Читать книгу Despertando a la bruja - Pam Grossman - Страница 7

1. El bien, el mal y lo maligno

Оглавление

—Tú debes de ser una bruja buena, ¿no? –me pregunta la directora general de la empresa en la que trabajo mientras nos estamos tomando unos Aperol Spritzes en un ostentoso restaurante del West Village, en Manhattan. Da un sorbo de su bebida y me mira a través de la copa con una sonrisa intranquila.

—Pues claro —le digo con una carcajada despectiva, y luego cambio de tema rápidamente. No es que le esté mintiendo. Es que me he encontrado en esta situación muchas veces, y esta noche no me apetece volver a repetirla. Es la típica situación en la que se me insta a hablar de mis creencias personales y de otras actividades extracurriculares paranormales como si se tratara de una charla intrascendente, para procurar que el que me hace las preguntas se sienta cómodo. Es la típica situación en la que me hacen encajar en uno de estos dos paquetes del reino de Oz: ser la bruja buena o la bruja mala.

No me escondo de mi yo brujeril. Y con franqueza te diré que no podría hacerlo ni aunque lo intentara. Entre mi podcast y mis artículos, y los proyectos que tengo más orientados a la magia, por no hablar de mi predilección por las telas negras y transparentes y por la joyería lunar, en este momento de mi vida, eso es lo que hay, y salta a la vista. Pero donde las cosas se ponen peliagudas es cuando mi identidad como bruja se armoniza con la de los otros papeles que encarno: como nuera de dos sacerdotes episcopalianos, para ser más exacta. Esa desconocida a quien le presentan a otra persona en la fiesta de un amigo. Ese personaje público que lleva catorce años representando a una empresa. Por mucho que use el término positivo de RRPP de estos últimos tiempos, cuando menciono la palabra «bruja» para describirme a mí misma, a la gente se le ponen los pelos de punta.

Mi instinto es intentar calmar sus miedos: no, no soy satánica (aunque los satanistas que he conocido en realidad son personas muy agradables, y no tienen nada que ver con lo que te imaginas). No, no hago encantamientos que hieran a los demás (¡al menos ya no me dedico a eso!). No, tampoco soy malvada (¡no más que los que se esfuerzan en hacer las cosas de la mejor manera posible, pero se encuentran sujetos, en último término, a las debilidades de la humanidad!). No, no y no. No maldeciré tu matrimonio ni enviaré una plaga a tu cosecha, ni agriaré tu leche, ni me beberé tu sangre o descuartizaré a tus hijos. No te preocupes, te lo prometo: ¡no estoy aquí para llamarte en nombre del diablo!

«Bruja» es una palabra que he elegido para que me represente. En parte es la abreviatura que significa que soy una pagana practicante, jerga común que denomina a esa comunidad de personas que han descubierto una manera de enfocar su espiritualidad al margen de (aunque no necesariamente de manera opuesta) las cinco religiones dominantes del mundo. Sigo la rueda sagrada del año y los ciclos lunares, hago los rituales y las celebraciones más apropiados según la estación. Honro la naturaleza y la divinidad que hay en mi interior y en todos los seres vivos, y me esfuerzo por expandir la luz y estar al servicio de algo que es más grande que yo misma: el espíritu, los dioses, la Diosa, el Misterio… y todo lo que al lenguaje le resulta difícil de nombrar.

He hecho todas estas cosas sin dejar de pagar mi alquiler puntualmente, tener un trabajo durante el día que me llene y entregar mi tiempo y mi dinero a causas en las que creo, sin dejar de apoyar a mi marido, a mis amigos y a la familia en lo bueno y en lo malo

Creo que, por lo que me parece a mí, soy una bruja muy buena.

Para complicar aún más las cosas, en los círculos de brujería existen otras clasificaciones además de la de «buenos» y «malos». Hay quien dice que existen las «brujas que practican magia blanca», que son las brujas que se han comprometido a no hacer ningún daño, y las «brujas que ejercen la magia negra», que son las que hacen maleficios, aunque este tipo de lenguaje está mal visto debido a sus implicaciones racistas. Hay quien habla del «camino de la mano izquierda» como opuesto al «camino de la mano derecha», y eso significa que uno sobre todo está centrado en el crecimiento personal, en lugar de comprometerse a un grupo o una deidad universal. Algunos practican «la magia del caos», frase que suena catastrofista, pero que sencillamente quiere decir que es una especie de «eso ya me sirve» posmoderno que mezcla imágenes y técnicas de distintas religiones o géneros, a veces de manera poco ortodoxa o incluso humorística.

Como sucede con todos los sistemas categóricos, las interpretaciones de cada uno de estos términos varían, y el espacio que dista entre ellos puede ser difuso. Es más, muchas personas se sienten atraídas por la brujería porque precisamente es un mundo muy individualizado. No existe un único libro, un único líder o un conjunto unificado de dogmas, y eso significa que aprendes con la práctica. Investigas, experimentas, y vas creciendo a medida que te reúnes con otros que también se han sentido atraídos por ese camino.

