Читать книгу El lado Norita de la vida - Pablo Melicchio - Страница 11
ОглавлениеPRIMER ENCUENTRO
Camino por las calles de Castelar con un ramo de flores en la mano y con mil sensaciones rebotando en mi interior. Me detengo ante la reja de su casa, suspiro hondamente y toco el timbre. Tarda un poco, o tal vez es demasiada tardanza para mi estado de ansiedad. De pronto escucho ruido de llaves. Abre la puerta que da al garaje, avanza y luego separa con sus pequeñas manos la cortina verde y blanca que nos aparta. Se asoma y me saluda. Busca entre el manojo la llave de la reja y la abre. Cuando me recibe se le iluminan los ojos, sé que le encantan las fresias. Me agradece. Ingresamos en el living. Se dirige hacia la cocina y regresa conun florero con las flores dentro y lo pone sobre la mesa. Norita se está recuperando de una caída. Mientras nos vamos acomodando en los sillones, le pregunto cómo sucedió esa caída. “Inesperada, como todas las caídas”, responde. Me cuenta que estuvo en Santiago del Estero, en un terreno grande donde estaban “los sin tierra”, campesinos, indígenas… Que se salvó porque había ido muy abrigada. Solo el pie, que por eso renguea un poco. Pensó que le había estallado el empeine. Que allí le hicieron los primeros auxilios, pero que luego la atendieron en el hospital Posadas. Y ya que nombra a su querido hospital, dice: “Un lugar destrozado; no dan abasto por la falta de personal, por los despidos y por el exceso de enfermos”. Que estuvo muchas horas, pero salió con el diagnóstico de una simple inflamación, un golpe muy fuerte. “Hielo y bañitos con sal, el tratamiento que hacían las madres de antes”.
–Voy recuperándome, lentamente, porque mi cuerpo ya tiene años. Yo me rompo la cadera y me muero… Me cuido para no caerme. La caída de una persona mayor muchas veces termina siendo la muerte.
Tiene 88 años. Detenerse, para ella, por su forma activa de ser y estar en el mundo, es similar a morir. Nora es una mujer incansable. Hay ancianos que tienen vidas sosegadas, que se jubilan y que viajan por placer; otros son más espectadores que protagonistas, viejos que se quedan frente a la pantalla del televisor, en la rutina familiar, o que van sacando las conclusiones de sus vidas. Pero Nora no quiere nada de eso, menos una conclusión o un cierre, porque aún hay algo que no le cierra.
De fondo suena la radio, las noticias y algunos sonidos mínimos de un barrio que parece estar reposando.
Me cuenta que en un rato llega Mónica, que la va a cuidar durante unos días.
–Tengo que aceptar que me quieren cuidar.
–Es bueno que te dejes cuidar un poco, Nora –le digo.
Ella es la que cuida de todos y ahora es tiempo de que la cuidemos, de su caída, de su golpe o, como diría César Vallejo, de esos “…golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma…”. Algo que Nora sabe muy bien.
Suena el teléfono. Se levanta despacio, lo descuelga de la pared. Atiende. Es amable, siempre. Se sienta. Agenda una entrevista.
–Los periodistas me tienen loca, patilluda, es que cada día hay una canallada más –dice cuando corta. Apoya el teléfono sobre la mesita ratona y levanta la pierna sobre un banquito de madera.
Vamos hablando de los detalles del libro. Un libro espontáneo, libre, natural, que vaya saliendo como si se pariese en el campo, sin máquinas ni anestesias. Insiste en que tiene que ser psicológico, y en el que cuente la perversión de ciertos militares, pero también la resistencia de las Madres y de las familias.
–Hay varios periodistas y documentalistas que quieren hacer mi biografía –me dice y, tras un suspiro, agrega–. Pero yo no tengo nada anotado, yo siempre viajé, fui, vine, no guardaba nada, tengo un montón de fotos sin fechas…
–Vamos por la memoria, entonces –le digo, y sonríe.
Cada vida está constituida de infinitos momentos. Hay vidas más lineales, “normales”, vidas clásicas, casi sin sobresaltos. Hay millones de personas en el mundo que nacen, viven y mueren, que pasan inadvertidas y que, con los años, nadie sabrá que habitaron en esta tierra. Pero la existencia de Nora es una e infinita, contiene muchas vidas dentro. Estoy frente a Nora, la que fue hija, esposa y madre. Nora, la madre actual de Marcelo y la que fue madre de Gustavo hasta que lo secuestraron. Nora, la Madre de Plaza de Mayo, la militante, la luchadora por las mil injusticias que padecemos cada día. Su vida dividida en mil partes, pero por sobre todo partida en dos: antes y después de la desaparición de Gustavo.
Estamos sentados frente a frente. Sobre la mesa ratona aguardan el grabador encendido y mi cuaderno abierto con mil notas y mil preguntas. Norita está distendida, como si nos conociéramos de toda la vida.
