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1. SÓCRATES, MODELO DE VIRTUD…admirando su natural, su moderación y valor, al haberme encontrado con un hombre de cualidades como yo no creí nunca que fuera a encontrar en punto a prudencia y perseverancia…Banq. 219 d
SI A FINES DEL SIGLO V A. C. había en Atenas algo cotidiano, aparte de la imagen del Partenón y los avatares de la Guerra del Peloponeso, ese algo era sin duda la costumbre de pasar buena parte de la jornada en algún gimnasio. Allí coincidían los hombres adultos, que charlaban de sus asuntos, los jóvenes, que se entrenaban en la lucha y otros ejercicios bajo la supervisión de los preparadores, y los críos que, a partir de los diez o doce años, no necesitando ya los cuidados de las mujeres, iban haciendo su entrada en la vida masculina acompañados de sus pedagogos.En ese tiempo compartido, la veneración por la belleza de los efebos se prestaba a ir tejiendo relaciones de muy diversos géneros, que podían ir desde un afecto de carácter platónico, en el sentido en que hoy empleamos la expresión ‘amor platónico’ (como en el Lisis la fijación del joven Hipotales por el aún más joven Lisis) hasta la relación sexual plena que Alcibíades dice haber pretendido —sin alcanzarla— con Sócrates (Banquete 217 a-219 d), pasando por simples charlas como las que Sócrates establecía con los jóvenes, del estilo de las que aparecen en los diálogos Lisis y Cármides o aquellas a las que se alude en Laques 180 e-181 a.
Junto a la faceta emocional presente en esas amistades y amores, allí se trataban y producían asuntos de carácter físico o intelectual de lo más variado: entrenamientos gimnásticos, preparación para la lucha, conversaciones sobre negocios, novedades de la ciudad o asuntos familiares, debates sobre cuestiones de más o menos fuste… Relaciones que iban conformando el mundo social de los habitantes de Atenas.Ese era el ambiente en que se movía Sócrates, y allí lo trascendente de sus temas de conversación —la virtud, la piedad, la moderación, el afecto, la amistad…— era, con toda probabilidad, lo primero que atraía hacia él a los jóvenes —y a los no tan jóvenes— aficionados a la filosofía aún antes de que el nombre de esta tuviera un significado plenamente definido. Junto a ello, su desprecio de los convencionalismos y su habilidad dialéctica, el pasar toda su vida ironizando, (como dice Alcibíades en Banquete 216 e) hacían a aquel cantero, natural del demo de Alópece, capaz de refutar a todo aquel que se aviniera a conversar con él, lo que constituía sin duda un ameno espectáculo para el ánimo jocoso de los jóvenes.
En ese mundo debió de introducirse Platón, como los demás muchachos atenienses, a partir de los doce años más o menos, y allí debió de trabar conocimiento poco a poco con unos y otros, partiendo de sus propias relaciones familiares. Es probable que fuera así como conoció a Sócrates, amigo de sus hermanos Adimanto y Glaucón, a los que Platón iba a presentar años más tarde como principales interlocutores de Sócrates en la República.Al parecer, la personalidad de Sócrates atrajo desde muy pronto a Platón e hizo de él uno de los habituales en el grupo de sus seguidores (hasta el punto de que solo la enfermedad le apartó de Sócrates en la fecha de su muerte, Fedón 59 b), y esa relación marcó su vida de modo decisivo, pues a partir de entonces Platón vivió dedicado a la filosofía hasta el fin de sus días.
El trato personal con Sócrates y las noticias que pudo conocer sobre él gracias a los relatos de sus contemporáneos presentaban al personaje como un modelo de resistencia física y valor en la guerra, como un modelo de templanza y moderación en los placeres, como un modelo de justicia y de respeto a las leyes… Esos elementos modélicos del carácter de Sócrates nos hacen ver que ya cuando Platón compuso sus primeras obras tenía en mente las que a lo largo de toda su vida consideraría las principales virtudes: prudencia, justicia, valor, templanza y piedad, de casi todas las cuales hace poseedor a su maestro. Es cierto también que en esa opinión platónica hay elementos que pertenecen al sentir común de su tiempo y que sus alabanzas tienen un punto de tópico literario, como lo demuestran determinadas coincidencias.