La inmensa mayoría de practicantes que conozco son personas de lo más compasivas y curiosas. Valoran el amor y el conocimiento por encima de todas las cosas, y en muchos casos ni siquiera sabrías que son brujas si no te lo dicen. Conozco brujas que son abogadas, chefs, profesoras, ejecutivas del mundo de la publicidad, artistas, contables, enfermeras y lo que sea. Hacer brujería es una manera de esforzarnos para dar con la mejor versión de nosotros mismos, honrar a lo sagrado y, en último término, intentar convertir el planeta en un mundo mejor. Asimismo es una forma de reconocer que tanto la luz como la oscuridad son un gran regalo. Y a pesar de que existe un cierto solapamiento en nuestras prácticas, todos trabajamos de distinta manera. Podemos realizar hechizos, hacer rituales, meditar, buscar nuestra guía en sistemas como la astrología o el tarot. Podemos honrar a nuestros ancestros, celebrar los ciclos de la naturaleza, pedir ayuda y dar las gracias. Nuestro propósito puede ser curar o prestar un servicio espiritual. Pero no importa la forma que adopte nuestra magia, porque para la mayoría la palabra «bruja» significa que somos personas que encarnamos de una manera activa la paradoja de tener una experiencia trascendente mientras nos sentimos más profundamente conectadas a nosotras mismas y a los demás aquí en la tierra.

Si me llamo a mí misma bruja, también es por otras razones. Es un medio de identificar mi comportamiento en el mundo, y de identificar esa clase de corriente energética de la que deseo ser canal.

En un momento dado, eso puede significar que soy feminista; una persona que celebra que todos podamos ser libres y que luchará contra la injusticia con todas las herramientas que tiene a su disposición: una persona que valora la intuición y la expresión de uno mismo; un alma afín a esas otras personas que defienden lo no convencional, lo soterrado y lo asombroso. O sencillamente puede referirse al hecho de que soy una mujer que se atreve a decir lo que piensa y es capaz de defender todo el espectro de la emoción humana: un comportamiento que la sociedad todavía contempla con sentido crítico o despreciativo. Como les sucede a muchos en estos días, recurro a esta palabra con absoluta convicción y en son de broma. Y como les sucede a otros muchos epítetos, tiene su carga y su código. Pienso muy bien en la manera de usarlo, cuándo, por qué y con quién, porque esta es una palabra que tiene su peso, aunque libere.

Se resiste a ser aplastada o reducida. Se rebela contra el sistema binario. Y por eso me gusta tanto, porque, ¿sabes qué?, yo también hago eso.

Al margen de que vistamos con manga murciélago, el problema de las brujas es que siempre hemos sido muy difíciles de definir.

La mayoría de libros sobre la historia de las brujas tiende a empezar de la misma manera. Empiezan retomando la palabra, y nos aclaran de dónde viene, lo que significa, y cómo el escritor tiene la intención de usarla en el texto que viene a continuación.

La mayoría te dirá que la etimología de la palabra «bruja» no está clara. Muchas fuentes nos dicen que se deriva de la palabra wicca o wicce en inglés antiguo, y que significa «trabajador o trabajadora de la magia». Hay quien dice que a su vez proceden de palabras asociadas al término arrodillarse, mecha o sauces llorones. O bien que es una permutación de palabras antiguas que significan «sabiduría» o «sabio». Y por eso a menudo concluyen en que la bruja es alguien que tiene conocimientos para modular la realidad, para conseguir provocar cambios a voluntad.

Todo esto se refiere a la bruja occidental en su contexto distintivamente europeo. Pero casi todas las culturas tienen su propia versión de las brujas, por no hablar de la múltiple variedad de personas mágicas en las que quedan incluidas hechiceras, adivinos, oráculos, sanadoras y chamanes. Para el propósito de este libro, sin embargo, voy a centrarme primordialmente en la palabra «bruja», porque por sí misma ya es complicadísima.

¿Qué queremos decir cuando la usamos?

Bueno, pues resulta que depende.

En el libro de Ronald Hutton The Witch: A History of Fear, from Ancient Times to the Present, se afirma que en la actualidad existen poco menos que cuatro significados comunes de la palabra «bruja». Es decir: alguien que usa la magia con propósitos malignos; cualquier persona que recurre al uso de la magia (tanto si es buena, mala o neutra); los que siguen el paganismo centrado en la naturaleza, como la wicca; y ese personaje que tiene un poder femenino transgresor. Muchos libros históricos como este del que hablamos tienden a centrarse en la primera definición. Después de todo, a las brujas se las asocia con el diablo desde que aparecieron en escena por primera vez.

Sin embargo, hoy en día estas definiciones se difuminan entre sí dándose forma e influenciándose la una a la otra. La bruja ya no sería un icono femenino, por ejemplo, sin ese significado primario maligno sobre el que improvisamos y despotricamos.

Malcolm Gaskill escribe sobre lo que él llama «la opacidad» del arquetipo de la bruja. En su libro Witchcraft: A Very Short Introduction, afirma: «[…] Las brujas se resisten a la simplificación, y son tan diversas y complicadas como el contexto al que pertenecen: la economía, la política, la religión, la familia, la comunidad y la mentalidad…».

O como especifica Jack Zipes de una manera un poco más sucinta en The Irresistible Fairy Tale, «Usamos la palabra “con toda naturalidad” en los países occidentales, como si todos supiéramos lo que es una bruja. Pues bien: no lo sabemos».