–Que vaya saliendo el manejo psicológico que hizo la dictadura con las familias, con las Madres. Lo mismo que le hacen a la familia Maldonado, el colmo de la perversión. La diputada Laura Alonso festejó un chiste negro que circulaba en Internet, que preguntaba: “¿Dónde termina el camino de Santiago?”. Y la respuesta era: en un cajón con huesos. Lo peor que le pueden hacer a una familia, a una madre, se lo están haciendo a esta familia; ellos están solos… Lo de Santiago Maldonado es desaparición forzada seguida de muerte, así. Doble crimen. Eso mismo nos hacían a nosotras, nos llevaban detenidas en plena dictadura, por escándalo en la vía pública, decían. Vaciaban un colectivo en la esquina de la Plaza, y nos metían a todas en una celda donde en el piso había un muerto. El muerto podía ser alguien al que lo atropelló un auto o lo que fuera, pero ese era un mensaje. Eso mismo le hicieron a la familia Maldonado –dice y respira hondo.1
Santiago es para Nora, y para todas las Madres, la recreación de lo que padecieron con sus hijos. Desaparición. Búsqueda. El trauma se reactiva. Al decir freudiano, lo no elaborado retorna incesantemente. Y como las Madres que no hallaron a sus hijos no pudieron atravesar sus duelos, con lo sucedido con Santiago Maldonado el trauma se recrea y se reactiva. Es una vuelta al mundo del dolor en casi ochenta días. La consigna “Aparición con vida de Santiago” condensó todas las angustias vividas por las Madres en la época de la dictadura. Represión. Desaparición.
–Quisiera que puedas recrear el proceso psicológico de querer destruir una familia –dice y me mira fijamente.
Es un pedido. Su pedido es una orden que me revuelve las tripas, que me parte la cabeza en treinta mil pedazos. Sé que hay distintas formas de destruir una familia. Hoy, que la familia ya no es lo que era, ¿de qué familia me habla Nora? De aquella que funciona, de una u otra manera, ligada desde un objetivo. Aquella en la que hay encuentros. En la que, como sucedía en la suya, había una mesa, un papá, una mamá y dos hijos. Esa familia clásica en la que el padre salía a trabajar y regresaba a un hogar en el que estaba la madre ocupándose de los hijos. Esa familia en la que los hijos iban a la escuela, salían a bailar, tenían amigos, novias, fiestas. Esa familia es la que se intentó destruir cuando se llevaron a Gustavo. Pero no fue destruida, fue reconvertida, con la desaparición de Gustavo pasó a ser otra familia, con la ausencia. Fue entonces cuando Nora, la esposa y madre, no se quedó en su casa, encerrada con su dolor, sino que se calzó el pañuelo blanco y salió a la calle para convertirse en una Madre de Plaza de Mayo.
–¿Y dónde comienza ese proceso de descomposición de la familia, Nora? –le pregunto.
Nora baja levemente la cabeza, como si en su falda estuviera abierto el libro de la buena memoria. Enseguida regresa su mirada y me dice:
–La descomposición de una familia como la nuestra arranca en el momento de la desaparición. Ya no se vuelve atrás...
“Ya no se vuelve atrás”, dice Nora, con un dejo de melancolía. En realidad, nunca hay vuelta atrás, solo imaginaria. Pero, aun así, más de una vez quisiéramos volver al pasado, a esos momentos plenos, ideales, sin dolores ni muertes, y quedarnos allí eternamente.
–¿Hubo un momento en el que pensaste que ya no ibas a encontrar a Gustavo?
–No hubo un momento, hubo una historia. No hubo un momento que yo te diga, el día tal… como cuando uno escribe el diario de su vida: el día tal hice tal cosa… En esta historia no hay un día tal. Hay un día que no te diste cuenta qué día era, no lo registraste, no sabés bien qué pasó –dice y se queda contemplando un punto lejano del living en penumbras. Un espacio poblado de fotos, libros, reliquias, regalos de todo el mundo. Un lugar donde habla la historia reciente de nuestro país.
La vida dividida. Y la memoria activa. Luego de un instante, regresa de un viaje inaccesible para mí. Me mira con dulzura. Entonces sigo preguntando. Sigo ingresando en la historia y en la vida de Nora Cortiñas. Miro mi cuaderno en el que esperan las preguntas sin respuestas, pero siento que no es momento de puntualizar y, apelando a mi profesión de psicólogo, le digo:
–Hablame de lo que quieras.
–Bueno, la desaparición… ese es el punto de partida de un cambio. No es fácil. Voy perdiendo la memoria y tengo que ir rescatando. Rescatando. Me acuerdo de tal cosa… ayer, cuando vi esa escena de la madre de Maldonado, la perversión de un sistema represivo, cómo te destruye, cómo te hurga en tu interior para ver cómo te pueden destruir, y a cada ser de la familia le toca de una manera distinta. No todos son de la misma manera. La madre reacciona de un modo; el padre, de otro; el hermano, de otro… toda esa conjunción, para ir desarrollando el sistema perverso que es la dictadura. A medida que ahora me meto en esto… haré memoria, porque hasta ahora no tenía tiempo.
–Trabajaremos con la memoria. Es un bueno momento para que puedas trasmitir lo que viviste.
–¿Qué quiero que hagas, Pablo? Que hurgues en lo psicológico y en lo político… Todo lo psicológico de la dictadura, de la represión, que tiene un trasfondo político muy intenso.
–¿Qué es la desaparición, Nora?
