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EL DEPORTE DE PENSAR

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Es poco habitual que la persona se retire a pensar. Carecemos de disciplina para reflexionar sobre lo que nos rodea, las conductas, los movimientos… Como mucho, tenemos opinión. Y la opinión se forja en el debate, al que sí nos abonamos con soltura. Hablamos en voz alta, para afuera. Pero poco sin voz, hacia adentro. Se diría que necesitamos una excusa para pensar. A veces nos sentamos a escribir, ahora que las redes sociales lo demandan es más usual, y nos salen ideas que ni siquiera sospechábamos. Otras, es en una conversación donde descubrimos nuestra opinión y conocimientos. No es infrecuente que, en esas ocasiones, las personas que conviven con nosotros exclamen perplejos: «¡No te conozco!, no sabía que tenías esa idea de las cosas, de la política, de las relaciones». Hablar, escribir, pensar, es darle vueltas a la misma cosa. Y algunas actividades lo potencian. Resulta paradójico, pero algunos corredores —no los que llevan los cascos en la oreja, esos no— utilizan su tiempo de ejercicio para darle vueltas a la cabeza. Es una distracción que hace más llevadero el esfuerzo, a veces lo camufla. Se corre una hora, dos, sin apenas consciencia del espacio y tiempo, solo dándole vueltas a una idea. Al regresar, no es raro lanzarse sobre el papel o el teclado para reflejar ese pensamiento que hemos ejercitado a la vez que el cuerpo, no vaya a ser que se volatilice. ¿Cuántas ideas soñadas y no anotadas hemos rebuscado al día siguiente sin encontrar? Más vale que, si tienes la suerte de que algo se te ocurra, lo apuntes. Porque ese momento es probable que no vuelva y tu luminosa idea se pierda como lágrimas en la lluvia, que decía el replicante de Philip K. Dick.

Por qué corres

Juan Carlos es un médico internista vocacional cuya entrega es total, tanto a su profesión como a sus aficiones. Es también un veterano corredor, curtido en todo tipo de distancias. Corre y piensa, corre y repasa, corre y conversa. Recuerda, memoriza, ensaya. Por eso, cuando le preguntaron «¿Por qué corres?», la respuesta le salió del tirón:

—El motivo original ni lo recuerdo. Para mantenerme en forma, que es como no decir nada. Por salud, para producir endorfinas, generar dopamina, fabricar antioxidantes. Los beneficios son científicos, físicos. Y porque me sienta bien, lo necesito, me gusta.

—Corro porque es una liberación, una manera de aliviar tensiones. Correr me aleja del estrés y también de hábitos menos saludables. En momentos de máxima tensión, me pongo las zapatillas y me olvido.

—Corro porque me cuesta trabajo, porque es un esfuerzo. Por la recompensa. Cuando acabas una carrera, la rememoras y disfrutas en función del sufrimiento superado.

—Corro porque, si no lo hago, lo echo de menos. Porque veo a los demás correr y quiero estar ahí, porque me lo pide el cuerpo.

—Corro porque me da muchas satisfacciones. Entre otras, moverme por sitios. Siempre que voy a algún nuevo lugar salgo a la calle a correr, a veces me pierdo, no sé volver, pero muchas, casi siempre, llego a rincones que no visitaría. Subo y bajo las montañas, me meto en los barrios, miro, observo, aprendo.

—Y corro también porque me ayuda a pensar, ¡cuántas ideas han brotado mientras estaba en carrera!

—Corro una hora, a veces dos, a veces más. Una entera hora pensando es un lujo, una maravilla. He memorizado conferencias, desarrollado estrategias, retenido letras de canciones. He resuelto problemas y abierto caminos.

—He llegado a creer —concluyó Juan Carlos— que correr es una actividad más intelectual que física, así de sesgada es mi visión. Aunque quizá no tanto: siempre se ha dicho que se corre con la cabeza, y eso es una definición que comparto al cien por cien.

De modo que todo lo que ayude a pensar, bienvenido sea. Dicen los que practican la meditación que determinados ejercicios mentales y de relajación consiguen bajar la presión de la sangre y disminuir la frecuencia de latidos. ¡Como el deporte! Que se alcanza un estado más equilibrado, más calmado. ¿Sabes cómo te deja una carrera de diez, veinte, cuarenta kilómetros? Decir calmado es poco. Te deja suave, liso. La voz fina, el cuerpo tendido, los brazos abiertos. Dicen que la meditación aumenta tu capacidad para afrontar el estrés y controlar el dolor. Sí, es un calco de lo que se consigue con el deporte. Superar las tensiones y aprender a sufrir es una consecuencia práctica del esfuerzo y los retos que la actividad física demanda.

