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2. ¿SE PUEDE ENSEÑAR LA VIRTUD?¿Puedes decirme, Sócrates, si se puede enseñar la virtud? ¿O no es posible enseñarla, sino que hay que practicarla? ¿O ni hay que practicarla ni es posible enseñarla, sino que está presente en los hombres por naturaleza o de algún otro modo?Men. 70 a
EL SIGLO DE PERICLES EN ATENAS fue escenario de la presentación de novedades intelectuales e hipótesis científicas de gran envergadura que, transformando la sociedad, acabaron por dar al traste con el conglomerado de principios políticos, morales y religiosos hasta entonces vigentes.
Los contactos con los persas en las ciudades de Asia Menor dieron a conocer a los astrónomos griegos las tablas astronómicas babilonias con observaciones sobre los movimientos de estrellas y planetas, los espolearon en sus investigaciones sobre el cielo y los llevaron a proponer hipótesis rompedoramente innovadoras sobre la forma y el funcionamiento del universo. El descubrimiento de los números irracionales puso en tela de juicio la armonía numérica que los pitagóricos creían haber detectado en el universo, y así se abrieron paso nuevas líneas de investigación matemática. La divulgación de los secretos de la secta dio a conocer las inquietudes y métodos de aquellos matemáticos místicos, con lo que sus logros e intereses se extendieron a otros grupos de pensadores: basta ver el uso que hace Sócrates en sus charlas del método de la reducción al absurdo, tan ampliamente usado en los tratados matemáticos más antiguos.
El desarrollo de las artes —la pintura, la escultura, la música— y la generalización del conocimiento de la escritura produjeron efectos inesperados cuando se plasmaron en el magisterio de Damón relativo a la música y sus efectos o en la redacción de escritos técnicos como el Canon de Policleto, el tratado Sobre escenografía de Agatarco y tantos otros.No conocemos apenas fragmentos de esos trabajos, y solo unos pocos títulos, porque las obras de carácter técnico están condenadas a desaparecer tan pronto como nuevos trabajos incorporan novedades significativas en la materia en cuestión, pero a efectos sociales la consecuencia de su existencia se hizo evidente: las artes, las téchnai, pueden enseñarse. No fue difícil dar el paso de las artes manuales a las artes liberales, y en ese marco aparecieron los trabajos de Córax y Tisias, los primeros en teorizar y enseñar el arte de la oratoria. Estos dos siracusanos, además de haber introducido la distinción de las partes del discurso —el proemio, la argumentación, la recapitulación— sometieron a reflexión los argumentos sobre lo verosímil, tan del gusto de la mentalidad de la Grecia clásica, lo mismo en el terreno de la oratoria judicial que en el de la oratoria política.
Entre los que desarrollaron el arte de la oratoria se encontraba también Protágoras, uno de los más destacados sofistas, quien, según Platón, había conseguido de esta sabiduría más dinero que Fidias y otros diez escultores.La presencia en Atenas de este personaje, próximo al círculo de Pericles, atrajo la atención de muchos atenienses, sobre todo de entre los jóvenes, ya que Protágoras se comprometía a enseñar a quien acudiera a él el consejo prudente sobre sus propios asuntos. Pero ¿en qué consistía eso? En la mentalidad de la época, un hombre bueno y honesto (kalòs kaì agathós) debía ser capaz de gobernar sus asuntos y capaz también de hablar y actuar acertadamente en lo concerniente a la ciudad. En eso se reconocía a quien poseía la virtud y el arte política; ahora bien: ¿es posible enseñar tales habilidades? ¿O tal vez es posible aprenderlas, aunque no se pueda garantizar su enseñanza? ¿O hay que nacer con las capacidades adecuadas, y solo entonces cabe usarlas y desarrollarlas?
Para la mentalidad aristocrática, esto último era lo acertado, y virtud y saber son cualidades innatas que solo pueden ser vaga e inútilmente imitadas por los saberes aprendidos. Eso es lo que nos dice en sus versos el gran poeta Píndaro: Sabio es el que tiene mucha ciencia por naturaleza; los brutos enseñados, que lancen como cuervos con su charlatanería impotentes graznidos al ave divina de Zeus (Ol. II 86 y ss., trad. E. Suárez), y en otro lugar, dando a entender que solo alcanzarán gloria o fama quienes poseen saber y virtud por naturaleza: Lo que se posee por naturaleza es superior; pero muchos hombres se lanzan a conquistar fama con cualidades aprendidas. Mas si la divinidad no ha ayudado, por quedar en silencio no es más despreciable cada hecho, pues unos caminos llegan más lejos que otros y no ha de sustentarnos a todos nosotros el mismo afán. Saber es arduo (Ol. IX 100 y ss., trad. E. Suárez).
En la Atenas del siglo V los jóvenes podían aprender —y aprendían, en la medida de lo posible— la virtud y la habilidad política en el trato social con sus mayores, es decir, con los ciudadanos kaloì kaì agathoí, sin que mediara intercambio económico alguno. Seguían con ello la costumbre tradicional que reflejaba Teognis en sus Elegías (v. 27 y ss.):Con mi afecto por ti te propondré, Cirno, lo que yo mismo aprendí de los buenos siendo aún niño, y no dejes que honras, honores y riquezas te arrastren a acciones vergonzosas o injustas. Que sepas esto: no trates con hombres malvados, sino estáte siempre junto a los buenos, y con ellos bebe y come, y con ellos siéntate, y pásalo bien con los más capaces. De los buenos aprenderás cosas buenas, pero si te mezclas con los malos, echarás a perder hasta tu propio talento.
Pero junto a las opiniones de los aristócratas y las costumbres de los mayores, el debate sobre la cuestión estaba de plena actualidad, pues las costumbres y opiniones recién señaladas se enfrentaban a las novedades científicas y los cambios sociales que el desarrollo económico y cultural había traído consigo; entre otras, la oferta de los sofistas: también la aretē, en tanto que politikē téchnē, como las otras artes y técnicas, podía ser enseñada. Y su enseñanza, igual que la de otras habilidades técnicas, podía bien merecer una contraprestación pecuniaria.Para quienes se aferraban a la tradición, los sofistas, que pretendían obtener un beneficio crematístico de su trato con los jóvenes, no pasaban de ser unos vulgares sacacuartos. Eso es lo que sostiene en el Menón el personaje de Ánito, que no concedía crédito alguno, y ni siquiera el beneficio de la duda, a los sofistas que habían ido pasando por Atenas y que se comprometían a enseñar la virtud mediante estipendio.