–El sistema de represión más infame es la desaparición de persona. La persona pasa de ser a no ser, de no saber más nada de qué pasó con su familia y su familia no saber más nada de qué pasó con él; todo es imaginación: “Ahora lo estarán torturando”, “¿y si ahora salgo a reclamar, van a seguir torturándolo?”. “Y si no salgo, ¿lo van a matar?”. Ese juego de crueldad. Hay un ex detenido desaparecido, que lo quiero mucho, al que le pusieron en su pecho desnudo a su hijito de dos o tres meses, y a él lo torturaban con su bebé arriba del pecho para trasmitirle la electricidad al hijo también. Hay que dejar testimonio, Pablo. Yo no sufrí la tortura en mi piel, sabés, la sentí en mi alma. La tortura en el cuerpo la sintieron los que estuvieron en un campo de concentración.
–Distintas formas del dolor, pero dolor al fin, Norita.
Desaparición. Torturas en el cuerpo y en el alma. Nora se levanta, se dirige lentamente hacia la cocina. Solo una pausa para preparar unos mates, para buscar un poco de respiro en medio de los recuerdos que duelen. Un recreo para descansar del horror, como quien en medio de un velatorio se asoma por una ventana y se queda observando a unos niños andando en bicicleta. Afuera, la vida; adentro, la muerte. Aunque adentro y afuera muchas veces no sea más que una banda de Moebius que nos confunde. Qué es adentro. Qué es afuera. Soñar con los ojos abiertos. Escucho los sonidos de Nora en la cocina. El agua que corre, la hornalla que se enciende, la puerta de la alacena que se abre; la vida insistiendo en el presente sobre el fondo de un pasado que se resiste a desaparecer porque hay un desaparecido que no aparece y es un nudo en la memoria.
Nora regresa con la bandeja con el termo y el mate. Me levanto de mi sillón y la ayudo. Nos sentamos. “Sigamos”, me dice. Está entusiasmada. Quiere seguir haciendo memoria, pensando, hablando y dejando testimonio de su recorrido personal, que también es recorrido histórico. Me siento parte de esa historia y un testigo privilegiado de una mujer referente de la ética, de la resistencia y de la lucha por la defensa de los derechos humanos.
–La familia, Norita, ¿cómo siguió luego de la desaparición de Gustavo?
Nora se queda un instante reflexionando. De fondo, la radio, una canción. Desde la calle llegan los sonidos del barrio: un ladrido lejano, las ruedas de un changuito rebotando en las baldosas de la vereda, voces que se pierden, una bocina. Preparo el mate, tomo el primero, “el del tonto”, como decía mi abuela, y le cebo uno a Norita.
–No todo fue tortura, está el matiz de una reunión de familia. No darles el gusto a los torturadores de que han vivido torturándonos. Uno pudo rehacerse. Ellos no pudieron darse el gusto de volvernos locos a todos –dice y se queda en silencio.
Toma el mate, despacio. Mientras, en el silencio, en la pausa, mis pensamientos se van rearmando, buscando la comprensión que muchas veces resulta imposible.
–El amor y la lucha quizás impidan caer en la locura –le digo.
–Sí, eso mismo, Pablo. Este sistema que emplea Macri ahora, por ejemplo, esto que va haciendo Macri día por día, es para llevar a la gente a la alienación. La gente se queda sin trabajo, unos compañeros sí y otros no. Y el compañero que permanece en el trabajo sufre tanto como el que fue despedido, ¿por qué? Por el miedo a perder el trabajo también, lo tienen agarrado ahí. Eso es perverso. El que regresa a su casa después de que echaron a un compañero se preguntará: “¿Mañana me dejaran entrar a mí?”. Están minando la salud con el silencio, con no decirles qué van a hacer con ellos –dice y me devuelve el mate.
–La desaparición y ese silencio al que hacés referencia tienen raíces similares, no saber qué pasó, qué va a pasar –señalo.
–El silencio también es alienante. El ocultamiento es alienante. El no decir y el negacionismo son alienantes.
El silencio de lo ocultado. El silencio de lo no dicho. El silencio perverso. El silencio de la verdad no dicha. El silencio que enloquece. Formas de la violencia, muchas veces sutiles, pero que van desgastando también, quebrando la paz de la gente. Vuelvo a llenar el mate. La mateada es parte del diálogo. Van y vienen los mates, llenos, vacíos, como palabras, como silencios. Nora busca en su memoria única e infinita, va respondiendo mis preguntas y se va metiendo en el relato, en la resignificación de lo vivido. Mientras tomo un mate, pienso, escucho, existo.
–No busquen testimonios sobre mí, sirve lo que yo viví. No lo que la gente cuente –dice, sentencia.
–¿Y qué viviste?
–La vida y la locura. Hay madres que se murieron locas. Hay una hija que viviendo en Holanda volvió a Buenos Aires para escribir un libro y rescatar la figura de su madre que terminó en un psiquiátrico.
–Escribir para deshacer el diagnóstico y rescatar a la madre, a la mujer sin etiquetas.
–Así es, Pablo. Yo quisiera saber cómo es ese proceso para volverse loca. Nadie se vuelve loco porque quiere, sino que enloquece cuando sus posibilidades de encajar en un espacio no se le dan. Porque se le hace insoportable el afuera, tiene que meterse adentro.
