dependen de políticas educativas del Gobierno central. De hecho, se habla de conocimientos científicos y tecnológicos en enlace con los conocimientos ancestrales como un ataque a la “colonialidad del saber”. Los saberes ancestrales tienen el estatus de conocimiento y se vinculan con los saberes del buen vivir (sumak kawsay), lo cual representa un cambio de epistemología que ahora enseña que se llega al conocimiento desde el mundo: el buen vivir es epistémico.
En el caso boliviano se mantiene la diferenciación entre “los conocimientos universales” y “los saberes colectivos de las naciones y pueblos indígenas originarios campesinos”, lo que da la impresión de superioridad de los primeros sobre los segundos. En compensación, en términos de educación se habla de lo intracultural, intercultural y plurilingüe con mayor rigurosidad, pues se tiene a la conciencia social crítica como un objetivo de la educación.
2. Los derechos de la naturaleza. En un ataque a la lógica cartesiana, se dice que la pacha mama es titular de derechos, tales como la restauración, el respeto a su existencia y mantenimiento. Emergen entonces nuevas formas de ver el mundo derivadas de la concepción de la naturaleza, la cual se considera un ser vivo con inteligencia, sentimientos y espiritualidad de la cual los seres humanos son elementos. La naturaleza está enraizada en la visión de integralidad. En la visión ecuatoriana, la naturaleza es susceptible de derechos, mientras que en la boliviana el hombre sigue siendo un mero guardián de ella.
3. El Sumak Kawsay o buen vivir. Es el hito trascendental de la Constitución ecuatoriana. Lo importante no es “tener” sino vivir bien en armonía con un buen suministro de agua, alimentación, cultura, ciencia, educación, hábitat y vivienda. Ese buen vivir comprende los derechos a la salud, el trabajo, los derechos de la naturaleza, la colectividad, la participación y control social, la integración latinoamericana, entre otros. En el modelo boliviano, el vivir bien se da en relación con la organización económica del Estado, y su ataque es frontal contra el capitalismo.
Lo importante de las constituciones no es la introducción de nuevos elementos sino de las nuevas lógicas y formas de conocer, pensar y vivir bajo parámetros radicalmente distintos que permiten nuevas insurgencias ciudadanas. Ambos modelos constitucionales invitan a reflexionar en torno a dejar de lado los discursos coloniales del ser y de la madre naturaleza. Lo primero porque desde occidente se maneja un discurso de subalternidad, deshumanización e inferiorización en el marco de la relación entre razón-racionalidad y humanidad. Y lo segundo porque desde occidente se niega la existencia de la relación milenaria, espiritual e integral con la madre naturaleza como aquella que establece y da orden y sentido al universo de vivir.
CONCLUSIÓN SOBRE EL DERECHO AMBIENTAL COLOMBIANO
Como se ha expuesto, el Congreso de la República y la Corte Constitucional no han desatendido su obligación de emitir mandatos para garantizar la protección del ambiente y la interacción de los humanos con él; sin embargo, al igual que sucede en el campo de la protección de los derechos humanos, la mera consagración en el texto escrito no es suficiente, puesto que se requieren acciones concretas, enmarcadas en una adecuada política pública, que traslade los buenos propósitos e intenciones de la ley y la jurisprudencia a la vida real. En palabras de Habermas (2001), se requiere evolucionar del campo de la validez al de la eficacia.
Con todo, lo dicho no significa que la normatividad y la jurisprudencia estén acorde con el postulado ideal de las relaciones de los humanos con el ambiente. De hecho, aún existen puntos que pueden ser mejorados como, por ejemplo, que las providencias judiciales reconozcan que el derecho a un ambiente sano no solo es un derecho “fundamental”, sino que puede adquirir la connotación de derecho “humano”, en su concepción intercultural (Santos, 2010). Esto sería más adecuado para lograr un estándar de protección universal, independiente de las fronteras y de las voluntades de los gobernantes. Aunque algunos autores ya lo sostienen, lo ideal sería que el máximo tribunal constitucional colombiano diera ese paso. Algunos académicos afirman que:
[El] derecho al ambiente sano es un derecho humano fruto de reivindicaciones sociales surgidas ante la grave crisis ambiental. Como derecho humano debe ser protegido y garantizado por los medios idóneos y en condiciones iguales a los demás derechos humanos, en orden a garantizar el respeto de la dignidad humana. (Sánchez Supelano, 2012, p. 68)
No se puede desconocer la importancia de la promulgación de la Constitución de 1991 y los precedentes del tribunal de cierre de la jurisdicción constitucional, ya que marcaron un hito en la historia del derecho ambiental nacional, toda vez que por primera vez elevaron a rango de derecho constitucional —fundamental, mas no humano— el goce de un ambiente sano y las obligaciones del Estado de realizar acciones positivas para garantizar su pleno ejercicio y el deber de abstenerse de afectarlo.