Y es que Platón no era el único en su tiempo que tenía a Sócrates por un dechado de virtudes: también Jenofonte cierra sus Recuerdos de Sócrates (IV 8, 11) con el broche de oro de la enumeración de las virtudes del maestro. Allí Jenofonte califica a Sócrates de piadoso (eusebés), justo (díkaios) y continente (encratés); sus alabanzas no se limitan a la personalidad del maestro, sino que a la enumeración de sus virtudes propiamente morales añade rasgos que ponen de relieve su excelencia como filósofo. La transición entre una y otra serie de virtudes viene marcada por el calificativo de prudente[1] (phrónimos), que se explicita no en términos de vida cotidiana, sino de capacidad filosófica: Era prudente hasta el punto de que no se equivocaba cuando juzgaba lo mejor y lo peor y no necesitaba de otro consejero, sino que se bastaba para reconocerlo.
Y cuando Jenofonte alaba en Sócrates que fuera capaz de exponer mediante la palabra y definir las virtudes y también especialmente capaz de poner a prueba y refutar al que erraba y exhortarle a la virtud y la probidad, está elogiando sus capacidades como dialéctico y moralista. No deja de tener algo de paradójico en estas series de virtudes que Jenofonte, hombre de acción y de vida militar, omita en su loa la virtud del valor, y que sea Platón, de quien no conocemos actividad guerrera alguna, quien ponga en boca del general Laques y del belicoso Alcibíades el encomio del valor de Sócrates.
En los textos que siguen en este capítulo, procedentes en su mayoría de los diálogos anteriores al período de madurez (la excepción son los pasajes del Banquete), hallamos menciones explícitas del valor, la moderación, la justicia y la piedad, aunque no de la prudencia. Según Aristóteles, esta virtud se ocupa de lo relativo a la acción y versa sobre lo humano y sobre aquello en lo que cabe deliberación; a la luz de cómo se desarrolló el juicio contra Sócrates, quizá debamos reconocer el acierto de su discípulo: el Sócrates excelso, modélico en su valor y su coherencia, el Sócrates que se enfrenta por igual a los excesos del demos en el asunto de las Arginusas[2] y a los de los Treinta Tiranos en el episodio de León de Salamina[3], el Sócrates al que alaban por su valor el general Laques y el brillante y ambicioso Alcibíades, el que no está dispuesto a desobedecer a las leyes ni siquiera para librarse de la muerte, es un personaje que despierta la admiración, digno de ser alabado e imitado, pero su elección del difícil camino del análisis, el raciocinio y el amor a la verdad quizá no fue la decisión más prudente, como quiso hacerle ver Critón, al menos si tenemos presente lo que unas décadas después decía Aristóteles: Parece que lo propio del hombre prudente es poder deliberar bien sobre lo bueno y conveniente para sí mismo no parcialmente, …sino qué conviene en general para vivir bien.
Sócrates solo sucumbió cuando las mentes estrechas de Ánito, Meleto y Licón le pusieron en la tesitura de renunciar a sus convicciones ante los jueces bajo la más grave de las acusaciones, la de impiedad (asebeía). Y es que la impiedad, el no creer en los dioses en los que la ciudad cree, en los términos en que Jenofonte nos ha transmitido el texto de la acusación, era el peor de los delitos: el historiador Julio Pólux (Onomasticón VIII 105-106) nos informa de que, cuando a la edad de dieciséis o dieciocho años, el joven ateniense se presentaba para ser admitido en la ciudad, pronunciaba un juramento comprometiéndose, entre otras cosas, a respetar siempre la religión de la ciudad. Es decir, el elemento medular de la vida de la ciudad griega no era la constitución, como lo es para nosotros, sino la religiosidad. El delito de impiedad no era solo algo concerniente al ámbito religioso, sino también al político, y la acusación de impiedad equivalía a la de traición al Estado, así que el delito por el que se condenó a Sócrates era, sobre todo, el de atentar contra el Estado.
Con todo, el empeño de Sócrates en mantenerse coherente, que fue lo que le condujo a la muerte, probablemente fue también la causa del engrandecimiento de su figura. La coherencia —cuyo nombre, por cierto, no tiene equivalente exacto en griego— fue seguramente la virtud socrática que más impresionó al joven Platón, y a muchos otros ciudadanos notables de Atenas, como el general Laques, y es, quizá, lo que aún hoy nos sigue atrayendo hacia su figura y lo que hace que también entre nosotros el nombre de Sócrates siga siendo equivalente a ‘modelo de virtud’.