–Hay personas que tienen una estructura psicótica, pero que necesitan de determinada situación para brotarse, para que aflore esa locura. Y hay quienes, sin contar con una base psicótica, enloquecen ante la confrontación con algún suceso insoportable. Volverse loco, elegir la locura porque el afuera es intolerable, también es una posibilidad. ¿Vos sentiste en algún momento que podías volverte loca?
–Sí, te querías volver loca, porque es inaguantable una situación de dolor y de pena… Cada uno en su medida. Una cosa es una persona que sufre la tortura en su propio cuerpo y otra cosa es una persona que sabe que a su familiar lo torturaron, o que lo van a torturar si lo agarran.
Le cebo un mate. La memoria se riega, se rehidrata la tierra de los olvidos, crecen los recuerdos. Nora me devuelve el mate y retoma el diálogo:
–No quisiera que el relato sea siniestro. Tu libro, Las voces de abajo, en un momento te lleva a lo siniestro. Cuando el personaje se conecta con los desaparecidos. Esa ficción es verdadera. Yo, o cualquiera de las Madres, hemos sentido cuando entrás en un lugar que fue un campo de concentración, que volvés a ese mundo que vos quisieras descubrir… ¿qué hay ahí? ¿Qué tengo que descubrir ahora?
–Las memorias que conservan los lugares. O los lugares que despiertan a la memoria.
–Muchas Madres nuestras se volvieron locas. Algunas se mataron en un momento límite. Es la alienación que provoca esta situación.
–Quizá enloquecieron o se suicidaron las que se quedaron solas, encerradas con su dolor.
–Seguramente. El encuentro de las Madres, cuando Azucena propuso ir a la Plaza de Mayo a encontrarnos, a compartir información. ¿Qué conseguiste? ¿Adónde fuiste? ¿Qué buscás? Ese mecanismo de comunicarse. La conexión entre nosotras dentro del drama.
–Los encuentros entre las Madres y las rondas, compartiendo información, pero también el dolor y la lucha, resultaron ser la mejor forma para no enloquecer en soledad –agrego.
Nora cierra los ojos. Me cebo un mate. Nos quedamos un instante en silencio. La dejo ir. Me dejo ir. Estoy entusiasmado, pero también siento un nudo en la garganta. Nora me habla, le habla al hombre que soy, al escritor y al psicoanalista, pero también se habla a sí misma. Como en una terapia, el psicólogo muchas veces no es más que el pretexto, el espejo donde el paciente se busca.
–A medida que vaya hablando con vos, cuando te vayas, mañana, lavando los platos, tendré que seguir caminando mi memoria, no puedo meterme de golpe. El pensamiento te viene de pronto, lo relacionás con un hecho… –dice Nora y deja la frase inconclusa. Y yo me quedo detenido, como ante una pintura sumi-e en la que el artista dejó espacios en blanco con el propósito de que el observador complete la obra con su imaginación.
De pronto suenan las campanadas del viejo reloj de madera marcando la hora que regula el mundo cronológico. Desde la radio, unas propagandas, una música suave, la voz de una periodista. Nora regresa de algún recuerdo y se queda mirándome, sé que espera una pregunta. Sobre la mesa ratona, mi cuaderno con mil preguntas. Busco una. Elijo un camino entre tantos. Pregunto:
–¿Cuáles eran tus miedos antes de que desapareciera Gustavo?
–Antes de que se llevaran a Gustavo teníamos miedos porque era militante. Miedo a que se lo llevaran y lo torturaran. Ya habían desaparecido algunos compañeros. Teníamos miedo de que se expusiera. Cuando desaparece Gustavo todavía no había desapariciones masivas, muy a la vista.
–¿Y hablaste con él acerca de esa posibilidad?
–Yo le pedí: “Gustavo, no vayas adelante en las movilizaciones”. Y él me respondió: “Y, mamá, ¿querés que vaya el hijo de otra madre? Es lo mismo, todos somos iguales”. Y después me dijo: “Prometeme que si me pasa algo no vas a sufrir”. Y yo le contesté: “No, eso no te lo puedo prometer”. Todas esas escenas terribles fueron pocas porque él no quería demostrarme que corría peligro, entonces eran escenas fugaces, cortas, de esas respuestas rápidas.
–No se puede prometer no sufrir. Te pidió un imposible.
–Claro, eso no se puede prometer. Todas las madres tienen miedo. Hay miedos primarios, de que le pase algo a un hijo por lo que sucede en la vida misma, en las grandes ciudades. Pero como él era militante político estaba más expuesto a que le sucediera algo… Hay chicos que salen y las madres no duermen. Antes de que militara, Gustavo, y Marcelo, que nunca militó, iban a bailar y todo eso, entonces teníamos el miedo que hoy tiene toda la gente. Ahora, cuando están militando en política, hay otra situación, sabés que lo pueden estar vigilando, que lo pueden estar siguiendo –dice, y me devuelve el mate.
–Hoy, ¿tendrías los mismos miedos?
Hace una pausa, revolea los ojos a su alrededor, como si la respuesta estuviera volando por el living.
