Читать книгу Despertando a la bruja - Pam Grossman - Страница 6

Introducción

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Las brujas siempre han caminado entre nosotros, han poblado las sociedades y las historias y narraciones de todo el planeta desde hace mil años. Desde Circe a Hermione, desde Morgan Le Fay a Marie Laveau, la bruja siempre ha existido en los cuentos que tratan de ancianas con extraños poderes que pueden dañar o sanar. Y aunque personas de todos los géneros se han considerado a sí mismas brujas, esta es una palabra que ahora se asocia en general a las mujeres.

A lo largo de la historia ha sido un personaje temible, ese Otro insólito que amenaza nuestra seguridad o manipula la realidad para sus propios propósitos mercurianos. Es una paria, una persona non grata, una «mujer del saco» que hay que derrotar y deshacerse de ella. A pesar de que a menudo se la ha considerado una entidad destructora, en la actualidad la mujer bruja es mucho más proclive a recibir ataques que a infligir violencia. Como sucede con otros marginados «terroríficos», ocupa un papel paradójico en la conciencia cultural como agresora malvada y presa vulnerable.

Unos 150 años antes, sin embargo, la bruja hizo otro de sus trucos, y pasó de asustarnos a ser un personaje de inspiración. Ahora es muy probable que sea la heroína de tu programa preferido de la televisión, aun siendo la mala. Puede aparecerse adoptando la forma de tu colega wiccana del trabajo o de esa estrella de la música que emana vibraciones hechiceras en sus vídeos o sobre el escenario.

También existe la posibilidad de que ella seas tú, y que esa «bruja» sea una identidad que has adoptado por un buen número de razones: profundas y sentidas o frívolas y superficiales, tanto públicas como privadas.

En la actualidad cada vez hay más mujeres que eligen el camino de la bruja, tanto si es en un sentido literal como simbólico. Flotan caminando por las pasarelas de los desfiles de moda y por las aceras con ropa transparente y negra, y se adornan con pentagramas dignos de aparecer en Pinterest y con cristales. Llenan los cines para ver películas de brujas y se reúnen en trastiendas y en los patios de las casas para hacer rituales, consultar el tarot y proclamar su intención de alterar la vida. Se manifiestan por las calles con carteles donde se lee: «MAL DE OJO AL PATRIARCADO», y realizan hechizos una vez al mes para intentar neutralizar al comandante en jefe. Año tras año salen artículos que proclaman: «¡Es la estación de las brujas!», mientras los periodistas se lían la manta a la cabeza intentando comprender esta tendencia que prolifera como las setas y que defiende la figura de la bruja.

Y todo eso nos anima a preguntarnos por qué.

¿Por qué importan tanto las brujas? ¿Por qué parecen estar por todas partes? ¿Qué son exactamente? (¿Y por qué diantre no se largan?)

Me han hecho estas preguntas un centenar de veces, y uno esperaría que tras pasarme toda la vida estudiando y escribiendo sobre las brujas, así como haciendo mi página web sobre la temática de la bruja y practicando la brujería directamente en persona puedo dar una respuesta breve.

En realidad, sin embargo, veo que cuanto más trabajo con la bruja, más compleja se vuelve. La bruja tiene un espíritu resbaladizo: cuanto más intentas acorralarla, más retrocede para internarse en la profunda espesura del negro bosque.

Y lo digo convencida del todo: muéstrame a tus brujas y te diré qué sientes por las mujeres. El hecho de que el resurgimiento del feminismo y la popularidad de la bruja vayan en ascenso y de la mano no es ninguna coincidencia: el uno es el reflejo de lo otro.

Dicho lo cual, la actual Ola de Brujas no es nada nuevo. En la década de los 1990, cuando yo era adolescente, la década que nos trajo esa cultura ocultista y pop encabezada por Buffy la Cazavampiros, Embrujadas y Jóvenes brujas, por no hablar del movimiento Riot Grrrl y de la tercera ola del feminismo, aprendí que el poder femenino podía expresarse en una variedad de colores y sexualidades. Aprendí que las mujeres podían liderar una revolución con los labios pintados y luciendo botas de combate; y a veces llevando incluso una capa.