ELOGIO DE SÓCRATES

Para empezar, hemos elegido, por su concisión, los elogios de Sócrates que figuran en uno de los más conocidos episodios del Banquete platónico: la irrupción de Alcibíades en casa del poeta trágico Agatón. En la velada tras la cena con que este último y sus convivas celebran el triunfo del dueño de la casa en el certamen anual de tragedia, se presenta el expansivo Alcibíades coronado de hiedra y violetas y con cintas en la cabeza, borracho y sostenido por flautistas y esclavos.

La intención del visitante inesperado era la de felicitar a Agatón, y su llegada coincide con el momento en que los demás participantes ya han concluido los discursos con que entretenían la noche. Por eso le invitan a acomodarse y le invitan también a contribuir a la amenidad de la reunión con un elogio al Amor.

Y Alcibíades cuenta que en su juventud había admirado a Sócrates hasta el punto de estar dispuesto a ser su amante; pero habida cuenta del nulo resultado que sus intentos de aproximación habían cosechado en aquel entonces, elige en ese momento hacer el elogio moral de Sócrates: porque a pesar de las trampas con que Alcibíades pretendía alcanzar la relación física, y aun siendo Alcibíades el joven más bello de Atenas y aun siendo conocido Sócrates por su afición a los jóvenes bellos, el filósofo nunca se dejó caer por esa pendiente. La admiración de Alcibíades por Sócrates no para ahí, sino que, unas líneas más adelante, amplía el elogio de la capacidad de resistencia moral del filósofo con la descripción de su resistencia física.

1

Su resistencia moral

ALCIBÍADES.— Después de esto, ¿qué estado de ánimo creéis que tenía yo, pensando, por un lado, que había sido despreciado y, admirando, por otro, su natural, su moderación y valor, al haberme encontrado con un hombre de cualidades como yo no creí nunca que fuera a encontrar en punto a prudencia y perseverancia? Así que ni era capaz de enfadarme y privarme de su compañía ni hallaba medio de acercarme a él. Y yo sabía bien que en punto a lo material era mucho más invulnerable que Ayante al hierro.

Banq. 219 d

2

Su resistencia física

ALCIBÍADES.— Después de aquello estuvimos los dos en la expedición contra Potidea, y allí coincidíamos en las comidas. Primero, en las fatigas era superior no solo a mí, sino también a todos los demás; cada vez que, por habernos quedado aislados en algún sitio, como suele ocurrir en las campañas militares, nos veíamos obligados a estar sin comer, los otros no eran nada para resistir, y a la vez, en los banquetes, era único en la capacidad de disfrutar, y especialmente en la bebida vencía a todos siempre que se veía obligado, aunque no quisiera; y lo más admirable de todo: hasta ahora nadie ha visto a Sócrates borracho —y me parece que pronto tendréis la prueba de esto—[4].

Y en su resistencia a las inclemencias invernales —porque allí el invierno es terrible— hizo siempre cosas admirables, y especialmente en una ocasión en que había una helada de lo más tremendo y nadie salía del refugio o, si alguien salía, vestido con una cantidad asombrosa de ropa y con los pies calzados envueltos en fieltros y pieles de cordero, en aquellas circunstancias él salía con un manto exactamente igual que el que solía llevar antes, y andaba por el hielo descalzo con más facilidad que los otros calzados, y los soldados lo miraban con desconfianza creyendo que los despreciaba.

Banq. 219 e-220 b

FIRMEZA DE CARÁCTER EN SÓCRATES

Dos atenienses hijos de ilustres padres pero no especialmente brillantes ellos mismos, Lisímaco, hijo de Aristides el Justo, y Melesias, hijo de Tucídides, personaje destacado del bando aristocrático, recurren a los generales Laques y Nicias, para que les aconsejen sobre la educación de sus hijos. Cuando Nicias sugiere recurrir a Sócrates, este propone que sean los generales los que lleven adelante la argumentación, si es que están dispuestos a la conversación. Y Laques manifiesta su asentimiento en los siguientes términos.