–Hoy… –responde–, si tuviera un hijo adolescente, no dormiría hasta que no entrara en la casa, hasta no sentir que se cierra la puerta. Pero en algún momento hay que aflojar. En aquella época, Gustavo se iba los sábados a la noche, nos creíamos que iba a bailar, pero iba a la Villa 31, a comer empanadas, a reunirse, y volvía el domingo a la mañana… era una preocupación, Carlos salía a buscarlo. Cuando empezó a estar de novio, sabía que la noviecita era de Ituzaingó, y Carlos se iba para allá, cosa que a Gustavo le reventaba el hígado, como a cualquier pibe.
Nora atiende su teléfono celular. “Sí, estoy mejor, querida…. Claro… Ahora no, estoy con el psicólogo que está haciendo el libro. Sí, por supuesto. Llamame a la noche y te cuento. Sí. Un beso”.
–Yo sé lo que quiero –dice enseguida–, y sé lo que vos querés, entonces tengo que ir buscando por ese lado, cuáles son los detalles que quiero que salgan en el libro.
–Ya están saliendo los detalles, Nora. Hay uno central, que es la desaparición de Gustavo y cómo tu vida se transforma a partir de esa tragedia.
–Sí… Tengo que ir buscando, hurgando un poco para rescatar momentos que puedan quedar y que señalen el camino de lo que fueron la represión y los sentimientos en las conversaciones familiares.
–¿Cuáles eran esos sentimientos? Por ejemplo, cuando estaban sentados a la mesa, los cuatro.
Nora deja caer la cabeza. Permanece un instante en silencio, suspendida en la tierra de los recuerdos. Se potencian los golpeteos del segundero del viejo reloj de madera y la voz que viene de la radio escondida en el pequeño pasillo que divide la cocina de la habitación. Espero. Me tomo un mate. Pienso. No pienso. De pronto Nora levanta la cabeza, sus ojos chiquitos y luminosos me dicen que regresó con un recuerdo.
–De política no hablábamos en la mesa. Como padre e hijo, generacionalmente, no coincidían. Gustavo no acordaba con lo que quería el padre. Carlos siempre estaba asustado, temía que fuera a pasarle algo.
–Finalmente pasó algo. Era un miedo fundado.
–Así es, era un miedo bien fundado en una situación política. Lo psicológico de la familia, del desenvolvimiento de los chicos, está ensamblado en lo político de esos años, de la situación.
Suena otra vez su teléfono celular, es otra amiga. Hablan de su salud. Nora decodifica su dolor, lo traduce en palabras. La caída, el golpe, los golpes que da la vida. Y cómo se sigue luego de un golpe. “No te preocupes. Me cuidan… Un beso, chiquita. Dale. Chau”.
–Fui a visitar a los familiares del ARA San Juan –dice ni bien cuelga el teléfono–: y una chica, cuyo hermano estaba en el submarino, me abrazó y llorando me preguntó: “Nora, ¿cómo se hace?”. “Luchando, no bajando los brazos. Ese es el camino”, le respondí.
–La diferencia es que ellos saben que los cuerpos están en el mar… en tu caso, ¿cuál sigue siendo la lucha?
–Al principio, fue que Gustavo apareciera con vida, porque suponíamos que estaba en algún lugar. Ahora, tantos años después, más que la verdad, que sí la quisiera, ¿quién?, ¿cómo?, ¿dónde? Esas preguntas que nos hacemos todos los familiares por años y años… antes de dónde está el cuerpo, en mi caso, es luchar para que se cumplan sus ideales.
–¿Y cuáles eran esos ideales de Gustavo?
–Que un mundo mejor es posible, que esos chicos de la foto –dice mientras contempla la fotografía que está sobre la mesita ratona; en ella su hijo se encuentra rodeado de niños en la Villa 31–, que esa escena hoy no se repita. Que los chicos puedan ser felices, que tengan comida, que tengan educación, que tengan bienestar. Esta foto sigue siendo una escena actual.
–¿Qué sabés de esa fotografía? –pregunto y le cebo un mate.
Nora toma el mate y adelanta su cabeza, como si quisiera meterse dentro de la fotografía.
–Gustavo ahí tiene… unos veinte años. Está en la Villa 31. En un día de reunión con los chicos.
–¿Cómo te llegó la foto?
–Me la dio una compañera de Gustavo. Es la foto de la lucha por los ideales, que va a haber trabajo, que va a haber comida, que va a haber atención de la salud. La destrucción que hay día a día, de los hospitales, de todos los comedores que se fueron formando para paliar el hambre. Yo no estoy de acuerdo con que en el país haya todos comedores, pero tampoco quiero que la gente se muera de hambre. Están destruyendo todos los lugares de solidaridad, los lugares donde había protección de la infancia, todos los lugares donde había salitas de emergencias, de primeros auxilios, todo. No queda nada –dice Nora y regresa lentamente de la profundidad de la fotografía.
Nora es memoria viva, cronista de las peripecias de nuestro país. Pero no es una narradora de la historia leída en los manuales, ella es una protagonista fundamental de lo acontecido en los últimos cuarenta años. Y habla del país de la sangre de las víctimas del terrorismo de Estado. Y del país de la sangre de los soldados que fueron enviados a las islas Malvinas. Argentina, país diezmado. El 10 de diciembre de 1983 termina la dictadura militar, asume la presidencia Raúl Alfonsín. Pero la sombra de lo vivido todavía oscurece la vida de los argentinos. El horror de lo sufrido comienza a ver la luz. Es el tiempo de saber qué pasó. Es el tiempo del regreso de los exiliados, de que las víctimas hablen, cuenten, denuncien, comiencen a sanar sus heridas.