El ánimo de los jóvenes era bien distinto, y cuando ocurre que el gran sofista Protágoras de Abdera se encuentra en Atenas, hay quien se muere de ganas de conocerlo, como es el caso del joven Hipócrates, que aún de noche se presenta en casa de Sócrates para rogarle ser presentado al visitante extranjero. Así es como comienza el diálogo en que Platón recrea el encuentro entre Sócrates y el famoso sofista, en el que se aborda precisamente la cuestión de si la virtud puede enseñarse; Sócrates niega la posibilidad de enseñar tanto la virtud como el arte política y argumenta: los atenienses creen que todos pueden contribuir a las deliberaciones aunque nadie se lo haya enseñado, y por eso admiten que todos los ciudadanos participen por igual en la vida pública; y esgrime un segundo argumento: si la virtud pudiera enseñarse, los grandes hombres como Temístocles, Pericles o Aristides el Justo se la habrían enseñado a sus hijos, que habrían podido destacar en la vida política como lo habían hecho sus padres.
Protágoras, por su parte, defiende que todos los hombres participan por igual de la virtud política, según explica mediante el mito del reparto de capacidades a las especies[1]. Antes de seguir se impone aquí un breve inciso en relación con ese relato, de gran encanto literario y de una enorme potencia, que impresiona la imaginación y las emociones, y que reúne argumentos y encanto al servicio de la persuasión. Pero ¿a quién corresponde la autoría de ese relato encantador, a Platón o a Protágoras? A otros sofistas (Gorgias, Pródico, Eutidemo…) nos los retrata Platón con los mismos rasgos de carácter, inquietudes y métodos, incluso con las manías que se les atribuyen en otras fuentes. Además, no es improbable que Protágoras empleara relatos míticos en sus argumentaciones, como lo hacía también Pródico y como vemos que lo hace Aristófanes en el discurso que Platón pone en su boca en el Banquete; o como hizo no raramente el propio Platón. Si nos atenemos a esos hechos, no parece fuera de lugar pensar que Platón aquí reproduce las ideas y el estilo de Protágoras, como han sostenido los estudiosos de modo mayoritario (Nestle, Guthrie, Untersteiner), aunque no unánime, y conviene que tengamos esto en cuenta a la hora de valorar el conjunto de la argumentación.
Volviendo a ese diálogo, la confirmación de la veracidad de la tesis de ese mito —dice Protágoras— es que la sociedad no culpa a los hombres de sus defectos cuando los tienen por naturaleza o por azar, sino solo cuando habrían podido evitarlos mediante la práctica y el recurso a la enseñanza: luego la virtud puede ser aprendida por esos medios.
A lo largo del diálogo la conversación se desvía y surge el tema de si el placer es el bien; en el transcurso de la investigación ambos pensadores se muestran de acuerdo en que, a veces, hay placeres que procuran dolores y, a la inversa, dolores momentáneos que procuran placeres; también están de acuerdo en que la salvación de la vida reside en la elección correcta de placer y dolor, del más y el menos, el menor y el mayor (Prot. 357 a). Y en que de esas distinciones se ocupa una ciencia (epistéme), la de medir (metretiké). En consecuencia, tanto la justicia como la moderación y el valor, cuya función es hacernos elegir correctamente bienes y males, son ciencia: luego la virtud sería enseñable, afirma Sócrates. Pero con esa argumentación Sócrates ha venido a intercambiar su postura con la que Protágoras mantenía al principio; así que, tras el debate reflejado en este diálogo, la cuestión queda abierta, como suele suceder en los diálogos previos al período de madurez.
Platón, no obstante, no abandonó este tema de reflexión, y poco después, en el Menón (porque esos dos diálogos, escritos poco antes del primer viaje a Sicilia, son muy próximos en el tiempo), volvió sobre el mismo asunto y, siguiendo argumentos que expone en esta segunda obra, llega a la conclusión de que, puesto que no hay maestros de virtud y dado que quienes la poseen no pueden dar razón de sus actuaciones, la virtud no puede ser enseñada.Pero tampoco estos resultados parecían dar cuenta suficiente de los hechos relativos al asunto, así que Platón siguió sin quedar conforme con los resultados alcanzados y continuó dando vueltas al tema.
Un elemento de la más rancia tradición seguía vivo en el pensamiento platónico: tanto en el Menón como en el Protágoras, que son los dos diálogos que se ocupan más directamente de la definición de la virtud y el debate sobre si es posible enseñarla, la virtud platónica sigue siendo la areté sociopolítica, la virtud propia del ciudadano de holgada situación económica y noble ascendencia llamado a destacar en la vida pública ciudadanaCuando Platón escribe la República unos años después, sigue aún interesándose por la cuestión de la virtud. Sus ideas ahora son en algunos aspectos más precisas y en otros, y de los fundamentales, bien distintas, pues la perspectiva desde la que enfoca la cuestión no es ya la misma.
Así, el tema, tan largamente tratado, de si la virtud se puede enseñar parece definitivamente cerrado con un no; a cambio, parece también definitivamente establecido que la virtud sí se puede aprender, pues se la puede hacer nacer mediante la costumbre y el ejercicio (Rep. 518 d-e). Con ello Platón estaba sentando las bases de la teoría que Aristóteles expresaría más adelante en sus Éticas:Las virtudes las adquirimos poniéndolas primero por obra, igual que ocurre en las demás artes, pues las cosas que para hacerlas hay que haberlas aprendido antes, las aprendemos haciéndolas: igual que se llega a constructor de casas construyendo casas y a citarista tocando la cítara, así también nos hacemos justos llevando a cabo obras justas, prudentes con las prudentes y valientes con actos de valentía (Ét. Nic. II 1103 a31 y ss).
Las novedades fundamentales vienen del nuevo enfoque de la reflexión sobre la virtud que se aborda en Rep. II 368 c-369 a, en el marco de la investigación sobre la justicia con que se abre ese diálogo; visto el punto muerto al que queda abocada la reflexión sobre la justicia emprendida en el terreno de la justicia del individuo, propone estudiarla desde el punto de vista político. De ese modo, la indagación sobre la justicia en el Estado le va conduciendo a una teoría general sobre la virtud en el terreno político y las virtudes del Estado que veremos más adelante (cap. 8).
A la vista de que Platón llega a la certeza de que es el alma la que aprende y que las virtudes pueden ser aprendidas, se entiende el papel que ejerce su teoría epistemológica en la de la virtud. En efecto, en el Menón Platón había adelantado algunos de los elementos que conforman su teoría de las Ideas, y en la República los aplica a una definición de la virtud, presentada como «el arte del giro que guía al órgano con el que el alma aprende para que se vuelva desde ‘lo que se genera y muere’ hacia ‘lo que es’, de modo que el alma sea capaz de soportar la visión del brillo del ser» (Rep. 518 d). Esa facultad del alma de volverse de lo terreno al mundo Ideal será la que le permita desempeñar correctamente sus funciones, pues es la que la conduce a su excelencia, es decir, la téchne adecuada para alcanzar la areté.