Sin embargo, quizá mi afirmación preferida sobre el tema nos la ofrece Margot Adler, que escribe en su monumental libro sobre paganismo moderno, Drawing down the Moon: «Las definiciones lexicográficas de la bruja son muy confusas, y guardan poca relación con las definiciones que dan las brujas mismas».

Uno podría decir que al menos se pueden contemplar los hechos y empezar por el principio de la civilización humana, cuando la magia era considerada real por todos. El problema, la tarea ardua, es que escribir una historia auténtica sobre la bruja como tal es imposible de concretar, a pesar de que han existido varios admirables intentos. Como estos libros te contarán, existe una miríada de ricas tradiciones de magia folklórica, brujería y chamanismo que pueblan el planeta. La mayoría de estas creencias existen desde hace miles de años, y siguen existiendo, practicadas por personas de toda condición.

Ahora bien, ¿cómo nos lleva todo eso al punto en que estamos en la actualidad, ese en el que la definición fundamental que da el diccionario Merriem-Webster de «bruja» es el que dice que es el personaje al que se le concede la posesión de unos poderes sobrenaturales primordialmente malignos; es más, el que dice que sobre todo es una mujer que practica la magia negra con la ayuda de un demonio o un familiar? ¿Cuándo ha aparecido ese «sobre todo es una mujer»? A fin de cuentas, siempre ha habido practicantes de magia masculinos y de género inconformista que se llaman a sí mismos, o que les llaman los demás, «brujos o brujas». Gerald Garner, el fundador de la religión que terminó llamándose wicca, era un hombre. Y, sin embargo, la inmensa mayoría de las personas perseguidas por causa de brujería han sido mujeres.

Si se pidiera a un grupo de personas que dibujaran a una bruja, la mayoría probablemente recurriría a la misma clave visual: la de una mujer con un gorro puntiagudo y pelo largo, probablemente de edad madura, con una escoba, un caldero y/o un gato. Cuando le pregunté a un miembro del Subcomité del Código de Emojis por qué el emoji universal de una persona con un gorro de punta y una varita mágica se llamaba mago en lugar de bruja, me dijo: «Pedí que los nombres que designaran personajes de fantasía sortearan todas las connotaciones de género […]. La bruja suele equipararse al sexo femenino –¡Qué me va iba decir a mí…!–. También mencionamos al mago o al hechicero, pero estas palabras se relacionan con el sexo masculino. Sugerí “mago” porque pensé que era una buena abreviatura de la frase “persona mágica”, y la imaginería por defecto (según las directrices del Código) debería ser de “género neutro”».

Dejemos ahora de lado el tema del género y volvamos al propósito de la bruja, porque ahí es donde las preguntas sobre lo que son las brujas buenas o las brujas malas se enturbian. Muchas de las ideas modernas que tenemos sobre las brujas malas proceden de fuentes históricas erróneas. Por ejemplo, las afirmaciones de esos eruditos que sugirieron que las «confesiones» de haber practicado brujería diabólica durante la caza de brujas europea y colonial de Nueva Inglaterra tenían que considerarse una prueba irrefutable de la práctica real de la brujería ya no gozan de crédito alguno. Es más, son relativamente pocos los testimonios fiables que han sobrevivido a esos incidentes. La mayor parte de nuestra imaginería sobre la brujería procede de manuales sobre caza de brujas escritos por los mismos cazadores, que obviamente tenían una visión sesgada del tema, o de las refutaciones de esos mismos manuales que elaboraron otros autores de la época.

Las transcripciones reales de los juicios a las brujas tampoco deberían tomarse al pie de la letra. En primer lugar, es de una gran sutileza decir que quizá los acusados no fueron unos narradores muy fiables, porque tuvieron que luchar para defender su vida bajo circunstancias incomprensiblemente crueles de tortura física y desesperación psicológica y/o por estar bajo los efectos de un delirio. En segundo lugar, los documentos que contienen estas supuestas confesiones a menudo no se conservaron como es debido, y la mayoría ya no existe, si es que llegaron a existir, por supuesto. Por ejemplo, nuestro conocimiento de lo que fue el suceso más famoso de Estados Unidos sobre brujería, los juicios de Salem, está muy sesgado. Como escribe Stacy Schiff en su libro The Witches: Salem, 1692: «No hay ni rastro de una sola sesión de esos juicios sobre brujería. Tenemos relatos de los juicios, pero no hay registros […]. El libro de registros de Salem fue eliminado. Más de un centenar de informadores prestaron testimonio. Y algunos que fueron entrenados para hacerlo fueron de una incoherencia malsana». Lo que demostraron los juicios sobre las brujas en realidad es que los seres humanos no-mágicos son tan capaces de ejercer la maldad e incluso de llegar al asesinato como esas supuestas brujas.