3

Coherencia de palabras y obras

LAQUES.— Mi posición respecto a los discursos, Nicias, es simple o, si quieres, no simple, sino doble. A alguien podría parecerle que soy al mismo tiempo amigo y enemigo de discursos: cuando oigo hablar sobre la virtud o sobre algún tipo de sabiduría a un hombre que es verdaderamente un hombre y que vale lo que sus discursos, disfruto sobremanera al ver que casan bien y armonizan entre sí al mismo tiempo el que habla y lo que dice. Y me parece totalmente que ese tal es un músico que ha compuesto la más hermosa de las armonías no con la lira ni con instrumentos de diversión, sino de verdad, al haber hecho acordes en su propia vida las palabras con los hechos […].

Alguien así me hace disfrutar cuando habla y hace que a cualquiera le parezca que soy amigo de discursos, con tanta vehemencia recibo lo que dice, pero el que hace lo contrario me molesta, tanto más cuanto mejor parezca que habla, y al punto hace que yo parezca enemigo de los discursos.

Yo, por otra parte, no tengo experiencia de los discursos de Sócrates, pero antes, como corresponde, he tenido experiencia de sus obras, y allí descubrí que era un hombre que valía lo que los bellos discursos y la franqueza total. Así que, siendo así, estoy de acuerdo con que sea este hombre, y con muchísimo gusto sería puesto a prueba por una persona así y no me pesaría aprender, sino que estoy de acuerdo con Solón[5], añadiendo solo una cosa: mientras envejezco, estoy dispuesto a aprender muchas cosas, pero solo de hombres de bien.

Laq. 188c-189 a

En su discurso de defensa, Sócrates intenta persuadir a los jueces de la falsedad de las acusaciones contra él recordándoles la firmeza de sus comportamientos, manifestada en los avatares políticos y en el terreno religioso. En este último, la acusación de impiedad, el no creer en los dioses en que la ciudad creía era de especial importancia en razón de la profunda relación que se daba en las ciudades griega y, en general, en las sociedades antiguas entre religiosidad y política: cuando el joven ateniense, a los dieciséis o dieciocho años, iba a ser admitido como ciudadano, pronunciaba un juramento en el que también se comprometía, entre otras cosas, a respetar siempre la religión de la ciudad. El delito del que se acusaba a Sócrates no era solo el sacrilegio del ateísmo, era también la traición al estado.

Por eso Platón le hace traer a colación tanto la honestidad de su postura política como las muestras de su respeto a la divinidad. La primera se manifestó en su obediencia a los generales en la guerra, pero también en su oposición a las órdenes inicuas o ilegales de los políticos, lo mismo frente a la Asamblea democrática que frente al gobierno tiránico de los Treinta. Su piedad y respeto a los dioses se muestra en la obediencia de Sócrates a las voces divinas del daimon que le acompañaba desde pequeño y a las órdenes del dios de Delfos que le empujaban a continuar con sus investigaciones y a persistir en sus actitudes de reflexión y crítica, sometiéndose a examen a sí mismo y a los demás.

La imagen de firmeza queda así puesta de relieve en sus comportamientos en la guerra, como hombre de valor, y en la paz en su actitud piadosa y de defensa de la justicia.

4

Firmeza en la guerra y en la piedad

SÓCRATES.— El puesto que uno mismo se adjudica por considerar que es lo mejor, o en el que es colocado por un jefe, es donde debe uno permanecer y arriesgarse —creo yo— sin tener en cuenta en absoluto ni la muerte ni ninguna otra cosa por delante de la deshonra.

Yo habría hecho una cosa atroz, atenienses, si cuando los jefes que vosotros elegisteis para mandarme en Potidea y en Anfípolis y en Delion[6] me lo mandaron, en esa ocasión permanecí donde aquellos me mandaban y me arriesgué a morir, como cualquier otro, pero cuando, según yo creía y sospechaba, el dios me daba la orden de que yo tenía que vivir filosofando y examinándome a mí mismo y a los demás, en ese caso por temor a la muerte o a cualquier otra cosa hubiera abandonado la posición.

Sería algo terrible, y entonces sí que podría cualquiera traerme con justicia ante el tribunal, porque si desobedezco al

oráculo y temo a la muerte y creo ser sabio sin serlo, es que no creo que existan dioses.