LA POSTURA TRADICIONAL

Para quienes se habían educado en la tradición, la virtud era en parte algo innato (vigor físico, inteligencia despierta, medios de fortuna, linaje antiguo), pero requería también un marco adecuado para poder desplegarse, que era la aceptación social. Esto último era el resultado de haber aprendido a conocer y manejar las redes sutiles de amistades y alianzas de la sociedad ateniense. Al revés que el primer grupo de capacidades, esto segundo no era innato, y la vida social era para el joven un territorio inexplorado en el que para moverse con soltura y seguridad era preciso contar con guías. Tradicionalmente eran el padre, los parientes o los amigos de la familia quienes mediante el trato cotidiano en gimnasios, simposios, negocios y encuentros fortuitos ponían al joven en situación de participar plenamente y con éxito en la vida social ciudadana. Las promesas de los sofistas de enseñar mediante estipendio el éxito social eran interpretadas por los más apegados a la tradición como una amenaza, y ese parece ser el caso de Ánito, que rechaza airadamente tanta novedad.

7

Rechazo de los sofistas

MENÓN.— Pero ¿te parece que no hay maestros de virtud?

SÓCRATES.— Aunque investigo muchas veces si hay maestros de ella, por más que lo hago todo, no soy capaz de hallarlos. Y eso que estoy buscando entre mucha gente y de ellos, sobre todo, entre los que creo que son los más expertos en la materia. Pero mira, Menón, justo ahora en buen momento se ha sentado con nosotros Ánito, al que entregamos la investigación, pues es natural que la pongamos en sus manos: este Ánito, lo primero, es hijo de un padre rico y sabio, Antemión, que se hizo rico no por azar ni porque alguien se lo diera, como el tebano Ismenias, que acaba de recibir las riquezas de Polícrates, sino habiéndolo adquirido por su propia habilidad y cuidados; y luego, en lo demás no parecía un ciudadano desdeñoso ni pomposo ni cargante, sino un hombre educado y ordenado. Y además a este lo crió y lo educó bien, según parece a la mayoría de los atenienses, pues lo eligen para las magistraturas más importantes. Y es justo investigar con hombres así sobre los maestros de virtud si existen o no y quiénes son.

Y tú, Ánito, investiga con nosotros —conmigo y con este huésped tuyo, Menón— sobre el asunto este, qué maestros podría haber […].

Men. 89 e-90 b

Él [scil., Menón], Ánito, hace rato que me dice que desea esa sabiduría y virtud con la que los hombres administran bien las casas y las ciudades y cuidan a sus padres y saben recibir y despedir a ciudadanos y extranjeros como corresponde a un hombre de bien; para esta virtud, mira a quién lo enviaríamos que lo enviáramos correctamente. ¿O está claro, según tus palabras de hace un momento, que lo enviaríamos a quienes aseguran que son maestros de virtud y hacen ver que la comunicarían a cualquiera de los griegos que quisiera aprenderla tras fijar y cobrar una paga por ello?

ÁNITO.— ¿Y quiénes dices que son esos, Sócrates?

SÓC.— Sabes sin duda tú también que son esos a los que la gente llama sofistas.

ÁN.— ¡Por Heracles, Sócrates, no digas cosas de mal augurio! ¡Que no le entre la manía a ninguno de los míos —ni de casa, ni amigos, ni ciudadano ni extranjero— de ir a ellos a que los maltraten, porque está claro que esos son la ruina y la perdición de los que están con ellos!

SÓC.— ¿Cómo dices, Ánito? ¿Son estos los únicos, de cuantos pretenden saber aportar un beneficio, que se distinguen tanto de los otros que no solo no aportan, como los demás, el beneficio de lo que uno les haya pagado, sino que por el contrario causan la perdición? ¿Y a cambio de eso piden abiertamente cobrar dinero? ¡Yo es que no puedo creerte!