En la otra cara de la moneda la mayoría de textos de los siglos XIX y XX que plantaron las semillas para realizar definiciones positivas de las brujas, incluyendo la religión moderna de la wicca, también han quedado en entredicho. Libros como el de Charles Godfrey Leland, Aradia o el Evangelio de las Brujas, el de sir James George Frazer, The Golden Bough, el de Margaret Murray, El culto de la brujería en la Europa occidental, el de Robert Graves, La diosa blanca: una gramática histórica del mito moderno, y el de Marija Gimbutas, The Language of the Goddess, por nombrar tan solo algunos, contribuyeron a ofrecer una visión de las brujas más compasiva (o incluso romántica), a pesar de haber estado sujetos a un posterior escrutinio y debate en lo que respecta a su validez. Por muy significativo que sea sacar a las brujas de las llamas del infierno y ponerlas sobre un pedestal, según los estándares académicos de hoy en día, esos sesgos más idealistas sobre la brujería se basan en conjeturas, en falsos estudios o en pretendidas licencias poéticas.

Por otro lado, estas «historias» de brujas están pergeñadas a partir de detalles sacados de leyendas, mitos y cuentos de hadas. Lo que sabemos de las brujas se ha ido acumulando con los siglos hasta formar un pastel de capas formadas por distintas asociaciones. Las historias sobre las brujas ficticias y las ideas sobre las brujas «reales» se contaminan entre sí y dan lugar a nuevas versiones. Por eso creo que es mejor hablar de la bruja más como un símbolo que como una realidad, por muy real que a veces sea.

Sin embargo, es justo decir que hasta el siglo pasado más o menos, cada vez que aparecía una bruja en una historia (tanto si era de ficción como de una supuesta no-ficción, como es el caso de las acusaciones de brujería que se dan en el mundo real) casi siempre se trataba de alguien que provocaba un peligro y buscaba la desgracia de los niños, de las mujeres honradas y de los hombres buenos y decentes. Y esta reputación es la que afirma que, por mucho que frotes y frotes, nunca podrás eliminar el hedor a azufre que la bruja desprende.

Por eso, si la bruja fue una especie de monstruo durante milenios, ¿cómo se llegó al punto en que la posibilidad de ser «una bruja buena» se puso sobre la mesa? Consideraremos las múltiples reiteraciones de esta idea en los siguientes capítulos, pero existen algunos eslabones especialmente importantes en la cadena.

A pesar de gozar de mala prensa durante siglos, la actitud popular hacia las brujas empezó a cambiar a mediados del siglo XIX gracias en gran parte al historiador francés Jules Michelet, que en 1862 escribió La Sorcière. En su libro, Michelet propone que la palabra «bruja» era un insulto que la Iglesia lanzaba contra cualquier sanadora reputada o «alta sacerdotisa de la naturaleza». Escribió que estas hechiceras, como así las llama, fueron personajes trágicos, oprimidos y casi anulados por fuerzas de dominación viril como la Iglesia católica, los gobiernos feudales y la ciencia: «¿Dónde, efectivamente, si no en los páramos salvajes habría podido elegir su hábitat esta niña de la calamidad, perseguida con tanta fiereza, maldecida y proscrita con tanto aborrecimiento?». Y luego explicaba que esas hechiceras habían tomado las riendas y habían fundado religiones satánicas en las que, a diferencia de lo que sucede en la Iglesia, celebraban la feminidad y la naturaleza.

La Sorcière es una de las obras populares más tempranas que se muestra compasiva con las brujas, y es una disertación vehemente y escrita con gran lirismo sobre la subyugación sistémica del poder femenino en general. A pesar de que está repleta de inexactitudes históricas y en buena parte es obra de la fantasía del autor, su influencia en la concepción popular de las brujas fue significativa.

En 1863, el libro de Michelet se tradujo al inglés con el rutilante título de Satanism and Witchcraft, y su influencia directa puede verse en la obra de poetas del siglo XX, directores de cine y artistas, incluyendo a los surrealistas, que incorporaron la visión romántica de la bruja que aportó Michelet a su obra. Asimismo se hizo una adaptación del libro en 1973 a través de la psicodélica película de animación para adultos de Producciones Mushi Kanashimi no Belladonna (o Belladona of Sadness), que fue llevada a escena en 2016. Sin embargo, el influjo de la hechicera de Michelet se extiende mucho más allá de estas reinterpretaciones tan obvias. De hecho, conecta directamente con las brujas más famosas del mundo de la ficción de todos los tiempos.

Cuando el libro de L. Frank Baum El maravilloso mago de Oz salió publicado en 1900, selló para siempre el concepto (y la terminología) de las brujas buenas y las brujas malas en la conciencia popular.

En el relato original de Baum, en realidad hay dos brujas buenas. En primer lugar está la Bruja del Norte, con quien se encuentra Dorothy al llegar a Oz después de que su casa aplaste a la Bruja Mala del Este al terminar el tornado. La Bruja del Norte es un anciana vestida de un blanco reluciente, que regala a Dorothy unos zapatos mágicos de plata (tal y como aparece en el texto original; los de color rubí se reservaron para la versión cinematográfica). Asimismo, le da el «beso de la bruja»: una marca en la frente que Dorothy llevará como protección y salvoconducto para ella y sus amigos durante todo el relato.