Empero, aún quedan puntos sobre los cuales reflexionar y que, dada la importancia del acuerdo entre el Gobierno y las FARC-EP, vale la pena reevaluar de cara a esta nueva oportunidad de construcción de país. La interpretación que se haga de las cláusulas del acuerdo, de los decretos reglamentarios y, en general, de las disposiciones normativas, será trascendental para aprovechar las potencialidades del acuerdo y superar sus limitaciones, particularmente en temas de uso de territorio, de condiciones económicas para las poblaciones campesinas e insurgentes desmovilizados, de barreras institucionales para la participación de las comunidades en la toma de decisiones, etc.
Es importante destacar la diferencia entre disposiciones normativas y normas. Tal como lo consagra Crisafulli (1964), las primeras son signos que per se no dicen nada, mientras que las segundas constituyen la interpretación de dichos signos, motivo por el cual estas últimas son las que realmente contienen los mandatos deónticos. En el fondo, la discusión debe estar en la manera como los signos lingüísticos de la Constitución y la ley nacional sobre el ambiente, por un lado, y las expresiones consignadas en el acuerdo de paz; así mismo, deben interpretarse armónicamente con una norma que respete el paradigma biocéntrico, holístico y complejo del ambiente y, en consecuencia, superar el modelo antropocéntrico que tradicionalmente ha marcado la historia normativa colombiana. Los procesos constitucionales de Ecuador y Bolivia pueden consolidarse como un importante referente.
RECORDANDO EL CONCEPTO DE JUSTICIA AMBIENTAL
El concepto de justicia también ha sido tradicionalmente occidentalizado. El posacuerdo nos brinda la oportunidad de ampliar el horizonte en esta materia. Existe una idea arraigada en la institucionalidad y en la academia sobre la importancia de una “justicia antropocéntrica”, con lo cual se descuida el tema de la “justicia ambiental”. Muestra de ello son los múltiples estudios que se han desarrollado al respecto desde la antigua Grecia hasta la época contemporánea.
Así, por ejemplo, a Platón se le atribuye un significado metafísico de la justicia a partir de su teoría de las ideas, según la cual, existen valores absolutos en una esfera inteligible, inaccesible para los hombres, que deben tratar de ser realizados en el mundo de los sentidos. Una de dichas ideas es la justicia, identificable con lo bueno pero que el mismo pensador griego admite estar en imposibilidad de definir. También se imputa a uno de los siete sabios de Grecia la conocida frase que afirma que la justicia significa “dar a cada uno lo suyo” y a la sabiduría popular conceptos tales como que la justicia es “bien por bien, mal por mal” (Kelsen, 1953).
De manera más reciente, Kant (1921) invoca el imperativo categórico como un modelo de justicia en la medida que los seres humanos se deben conducir conforme aquella máxima que desearían que se convirtiera en ley general. De otra parte, Amartya Sen (2016), premio nobel de economía en 1998, afirma que “la justicia guarda relación, en última instancia, con la forma en que las personas viven sus vidas y no simplemente con la naturaleza de las instituciones que las rodean” (p. 15).
A partir de lo anterior, entonces, se debe reconocer que el tema de la justicia hoy en día sigue siendo un tema central en el debate académico. Empero, tal como lo reconoce el mismo Amartya Sen, su papel protagónico se ha exacerbado gracias a los aportes de John Rawls, quien, desde mediados del siglo XX elaboró importantes ideas al respecto en ensayos tales como La justicia como equidad y escritos tempranos sobre “procedimientos de toma de decisiones (Sen, 2016).