Conozco a un hombre, Protágoras, que ha conseguido de esta sabiduría más dinero que Fidias, que manifiestamente hizo bellos trabajos, y otros diez escultores. Pero me dices algo tremendo si los que hacían antiguamente los zapatos o los que remendaban los mantos no habrían podido pasar desa­percibidos ni treinta días si hubieran devuelto los mantos y el calzado peor de como los recibieron —caso de hacer algo así, pronto hubieran muerto de hambre—, mientras que Protágoras, sin que nadie en Grecia se entere, ha corrompido a los que convivían con él y los ha devuelto peores de como los recibió durante más de cuarenta años —creo que murió cuando estaba cerca de los setenta y con cuarenta años de estar en el oficio— y en todo ese tiempo hasta el mismísimo día de hoy no ha dejado de tener buena fama, y no solo Protágoras, sino también muchísimos otros que hubo antes que aquel y que aún hoy existen. ¿Afirmaremos, según tu discurso, que engañan y estropean a los jóvenes a sabiendas o que tampoco ellos se percatan? Y en ese caso, ¿pensaremos que están locos esos de los que dicen algunos que son los más sabios de los hombres?

ÁN.— Andan lejos de estar locos, Sócrates, pero lo están mucho más los jóvenes que les dan dinero, y aún más que ellos los que los tienen a su cuidado, sus parientes, y mucho más que todos las ciudades, que les permiten instalarse y no los expulsan, lo mismo si quien intenta hacer algo de eso es extranjero como si es ciudadano.

SÓC.— Pero Ánito ¿es que te ha ofendido algún sofista?

¿O por qué estás tan enfadado con ellos?

ÁN.— ¡Por Zeus! ¡Desde luego que ni yo he estado nunca hasta ahora con ninguno de ellos ni se lo permitiría a ningún otro de los míos!

SÓC.— Entonces, ¿careces completamente de experiencia con esos hombres?

ÁN.— ¡Y que siga así!

SÓC.— Entonces, bendito, ¿cómo podrías saber de este asunto, en el que careces por completo de experiencia, si tiene en sí algo de bueno o de malo?

ÁN.— ¡Fácil! Conozco a los que son así, tanto si me falta experiencia con ellos como si no.

SÓC.— Tal vez eres adivino, Ánito, puesto que, por lo que tú mismo dices, me sorprendería que sepas mucho de ellos. Pero no estábamos investigando quiénes son esos junto a los cuales Menón, si fuera a ellos, se volvería un malvado —sean esos, si quieres, los sofistas—, sino que dinos los otros, y hazle un favor a este amigo tuyo por lazos familiares y dile a quién tiene que ir en esta ciudad tan grande para conseguir ser digno de mención respecto a la virtud que yo venía exponiendo.

ÁN.— ¿Y por qué no se lo has dicho tú?

SÓC.— Le dije los que yo creía maestros de eso, pero viene a ser que no he dicho nada, según afirmas tú. Y quizá aciertas.

Men. 91 a-92 d

8

La virtud se aprende de los buenos y honestos

SÓCRATES.— Pero tú, a tu vez, dile a qué atenienses puede ir, dile el nombre de quien quieras.

ÁNITO.— ¿Por qué ha de oír el nombre de un solo individuo? Sea quien sea aquel de los atenienses buenos y honestos con que se tope no hay ninguno que no le haga mejor, salvo los sofistas, si quiere hacerme caso.

SÓC.— ¿Acaso estos hombres buenos y honestos se hicieron así espontáneamente, y a pesar de no haberlo aprendido de nadie son capaces de enseñar a los demás lo que ellos no aprendieron?

ÁN.— Yo los tengo por capaces de haber aprendido de los anteriores a ellos, que ya eran buenos y honestos; ¿o no te parece que en esta ciudad ha habido muchos hombres buenos?

SÓC.— A mí me parece que sí, Ánito, que hay aquí hombres buenos en política, y que además los ha habido no menos que los hay. Pero ¿son también buenos maestros de su propia virtud? Ese es el punto sobre el que precisamente versa nuestra reflexión, no si hay o no hombres buenos aquí, ni si los ha habido en tiempos anteriores, sino que lo que desde hace rato examinamos es si la virtud se puede enseñar. Y examinando aquello, examinamos también esto, si los hombres buenos, tanto los de ahora como los más antiguos sabían también transmitir a otro esa virtud por la que eran buenos o bien si no es posible que un hombre la transmita o que alguien la reciba de algún otro. Eso es lo que desde hace rato investigamos Menón y yo. Examina esto de ese modo según tu propio razonamiento: ¿verdad que afirmarías que Temístocles fue un hombre bueno?

ÁN.— Desde luego que sí, el mejor de todos.

SÓC.— Por tanto, también dirías que fue un buen maestro de su propia virtud, más que cualquier otro maestro.

ÁN.— Creo que sí, si él así lo hubiera querido.

SÓC.— ¿Y no habría querido, crees tú, que también algunos otros se hicieran buenos y honestos y, sobre todo, su propio hijo? ¿O crees que le tenía envidia, y que a propósito no le transmitió la virtud por la que era bueno? ¿O no has oído que Temístocles hizo que enseñaran a su hijo Cleofanto a ser un buen jinete? Se mantenía a pie derecho sobre los caballos y disparaba de pie desde los caballos, y hacía otras muchas cosas admirables en las que le había hecho educar y en las que le hizo experto en todo lo que dependía de los buenos maestros. ¿O no se lo has oído a los ancianos?

ÁN.— Lo he oído.

SÓC.— Luego no se podía echar a la culpa al hijo, a que fuera de mal natural.

ÁN.— Seguramente no.

SÓC.— ¿Y esto otro? Que Cleofanto, el hijo de Temístocles, fuera un hombre bueno y honesto como su padre, ¿eso se lo has oído a alguien, joven o viejo?

ÁN.— No, en absoluto.

SÓC.— ¿Y vamos a creer que quería educar a su hijo en eso, pero que no habría querido hacerle mejor que sus vecinos en la sabiduría en la que él era sabio, si la virtud hubiera podido enseñarse?

ÁN.— Seguramente no, ¡por Zeus!

SÓC.— Pues esa clase de maestro de virtud era el que tú incluso afirmas que fue el mejor entre los antiguos. Pero veamos otro caso, el de Aristides, hijo de Lisímaco. También reconoces que fue un hombre bueno, ¿verdad?

ÁN.— Desde luego, sin ninguna duda.