Apol. 28 d-29 a

5

Firmeza y coherencia frente a la injusticia

SÓCRATES.— Os proporcionaré grandes pruebas de ello[7] no con palabras, sino con lo que vosotros más apreciáis, con obras. Escuchad lo que me pasó, para que veáis que no cedería un punto de lo justo por temor a la muerte, y que moriría antes que ceder. Os voy a hablar de cosas pesadas y minucias legales, pero ciertas, pues yo, atenienses, no he desempeñado hasta ahora ninguna otra magistratura en la ciudad, pero he sido miembro del Consejo. Y dio la casualidad de que mi tribu, la Antióquide, estaba en el pritaneo[8] cuando decidisteis juzgar de una sola vez, todos juntos, a los diez estrategos que no habían recogido los cadáveres de la batalla naval —ilegalmente, como tiempo después os pareció a todos vosotros—. Entonces fui yo el único de los prítanos que se opuso a que vosotros hicierais nada ilegal, y voté en contra. Y cuando los oradores estaban dispuestos a enjuiciarme y a hacerme detener y vosotros lo ordenabais y gritabais, yo consideraba que era más necesario arriesgarme del lado de la ley y de lo justo que estar de vuestro lado por temor a la prisión o a la muerte cuando acordabais cosas que no eran justas.

Y eso era cuando la ciudad aún tenía la democracia. Cuando llegó la oligarquía, los Treinta, mandando a buscarme a la rotonda con otros cuatro, me ordenaron traer de Salamina a León el Salaminio para matarlo, igual que les habían mandado a muchos otros muchas cosas de ese estilo, pretendiendo acrecentar el número de responsables. En aquel caso yo demostré no de palabra, sino de obra, que la muerte me importa, aunque sea bastante vulgar decirlo, un comino, pero que el no hacer nada injusto ni impío, eso me importa enteramente. A mí aquel gobierno, aun teniendo tanta fuerza, no me arredró hasta el punto de llevarme a hacer algo injusto, sino que cuando salimos de la rotonda, los otros cuatro fueron a Salamina y detuvieron a León, pero yo me marché y me fui a mi casa. Y quizá hubiera muerto por ello, si no hubiera sido que aquel gobierno cayó pronto.

Apol. 32 a-d

EL RESPETO A LAS LEYES

La dignidad del comportamiento político de Sócrates se manifiesta sobre todo en la rectitud de su respeto a la ley. Cuando su futuro inmediato es ya el cumplimiento de la pena de muerte que se le había impuesto, su amigo Critón le propone huir de Atenas: si se fuera a otra ciudad, podría librarse de la muerte, y sus amigos se ocuparían de que no pasaran escaseces ni él ni su familia. Pero Sócrates se niega rotundamente: las leyes presidieron y ordenaron el matrimonio de sus padres y su propio nacimiento y educación; si ahora las leyes juzgan que merece un castigo porque su comportamiento ha sido contrario a ellas, Sócrates no puede ni debe contrariarlas. La argumentación nos es presentada de un modo especialmente vivaz, bajo la forma de un diálogo entre Sócrates y las leyes, recurso que tal vez debamos atribuir a la juvenil vocación platónica por la poesía y el teatro, pero del que resulta, además, una gran potencia persuasiva y didáctica.

6

Firmeza y coherencia en la obediencia a las leyes

SÓCRATES.— Tanto si lo dice la mayoría como si no, y tanto si vamos a pasar por situaciones más penosas como si por más gratas, en cualquier caso, de todas maneras, es feo y vergonzoso tratar injustamente al que nos ha tratado injustamente. ¿Lo afirmamos o no?

CRITÓN.— Lo afirmamos.

SÓC.— Por tanto, no hay que obrar injustamente de ninguna manera.

CRI.— Desde luego que no.

SÓC.— Por tanto, tampoco hay que devolver la injusticia a quien nos trató con injusticia, como opina el vulgo, puesto que no hay que obrar injustamente de ninguna manera.

CRI.— Es evidente que no. […]

SÓC.— Míralo así. Si fuéramos a escaparnos de aquí a hurtadillas, o como quieras llamarlo, y vinieran las leyes y el común de la ciudad y puestos en pie dijeran: «Dime, Sócrates, ¿qué tienes en mente hacer? Lo que pretendes con esa acción que estás emprendiendo, ¿es alguna cosa distinta de hacernos perecer a nosotras, las leyes, y a toda la ciudad en lo que de ti depende? ¿O te parece que es posible que siga siendo una ciudad y que no quede patas arriba aquella en la que las sentencias que se dan no tienen fuerza alguna, sino que por obra de los particulares dejan de tener vigencia y se ven echadas a perder?». ¿Qué les vamos a decir, Critón, a ese y a otros argumentos semejantes? Uno podría decir muchas cosas, sobre todo un orador, en defensa de esta ley echada a perder, la que ordena que las sentencias emitidas tengan vigencia. ¿O vamos a decirles: «Es que la ciudad nos trataba injustamente y no juzgó acertadamente el caso?». ¿Vamos a decirles eso o qué?