A continuación, se pretende realizar una exposición de las ideas de Rawls, Dworkin y Alexy sobre el concepto de justicia, para luego, apoyado en los análisis de Amartya Sen, sostener que los avances al respecto son necesarios, pero no suficientes para la pretensión de una teoría integral de la justicia. Se destaca, por consiguiente, que el análisis se llevará a cabo sobre aquellas teorías que dan cuenta de la justicia como procedimiento y dejan de lado la pregunta ontológica de qué es la justicia y quiénes son los sujetos sobre los que esta recae.
La teoría de la justicia de John Rawls
El punto de partida desde el cual John Rawls (1997) edifica su teoría tiene que ver con la idea de justicia como imparcialidad, que le da título primer capítulo de su obra Teoría de la Justicia. En virtud de esta concepción, que él mismo adscribe afín a las teorías contractualistas de Locke, Rousseau y Kant, la justicia social es alcanzable, única y exclusivamente, en la medida que se excluyan los prejuicios, se tengan en cuenta las prioridades y preocupaciones de otros y, correlativamente, se evite la influencia de intereses propios en la toma de decisiones. Lo anterior se logra cuando las personas se ubican en la posición original, definida como la situación ideal de igualdad o “el statu quo inicial apropiado que asegura que los acuerdos fundamentales alcanzados en él sean imparciales” (Rawls, 1997, p. 29), pues personas racionales, carentes de interés particular alguno o posiciones ventajosas entre ellos, se ven obligadas a “escoger principios justos” que los regirán como sociedad.
Como es de esperarse, la selección de los principios demanda que los participantes manifiesten sus opiniones sobre la buena vida, a lo que el autor denomina “preferencias comprehensivas”, que son racionales y equitativas porque se adoptan bajo el “velo de ignorancia” que se impone a los actores para que, se insiste, sus intereses particulares no influyan en la decisión. En lo que atañe al procedimiento, Rawls sostiene que es viable en la posición originaria porque, al erradicar los intereses, será posible garantizar la deliberación, en términos muy similares a los de Habermas, quien afirma que ese es el mejor modelo para la adopción de decisiones en una sociedad1.
Una vez ubicados en la posición original e impuesto el velo de ignorancia, se agotarán varias etapas que garantizan el establecimiento de instituciones justas. La primera de ellas es la selección de principios. A su juicio, en condiciones de igualdad los actores tomarán los siguientes principios de justicia: 1) cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de libertades básicas que sea compatible con un esquema semejante de libertades para los demás; 2) Las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas de modo tal que a la vez que a) se espere razonablemente que sean ventajosas para todos, b) se vinculen a empleos y cargos asequibles para todos (Rawls, 1997). En una segunda etapa debe existir una reflexión y desarrollo de un equilibrio reflexivo en el que hay evaluaciones personales sobre bondad y rectitud. En el texto El liberalismo político (1996), Rawls sostiene que los ciudadanos solo pueden establecer los parámetros de justicia que les regirán en la medida que tengan una concepción política razonable de dicho concepto, y aunque reconoce que allí pueden existir discrepancias, confía en que las mismas se superarán con la deliberación. Finalmente, en la última etapa, debe existir un consenso entrecruzado que tiene que ver con complejos modelos de nuestros acuerdos y desacuerdos de los que depende la estabilidad social: al existir un consenso en el punto fundacional, los sujetos se comportarán de manera adecuada en sus relaciones individuales.
Una vez establecidas las instituciones justas, estas podrán establecer “correctivos especiales” para las “necesidades especiales” como la discapacidad y la desventaja. Rawls es particularmente sensible ante las desventajas. Para tal efecto, retoma el elemento central a partir del cual se edifican sus principios: los bienes primarios. Los bienes primarios son medios de uso múltiple que constituyen el indicador primario para juzgar la equidad en la distribución. En otras palabras, los bienes primarios son medios para que cada individuo pueda perseguir sus propios fines en las sociedades democráticas desarrolladas, a cuyo disfrute aspira toda persona razonable (Orellana, 1999).