Glinda, la Bruja Buena del Sur (y la única bruja considerada por Baum digna de tener un nombre de pila) en realidad no aparece hasta el final de la historia, aunque en el intervalo se nos dice que es la bruja más poderosa. Cuando Dorothy y sus compañeros conocen a Glinda finalmente, quedan impresionados por su melena pelirroja, sus ojos azules y su aspecto juvenil (a pesar de su edad avanzada, según nos dicen). Y además quedan profundamente conmovidos por su generosidad. «¡Eres tan buena como hermosa, sin duda alguna!», dice Dorothy llorando cuando Glinda ofrece tesoros personalizados para el Hombre de Hojalata, el León Cobarde y el Espantapájaros. Y luego esa bruja amable y encantadora le enseña a usar los zapatos de plata para regresar a casa y poder ver de nuevo a la tía Em.

Es una historia espectacular, no solo porque es una parábola sobre la amistad y la búsqueda de la verdad, sino por su excepcional originalidad. La Ciudad Esmeralda, el Camino de Ladrillos Amarillos, las zapatillas mágicas, una valiente protagonista criada en una granja y, por supuesto, la bruja buena y la bruja mala nos parecen ahora iconos intemporales de lo que algunos ya llaman «el cuento de hadas americano por antonomasia». Sin embargo, Baum no se sacó estas ideas de la manga. De hecho, le influyó mucho su suegra, la sufragista y pionera en la lucha por la igualdad de derechos Matilda Joslyn Gage.

Gage era una seguidora de la teosofía, un movimiento religioso de corte gnóstico que surgió en el siglo XIX y que llevó el pensamiento místico de Oriente a Occidente. Gage conocía el ideario que postulaba que uno puede seguir su propio viaje espiritual subiendo los trece peldaños dorados de una escalera que llevan a la iluminación, en el Templo de la Divina Sabiduría, y que ahí se puede revelar la última verdad que se esconde tras todas las religiones mundiales, rasgando metafóricamente los velos de la ilusión (o atisbando tras una cortina, quizá). Es curioso, porque la Sociedad Teosófica se creó gracias a la intervención de una mujer poderosa, Madame Helena Petrovna Blavatsky, una de las escasas líderes espirituales de la época que a menudo fue difamada y considerada una farsante por la prensa a lo largo de toda su vida. Sin embargo, la teosofía tuvo muchos partidarios, y los sigue teniendo en la actualidad. Animado por Gage, Baum y su esposa, Maud Gage Baum, se convirtieron en miembros de la Sociedad Teosófica de Chicago el 4 de septiembre de 1892. (Baum, además, empezó a plasmar sus experiencias por escrito a petición de su suegra.)

Como muchas sufragistas, Gage también fue una abolicionista, y su hogar natal, en Fayetteville, en el estado de Nueva York, se encontraba en la ruta de ferrocarril clandestina por donde se evadían los esclavos. «Creo que nací con un profundo sentimiento de odio hacia la opresión», dicen que afirmó Gage en el Consejo Internacional de las Mujeres de 1888 antes de la recopilación de sus memorias, en las que narra que había prestado refugio a esclavos y asistido a reuniones en contra de la esclavitud.

Las brujas buenas de Oz son una especie distinta de abolicionistas, mientras que las brujas malas habitan en dominios donde existe la esclavitud. Cuando la Bruja Malvada del Este muere al principio de la historia, la Bruja Buena del Norte le dice a Dorothy: «Tuvo a los munchkins esclavizados durante muchos años, para aprovecharse de sus servicios, tanto de noche como de día. Ahora que han quedado en libertad te dan las gracias por el favor que les has hecho…». Y la Bruja Malvada del Oeste retiene a los winkies como esclavos. Dorothy experimenta en cierto modo el esclavismo cuando la Bruja Malvada la hace cautiva: la chica se deja la piel en la cocina de la bruja trabajando durante días, y el Leon también queda preso. Lo primero que hace Dorothy cuando la bruja muere es liberar a los winkies, que declaran ese día fiesta nacional.

Lo más relevante para la creación del concepto de «bruja buena» de Baum fue el tratado que Gage escribió en 1893 titulado Woman, Church, and State, publicado justo cinco años antes de su muerte. En la obra, Gage escribe que la subyugación de las mujeres en su época era comparable a la caza de brujas que se dio en Europa. Como escribe Gage: «Fueran cuales fueran los pretextos que justificaron la persecución de la brujería, tenemos la prueba de que la supuesta “bruja” se encontraba entre las personalidades más científicas de la época. Al haber prohibido la Iglesia sus oficios y cualquier otro método de conocimiento a las mujeres, la institución se revolvió de indignación al ver que la bruja hacía alarde de su sabiduría, y penetraba en algunos de los secretos más profundamente sutiles de la naturaleza; incluso fue tema de debate durante la Edad Media si el hecho de que las mujeres aprendieran no las predisponía a tener una capacidad adicional para el mal, porque fue por la mujer que el conocimiento se introdujo por primera vez en el mundo».

Desde el punto de vista de Gage, llamar «brujas» a las mujeres brillantes era una manera de que la Iglesia pudiera demonizarlas y racionalizar el hecho de provocar su muerte. (O, como Lisa Simpson expondría 115 años más tarde: «¿Por qué será que cada vez que una mujer tiene confianza en sí misma y demuestra que tiene poder la llaman bruja?».)