Sin embargo, mi propio despertar a la bruja me sobrevino a temprana edad.

Morganville, en Nueva Jersey, donde crecí, era el típico pueblo de las afueras que todavía conservaba algunos terrenos naturales bastante cubiertos de maleza. Teníamos un bosquecillo en el patio trasero que colindaba con unas caballerizas, y entre ambas construcciones corría un riachuelo que podíamos atravesar poniendo un madero. De pequeñas, mi hermana mayor, Emily, y yo nos aventurábamos a cruzar al otro lado, y allí dábamos de comer a los caballos (actividad que todavía hoy en día me espanta) y recogíamos puñados de tréboles. Pero casi siempre estábamos en nuestro lado de la orilla, y nos internábamos entre el macizo de árboles que nos servía de bosque particular. En una esquina del patio se formaba un charco gigantesco cada vez que llovía, y que quedaba flanqueado por un puñado de helechos. Llamábamos a ese lugar nuestro Lugar Mágico. Y el hecho de que de vez en cuando se esfumara y luego volviera a aparecer solo hacía que añadirle más misterio. Era un portal a lo desconocido.

En esos bosques es donde recuerdo haber practicado la magia por primera vez: entré en ese estado de juego profundo en el que la acción imaginativa se convierte en realidad. Solía pasarme horas allí, creando rituales con piedras y ramitas, dibujando símbolos secretos en el barro y perdiendo toda noción del tiempo. Era un espacio que parecía sagrado y salvaje, aunque seguía siendo extrañamente seguro.

A medida que crecemos hemos de ir olvidando todas esas «paparruchas» y dejar de darle vueltas a la cabeza. Cambiamos los unicornios por las muñecas Barbie (aunque unos y otras son criaturas míticas, desde luego). Nos despedimos del Ratoncito Pérez y abandonamos a los brujos. Los dragones mueren asesinados en los altares de la juventud.

La mayoría de niños abandona esa «fase mágica» cuando crece. Pero yo crecí reforzando la mía.

Mi abuela Trudy era una bibliotecaria de la West Long Branch Library, y eso significa que yo pasé más de una tarde en las secciones de la clasificación decimal Dewey que iban de la 001,9 a la 135, leyendo libros sobre Bigfoot y sobre la interpretación de los sueños, y también sobre Nostradamus. Pasé innumerables horas en mi habitación, aprendiendo sobre las brujas y las diosas; me encantaban los libros de autores como George MacDonald, Roald Dahl y Michael Ende, escritores que trabajaban con fluidez el lenguaje de los encantamientos. Los libros eran mi escoba voladora. Me permitían volar a otros reinos donde cualquier cosa era posible.

Mi libro preferido era Wise Child, de Monica Furlong, una historia de una chica a la que rapta Enebro, una bondadosa y hermosa bruja que vive en lo alto de una colina de las montañas escocesas. Enebro es temida por la gente del pueblo porque no practica su misma religión y porque es una mujer que vive sola. Le enseña a la Niña Sabia los fundamentos de la medicina natural y de la magia, y le da todo el amor que le puede dar una madre. Los habitantes del pueblo van a visitarlas en secreto cuando necesitan algún remedio para curar su dolencia, pero en público rehúyen tanto a Enebro como a la Niña Sabia. Las brujas, según leí una vez en un libro, son criaturas complicadas, fuentes de gran consuelo y de un intenso terror. Y por muy buena que sea una bruja, a menudo se convertirá en el objetivo de todas las incomprensiones, en el mejor de los casos, y de toda persecución, en el peor.

La bruja siempre corre un riesgo. Y, sin embargo, persiste.

