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Prólogo

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Muy a menudo, al parecer, transmitimos a nuestros hijos buena parte de nuestras virtudes y defectos. Puede que algo ligeramente parecido ocurra en el plano académico con los jóvenes investigadores cuando nos eligen para dirigir sus primeros pasos en la carrera universitaria, esos a los que en el lenguaje de antaño se les denominaba «discípulos», en una hipérbole ahora ya afortunadamente en desuso. La exageración lo era, además, por partida doble, pues suponía atribuir al mismo tiempo la condición de «maestro» al que aceptaba el compromiso de orientar al investigador novel, como si para convertirse en «maestro» bastara con tener un «discípulo» (o más de uno para que ese conjunto de personas se transformara, también como por ensalmo, en «escuela»).

De lo que no cabe duda es del ascendiente con el que el director de una tesis se dirige a quien se dispone a comenzar la suya. Se trata de ejercer una influencia, ahora conscientemente querida, sobre el trabajo a punto de iniciarse. La influencia acabará siendo recíproca, pues la precisión, paso a paso, del objeto de la tesis, y no digamos el posterior desarrollo del trabajo, estarán condicionados de manera cada vez más decisiva por los intereses, inquietudes y opciones del doctorando, que terminará por iluminar con su propia perspectiva la de su director. Pero si este se ha tomado en serio su papel, la labor de dirección habrá comenzado, el tiempo dirá si para bien o para mal, con su primera propuesta de aproximación a lo que en el futuro tomará la forma de una nueva tesis doctoral.

En el caso de la tesis de Pablo Sánchez Molina que tuve la suerte de dirigir, y cuya monografía me honro ahora en prologar, debo confesar que desde el primer momento me esforcé en transmitirle, sabemos ya que con un notable éxito, mi preocupación por la necesidad de buscar un marco teórico para reflexionar sobre un problema espinoso: el de qué hacer cuando los estándares de los instrumentos internacionales sobre derechos humanos, especialmente los europeos, son menos protectores que los nacionales.

Me había encontrado por primera vez con ese mismo problema muchos años antes, con ocasión de mi propia tesis doctoral en derecho sobre la protección europea de la libertad de expresión. En aquel momento, la democracia española aún miraba a Europa, en cuyas instituciones comenzaba a participar, desde un cierto, y muy comprensible, sentimiento de inferioridad, que a esas alturas no se daba en otros Estados miembros, con democracias más consolidadas y años de pertenencia al Consejo de Europa y a la entonces Comunidad Europea. Con muchos nacionales de esos Estados tuve la oportunidad de convivir y debatir sobre cuestiones como esta, a lo largo de mis años como doctorando en el Instituto Universitario Europeo de Florencia. Pero hay que reconocer que era muy difícil en esa época pararse a pensar con ojos españoles que, en algunos aspectos, nuestro sistema constitucional de protección de derechos, que acabábamos prácticamente de estrenar, podría llegar a ser más garantista que el europeo. Por el contrario, estaba claro que, en nuestro país, los efectos de esos tratados internacionales, que entraban en nuestro ordenamiento por la privilegiada vía prevista para ellos en el artículo 10.2 de la Constitución, sólo podían ser de pull upwards, incrementando los estándares de protección internos, que estaban en su mayor parte aún por construir. Con el tiempo, sin embargo, se fue tornando cada vez menos descabellada la hipótesis de que podría aparecer también un efecto pull down, de cuya presencia, en el plano de la teoría, ya habían advertido entre nosotros los primeros estudios doctrinales sobre el Convenio Europeo de Derechos Humanos, publicados tras su ratificación por España.