¿Y de dónde sacaría Gage esta idea? Al menos en parte de La Sorcière, de Jules Michelet, obra que cita múltiples veces en los pies de nota de su libro.

A pesar de que el texto de Gage tuvo una influencia enorme sobre el advenimiento del feminismo americano, hemos de recalcar que, como sucedió con La Sorcière, hay muchísimas inexactitudes. Sabemos que muchos de los hombres y las mujeres que fueron condenados a morir durante la caza de brujas probablemente eran de clase baja y carecían de estudios, y seguramente tampoco se contaban entre el grupo de «personalidades profundamente científicas» que ella había considerado. Gage también es responsable de haber extendido el rumor, ahora ya desacreditado, que dice que más de nueve millones de brujas fueron condenadas a morir en Europa: los eruditos han valorado la cifra entre cincuenta mil y doscientas mil personas.

De todos modos, la nueva composición de lugar que Matilda Joslyn Gage hizo de las cazas de brujas despertó la imaginación de muchos de sus lectores, incluido el de su yerno. Si no hubiera sido por ella, L. Frank Baum nunca habría ideado el concepto de la bruja buena.

En resumen, las huellas feministas de Gage están por todo el reino de Oz, y su legado de brujas buenas sigue siendo vital hasta el día de hoy. Como afirma Kristen J. Sollée en su libro Witches, Sluts, Feminists: Conjuring the Sex Positive, «Gage afirmó que su práctica espiritual era reclamar lo femenino divino, y fue la primera sufragista conocida que reclamó la palabra “bruja” […]. Sin Gage, las brujas todavía serían vistas solo como seres malvados en la cultura popular».

Podría decirse que Matilda Joslyn Gage fue la Glinda original.

En 1939, casi cuarenta años después de que se publicara el libro de Baum, la MGM produjo la película El mago de Oz, y la pregunta que Glinda hace a Dorothy, «¿Tú eres una bruja buena o una bruja mala?», nos acompaña desde entonces. La película se convirtió en un clásico por muy diversas razones, pero lo que sí hay que decir es que inoculó la idea de la bruja buena de Baum en la cultura de masas. Además abrió la puerta para que a partir de entonces entraran otras brujas de ficción glamurosas, como, por ejemplo, Jennifer, interpretada por Veronica Lake en la película de 1942, Me casé con una bruja; Gillian Holroyd, interpretada por Kim Novak en la película de 1952, Me enamoré de una bruja, y Samantha Stephens, interpretada por Elizabeth Montgomery, en la serie de televisión emitida por ABC durante la década de 1960, Embrujada. Si Michelet, Gage y Baum ayudaron a sacar a la bruja de las sombras, Hollywood las situó directamente bajo los focos.

La versión que dio la MGM de Glinda se convirtió en la plantilla para moldear a esas brujas de la pantalla que no solo eran buenas, sino que además eran hermosas y estilosas. Billy Burke fue quien la interpretó tanto en el cine como en el teatro, la estrella que además era la esposa del legendario productor de Broadway Florenz Ziegfield Jr., conocido por ser el creador de Ziegfield Follies. Hay que decir que Burke tenía cincuenta y cuatro años cuando rodó El mago de Oz, casi veinte menos que Margaret Hamilton, que interpretó a esa bruja repulsiva llamada la Bruja Malvada del Oeste.

En la película, Glinda y la innombrable Bruja Malvada son pura dicotomía: Glinda es una fantasía viviente, extática, como una estrella, a medio camino entre un hada y un flamenco. Su método preferido de transporte es la flotación, y cuando aparece en el interior de una burbuja de jabón reluciente, todo trinos y volantes, ya sabemos de entrada que es un ser bondadoso. Lleva un cetro de estrellas y una corona que evoca a María, la Reina de los Cielos. Glinda es poco menos que una santa. Celestial, aérea y un poco puesta en lo que se refiere a la elocución, es juvenil y resplandeciente. Es más, encarna al personaje de la madre, la guardiana, la dadora. Es la bondad en todo su esplendor.

La Bruja Malvada del Oeste es diametralmente opuesta. Angulosa y vestida de negro, nos saluda con una cacofonía de chillidos y graznidos. Es una mujer inflamada, una criatura del fuego y del deseo, con su risa libidinosa y su deseo ferviente por conseguir los zapatos rojos. No se mueve como si flotara, sino que más bien vuela; hacia delante, como una flecha, con la escoba entre las piernas y dejando un reguero de humo tras de sí. Es un ascua viviente, toda ella libertad, velocidad y combustión. Incluso al inicio de la película, disfrazada de su doble, la mezquina señorita Gulch, va en bicicleta (una actividad bastante independiente para una mujer de los años 1930). A diferencia de su opuesto contrincante, vestida con tonos rosa y herméticamente sellada, esta bruja siente el aire en la piel mientras pedalea. Pero además es un personaje ctónico, reina de un inframundo opuesto, que vive en un castillo gris situado en lo alto de una cadena montañosa escarpada. La piel de la Bruja Malvada es de un verde espeluznante, que nos evoca cosas como el veneno, la envidia y las epidemias. Su palidez de guisante y la paleta de colores que en general ostenta nos dice que es la nauseabunda emisaria de la muerte.

