Читать книгу Homo Falsus - Pablo Javier Mira - Страница 12
3. Definiendo lo trucho
ОглавлениеLa idea de que los consumidores son explotados en forma sistemática apunta al corazón de la economía tradicional y desafía el principio de Adam Smith. Si un individuo compra lo que no desea, entonces toda la teoría del consumidor moderna se desmorona. ¿Pero qué queremos decir con “muchas veces los consumidores adquieren bienes que no querían comprar”? Algunos críticos de Akerlof y Shiller sostienen que esta afirmación es, como mínimo, una arbitrariedad. Aun habiendo ganado el Nobel, estos dos economistas no son quiénes para decirnos lo que nos gusta y lo que no. Más aun, la afirmación misma podría constituir una contradicción en los términos, pues no se entiende cómo es que alguien termina haciendo de manera “voluntaria” aquello que en realidad no deseaba hacer en primera instancia.
Para resolver este enigma, es necesario alejarnos un poquito de la economía y comprender algo básico sobre el funcionamiento del cerebro humano. Dentro de nuestras cabezas no hay nada parecido a un componente único de control centralizado de las decisiones del estilo que nos muestra la película Intensamente. Al contrario, el cerebro está conformado por módulos relativamente independientes cuyos “deseos” suelen colisionar entre sí. Muchas veces esta ambivalencia puede incluso sentirse internamente; somos conscientes de ella.
A la hora de decidir comprar un paquete de cigarrillos, por ejemplo, nuestro cerebro se debate entre obtener placer en el corto plazo, y sufrir un problema de salud en el futuro. Si bien creemos que nuestra decisión final ha sopesado eficazmente costos y beneficios, en realidad lo normal es que prevalezca alguna de las opciones por motivos completamente azarosos. Ante una decisión dilemática, la mente termina decidiendo a partir de una buena justificación que solucione nuestro conflicto interno. Si se nos aparece el pensamiento “soy joven, ¿qué daño me puede hacer un atado de cigarrillos más?”, terminaremos comprando el paquete. Aunque menos común, también podría surgir una buena razón para no fumar, como cuando nos fijamos un objetivo desafiante del tipo: “hoy es mi cumpleaños, el día ideal para empezar a dejar de fumar, trataré de cumplir dos meses sin fumar un cigarrillo”. Como ni nuestro cerebro sabe lo que quiere, es inútil insistir con que “sobre gustos no hay nada escrito”, o afirmar democráticamente que “a cada uno le gusta lo que le gusta”. Básicamente, porque ese “uno” individual de estas frases simplemente no existe. Nuestros módulos cerebrales tienen literalmente deseos independientes y a veces contradictorios, y no hay un órgano central que juzgue ecuánime y económicamente las ventajas y desventajas de cada uno.
Ahora bien, aun cuando para un individuo sea difícil distinguir qué es lo que realmente desea y lo que no, un observador experto podría caracterizar y computar desde fuera los pros y los contras de cada opción. Para asegurarse de que su análisis fuese objetivo podría, por ejemplo, encuestar a los decisores tras sus compras, para verificar si se arrepienten o no de sus elecciones atolondradas. Y lo que se encuentra en la práctica, a través de cientos de experimentos, es que muchos consumidores se muestran descontentos por decisiones que fueron tomadas “en caliente”. Los ejemplos más comunes de compras compulsivas se producen al visitar otros países, donde todo resulta atractivo y fascinante, lo que se mezcla con el temor a perder la oportunidad del momento: ya que estoy aquí, sería una lástima no comprar este producto tan pintoresco. En su visita a Santiago de Compostela, hace tres años, Gerardo se entusiasmó con la compra de un bastón típico del lugar, y no dudó un instante en adquirir uno tan extravagante como enorme, que por supuesto le trajo un enorme dolor de cabeza para transportar durante el resto del viaje. El bastón aún se encuentra tirado en su pieza, sin siquiera exhibirse como adorno.
BOX 2: PREFERENCIAS EXTRAVAGANTES
En la teoría económica del consumidor tradicional, para identificar qué es lo que realmente desea un individuo, se suele recurrir a la llamada teoría de la preferencia revelada. Básicamente, se observan las decisiones individuales en el mercado y en base a ellas se construyen los deseos, que se organizan a través de la “función de utilidad”. El problema con esta aproximación es que, si nuestras decisiones individuales están sesgadas, las preferencias que estas decisiones revelan son en realidad un concepto borroso e incongruente. De los típicos fallos que cometemos en la aplicación de las preferencias, nuestra historia preferida es la siguiente (si es que realmente la preferimos). Entra una señorita a un bar y pide un café, pero la máquina está averiada y no es posible servirlo. Entonces pide una gaseosa de bajas calorías, pero el mozo le explica que ese bar solo vende bebidas azucaradas. Finalmente pide una botella de agua. Cuando se la están por servir, le avisan que la máquina ya fue reparada y que enseguida le traerán el café. Pero entonces la señorita le comenta al mozo: “está bien, igual tomaré el agua”. Esta historia, perfectamente natural para nuestros oídos, revela sin embargo una flagrante violación del orden transitivo de las preferencias. No parece muy racional que digamos preferir café a gaseosa, gaseosa a agua, y agua a café… |
Un sesgo adicional preocupante es que no solemos reconocer nuestros errores. Todos intentamos racionalizar nuestras creencias y convencer a nuestra audiencia de que nuestras preferencias son estrictamente racionales. Si nuestro entorno es indulgente y educado, pocos se animarán a señalar la estupidez de habernos teñido el pelo de ese color, o de habernos tatuado el nombre de nuestra ex-novia en la frente, o de haber ido a ese recital de un viejo grupo de rock gastado y desafinado, que se vuelve a reunir décadas después de su último concierto. Nuestros amigos aceptarán gentilmente todo nuestro bagaje de argumentos falaces, inconsistentes o irrelevantes, con el único fin de no hacernos cargar con la culpa de haber tomado una decisión equivocada. Pero cuando sometemos esas elecciones a fino escrutinio, nuestro edificio coherente de preferencias bien puede derrumbarse.
Recapitulando, todo apunta a que nuestras elecciones tienen mucho menos que ver con la razón que con nuestros deseos, algo que las empresas saben muy bien cómo manipular. De hecho, si nuestras preferencias fueran consistentes, fijas e inmutables como afirma la teoría convencional, las firmas jamás invertirían un solo peso en tratar de afectarlas. En la práctica, muchos de nuestros errores como consumidores son propiciados por los pescadores de tontos, las empresas que dedican ingentes recursos para tratar de explotar nuestros fallos. Como se muestra con el ejemplo de la publicidad en el capítulo IV, la evidencia indica que la firmas invierten muchísimo dinero para ajustar nuestras preferencias y convencernos de que sus productos son absolutamente necesarios para nuestra supervivencia.
Akerlof y Shiller señalan en su libro múltiples ejemplos ubicuos de estas vivezas y sus consecuencias. Pero para nosotros, su libro es solo un punto de partida. Nuestra experiencia diaria insinúa que la mentira no es unidireccional, de las empresas a los consumidores, sino que se dispersa en muchos otros sentidos. En lo que sigue intentaremos demostrar al lector que todos podríamos estar viviendo en una gigantesca ficción económica. Sígannos los truchos.