SÓC.— Y también este educó a su hijo Lisímaco lo mejor posible entre los atenienses en todo lo que dependía de los maestros, ¿y te parece que hizo de él un hombre mejor que cualquier otro? Tú has convivido con él y ves cómo es. Y si quieres, Pericles, un hombre tan magníficamente experto, ¿sabes que ha criado dos hijos, Páralo y Jantipo?

ÁN.— Desde luego.

SÓC.— Como tú también sabes, los enseñó a ser jinetes no inferiores a ningún ateniense, y los educó no peor que a nadie en las artes de las Musas y en la lucha y en todo lo demás que depende de una técnica. ¿Es que no quería que fueran hombres buenos? A mí me parece que sí que quería, pero me temo que es que no se puede enseñar. Y para que no creas que son pocos y los más viles de los atenienses los que han sido incapaces de esta tarea, acuérdate de que Tucídides también tuvo dos hijos, Melesias y Estéfano y los educó muy bien y sobre todo en aprender a luchar los que mejor de los atenienses —a uno lo llevó con Jantias y a otro con Eudoro. Y estos parecía que eran los que mejor luchaban de los de entonces… ¿o no te acuerdas?

ÁN.— Sí, de oídas.

SÓC.— Entonces, está claro que si ese enseñaba a sus hijos aquello en lo que había que hacer gastos para enseñarlo, aquello en lo que no había que gastar nada —hacerlos hombres buenos y honestos— ¿no se lo hubiera enseñado si se pudiera enseñar? ¿Quizá es que Tucídides era una mala persona y no tenía bastantes amigos entre atenienses y aliados? Además era de una familia importante y tenía mucho poder en la ciudad y entre los restantes griegos, de modo que si esto hubiera podido enseñarse, habría encontrado quien hiciera buenos a sus hijos, alguien de la ciudad o un extranjero, a menos que le hubiera faltado tiempo por causa de sus cuidados públicos. Pero es que me temo, querido Ánito, que la virtud no es enseñable.

ÁN.— ¡Me parece, Sócrates, que tú hablas mal de la gente con mucha facilidad! Yo te aconsejaría, si estás dispuesto a hacerme caso, que tengas cuidado. Porque tal vez en otra ciudad es más fácil hacer a los hombres daño que bien; en esta, mucho; y creo que tú también lo sabes[2].

SÓC.— Menón, me parece que Ánito se ha enfadado. Y no me extraña; cree, primero, que estoy acusando a esos hombres y, además, piensa que él también es uno de ellos.

Men. 92 e-95 a

9

Protágoras se jacta de enseñar la virtud

Durante su estancia en Atenas, Protágoras se anunciaba como un verdadero maestro de areté, comprometiéndose a enseñar a los jóvenes no ningún arte concreto, como hacían otros sofistas, sino las habilidades más apreciadas en el buen ciudadano: la de ser capaz de administrar los propios asuntos y la de actuar acertadamente en política.

En su debate con él, Sócrates esgrime aquí otra vez el argumento que opuso a las posiciones de Ánito: la virtud no se puede enseñar, pues si fuera posible enseñarla, quienes destacaron por su virtud política en los asuntos de la ciudad se la habrían transmitido a sus hijos... A ello añade otro argumento, el de la costumbre establecida en la democracia ateniense: en las materias propias de algún arte —la edificación, la construcción naval— los atenienses solo aceptan las opiniones de los expertos, mientras que en los asuntos generales de la ciudad admiten el consejo de quienquiera que aporte una idea útil. Y eso es, explica, porque mientras que las técnicas pueden ser aprendidas, el consejo prudente que se espera del hombre de areté, puede venir de cualquiera, sea cual sea su estatus o su formación.

SÓCRATES.— Este Hipócrates es de aquí, hijo de Apolodoro, de una casa grande y próspera, y por su natural parece que él mismo puede rivalizar con los de su edad. Y me parece que quiere llegar a ser de los que cuentan en la ciudad y piensa que como mejor podría llegar a ocurrirle es si tratara contigo.

Prot. 316 b-c

PROTÁGORAS.— Si Hipócrates viene a mí no le pasará lo que le pasaría tratando con algún otro sofista, pues los demás echan a perder a los jóvenes; porque aunque estos hayan rehuido los saberes técnicos, los llevan contra su voluntad y los introducen otra vez en los saberes técnicos, enseñándoles el cálculo, la astronomía, la geometría y las artes de las Musas —y al mismo tiempo miraba a Hipias—, pero si viene a mí, no aprenderá más que aquello por lo que viene. Mi enseñanza es el consejo prudente sobre sus propios asuntos, para que administre su casa lo mejor posible, y sobre los de la ciudad, para que en política sea lo más capaz posible de actuar y de hablar.

Sóc.— ¿Acaso estoy siguiendo bien tu discurso? —dije yo—. Me parece que te estás refiriendo al arte política, y que estás prometiendo hacer a los hombres buenos ciudadanos.

Prot.— Eso mismo, Sócrates —dijo—, es lo que prometo.

Prot. 318 d-319 a

10

«Pero la virtud no se puede enseñar», dice Sócrates…

SÓCRATES.— Entonces, ¡que notable arte posees —dije yo—, si es que lo posees! —pues no te diré otra cosa más que lo que pienso—. Y es que yo, Protágoras, creía que esto no se podía enseñar pero, si tú lo dices, no puedo dejar de creerlo. Por otra parte, es justo que explique por qué creo que no se puede enseñar y que tampoco unos hombres pueden transmitírselo a otros.

Yo sostengo, igual que los demás griegos, que los atenienses son sabios. Veo que cuando nos reunimos en la Asamblea, en el momento en que la ciudad necesita llevar a cabo algo relativo a la construcción, mandamos a buscar constructores como consejeros para la edificación; cuando de construcción naval, a los constructores de barcos, y así en todos los demás asuntos de los que creen que se pueden aprender y enseñar. Y si intenta dar consejo algún otro al que ellos no consideran experto, aunque sea muy bueno y rico, incluso de los nobles, no se lo admiten, sino que se ríen de él y le abuchean hasta que el que intentaba hablar o se marcha por su propia decisión, tras los abucheos, o por orden de los prítanos se lo llevan los arqueros a rastras o en volandas. Así actúan respecto a lo que creen que entra en el terreno de la técnica.