Es curioso, pero el personaje de la Bruja Malvada del Oeste representó toda una amenaza para la actriz que lo interpretó. El maquillaje verde contenía cobre y, como dice la Wikipedia sobre Oz, este elemento «era potencialmente tóxico» y solo podía quitarse con alcohol, mediante un proceso muy doloroso, ya que el antiséptico escocía mucho. A Hamilton le resultaba muy difícil comer con el disfraz puesto, y tenía que ingerir primordialmente líquidos, o si tomaba alimentos sólidos debía troceárselos una ayudante de producción. Según distintas fuentes, la piel de Hamilton se tiñó de verde, y esa coloración le duró varias semanas incluso después de que la filmación hubiera terminado. Y un acontecimiento incluso más desgarrador fue el hecho de que se prendió fuego a su disfraz mientras ella estaba rodando la escena de Munchkindland, y la actriz terminó con quemaduras en el rostro y en la mano derecha. Tuvo que faltar dos meses al rodaje para poder recuperarse. Como suele sucederles a las brujas, la línea entre la malvada y la víctima quedó difuminada por un rastro de hollín.

No obstante, parece ser que a Hamilton le gustó mucho representar un papel tan icónico. De hecho, lo retomó varias veces a lo largo de su vida, incluidos un episodio que rodó en 1976 para Barrio Sésamo (que solo se emitió una vez debido a las quejas de los padres), y una sesión de fotografía en 1980 realizada por Andy Warhol, que el artista incorporó a un grabado de su serie Mitos, de 1981. Los niños que en 1939 se encogían de miedo ante su presencia se habían convertido en unos adultos que ahora la aplaudían. Existe un audio en línea de ella y de Judy Garland del día que salieron juntas en The Merv Griffin Show, en 1968, casi treinta años después de que se estrenara El mago de Oz. En el audio, Garland sale encantadora, pero es el estridente chillido ornitológico y áspero de Hamilton el que consigue que el público reaccione. Existe una palabra en inglés antiguo, kench, que significa «reírse estentóreamente». Pues bien, yo podría pasarme el día entero escuchando la risa estentórea de Hamilton.

La Bruja Malvada del Oeste es estridente, sin lugar a dudas; y lo que es más perverso todavía, ella se regodea en su estridencia. Y quizá sea eso lo que la hace tan entrañable. Sin duda es terrorífica, tanto que algunos fragmentos de su diálogo fueron cortados tras el preestreno de la película porque el público infantil estaba aterrorizado. Más aún; parece ser que Hamilton se lo pasó en grande. Incluso mientras se funde en la película, la bruja es un ser que vive para sí mismo, y que insiste en afirmar que posee una «hermosa maldad». Sus actos puede que sean condenables, pero si le reconozco alguna cosa es la siguiente: actúa sin vergüenza ni remordimientos. Y esta clase de maldad me resulta absolutamente atractiva. Esa bruja es una vieja descarada.

Hay un clip que salió en línea recientemente en el que aparece una Margaret Hamilton de setenta y dos años en Mister Rogers’ Neighbourhood, en 1975, que nunca me canso de mirar. Hamilton entra en la casa de mister Rogers agarrando una especie de monedero en forma de bolsa de bolos y con su famoso gorro de punta puesto. Lleva unas perlas y un traje de rayas color rosa. Me quedé entusiasmada con la elección semiótica de su indumentaria (la Bruja Malvada vestida de rosa Glinda).

Mister Rogers la conduce hasta un sofá tapizado con una tela de cuadros y ella se sienta y dobla las manos, como si fuera un dignatario extranjero; toda sonrisas.

–Me interesa saber cómo se sintió usted mientras interpretaba a la Bruja Malvada de El Mago de Oz –dice mister Rogers.

MARGARET HAMILTON: Bueno, en realidad estaba entusiasmada […]. Me había disfrazado de bruja muy pocas veces […], solo de pequeña, en Halloween […]. Hay muchos niños a los que les gusta disfrazarse de bruja. Uno puede elegir entre muchas otras cosas, pero a mí también me encantaba disfrazarme de bruja, y cuando tuve la oportunidad de hacer este papel, me sentí muy pero que muy feliz.

FRED ROGERS: O sea, que a los niños y a las niñas les encanta jugar a las brujas, ¿no?

M.H.: Sí, sí, por supuesto. Sin duda.

F.R.: Y si tienes ganas de jugar a algo que dé miedo, representar a una bruja es lo mejor.

M.H.: Es un personaje que a mí me parece muy rico, muy completo. A veces los niños piensan que una bruja es muy mala, y yo espero que la bruja tenga ese aspecto. Pero siempre pienso que también tiene otras cosas: la bruja disfruta con todo lo que hace, tanto si es bueno como si es malo. Se divierte. Pero además también es lo que nosotros llamaríamos una persona frustrada. Es muy desgraciada, porque nunca consigue lo que quiere, señor Rogers. Ya sabe a lo que me refiero; la mayoría conseguimos muchas cosas a lo largo de la vida. Pero, por lo que sabemos, la Bruja Malvada de Oz nunca conseguía lo que quería, y lo que quería por encima de todo eran esos zapatos color rojo rubí. Porque esos zapatos tenían un gran poder, y ella quería tener más poder. Y yo creo que a veces pensamos que es mezquina, que es una mala persona, pero en realidad tienes que ver las cosas desde su punto de vista; ver que no lo estaba pasando bien, porque nunca conseguía lo que quería.