–Nora, ¿qué sucedió con vos, con las Madres, cuando regresó la democracia?
–Alfonsín asume cuando el país aún estaba con las llamas de la dictadura. Yo lo que le valoro, que no se lo valoré en su momento porque estábamos con mucha bronca, es que primero hizo lo de la Conadep, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Había sido una etapa en la que él había ido a Bolivia, a hablar con el presidente Siles Zuazo, que había sido un presidente muy de su pueblo, que había formado una Conadep. Él capta eso y cuando asume lo trae para acá. Él hizo el juicio a las tres Juntas militares cuando acá estaban humeando los fusiles, todavía existía el riesgo de volver a un derramamiento de sangre, sin embargo, él hizo el juicio. Hubo condenas, no las suficientes… pero en su momento cada condena era un logro. Yo le rescato eso. Si no, no rescatamos ningún valor.
–Bueno, pero con la vuelta de la democracia llegan algunas conquistas por las que tanto ustedes venían luchando y reclamando.
–Sí… Había que salir del horror de lo que fue la dictadura. Uno no puede taparse los ojos y no ver nada. En esa época pudo hacerse el juicio. Además, a Alfonsín nadie le tendía una mano. La oposición, menos. Esa fue una etapa muy importante –dice y se queda contemplándome, con el mate entre las manos.
–¿Qué quisieras rescatar de lo que hacía tu hijo?
–Yo quiero rescatar la lucha de Gustavo para que cambiemos este mundo injusto. Quiero que se encamine el país para que haya justicia social. Para eso tenemos que vencer muchas cosas ingratas: la corrupción, la mafia que hay alrededor de la política. Yo quisiera que un día todos los chicos de la villa tuvieran techo, tuvieran calzado, tuvieran atención de su salud correcta, tuvieran comida... Tuvieran comida, primero y principal. Que en la Argentina no hubiera hambre. Para mí, el ideal del comienzo de un ideal es que no haya hambre; todo lo demás tiene arreglo. Todo lo demás se puede ir arreglando. Pero lo primero es que nadie se muera de hambre en Argentina. En un país que elabora alimentos para trescientos millones de habitantes, que manda comida al mundo, ¿que se muera de hambre la gente? –dice y se queda negando con la cabeza.
–Un país rico en posibilidades, pero, como en muchos países del mundo, mal repartidas. Una minoría concentra la riqueza y acumula lo que le falta a la mayoría.
Nora me mira. Asiente. Piensa. Luego continúa:
–Con el campo que tenemos, Pablo… tirás una semilla y al día siguiente es una planta. Entonces eso, sueño que haya una estructura de país. Yo no quiero imitar a los países ricos, Holanda, Bélgica, esos países donde sobra la comida, porque yo no sé si son totalmente felices. La gente igual se mata, hay jóvenes que se suicidan. En todos los países ricos, donde aparentemente está todo tan bien, la gente se enferma de la cabeza. En unos se enferman porque no tienen para comer; y en otros, la gente tiene, le sobra y tampoco les hace bien.
–Los extremos. El que no tiene casi nada. El que tiene casi todo. Siempre es necesario que falte algo para salir a buscarlo, pero no tanto… En psicoanálisis decimos que cierta falta es necesaria para que la vida tenga movimiento, acción. La falta nos constituye como sujetos deseantes, y a partir de esa falta queremos alcanzar algo. Pero cuando lo que falta es demasiado, o lo fundamental, como la comida, la salud y la educación, esas faltas no posibilitan ninguna búsqueda que le aporte plenitud al ser, todo lo contrario, esas carencias imposibilitan, anulan a los sujetos deseantes, los reducen a sobrevivientes en busca de necesidades básicas.
–Cuando fui a Suecia, por ejemplo, ya hace muchos años, había lugares que los jóvenes elegían para suicidarse. Al lado de un lago, todo muy romántico… ¿por qué se suicidaban? Porque tienen todo. No saben qué les falta.
–Tienen todo, incluso la muerte –le digo y se queda un instante en silencio, traspasándome con su mirada clara y firme.
–Qué desgracia… yo me pregunto cada tanto: ¿qué querría Gustavo? No lo quiero idealizar, como si hubiese sido perfecto... Pero él quería la justicia social. Quería que hubiera trabajo.
–Luchas que hoy continúan, de tu mano.
–Sí. Yo viví la época del Estado de Bienestar… ¿Qué es el Estado de Bienestar? Había trabajo. Es la época de los 50. Mi papá perdía el trabajo, salía a la mañana, iba a buscar, del rubro de imprenta, y conseguía trabajo. Mi marido fue muy trabajador. Tenía trabajo fijo, era empleado público, tenía asegurado el salario, las vacaciones, la obra social, que es lo que ahora está perdiendo todo el mundo. Se quedan sin obra social. Y los hospitales no llegan a cubrir los insumos. Cuando la situación es así, más enfermos hay. La gente se enferma de dolor, de pena, de sufrimiento. Y otros se enferman porque pasan hambre. Los chicos en las provincias no están bien alimentados, crecen débiles, desdentados.