CRI.— Eso, Sócrates, ¡por Zeus!

SÓC.— Y entonces, ¿qué van a decirnos las leyes?: «Sócrates, ¿era eso lo que teníamos acordado tú y nosotras? ¿O acatar las sentencias que dicte la ciudad?». Y en caso de que nos extrañáramos de que estuvieran hablando, quizá dirían: ¡Ay, Sócrates! No te extrañes de que lo que decimos y responde, ya que también tú sueles usar lo de preguntar y responder. ¡Vamos! ¿Qué nos reclamas a nosotras y a la ciudad, que intentas destruirnos? ¿No es lo primero que nosotras te procreamos, y que gracias a nosotros tu padre desposó a tu madre y te engendró? Dinos, ¿es que reprochas a algunas de nosotras, las leyes del matrimonio, que no están bien?» «No os lo reprocho», diría. «Entonces, ¿es a las leyes sobre la crianza del nacido y la educación en la que te educaron? ¿Es que nosotras, las leyes puestas para ese fin, no dábamos prescripciones acertadas al indicar a tu padre que te educara en las artes de las Musas y el ejercicio físico?». «Lo hacíais bien», diría yo.

«¡Bien! Puesto que naciste y te criamos y educamos, ¿podrías, lo primero, decir que no eres retoño y siervo nuestro, tanto tú como tus antepasados? Y si eso es así, ¿es que crees que estamos en pie de igualdad tú y nosotras respecto a lo justo, y crees que lo que nosotras intentamos hacerte es justo que tú nos lo hagas a tu vez?

Con un padre y con un amo, si lo tuvieras, ¿verdad que no es lo justo estar en pie de igualdad, de manera que lo que te hicieran pudieras hacérselo, ni contestarles cuando les oyeras una mala palabra, ni corresponderles con golpes si te pegaban, ni muchas otras cosas de ese tipo? ¿Y te va a ser lícito con tu patria y con las leyes, de manera que si nosotras intentamos destruirte porque consideramos que es justo, también tú a tu vez intentarás, en la medida de lo que puedas, destruirnos a nosotras, las leyes, y a tu patria, y afirmarás que tú, el que en verdad se preocupa por la virtud, has obrado lo justo al hacerlo?

¿O es que eres tan sabio que no te has dado cuenta de que por encima del padre y de la madre y de todos los demás antepasados es más digna de honra la patria, y más venerable y más sagrada, y merece mayor respeto de los dioses y de los hombres sensatos, y que hay que venerar y ceder más y hacerle más mimos a una patria irritada que a un padre, y que hay o bien que persuadirla o hacer lo que mande y soportar lo que ordene que soportemos llevándolo con calma? Sea que te azoten, sea que te encadenen, sea que te lleven a la guerra para resultar herido o muerto, hay que hacerlo y así es lo justo; y no el ceder ni el retirarse ni abandonar la posición, sino que tanto en la guerra como en el tribunal como en todas partes se ha de hacer lo que manden la ciudad y la patria o persuadirla de lo que sea justo; y no es piadoso usar la violencia ni con la madre ni con el padre, y mucho menos todavía que con estos, con la patria». ¿Qué les diremos a eso, Critón? ¿Dicen la verdad las leyes o no?

CRI.— Desde luego, a mí me parece que sí.

SÓC.— «Mira, pues, Sócrates —dirían quizá las leyes—, si en eso estamos nosotras diciendo la verdad: que lo que estás intentando ahora no es justo que intentes hacérnoslo, pues nosotras, no obstante haberte engendrado, criado, educado y haberte hecho partícipe, tanto a ti como a los demás ciudadanos, de cuantos bienes somos capaces, proclamamos para el ateniense que lo desee la libertad de que, una vez que haya pasado

las pruebas y haya visto los asuntos de la ciudad y a nosotras las leyes, que a quien no le gustemos le sea lícito tomar lo suyo y marcharse donde quiera.