Mucho después, en el año 2011, sugerí a un recién licenciado Pablo que redactara una tesina o memoria de licenciatura (aún se llamaba así) sobre la idea de Europa en la Constitución Española. Fue un magnífico estudio que confirmó que aquella admiración acrítica por «Europa» con la que España salía de la larga noche de la dictadura había estado también presente en los discursos en las Cortes que aprobaron la Constitución de 1978. Entre los «patrones de influencia» de la idea europea en el proceso constituyente, Pablo diseccionó tres especialmente interesantes: Europa como fuente de legitimidad de las principales opciones presentes en el texto de nuestra Constitución, como fuente de experiencia a la hora de diseñar mecanismos de ingeniería constitucional, y, por último, la idea de facilitar nuestra ansiada integración en las instituciones del continente como uno de los argumentos esgrimidos para justificar la aprobación de una constitución democrática en España. El diario de sesiones permitía confirmar que, en 1978, Europa, y todo lo que representaba, fue una de las ideas fuerza que compartían prácticamente todos los fundadores de nuestra nueva democracia constitucional. Siguió siendo así en las dos reformas constitucionales posteriores, ambas por influjo directo de esa Europa a la que ya felizmente pertenecíamos, la de 1992 y la de 2011, aunque esta última ya acompañada en nuestro parlamento de una creciente corriente crítica hacia «lo europeo».

Mientras tanto, en el campo de los derechos, la integración europea iba dando paso a nuevas realidades y a la forja de nuevos conceptos para explicarlas: términos como «protección multinivel de derechos» o «diálogo entre tribunales», poblaban ya los estudios sobre derechos fundamentales en el continente. Sin embargo, muchas de las aproximaciones a la dinámica que estos nuevos fenómenos introducían en cuanto a sus estándares de protección (la «cross-fertilization» de la que también se da cuenta en este libro) parecían partir de la presunción de que la internacionalización iba a producir siempre, como efecto casi automático, una mejor protección.

Como se describe en este libro, las cláusulas tendentes a evitar el efecto contrario están presentes en los tratados internacionales sobre Derechos Humanos en fecha tan temprana como 1944. Pero sólo las críticas, mucho más recientes, a una excesiva «fragmentación» de las normas internacionales sobre la materia han permitido volver a arrojar una nueva luz sobre este problema. Es muy posible que nos aproximemos cada vez más, aunque a veces veamos retrocesos puntuales, a una época de constitucionalismo global. Incluso reduciendo esta expresión a los razonables términos con los que se usa en este libro, creo que en ese escenario será aún más necesario dotarse de nuevos instrumentos para decidir hasta qué punto deberán ser protegidos derechos fundamentales que, inevitablemente, en un mundo en el que cada vez más pretensiones e intereses de características muy diversas adoptan (afortunadamente) la forma jurídica de derecho subjetivo, tenderán a colisionar con otros.

Una de las virtudes de este trabajo es su contribución a la respuesta que desde el constitucionalismo global cabría dar a la cuestión de cómo encontrar criterios para determinar la adecuada definición, en cada caso, de los estándares de protección de un determinado derecho fundamental. El diálogo entre tribunales es, desde luego, una herramienta muy valiosa, pero después de dialogar es preciso decidir, y ahí es donde, creo, no es suficiente una mera deferencia a textos o tribunales internacionales.

En otras palabras, nos encontramos ya en un momento en el que, reconociendo el enorme potencial descriptivo que ha tenido la concepción del constitucionalismo contemporáneo como un fenómeno multinivel, será cada vez más necesario buscar criterios normativos para que puedan adoptarse en ese entorno decisiones correctamente fundadas en derecho. El de la «mayor protección» que aquí se propone, tan rodeado de problemas como cualquier otro, está llamado, creo, a jugar un papel importante en esa tarea.

La «mayor protección» como criterio racionalizador de la fragmentación de los derechos humanos en el constitucionalismo global no es sólo una magnífica tesis doctoral. Es también el primer gran fruto investigador, tras años de dedicación, de alguien con una vocación universitaria ejemplar. Una mezcla a partes iguales, como siempre ocurre, de suerte y determinación (ya sabemos que la primera suele acompañar a quien hace gala de la segunda), quiso que su autor pudiera beneficiarse primero de una de las becas predoctorales más prestigiosas de nuestro país y después de un entorno de trabajo tan sugerente e inspirador como el Departamento de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla, con el que los profesores de esa disciplina en la Universidad de Málaga, donde ahora enseña Pablo, sentimos desde hace tiempo una especial cercanía.

Con la publicación de sus tesis, Pablo Sánchez Molina culmina el primer gran hito de su carrera como investigador. Todos los que quieran conocer mejor la evolución de un derecho constitucional cada vez más cambiante harían bien en prestar atención a los siguientes.

Ángel Rodríguez

Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Málaga

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