Pero cuando hay que deliberar sobre algo relativo a la administración de la ciudad, se levanta y da consejo sobre ello lo mismo un constructor que un herrero, un curtidor, un comerciante, un armador, un rico, un pobre, un noble o uno de baja extracción, y a estos nadie les afea, como a los de antes, que, sin haberlo aprendido en ninguna parte ni haber tenido maestro alguno de ello, luego pretendan dar consejos. Y es porque está claro que creen que no se puede enseñar.

Pero no solo es así en los asuntos comunes de la ciudad, sino que tampoco en su vida particular nuestros más sabios y mejores ciudadanos son capaces de transmitir a otros esa virtud que poseen. Porque Pericles, el padre de estos jóvenes de aquí, los ha educado bien y acertadamente en lo que dependía de maestros, pero en lo que él mismo es sabio, ni los educa él mismo ni los pone en manos de algún otro, sino que van por ahí triscando como ganado suelto, a ver si espontáneamente alcanzan la virtud; o si quieres, el hermano menor de Alcibíades, aquí presente, Clinias, al que tutela ese mismo hombre, Pericles, que como temía por él, no fuera que Alcibíades lo corrompiera, tras apartarlo de este, lo educó poniéndolo en manos de Arifrón; y antes de que hubieran pasado seis meses, se lo devolvió, porque no sabía qué hacer con él. Y te puedo decir muchísimos otros que siendo personalmente excelentes ellos mismos, nunca hasta ahora han hecho mejor a nadie ni de los suyos ni de los ajenos.

Y en consecuencia, Protágoras, yo, atendiendo a esto, considero que la virtud no se puede enseñar. Pero al oírte decir eso, doy media vuelta y entiendo que estás diciendo algo de interés, porque considero que tú eres experto en muchas cosas; en muchas por haberlas aprendido y en otras por haberlas descubierto tú mismo. Y si puedes demostrarnos con mayor evidencia que la virtud se puede enseñar, no te hagas de rogar y muéstralo.

Prot. 319 a-320 b

LOS ARGUMENTOS DE PROTÁGORAS

Los argumentos aducidos por Protágoras poseen, igualmente, la fuerza que les aporta la evidencia: a nadie se le afean los defectos cuando le vienen de su natural, sino que lo que se critica es la ausencia de virtudes cuando se da por ignorancia o por falta de práctica. Y eso es porque se considera que la virtud se puede aprender. De hecho, los cuidados de padres y ayas tienen como objetivo guiar desde pequeño al niño hacia la virtud con las clásicas reconvenciones del “Esto se hace; aquello, no”. Y para concluir el argumento insiste: aun habiendo aprendido de nuestros mayores la virtud, en la edad adulta seguimos necesitando criterios que nos sirvan de guía para el desarrollo de una vida virtuosa; y esa es la enseñanza que nos aportan las leyes.

11

Todos los hombres participan de la virtud en cierta medida, pero aprenderla requiere atención y cuidado

PROTÁGORAS.— Para que no creas engañarte en cuanto que, de hecho, todos los seres humanos consideran que cualquier hombre participa de la justicia y del resto de la virtud política, acepta también esta prueba: en las demás virtudes, como tú dices, si alguien afirma que es un buen flautista, o lo dice de cualquier otro arte que no posee, o se burlan de él o se enfadan, y los suyos se le acercan y le regañan porque parece que está loco.

Pero en el caso de la justicia y la restante virtud política, si vemos a alguien que es injusto y si ese dice contra sí mismo esa verdad en público, lo que antes considerábamos sensatez —decir la verdad— aquí lo tenemos por locura, y afirmamos que es preciso que todos digan que son justos, tanto si lo son como si no, y que quien no guarda las apariencias está loco. De modo que necesariamente o nadie deja de participar de esa virtud o el tal no se cuenta entre los humanos.

Lo que afirmo es que con razón se acepta a cualquier hombre como consejero respecto a esa virtud, puesto que se considera que a todos les corresponde una parte de ella; por otro lado, que se considera que la virtud no se da por naturaleza ni espontáneamente, sino que puede enseñarse, y se presenta en quien se presenta gracias a cuidados, eso es lo que intentaré demostrarte después de esto.

Cuantos defectos consideran unos de otros los hombres que tienen por naturaleza o por azar, nadie se enfada ni regaña ni enseña ni castiga a quienes los tienen para que no sean así, sino que los compadecen. Como a los feos, bajitos o enclenques: ¿quién es tan insensato que intente hacerles algo así? Y eso es, creo, porque saben, que eso, las cualidades y sus contrarios, se dan en los hombres por naturaleza y por azar.

Pero cuantas buenas cualidades creen que nacen en los hombres gracias a la atención, la práctica y la enseñanza, si alguien no las tiene, sino que tiene los defectos contrarios a ellas, por esos sí se producen los enfados y los castigos y las regañinas. De esos vicios, la injusticia es uno y también la impiedad y, en general, todo lo contrario a la virtud política. Y ahí cualquiera se enfada con cualquiera y le llama la atención, y está claro que es en la idea de que puede adquirirse mediante cuidados y aprendizaje.

Y si quieres tener en cuenta el efecto que tiene el castigar a los que obran injustamente, Sócrates, esto te enseñará que los hombres piensan que se puede proporcionar la virtud, pues nadie castiga a los que obran injustamente centrando el pensamiento en ello y por el propio castigo, a menos que se esté vengando irracionalmente, como una fiera; el que intenta castigar con cordura, sin embargo, no está vengándose en razón del delito pasado —pues no conseguiría que la acción deje de haber sucedido— sino con vistas al futuro, para que no delinca de nuevo ese mismo ni otro que haya visto su castigo. Y quien toma en consideración tal idea piensa que la virtud puede enseñarse, pues castiga para disuadir. Y esa es la opinión que tienen cuantos castigan en público o en privado. Los demás hombres castigan y penalizan a aquellos de quienes piensan que están obrando injustamente, y no menos los atenienses, tus compatriotas.