A pesar de que las brujas de ficción fueron mis primeras guías, no tardé en descubrir que la magia era algo que las personas reales podíamos practicar. Empecé a ir a tiendas de la Nueva Era y a experimentar con libros de hechizos de divulgación publicados en rústica que compraba en los centros comerciales. Me criaron como a una judía, pero me sentía más atraída por otros sistemas de creencias que parecían más individualizados y místicos, y que honraban plenamente lo femenino. Y finalmente encontré mi camino en el paganismo moderno, un camino espiritual en el que cada cual es su propio guía y que sigue sosteniéndome en el día de hoy. No soy la única que ha seguido esta trayectoria de salirse de una religión organizada para acercarse a algo más personal: en septiembre de 2017, más de una cuarta parte de los adultos de Estados Unidos (el 27%) se autoproclamaban espirituales, pero no religiosos, según el Centro de Investigaciones Pew.

Ahora me identifico tanto con el hecho de ser una bruja como con el arquetipo de la bruja en general, y uso el término con fluidez. En un momento dado, podría usar la palabra bruja para indicar cuáles son mis creencias espirituales, mis intereses sobrenaturales o mi papel como fémina dinámica y compleja que no pide disculpas en un mundo que prefiere tener a sus mujeres sonrientes y quietecitas. Empleo a partes iguales la sal y la sinceridad: me inclino ante la historia de la brujería de todo el planeta, que ha sido rica y a menudo dolorosa, y dedico un guiño de complicidad a los miembros de nuestra sociedad, que ya no es tan secreta y está formada por personas que luchan desde los márgenes por la libertad de poder expresar su lado más extraño y asombroso. La magia se practica en los márgenes.

Digámoslo con claridad: no tienes que practicar la brujería ni recurrir a cualquier otra forma alternativa de espiritualidad para despertar a tu propia bruja interior. Puedes sentirte atraída por su simbolismo, su estilo o sus historias, pero no por ello vayas a salir corriendo a comprar un caldero ni te pongas a entonar cánticos al cielo. Quizá seas una mujer más bien desagradable en lugar de ser una devota de la Diosa. Pues muy bien: la bruja también te pertenece a ti.

Estoy absolutamente convencida de que el concepto de la bruja perdura porque trasciende su literalidad y porque tiene más cosas oscuras y brillantes que enseñarnos. Muchas personas se obsesionan con la idea de si la bruja es «verdadera» y muchos libros de historia intentan abordar el tema desde el ángulo de los supuestos hechos. ¿Creía la gente en realidad en la magia? Por supuesto que sí, y sigue creyendo. ¿Esos millares de víctimas que fueron asesinadas en las cazas de brujas de los siglos XVI y XVII eran brujas en realidad? Lo más probable es que no. ¿Son reales las brujas? Pues sí, y ahora estás leyendo las palabras que ha escrito una de ellas. Todo esto es cierto.

Ahora bien, el hecho de que esos hombres y esas mujeres en realidad practicaran o no la brujería en Roma, Lancashire o Salem, por decir algo, a mí no me interesa tanto como el hecho de que la idea de las brujas siempre haya sido tan evocadora e influyente y tan, en fin, hechizante por encima de todo.

En otras palabras, lo que tiene de realidad y de ficción la figura de la bruja se encuentra unido inextricablemente. Una da forma a la otra, y siempre ha sido así. Y por eso parto de este punto de enfoque fabulista y confuso para considerarla en los siguientes capítulos; y también en general. Estoy fascinada por el hecho de que un arquetipo pueda abarcar facetas tan distintas. La bruja es un ser que cambia de forma notablemente, y que se nos aparece bajo numerosos disfraces:

 Una vieja bruja con un sombrero puntiagudo riendo a carcajadas como una loca mientras hierve huesos en un caldero.

 Una seductora de labios rojo carmín vertiendo secretamente una poción en la bebida de su amante, que nada sospecha.