Pensar. No suele ser fácil hacerlo, es un voluntariado exigente, casi nunca se encuentra el momento propicio para concentrarse. Lo normal es que los pensamientos te asalten, si no eres un intelectual ni tienes método ni afición. Facilitar ocasiones para la introspección es una buena manera de hacer que las ideas fluyan. Y el deporte es un espacio que el pensamiento adora. Puede que el cuerpo se arrastre, pero la mente vuela. Y empuja, y eleva, y entretiene. La mente corre que se las pela. Y el cuerpo lo agradece porque, distraído, se deja llevar más lejos de lo que las piernas habrían soportado. Ejercicio físico más ejercicio intelectual, un tándem eficaz.

No suele ser necesario planificar tareas mentales que acompañen a la actividad deportiva individual. Lo habitual es que afloren los asuntos candentes, y que lo hagan de manera espontánea. He aquí una ventaja añadida: no es imprescindible prepararse una lista de temas a repasar ni de asuntos que resolver. Ahí están, agazapados, esperando la oportunidad para reclamar tu atención y hacerse presentes. Algunas veces se nos pasan por la cabeza ideas peregrinas que seducen y atrapan. Explorar el azar es una de las técnicas creativas de manual. Podría parecer que las ideas se presentan como si fueran ocurrencias, pero no es así. Al azar hay que saber identificarlo, domarlo y ponerlo a tu servicio. Requiere un talento previo, una disposición, cierto conocimiento. La misma clase de manzana que, al parecer, le cayó a Newton había caído antes cientos, miles de veces, sin efectos aparentes. Aunque el pensamiento fluya, si le echas una mano y lo diriges un poco, mejor. A tu alrededor tienes multitud de cuestiones en busca de respuesta. Todo lo que te sucede o rodea sugiere su propia reflexión: una conversación, película, artículo o discusión. La música, la convivencia, el trabajo, las vacaciones. Las filias y fobias. Las expectativas y sus decepciones. Lo que tienes y lo que deseas, cuya distancia puedes recorrer paso a paso, un kilómetro tras otro.

El pensamiento es libre

Juan Carlos, nuestro médico corredor, se encontró dándole vueltas al concepto deus ex machina en una de sus solitarias correrías. Había oído o leído, no recuerda dónde ni cuantas veces, la citada sentencia, que relacionamos con soluciones mágicas y que proviene del antiguo teatro griego: cuando la trama llegaba a un callejón sin salida, se resolvía con la aparición de un dios del Olimpo que, colgado de una grúa —la máquina—, solucionaba el asunto sin más explicaciones y, milagrosamente, dejaba a todos conformes.

La expresión —se planteaba Juan Carlos zancada a zancada, de forma azarosa, sin saber a cuento de qué— es relevante para entender cómo funcionan las relaciones y los valores. Ante conflictos sin resolver, confiamos en que algo suceda, un karma universal, un equilibrio natural, una institución, persona o dios que ponga orden y sentido, que resuelva y haga justicia. Decimos: «Su maldad se volverá contra él», «En el pecado lleva la penitencia», «Todo se paga en esta vida». Y nos aferramos al imaginario deus ex machina sin reparar en cuestiones de sentido común ni de procedimiento. Lo mismo hacen algunos escritores y guionistas —seguía deliberando nuestro corredor— cuando enfrentan al héroe a una situación límite y se sacan de la manga una salida carente de lógica, increíble: un artilugio volador automontable que el protagonista guardaba en su mochila, el despertar de un sueño, la formación de helicópteros con una veintena de marines que, con su puntería excepcional, abaten a los malos mientras un cabo de cuerda eleva nuestro hombre por los aires, sobre el contraluz del cielo rojizo que se oculta en el horizonte mientras suenan los compases épicos que anuncian el final de la escena.