De modo, según ese razonamiento, que también los atenienses están entre los que consideran que la virtud puede proporcionarse y ser enseñada.

Prot. 323a-324c

12

De niños nos enseñan la virtud padres y maestros

PROTÁGORAS.— Hemos demostrado que consideran que se puede enseñar, tanto en público como en privado. En la idea de que se puede enseñar y ser objeto de cuidados enseñan[3] a sus hijos todo aquello sobre lo que no pesa la pena de muerte si no se conoce, ¿y no les van a enseñar ni se van a ocupar con el mayor cuidado de aquello en lo que sus hijos, si no lo conocen o no se han ocupado de ello para la virtud, tendrían pena de muerte o de destierro y, además de la muerte, la expropiación de los bienes y, por así decirlo en resumen, la ruina familiar?

Has de pensar, Sócrates, que les enseñan y amonestan empezando cuando son niños pequeños y mientras viven. En cuanto comprende bastante rápido lo que se le dice, tanto la nodriza como la madre y el pedagogo y el propio padre guerrean por eso, por que el niño sea lo mejor posible, enseñándole en cada caso y señalándole, tanto en las acciones como en las palabras, que ‘esto es justo y aquello injusto’, que ‘esto hace bonito y eso hace feo’, que ‘esto es piadoso y aquello impío’, que ‘haz esto y no hagas aquello’. Y a veces obedece voluntariamente, pero si no, lo enderezan con amenazas y golpes como a un tronco de árbol que se retuerce

y se dobla.

Y después de esto, cuando lo mandan a los maestros, les encarecen mucho que se ocupen más de los buenos modales de los niños que de las letras y el tocar la cítara. Y los maestros se ocupan de eso, y cuando han aprendido las letras y llegan a comprender por escrito como antes de viva voz, se los ponen junto a sí en los bancos para que lean los poemas de los buenos poetas, y les obligan a aprenderlos de memoria, puesto que contienen muchas advertencias y muchas explicaciones y alabanzas y encomios de los hombres antiguos virtuosos, para que el niño, al envidiarlos, los imite y quiera ser como ellos.

Prot. 325b-326 a

13

De mayores nos sirven de guía

las leyes de la ciudad

PROTÁGORAS.— Y cuando dejan a los maestros, la ciudad, a su vez, les obliga a aprender las leyes y a vivir con ellas como modelo, para que no actúen al buen tuntún a su antojo, sino que, sencillamente, igual que los maestros de letras a los niños que aún no tienen soltura para escribir les marcan por debajo las letras con un estilete y les dan la tablilla y les obligan a escribir siguiendo el trazo de las letras, así también la ciudad, al marcarnos las leyes, invención de antiguos legisladores virtuosos, nos obliga a gobernar y ser gobernados de acuerdo con ellas, y a quien se sale fuera de ellas, lo castiga. Y el nombre de ese castigo, tanto entre vosotros como en otros muchos sitios, es ‘enderezar’, puesto que la justicia endereza.

Así que, siendo tantos los cuidados respecto a la virtud en privado y en público, ¿te sorprende, Sócrates, y dudas de que la virtud sea enseñable? Pues no hay que sorprenderse por eso, sino que más habría que sorprenderse si no lo fuera.

Prot. 326 c-e

Entre los argumentos que Platón ponía en boca de Sócrates, el de la inexistencia de maestros de virtud le permitía deducir que la virtud no se puede enseñar, lo cual indicaba que la virtud no es un arte, una téchne, como tantas otras cuya enseñanza se había ido generalizando en el siglo v.

Pero aun así, es innegable que el aprendizaje de la virtud guarda cierta relación con los procesos cognoscitivos, de lo que concluye que si no es téchne ni epistéme debe de ser dóxa (opinión); y dado que es una opinión benéfica, debe de ser ‘recta opinión’ (orthè dóxa). Esa recta opinión sería lo que guiaría a los buenos políticos cuando rigen acertadamente las ciudades; como los vates y adivinos, esos políticos dicen muchas cosas ciertas, pero sin poder dar razón de ellas.

14

La virtud no es conocimiento,

luego no se puede enseñar

SÓCRATES.— Que la recta opinión y el conocimiento son cosas distintas me parece que no es que lo diga yo conjeturando, sino que si de algo diría yo que lo sepa —y lo diría de pocas cosas—, esta la pondría yo como una de las cosas que sé.

MENÓN.— Y sin duda hablas acertadamente.

SÓC.— ¿Y qué? ¿No está bien dicho esto otro, que cuando la opinión veraz señala el objeto de cada acción no obtiene peores resultados que la ciencia?

MEN.— También en eso me parece que dices la verdad.

SÓC.— Entonces, con vistas a las acciones, la opinión correcta tampoco es peor en nada ni menos beneficiosa, ni tampoco el hombre que posee recta opinión es peor que el que posee la ciencia.

MEN.— Eso es.

SÓC.— Y hemos estado de acuerdo en que el hombre bueno es beneficioso.

MEN.— Sí.

SÓC.— Entonces, puesto que los hombres buenos y beneficiosos para las ciudades, si es que los hubiera, lo serían no solo gracias al conocimiento sino también gracias a la recta opinión, y dado que los hombres no tienen por naturaleza ninguna de estas dos cosas, ni el conocimiento ni la opinión veraz, sino que son adquiridas[4]… ¿o te parece que alguna de las dos la poseen por naturaleza?

MEN.— A mí no, desde luego.

SÓC.— Entonces, puesto que no se da por naturaleza, tampoco los buenos lo serían por naturaleza.

MEN.— Desde luego que no.