El vaciamiento de la subjetividad, pienso. Seres humanos que van perdiendo el acceso a lo indispensable y entonces quedan reducidas sus capacidades. Mujeres, hombres y niños que mueren o que apenas arañan lo que se llama canasta básica. Y si se cubre lo básico, faltan otras cosas. Quien vive con lo justo, vive al límite, está preocupado, no puede descansar, ser creativo, volar... Seres humanos que, como animales en la selva, tienen que sobrevivir. Sobreviviendo no se vive. Sobreviviendo no se puede pensar bien, disfrutar de la vida.
–No se puede creer, Nora –digo de pronto–, con lo inmenso que es este país, con los recursos materiales y humanos que tenemos.
–Tengo un amigo que es docente y que trabaja con poblaciones indígenas en Misiones. El otro día trajeron cuarenta niños a la Plaza. Fue una belleza eso. Había una señora desdentada, que parecía una viejita, pero que no debía tener más de cincuenta años, que traducía a los niños. Decía que no tenían agua, que no tenían comida. Y yo pensaba que Gustavo quería que la gente tuviera para comer, que tuviera dientes, que pudiera tener una distracción, que no viviera solo para trabajar y trabajar. Porque él lo veía al padre y otras generaciones…
–¿Qué veía Gustavo en el padre?
–Mi marido trabajaba como un burro. Y cuando venía el sábado, tenía algún extra para ganarse unos mangos para poder ir al cine o para juntar para las vacaciones. No era el ideal de mi hijo esa forma de vida de aquellas generaciones que en toda la semana no veían a sus hijos despiertos.
–Gustavo armó parte de su lucha viendo a ese padre, entendiendo que esa forma de vida esclavizaba a la gente… Y vos, ¿cómo eras como trabajadora?
–Mi trabajo en esos tiempos era enseñar a coser en mi casa –dice, toma el mate y me lo devuelve.
–Trabajabas en la casa, ¿no salías para nada?
–No, es que mi marido era muy celoso. Pero muy celoso. Yo no era linda.
–Para él sí –le digo y percibo un tenue rubor en sus mejillas.
–Bueno, sí, yo era su amor… No era, ohhh, era una señora común. Mirá vos el machismo y el patriarcado que yo vivía. Él no quería que yo trabajara, nada, ni coser un dobladillito. Porque no quería que yo tuviera independencia económica. Si hoy lo escuchara tu esposa se mataría de risa…
–Seguramente. Pero bueno, era otra generación, patriarcal, machista. Hoy las cosas han cambiado bastante, aunque todavía queda mucho por hacer. ¿Y por qué pensás que Carlos no quería que salieras de la casa, que trabajases afuera?
–Porque si yo tenía independencia económica me iba a poder independizar, y eso es peligroso, siempre –dice y sonríe.
–Porque podrías haber armado una vida por fuera de él, sin su control, sin su supervisión.
–Eso mismo. Entonces a mí me gustaba tejer, tenía algunas clientas del barrio… y como él era muy celoso, no admitía ni siquiera que yo le pudiera probar un vestido a una mujer, que la pudiese ver en ropa interior. ¡Enfermo! ¡Enfermo! –dice, elevando el tono de voz. Y tras una pausa, agrega–: Le podés preguntar a mi prima Hebe… Él quería que yo estuviera adentro del caparazón y que de ahí no saliera, que no viera a otra gente.
–Y después, cuando sucede la desaparición de Gustavo, terminás saliendo del caparazón, vas construyendo una vida en la lucha, en la calle y siempre rodeada de gente.
–Ahora que voy y que vengo todo el tiempo, me digo, si me viera Carlos, desde donde esté, me diría: “Por favor, pará y quedate en tu casa. No jodas más”.
–Bueno, esa era Nora antes de la desaparición de Gustavo, al mejor estilo Susanita de Quino, en la casa, con los hijos, con la casa linda y limpita.
–Sí, encerando, lustrando, la comida preparada. Y para cuando llegara él del trabajo, tenía que estar bañada y perfumada.
–Increíble, ¿no? Parte de una historia, la tuya y la de tantas mujeres que tenían que responder a ese modelo machista y patriarcal.
–Sí, los chicos comidos, acostados, limpios. Todo el espectro doméstico perfecto. Yo fui criada como era mi mamá, sumisa, es que mi papá era autoritario. Buena gente.
–La desaparición de Gustavo quiebra ese sistema.
–Sí, para que yo piense, sienta y actúe por mí.
“Para que piense, sienta y actúe por mí”, me repito mentalmente, grabo la frase también en mi memoria. Nora tiene la sabiduría de las personas que vivieron y viven la vida, no es una intelectual de libros y escritorio, en sus palabras están condensadas la calle, la gente, la contención recibida y dada, está la experiencia del dolor, del amor, de la lucha y de la resistencia.
–¿Y qué sucedió cuando empezaste a salir en busca de Gustavo?
–Había madres a las que los maridos les decían que no tenían que ir a la Plaza, que corrían peligro, que a ellos no les gustaba que salieran. Y algunas madres aceptaban ese mandato. A mí nunca me dijo mi marido: “No tenés que ir a la Plaza”. Sí se hacía mala sangre.