La teoría de la justicia de Ronald Dworkin
Dworkin sostiene que el concepto de justicia está estrechamente ligado con el concepto de igualdad. En el libro Virtud soberana (2003) afirma que la igualdad de consideración —que es superior a la igualdad de bienestar y de recursos— exige que el Gobierno aspire a una forma de igualdad material que ha denominado igualdad de bienestar y de capacidades (Dworkin, 2003). Para ello apela a un ejemplo:
[…] supóngase que un hombre acaudalado tiene varios hijos, uno de ellos es ciego, el otro un playboy de gustos caros, un tercero es un político de ciernes de ambiciones caras, otro es un poeta cuyas necesidades son modestas y otro un escultor que trabaja con materiales caros. (Dworkin, 2003, p. 22)
La pregunta que hace Dworkin es: ¿cómo hará su testamento de forma justa? La respuesta dependerá de si se tiene una idea de igualdad como bienestar, de igualdad de recursos o como una mezcla de ambas. El autor norteamericano incorpora el concepto de mercado imaginario de seguros, en virtud del cual las personas en la posición original y bajo el velo de ignorancia entran en un mercado y adquieren seguros para precaver tales desventajas, de tal manera que más adelante, en caso de materializarse alguna desventaja, podrán tener compensación. La igualdad de capacidad equivale a la igualdad de bienestar (Sen, 2016).
La teoría de la justicia de Robert Alexy
Robert Alexy (2007) pretende establecer una teoría sobre los derechos fundamentales. Para ello apela, entre otros elementos, a la razón práctica y a la pretensión de corrección del derecho. En una oportunidad anterior (Rojas, 2015), mencioné que el profesor alemán defiende una idea kantiana sobre el razonamiento práctico, según la cual, toda decisión debe ser tomada desde una teoría del discurso que exija el agotamiento de un procedimiento argumentativo dotado de sus propias reglas. Estas pueden ser, por mencionar algunas, la no contradicción, la universalidad, la claridad lingüístico-conceptual, la verdad de las premisas utilizadas, la completitud deductiva de los argumentos, la consideración de las consecuencias, las ponderaciones, el intercambio de roles, la posibilidad de que todo hablante puede cuestionar cualquier aserción, el hecho que todos pueden introducir cualquier aserción en el discurso, la prohibición de que algún hablante pueda ser coaccionado para no ejercer las anteriores potestades, etc.
Ahora bien, si al momento de adoptar una norma se tienen en cuenta las anteriores reglas, se podrá sostener un señalamiento del siguiente talante: “una norma puede encontrar aprobación universal en un discurso solo si las consecuencias de su cumplimiento general para la satisfacción de los intereses de cada individuo pueden ser aceptadas por todos sobre la base de argumentos” (Alexy, 2005, p. 138). En este ensayo me concentraré en la pretensión de corrección, pues a partir de esta se edifica el vínculo entre derecho y moral, lo cual, a su turno, garantizará que las decisiones que adopten los jueces sean justas; sin que ello signifique desconocer el concepto de la teoría argumentativa de Robert Alexy. En torno a la pretensión de corrección desde el punto de vista del discurso racional, Alexy (2005) ha manifestado:
[…] quien asevera algo frente a otro se encuentra pues prima facie bajo el deber de fundamentar frente a él su aseveración cuando así le sea requerido. En esta medida, la manifestación de una aseveración significa ingresar en el ámbito de la argumentación. Quién fundamenta algo admite, por lo menos, por lo que respecta a la fundamentación con igualdad de derechos y que no ejercerá coacción o se apoyará en una coacción ejercida por un tercero. Pretende, además, que puede defender su aseveración no sólo frente al respectivo destinatario sino también frente a cualquiera. A estas pretensiones corresponden las reglas específicas del discurso que garantizan el derecho de cada cual, a participar en discursos, como así también la libertad y la igualdad en los discursos. (p. 141)
El autor retoma el ejemplo con el que Hart (1961) cuestiona la tesis de Austin sobre el concepto del derecho, esto es, el famoso caso sobre la diferencia entre un sistema de reglas de una banda de ladrones y las del sistema jurídico. En el texto Teoría sobre los derechos fundamentales, Alexy (1997) menciona que existe un criterio empírico y uno normativo para establecer si una norma corresponde o no con una norma de derecho fundamental. El criterio empírico sostiene que las normas adscritas de derecho fundamental “son aquellas que la jurisprudencia y la ciencia del derecho realmente adscriben a las normas de derecho fundamental estatuidas directamente” (p. 28). Sin embargo, a su juicio, tal postura resulta indeseada porque no permite establecer cuáles adscripciones son realizadas conforme al derecho. Así pues, una verdadera adscripción conforme a derecho se lleva a cabo cuando “la norma adscripta [sic] puede ser catalogada como válida [esto es] si para su adscripción a una norma de derecho fundamental estatuida es posible dar una fundamentación iusfundamental correcta” (Alexy, 1997, p. 39).