Estas inesperadas reflexiones llevaron a Juan Carlos a recordar una película que elevó su deus ex machina al nivel de categoría y lo convirtió en el centro de la trama: Apocalipto, dirigida por Mel Gibson y ambientada en la América precolombina, que arrastra a su protagonista hasta el desesperado momento en el que no se adivina salvación posible. Como mandan los cánones, el nativo ya ha sorteado todos los peligros, demostrado su inteligencia y dominio de los recursos. Su instinto de supervivencia ha prevalecido, pero ahora la selva se ha quedado atrás, delante hay una extensa playa sin ninguna protección. Los perseguidores están a cincuenta metros. Es el final. Pero los actores y la cámara elevan la vista hacia el mar y surge la solución-milagro que da sentido y cierra la película. Un sorprendente giro que juega con la probabilidad de que sucediera lo que es seguro que nunca ocurrió: las tres carabelas de Colón están desembarcando, los conquistadores bajan de la nave que los acerca a la playa, banderas y crucifijos por delante. Los indígenas, paralizados, abandonan lanzas y cualquier otra idea que les rondara en la cabeza y se postran petrificados sobre un horizonte cuyos títulos de crédito anuncian que las cosas ya nunca iban a ser como hasta entonces.

Este torrente de pensamiento que te desborda mientras dejas la mente en libertad no es solo fantasía, es algo atávico. Pone tu mente en relación con tus reflexiones y creencias porque necesitamos, estamos dispuestos a creer. Que la dieta de la alcachofa adelgaza, que la cáscara de arroz cura el cáncer, que las cremas antiarrugas rejuvenecen. Las promesas de la publicidad lo anuncian sin descanso. Productos milagro para sentirte bien, para ser más importante y mejor persona. Marcas que prometen soluciones fuera de su alcance y de toda lógica. Y algunas veces nos las creemos por eso, porque necesitamos creer. Que un cambio de gobierno nos va a sacar de la crisis. Que los científicos nos librarán de las pandemias. Que la presión sobre el medio ambiente no llegará a su límite. Hablar por hablar, creer por creer. Sin argumentos, sin motivos, confiando en un giro de guion plausible al que aferrarnos. ¡Cuesta tan poco! Apenas nos piden un voto y, a cambio, obtenemos soluciones para todo. Ya lo dijo un presidente de gobierno de España cuando, después de muchas ruedas de prensa sin preguntas, convocó una que sí las admitía en vistas del descalabro electoral que se avecinaba, y cuya comparecencia finalizó con esta displicente oración: «Confíen en mí. Les irá bien» (1). La exposición de motivos se ausentó de la cita de forma elocuente. Y no pasó nada.

No está mal esto de ser crédulo como método de supervivencia, pero se parece un poco a una persona que basara su proyecto vital en jugar a la lotería y que le tocara el gordo. No un gordo de sesenta mil euros, por cierto. Un gordo de diez millones para arriba. ¡Deux ex machina!

Pero mejor no te abones a esperanzas tan vanas. Sé realista, trabaja por lo posible. Por regla general, este tipo de soluciones que carecen de lógica interna son un insulto a la inteligencia, un timo. A decir verdad, y en los tiempos que corren, la realidad es que el truco se ha descubierto, se ha desmontado el ardid.

Estábamos hablando de pensamientos que te asaltan en tus rutinas diarias y la mente ha volado, que es lo que anunciábamos. Pero también es posible provocarlos, canalizar las ideas que fluyen en situaciones desinhibidas hacia tus proyectos, tus presentaciones o tus objetivos personales: qué soy, qué quiero, cómo me comunico, cómo me ven. Y el análisis, y la motivación, y la diferenciación. Y etcétera.

Conozco a una profesora que prepara sus clases nadando; de boya en boya en el mar cuando es verano y haciendo largos de piscina el resto del año.

Paul Auster escribe en su Diario de Invierno: «Con objeto de hacer lo que haces, necesitas caminar. Andando es como te vienen las palabras, lo que te permite oír su ritmo mientras las escribes en tu cabeza» (2).

Dice Juan Cruz sobre Juan José Millás: «Caminar lo pone a escribir, como si huyera. Huye —añade Cruz— hacia adelante, hacia lo que le da miedo para abrazarlo». «No sé qué relación hay entre zonas del cuerpo tan alejadas entre sí como los pies y la cabeza —afirma Millás—, pero lo cierto es que cuando muevo los pies, cuando camino, se me pone la cabeza a cien. No te diría que pienso con los pies, pero sí gracias a ellos».

Pero ¡atención!, esta regla no rige para todas las actividades. No intentes pensar en tus cosas si estás practicando ciclismo o haciendo esquí: puedes acabar por los suelos, magullado y dolorido. Si eres piloto de Fórmula 1, que no lo eres, ni te cuento.

1- Mariano Rajoy. Confíen en mí, les irá bien. Rueda de prensa en Madrid (27.04.2015)

2- Paul Auster. Diario de Invierno (218). Traducción: Benito Gómez Ibáñez. Seix Barral Bouket.

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