–Seguramente él también, a su modo, con el dolor por la falta de Gustavo y con tu lucha en la calle y con las Madres, inició un camino de reconversión.
Nora se queda recorriendo su historia, suspendida en algún pensamiento, armando alguna idea. “¿Por dónde andará?”, me pregunto, impaciente, curioso. Luego de un instante, retoma el diálogo:
–Sí, él cambió... Sufría, tenía al hijo desaparecido. Alguna vez decía: “Por ahí te dicen un día que Gustavo está muerto”. Y yo le respondía: “Voy a seguir peleando, voy a buscar a los asesinos. Voy a estar siempre esperando que haya una respuesta a mi búsqueda…”. Había un intercambio de opiniones.
–Es que las Madres iniciaron un movimiento muy fuerte, y hoy son el testimonio de lucha y de resistencia al gobierno de facto de muchos hombres. Y, además, les dieron un estímulo, una inyección de fuerza a tantas mujeres que no se animaban a salir, a salir del autoritarismo masculino.
–Por eso cada vez que yo hice un hábeas corpus, las autoridades se sintieron molestas. Algunos abogados no querían firmar por cuestiones políticas, como si la política fuera más importante que un hijo desaparecido.
–¿Sigue habiendo miedo?
–Sí, hay miedo… Hay docentes a los que les prohibieron hablar de Maldonado diciendo que eso era política. Era la política… de ese colegio. Hablar de Maldonado era solidaridad, destapar algo que estaba oculto, para que aparezca y que los padres sepan qué pasó. Mirá si habrá miedo que cuando fui el otro día al hospital Posadas y el camillero me trasladaba, me contó que no le convenía ir a los actos de protesta de los trabajadores porque el hospital está lleno de cámaras. “A mí me están mirando y por ahí mañana me quedo sin trabajo. Yo tengo dos hijos”, me dijo.
–La paranoia de ser observado, controlado. Si echan a un compañero, el resto queda con el miedo de ser el próximo despedido. Como el miedo paraliza, es una de las herramientas más efectivas para controlar a las masas.
–Además el miedo es alienante. Pero yo no me puedo quedar en mi casa rezando mientras siguen echando a la gente. Elegí luchar y no me voy a quedar en mi casa por miedo a que si salgo echen a mi familia de sus puestos. Yo lloré mucho los primeros días con lo del INTI, por Lucía, pero luego salí.2 Todo lo que yo digo en mi casa, en la Plaza, en la calle, en un acto, todo está grabado.
–¿Y cuál es el problema de que estés grabada?
–No sé, que echen a Lucía. Mi amiga que trabaja en el INDEC3 también está muy mal. Hicimos el abrazo al INDEC incluso con el Gobierno anterior. Todos los trabajadores van a sus trabajos con miedo. “Yo hoy hago el abrazo y mañana me echan a la calle”, me dicen algunos.
–Es la desaparición subjetiva, ir vaciando a la gente de sus alegrías, de sus ganas de vivir. Te sacan el trabajo, te tocan la identidad. Si después no tenés para comer, más alienación.
–Sí, es terrible todo esto.
–¿Tenés esperanza? –le pregunto. Nora me mira seria, con el ceño fruncido. Se inclina levemente hacia mí. Y, tras una pausa, me responde:
–Yo sí, Pablo, ¿sabés por qué? Si nosotros salimos de una dictadura tan cruel y siniestra, ¿cómo no vamos a salir de esto? Dicen que esto es como una dictadura, como el terrorismo de Estado, pero no es así todavía. Yo digo que hay espacios desde donde podés luchar. Pero la gente tiene miedo y no es tan fácil luchar, salir. Igual creo que vamos a salir. Vamos a tardar, nos va a costar mucho. Todo lo destruido no se construye de un día para el otro. Están destruidas las fuentes de progreso, los ideales, lo que se forjó trabajando y trabajando –dice Norita.
Una pausa. Nora se levanta. Me levanto detrás de ella. “Seguimos mañana”, me dice. Nos abrazamos y nos despedimos en la puerta de calle.
Salgo. Me voy pensando en la esperanza, en la fuerza que irradia a pesar de todo lo que sufrió. Hay personas que por mucho menos se quedan en la cama, no activan, se resignan. Sé que todos somos diferentes, que las comparaciones son absurdas, pero cuánto necesitamos de su testimonio para aprender, para no dejarnos vencer por las adversidades. Me asombra su energía, su fortaleza para levantarse cada mañana y seguir en la búsqueda, en la lucha, sin bajar los brazos.
1 Santiago Maldonado desapareció el 1° de agosto del 2017 luego de una violenta represión ejecutada por la Gendarmería nacional en Chubut, en el marco de una protesta llevada a cabo por la comunidad mapuche Pu Lof, en Resistencia de Cushamen. Estuvo desaparecido durante 78 días y finalmente fue hallado muerto el 17 de octubre de ese año en el rio Chubut, a 400 metros de donde había sido visto por última vez con vida.
2 El INTI es el Instituto Nacional de Tecnología Industrial. Durante 2018 hubo distintas movilizaciones y acampes reclamando la reincorporación de 258 trabajadores despedidos en enero de ese año. Lucía es nieta de Nora, hija de Marcelo.
3 Instituto Nacional de Estadísticas y Censos de la República Argentina