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PRÓLOGO

EN 415 A. C., EN MITAD DE LA Guerra del Peloponeso, los atenienses preparaban la flota que había de invadir las ciudades de Sicilia, pero los preparativos se vieron interrumpidos por un sacrilegio atroz: las hermas —pilares de piedra que se ponían en las encrucijadas sosteniendo un busto de Hermes, dios de los caminos, con unos genitales masculinos tallados a la mitad de la altura del pilar— habían sido mutilados por uno o varios desconocidos. Como había sido costumbre en otros tiempos con los ladrones más despreciables, a las imágenes consagradas al dios les habían cortado nariz y genitales.

Naturalmente, ese escándalo y los preparativos de la expedición contra Sicilia se adueñaban de las conversaciones en Atenas. Por entonces más o menos empezaba a frecuentar los gimnasios y a codearse con los adultos un niño vivaz y espabilado de unos once o doce años que estaba destinado a marcar el desarrollo de la historia cultural de Occidente: Platón.

Influenciado en sus años juveniles por un cantero bien conocido en Atenas por su sorprendente habilidad para el debate dialéctico, Sócrates, cuyas inquietudes se movían en el terreno de la moral y la precisión del discurso, la andadura del joven Platón por los senderos filosóficos le llevó de la reflexión sobre la virtud hacia la materia política y la teoría del conocimiento sin desdeñar temas como el amor, la inspiración poética o las especulaciones sobre el Más Allá. Interesado por todo género de indagación, siguió las investigaciones de sus contemporáneos en el terreno de la cosmología, la física, la matemática…

A lo largo de toda su vida, sin embargo, no le abandonó nunca el interés que Sócrates había despertado en él por la cuestión de la virtud, y desde sus primeros diálogos hasta los últimos reaparece una y otra vez, manifestándose como uno de los elementos centrales de su filosofía —el otro es la teoría del conocimiento—. La elegancia del estilo platónico, la gracia y frescura de sus diálogos, lo animado de sus puestas en escena y la vivacidad en la recreación de personajes dotan a sus obras de un encanto especial, y son las razones de que los antiguos le atribuyeran una temprana vocación poética, abandonada en pos de la filosofía. Y su influjo, vivo entre nosotros, lo describe con brevedad y acierto la frase de Whitehead que se ha hecho famosa: Toda la filosofía occidental es una serie de notas a pie de página de la filosofía platónica.

Todo ello explica el porqué de este libro: las inquietudes, observaciones y reflexiones platónicas siguen siendo unas veces sorprendentemente actuales y válidas; otras, base para el debate o la reflexión; su pensamiento, aunque accesible en múltiples versiones que contienen resúmenes y comentarios, sigue mereciendo lo grato de su lectura.

La tarea, aun habiéndola inscrito en un tema muy concreto, no ha sido menuda: no siempre es sencilla la lectura de Platón, como la de cualquier otro filósofo, y si uno se lanza a la obra completa, como es el caso, tampoco breve. No es, desde luego, la línea de estudio que se viene siguiendo en los últimos decenios, durante los cuales se ha puesto mucho más el acento en la exégesis y valoración de diálogos concretos. En nuestro caso, el contacto con el conjunto de los diálogos platónicos hizo que poco a poco se fuera dibujando una línea de evolución que en lo fundamental —no nos engañemos— no podía sino venir a coincidir con la que generaciones de filósofos y filólogos habían percibido en el pensamiento del maestro: no cabe pretender a estas alturas, tras dos milenios y medio de exégesis platónica, alcanzar grandes descubrimientos. Pero sí podemos ofrecer una constatación: que junto a la virtud se alzan otros dos conceptos, los de amor y política, que se muestran especialmente significativos y especialmente unidos al de la virtud, y que vienen a ser, junto con las investigaciones en teoría del conocimiento, los ejes fundamentales del pensamiento platónico.

El resultado del estudio lo tiene el lector ante sí: un centenar aproximado de textos platónicos relativos a la virtud y las virtudes, el amor y la política que ponen de relieve a la primera como motor de su inquietud filosófica, elemento fundamental en la génesis de la teoría de las Ideas y pivote sobre el que giró su pensamiento político[1]: en suma, motivo central de su filosofar. Los pasajes seleccionados son, a la vez, pinceladas que contribuyen a dibujar el panorama de la vida intelectual y cotidiana de Atenas a lo largo de los siglos V y IV: instantáneas que retratan la figura pintoresca de Sócrates, debates sobre los motivos que servían de base a la educación para la vida política, juicios sobre la significación de la sofística, reflexiones sobre la cuestión de si la virtud se puede enseñar, cuadros que hacen patente el peso de la piedad y la religiosidad en la vida de los griegos, imágenes del Más Allá, testimonios sobre la evolución personal del propio Platón… En resumen, una aproximación a la historia de la ciudad y la sociedad en cuyo desarrollo y auge desempeñaron un papel tan destacado el humanismo y la democracia, los mismos que hemos heredado de ella y en los que reconocemos las señales que identifican a nuestra sociedad. Y en los textos se plasma también la propia personalidad platónica y su evolución, desde la frescura con que retrata situaciones y personajes en los diálogos más antiguos (Lisis, Cármides, Laques, Protágoras…) a la rigidez creciente en el estilo y la doctrina que, especialmente en las Leyes, nos retrata a Platón de imagen próxima a la del moralista y el legislador autoritario.