CONCLUSIONES: NECESIDAD DE UNA JUSTICIA AMBIENTAL
Una vez esbozadas algunas de las ideas más influyentes en torno a la justicia, es imperioso mencionar que estas, si bien evidencian su papel protagónico, se han concentrado en la búsqueda de instituciones justas, mas no de las relaciones entre las personas y de estas con el ambiente. Así, por ejemplo, Rawls plantea un modelo de justicia a partir de la posición original en la que los ciudadanos, bajo el velo de ignorancia, están en capacidad de elegir racionalmente los principios de justicia, gracias a su fundamento sobre los bienes primarios básicos, lo que, a la postre, desembocará en la consolidación de instituciones justas.
Dichas ideas serán complementadas por Dworkin, quien, tal como se acaba de evidenciar, apuesta por un modelo justo en virtud del concepto de igualdad. Tal concepto, implica una posición hipotética del mercado de seguros, en el que los ciudadanos podrán ser compensados en casos de encontrar desventajas. En el fondo, desde su perspectiva, la igualdad es la virtud soberna del buen Gobierno. El profesor Amartya Sen (2016) ha catalogado las dos anteriores teorías como “trascendentalistas institucionales”, pues comparten el propósito de “identificar reglas e instituciones justas” y descuidan las relaciones de las personas entre sí. Lo importante, entonces, desde la óptica del premio Nobel, no es identificar esquemas sino realizaciones. A esto último se le debe adicionar que se trata de teorías que desconocen al ambiente como un sujeto de derechos, o por lo menos no lo tienen en cuenta. Esa invisibilización, anulación y subestimación lleva a una teoría de la “justicia antropocéntrica”, según la cual solo los seres racionales deben ser tenidos en cuenta al momento de definir qué es lo más justo.
En lo que atañe a Alexy, cabe anotar que su modelo de justicia está materializado en la sentencia judicial en la medida que alcance en la pretensión de corrección. Este modelo también podría ser calificado como insuficiente para una definición integral de la justicia, porque se limita a elevar una fórmula vacía en la que se carece de una definición unívoca sobre esta.
En cuanto a las críticas que recaen sobre la teoría del discurso como teoría de la corrección, según Alexy (2005), Weinberger afirma que la corrección de una tesis no depende únicamente de que se aduzcan buenas razones, pues el juicio del partícipe es un presupuesto lógico para llegar al consenso, so pena de avalar las decisiones adoptadas durante las “psicosis de masas”. Del mismo modo, Tugendhat sostiene que no toda fundamentación resulta ser comunicativa, porque aun cuando la decisión es individual se debe buscar un punto de equilibrio entre los intereses no comunes o particulares, a lo que se arriba en la medida que se aduzcan argumentos en los que se tome en serio al otro como individuo.
Ante tal panorama, la conclusión es que es necesario ampliar el espectro en materia de la concepción de la justicia, pues más allá de ser un tema que concentre la atención del derecho y las instituciones, deberá, también, tomar en cuenta lo que al respecto enseñan disciplinas como la sociología y la economía.
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Notas
*Abogado y magíster en Derecho de la Universidad Nacional de Colombia, con perfil investigativo y tesis meritoria. Correo: faarojasbo14@gmail.com.
1Respecto a este tema, se pueden consultar los trabajos de Martí (2011) y Haddad (2006).