SÓC.— Puesto que no se da por naturaleza, estuvimos investigando la cuestión siguiente, si se puede enseñar.

MEN.— Sí.

SÓC.— ¿Y verdad que nos pareció que se podía enseñar si la virtud era conocimiento prudente?

MEN.— Sí.

SÓC.— ¿Y que, desde luego, si se pudiera enseñar, sería conocimiento prudente?

MEN.— Ciertamente.

SÓC.— ¿Y que si hubiera maestros es que sería enseñable, pero que si no los había, es que no era enseñable?

MEN.— Así es.

SÓC.— ¿Y también estuvimos de acuerdo en que no había maestros de eso?

MEN.— Eso es.

SÓC.— Entonces convinimos que no se podía enseñar ni era conocimiento prudente.

MEN.— Desde luego.

SÓC.— ¿Pero estamos de acuerdo en que es un bien?

MEN.— Sí.

SÓC.— ¿Y en que lo que lidera correctamente es beneficioso y bueno?

MEN.— Efectivamente.

SÓC.— Y en que solo lideran correctamente estas dos cosas, la opinión veraz y el conocimiento, que el hombre que las posee lidera correctamente —pues lo que ocurre rectamente por algún azar no se debe al liderazgo humano— y que aquello con lo que el hombre lidera hacia lo correcto son esas dos cosas: la opinión veraz y el conocimiento.

MEN.— Así me lo parece.

SÓC.— Por tanto, puesto que no se puede enseñar, ¿la virtud tampoco es conocimiento?

MEN.— Salta a la vista que no.

SÓC.— Luego de dos cosas que son buenas y benéficas, una ha quedado excluida, y no sería lo que lidera en la acción política.

MEN.— Me parece que no.

SÓC.— Luego no es por cierta sabiduría ni por ser sabios por lo que lideraban las ciudades estos hombres, los de cuando Temístocles y los que mencionaba Ánito hace un momento. Y por eso tampoco son capaces de hacer a los demás como son ellos, porque no son así gracias a un conocimiento.

MEN.— Parece que es así como dices, Sócrates.

SÓC.— Luego si no es por conocimiento queda que sea por recta opinión. Sirviéndose de ella llevan rectamente las ciudades los hombres políticos, sin distinguirse en absoluto en punto a conocimiento prudente de los vates y adivinos, pues también estos dicen muchas cosas verdaderas estando poseídos por la divinidad, pero no saben nada de lo que dicen.

Men. 98 b-99 c

Cuando escribe la República Platón sigue aún ocupando su mente en la cuestión de si la virtud puede ser enseñada o aprendida, y afina los resultados: puesto que la virtud, aunque no sea conocimiento, se relaciona con los procesos intelectuales, parece correcto deducir que se aprende con el alma; y parece también que las virtudes nacen gracias a la práctica y la costumbre, salvo la prudencia (el ‘conocimiento prudente’ del pasaje anterior), ‘más divina’, que en su versatilidad lo mismo puede ser ‘útil y beneficiosa que inútil y perjudicial’.

15

Se aprende con el alma

SÓCRATES.— Respecto a ello entonces —dije— hemos de considerar, si eso es cierto, que la educación no es como algunos afirman que es cuando la prometen, que dicen que ellos ponen en el alma el conocimiento que antes no había allí, como si pusieran la vista en unos ojos ciegos.

GLAUCÓN[5] .— Así lo afirman —dijo.

SÓC.— Nuestro relato[6] —dije yo— indica que esa capacidad reside en el alma, así como el órgano con que cada uno aprende: igual que el ojo no es capaz de volverse de lo oscuro a lo brillante más que con todo el cuerpo, así hay que volverse con toda el alma, partiendo de lo que se genera[7] hasta que sea capaz de soportar el mirar hacia lo que es y hacia lo más brillante del ser. Eso decimos que es el bien, ¿verdad?

GLAUC .— Sí.

SÓC.— Por tanto —dije yo— el arte que le corresponde sería el del giro, de qué modo se volverá el órgano del alma lo más fácil y eficazmente posible, no para infundir en él la vista, puesto que ya la tiene, sino para que si no está en la dirección correcta ni mirando a donde debe, conseguir que lo esté.

GLAUC .— Así parece —dijo.

Rep. 518 b-d

16

Las demás virtudes nacen con la costumbre

y el ejercicio, pero en la prudencia hay algo peculiar

SÓCRATES.— Cabe la posibilidad que las demás llamadas virtudes del alma estén en cierto modo cerca de las del cuerpo —de hecho, aunque antes no residan en él se las puede hacer nacer allí mediante la costumbre y el ejercicio—, pero la prudencia da la casualidad de que es más divina que cualquier cosa, al parecer, porque nunca pierde su potencia, sino que por obra de sus virajes lo mismo se vuelve útil y beneficiosa que inútil y perjudicial. ¿O aún no te has percatado, en los llamados ‘malos pero listos’, de qué modo tan penetrante y agudo ve su almita aquello hacia lo que se vuelve? Porque no tiene defectuosa la vista, pero se ve forzada a servir a la maldad, de modo que cuanto más agudamente vea, más maldades lleva a cabo.

Rep. 518 d-e

[1] Ver más adelante, cap. VIII y texto núm. 75 (“Justicia y respeto, dones divinos para la convivencia política”).

[2] Tras esta amenaza inesperada, Ánito abandona enfadado la conversación.

[3] “Los padres”, se entiende.

[4] El texto de los mss. (“ni adquiridas”) ha sido considerado corrupto por ser contradictorio con el resto de la argumentación; lo que traduzco (“sino que son adquiridas”) es conjetura de Apelt.

[5] Glaucón y Adimanto eran hermanos de Platón y aparecen en la República como interlocutores de Sócrates (a partir del libro II, como únicos interlocutores).

[6] Se refiere al mito de la Caverna, relatado un poco más atrás (Rep. VII 514 a-517 d).

[7] Es decir, “lo que nace y perece”.

Preguntemos a Platón

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