 Una francesa revolucionaria y travestida que oye voces de ángeles y de santos.

 Un ama de casa de clase media alta con un peinado impecable que mueve la nariz para alterar las circunstancias a su antojo, a pesar de las protestas de su esposo.

 Una mujer que baila en Central Park de Nueva York con su aquelarre para celebrar el cambio de las estaciones o una nueva fase lunar.

 Una bruja que tiene la cara verde y va seguida por una cohorte de monos voladores.

 Una mujer que viste con pañuelos, de cuero y encaje.

 También puede vivir en África: en la isla de Aeaea; en una torre; en una cabaña hecha con muslos de pollo; en Peoria, en Illinois.

 Acecha en los bosques de los cuentos de hadas, en los marcos dorados de los cuadros, en los guiones de las telecomedias y de las novelas para adolescentes, y entre las partituras de canciones de blues fantasmales.

 Es una solitaria

 ¿No quieres caldo? Pues toma dos tazas.

 Es miembro de un aquelarre.

 A veces ella es él.

 Es asombrosa, monstruosa, artera, ubicua.

 Es nuestra perdición. Es nuestra liberación.

Nuestras brujas dicen tanto de nosotras como de cualquier cosa, tanto para lo bueno como para lo malo.

De todos modos, y más que nada, la bruja es un símbolo lumínico y sombrío del poder femenino y una fuerza para subvertir el statu quo. No importa la forma que adopte, porque sigue siendo una fuente eléctrica de agitación mágica a la que todos podemos enchufarnos cada vez que necesitemos una descarga de alto voltaje.

Es asimismo el recipiente que contiene los sentimientos contradictorios que nos despierta el poder femenino: nuestro miedo, nuestro deseo y la esperanza de que pueda, y consiga, salir reforzado, a pesar de las llamas a las que se le arroja.

Tanto si a la bruja se la representa como malvada o como valerosa, siempre es un personaje que encarna la libertad: tanto su pérdida como su ganancia. Quizá es el único arquetipo femenino que funciona con independencia. Las vírgenes, las putas, las hijas, las madres, las esposas…; todas ellas se definen en función de si se acuestan con alguien o no, si cuidan de alguien o si las cuidan a ellas, o de alguna especie de duda simbiótica que al final debe pagar.

La bruja no debe nada. Y eso es lo que la hace peligrosa. Y es lo que la hace divina.

Las brujas tienen poder en sus propios términos. Tienen capacidad de actuar con independencia. Crean. Alaban. Comulgan con el reino espiritual, libremente y libres de todo mediador.

Se metamorfosean, y hacen que ocurran cosas. Son agentes del cambio cuyo propósito primordial es transformar el mundo tal como lo entendemos para convertirlo en el mundo que nos gustaría.

Por eso, que digan de ti que eres una bruja o que seas tú quien se llame a sí misma bruja son dos cosas completamente distintas. En el primer caso suele ser un acto para degradarte, un ataque contra una amenaza percibida. El segundo caso es un acto de reclamación, una expresión de autonomía y de orgullo. Los dos aspectos del arquetipo son importantes para tenerlos en mente. Pueden parecer contradictorios, pero se pueden deducir muchas cosas de su interacción.

La bruja es el icono feminista por excelencia porque es el símbolo más completo de la opresión femenina y de la liberación. Nos enseña a acceder a nuestro propio poderío y a nuestra magia, a pesar de todos los que intentan despojarnos de nuestro poder.

Ahora la necesitamos más que nunca.

A continuación exploraremos el arquetipo de la bruja: unas reflexiones sobre sus diversos aspectos y asociaciones, preguntas que he ido conjurando a lo largo de mi vida y lecciones que he aprendido por el hecho de hollar la senda de la bruja.

Está permitido que cometas el error de identificarte con ella, en el caso de que sientas que caes bajo sus hechizos.

Mira a tu alrededor. Mira en tu interior.

La bruja se despierta.

Despertando a la bruja

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