La traducción de los textos platónicos es nueva y es mía, realizada sobre la edición griega de Burnett (Oxford, cinco vols., 1901-1907, con múltiples reediciones), y también la selección de textos es obra mía y trabajo original. En la versión

el lector no encontrará muchas novedades, pero una de ellas hay que destacarla: si uno contrasta el texto griego de Platón con las traducciones que hoy en día corren impresas en español —de mucha calidad la mayor parte de ellas, aunque no todas—, percibe cierta falta de precisión y coherencia en la traslación de algunos términos significativos. Esto es especialmente perceptible en el caso de los nombres de las principales virtudes; es frecuente en las traducciones al uso que cada uno de esos nombres reciba traducciones distintas no solo en distintos diálogos, sino a veces en distintos pasajes dentro del mismo diálogo, con la particularidad de que, además, los términos empleados en la traducción no siempre se corresponden con el significado preciso de la palabra griega.

No es lugar para entrar ampliamente en precisiones filológicas, aunque debo decir que he procurado que la minuciosidad estuviera constantemente presente en mi trabajo. Pero entiendo que desde el principio importa dejar claras ciertas equivalencias en los nombres a que antes he aludido: en las virtudes morales, dikaiosýnē es el nombre de la ‘justicia’; sōphrosýnē es ‘templanza’ o ‘moderación’ —en sus acepciones sinónimas—; andreía es el ‘valor’; phrónēsis, la ‘prudencia’ o, con menos frecuencia, el ‘pensamiento prudente’ o ‘conocimiento prudente’; en cuanto a las virtudes intelectuales, sophía es la ‘sabiduría’ en tanto que característica del experto en una materia, y a veces se utiliza como sinónimo de phrónēsis dando por sentado que el hombre phrónimos (‘prudente’) es un hombre sophós (un ‘sabio’) en sentido general; noûs es el ‘entendimiento’ y sýnesis es la ‘comprensión’)[2]. Y los vicios que se les oponen son la ‘injusticia’ (adikía), el ‘desenfreno’ (akolasía), la ‘cobardía’ (deilía) y la ‘ignorancia’ o ‘falta de educación’ (amathía).

Otro punto, dentro de esa misma materia, se refiere al término mousiké: apartándome un tanto de la tradición, aunque sin ser la primera en innovar en este punto[3], lo he traducido por ‘artes de las Musas’, ante la evidencia de que el término mousiké se refiere a veces a lo que nosotros entendemos por ‘música’ —tanto la vocal como la instrumental— pero que la mayor parte de las veces alude también a los diferentes géneros poéticos y a algunas otras actividades artísticas, como la danza.

También la palabra pólis, en su doble significado ‘ciudad’ y ‘estado’, ha necesitado de atención para atenernos a la acepción más adecuada en cada contexto, dado que en griego clásico no existía término específico para el concepto de ‘estado’ y que esa ausencia se suple con el término común de pólis, que designa también el espacio físico o la comunidad humana sin la referencia específica al mundo de la política con que nosotros lo usamos.

Los criterios que me han guiado para seleccionar los textos han sido varios: en primer lugar, naturalmente, su pertinencia en relación con el tema; después, la claridad, porque en una obra tan extensa como la platónica es frecuente que los mismos temas se traten en distintos lugares de la obra, y he preferido los más claros a los más abstrusos y los que ayudaran a percibir la evolución del pensamiento platónico —en sus sesenta años aproximados de reflexión filosófica tuvo mucho tiempo para precisar y aquilatar su pensamiento y, sabio como era, incluso para cambiar de opinión—; el tercer criterio ha sido la belleza literaria, porque si en griego hay una prosa elegante, expresiva y poética, que haya servido de modelo —y no solo a griegos, que no hay más que leer a fray Luis—, esa es la de Platón, y entiendo que difundir la obra y el pensamiento platónicos ha de ser también poner al lector en contacto con la elegancia del maestro.

Me gustaría haber alcanzado el empeño que me proponía, y con ese ánimo se lo ofrezco al lector.

Nota: Al final de la obra podrá hallar el interesado un índice de pasajes citados, un apartado de bibliografía sin pretensión de ser exhaustiva, sino para que pueda servir al lector como guía en terrenos que aquí no procedía explorar; hallará también las abreviaturas empleadas para los títulos de las obras platónicas y, entre paréntesis, el número del texto en que se hallan en este libro; tras ello, una cronología platónica y algunos esquemas sobre cuestiones fundamentales del contenido de esta obra.

[1] Que la teoría de las Ideas surgió a partir de la problemática moral de origen socrático lo indican ciertos pasajes de Aristóteles (p. ej., Metaf. XIII 4, 1078 b; Metaf. I 6, 987 b), no siempre palmarios, pero confirmados por los diálogos juveniles; en cuanto a la relación entre el tema de la virtud y el de la política, la deja clara la reflexión sobre la justicia con que se abre el libro I de la República.

[2] GUTHRIE, op. cit., vol. IV, págs. 259-60, recoge otras opiniones que no puedo compartir plenamente.

[3] J. DE HOZ ya propuso en su día “cultura literaria” para verter el término, y H. I. MARROU (Historia de la educación en la Antigüedad, cap. IV “La antigua educación ateniense”, apdo. ‘Educación musical’) se apoya en Teognis I 791 y en Platón, Leyes 654 a-b para sostener que mousiké en Platón significa “dominios de las Musas”.

Preguntemos a Platón

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