Y ninguna de nosotras, las leyes, le es un obstáculo ni se lo prohíbe, tanto si alguno de vosotros quiere irse a una colonia porque no le agradamos nosotras ni la ciudad, como si quiere marcharse a otra parte donde sea extranjero: que se vaya donde quiera con lo suyo. Pero el que de vosotros se quede viendo la manera en que resolvemos los juicios y en que administramos lo demás de la ciudad, afirmamos que ese tiene de hecho un acuerdo con nosotras para hacer lo que nosotras mandemos, y afirmamos que el que no obedezca delinque triplemente, porque no nos obedece siendo nosotras las que le hemos engendrado y porque le hemos criado y porque habiendo aceptado el acuerdo de que nos obedecerá, ni nos obedece ni nos persuade si hacemos algo que no esté bien».

Crit. 49 b, 50 a-51e

[1] Con este calificativo Jenofonte pasa de la alabanza de las virtudes del individuo a la alabanza de la habilidad del filósofo, y esta virtud la describe ya en términos de capacidad filosófica.

[2] En la batalla de las islas Arginusas, próximas a Lesbos (406 a. C.), las naves atenienses vencieron a las de los lacedemonios y sus aliados; pero una gran tempestad impidió a los vencedores recoger a los náufragos; cuando los estrategos regresaron a Atenas e informaron en el Consejo sobre lo sucedido, fueron considerados responsables por ello y entregados a la Asamblea para ser juzgados. Allí se defendieron brevemente cada uno, pues no se puso a su disposición el tiempo de exposición que marcaba la ley (Jenofonte, Helénicas, I 7, 5); aun así, su intervención empezaba a convencer a la Asamblea, pero hubo que posponer la decisión porque, ya de noche, no se podía hacer el recuento de las manos. Al día siguiente se propuso condenar o exculpar a todos de modo conjunto, es decir, en una única votación, en un acto manifiestamente ilegal; los prítanos, —de quienes dependía oficialmente la aceptación o no de tal propuesta— por miedo, convinieron todos en proponerla excepto Sócrates, hijo de Sofronisco. Este se negó y dijo que actuaría en todo de acuerdo con la ley (JENOFONTE, Helénicas I 7, 15).

[3] En un momento en que de nuevo correspondía a Sócrates actuar como prítano, los Treinta acordaron encargarles la detención de León de Salamina un hombre de mérito reconocido y que no había cometido ni una sola injusticia (JENOFONTE, Helénicas II 3, 39), pero Sócrates, sin atender la orden, se marchó a su casa (Platón, Apología 32 c-d).

[4] Los participantes en el banquete en el que se desarrolla esta escena van poco a poco retirándose o quedándose dormidos por efecto del cansancio y la bebida. Cuando los gallos cantan a la mañana siguiente, solo Agatón, Aristófanes y Sócrates siguen debatiendo y bebiendo, pero también los dos primeros caen rendidos, y Sócrates es el único que, despierto, sale de allí para pasar su jornada de la manera habitual (Banq. 223 b-d).

[5] Se refiere a un pasaje bien conocido del poeta y legislador ateniense: Envejezco aprendiendo siempre, que cita Platón (Rivales, 133 c).

[6] Potidea, en Tracia, Anfípolis, en la península Calcídica, y Delion, santuario de Apolo en la costa beocia, fueron escenario de batallas de la Guerra del Peloponeso en las que Sócrates tomó parte en 422, 432 y 424 a. C., respectivamente. En la retirada de Delion Sócrates dio muestras de valor ejemplar (Laques 181 b).

[7] De que su firmeza en defender lo que consideraba justo le hubiera llevado, de haberse dedicado a la política, al desastre, pues se habría enfrentado también a las opiniones mayoritarias cuando le hubieran parecido injustas, como de hecho hizo en más de una ocasión.

[8] El pritaneo, centro político de la ciudad, acogía el fuego comunal (koiné hestía); allí era donde desempeñaban sus tareas los prítanos, entre cuyas obligaciones se contaba preparar el orden del día de las reuniones de la Asamblea y del Consejo y solventar los asuntos de la política cotidiana, además de recibir a los delegados extranjeros. Cada pritanía estaba “de servicio” una décima parte del año lunar, y durante esos días los prítanos debían permanecer en el pritaneo, situado en la rotonda.

Preguntemos a Platón

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