Esta entrevista me parece magnífica: Rogers trata a Hamilton con absoluta reverencia, y ella habla de la bruja de Oz con un profundo sentido de la compasión, y casi me atrevería a decir que con amor.

Es su posicionamiento sobre la maldad lo que más me resuena. No hay duda de que la Bruja Malvada del Oeste es la antagonista de la historia de Oz; es una asesina y una tirana, y muchos de sus actos son completamente maléficos. Pero su alegría desatada combinada con su apetito insaciable por conseguir más y más es lo que en realidad hace que el personaje destaque. Y ese deleitarse femenino y ese desear tan femenino a menudo se demonizan.

Llamamos «brujas» a las mujeres que quieren.

Margaret Hamilton y yo no somos, ni mucho menos, las únicas que ven las cosas desde la perspectiva de la Bruja Malvada. Tenía yo catorce años cuando Gregory Maguire escribió la novela Wicked: The Life and Times of the Wicked Witch of the West, en 1995, e inmediatamente me enamoré del libro. La idea de sacar del pozo negro a ese extraño personaje esmeralda del mundo de Oz y situarlo en el centro de la historia resultaba muy atractiva a mi sensibilidad de perdedora. Y quería saber mucho más de esa saqueadora de calzado mágico.

El primer truco de Maguire en su libro es dar un nombre a nuestra bruja: Elphaba, que es un homenaje a las iniciales de L. Frank Baum. Después de conjurar este hechizo de siete letras, transforma al personaje, y la bruja deja de ser la mala por antonomasia y se convierte en una protagonista de carne y hueso, con matices, con sus motivaciones y con toda una historia de fondo. Sabemos que es fruto de una violación, que su madre es drogadicta y su padre adoptivo es celote, y que la piel verde que tiene le provoca una absoluta vergüenza y es fuente de desgracias durante toda su vida. Sin embargo, también es una erudita muy dotada para el estudio y una defensora de los oprimidos: es una campeona de los derechos civiles en nombre de los «animales» parlantes, que son discriminados y tratados como ciudadanos de segunda clase. Sufre pérdidas insoportables: Fiyero, el amor de su vida, cae preso y casi muere asesinado durante una redada policial; y su hermana, Nessarose, muere aplastada por la casa en la que Dorothy inevitablemente se cuela en la historia. La revisión de Maguire de la historia de la Bruja Malvada se convierte en un relato político, de persecuciones y sufrimientos personales. Nos pide que consideremos los factores que pueden convertir a una buena persona en alguien malvado.

Me identifiqué bastante con esta idea cuando leí el libro, porque a menudo yo también me sentía incomprendida, y agradecía cualquier historia que tratara los rechazos sociales con ternura y compasión. Esta nueva versión del cuento de la bruja puso nervioso a unos cuantos, además de a mí misma. Se adaptó para ser un musical de Broadway que recibió muy buenas críticas en 2003, y terminó ganando tres premios Tony. Sigue siendo uno de los espectáculos que ha tenido más éxito en toda la historia. Obtuvo más de mil millones de dólares de ganancias en marzo de 2016, y se convirtió en el segundo espectáculo de Broadway que había aportado más ganancias en bruto en julio de 2017, siguiendo muy de cerca a El rey León. Wicked también se transformó en un programa de televisión alejado de los musicales que se emite por ABC, y en una película musical realizada por Universal Pictures. Pronto el mundo entero cantará las melodías y se unirá a los lamentos de la Bruja Malvada.

Sentirse raro, marginado o malinterpretado es, irónicamente, una experiencia muy común. Contemplamos a la bruja con gran interés porque una parte de nosotros quiere que gane. Después de todo, todos tenemos miedo de que nos aplasten, nos ahoguen y nos venzan hembras alfa como Dorothy. Cada una de nosotras alberga el secreto deseo de ser reconocida y adorada, a pesar de nuestras verrugas.

Existe otro aspecto en la aparición de Hamilton en el espectáculo de Mister Rogers que es muy significativo. Está claro que ambos tuvieron la intención de disipar los miedos de muchos niños que descubrieron en la Bruja Malvada del Oeste el centro de sus pesadillas, y que desearon convertirla en alguien más cercano y humano.

Cuando Mister Rogers le pregunta a Hamilton si le costó mucho rodar El mago de Oz, ella dice que sí, y cuenta que le resultó muy difícil llevar puesto el maquillaje verde durante todo el día, y que hizo de todo para asegurarse de que no se le borrara, a pesar de tener que comer. Y también explica que le dolió mucho que tantos niños se asustaran con su personaje:

M.H.: […] A veces, Mister Rogers, me sabe muy mal que los niños se asusten tanto con la bruja; eso siempre me pone muy triste, porque no creo que ninguno de nosotros pensara que esa bruja daría tanto miedo como parece que da. Pero cuando comprendes a la bruja, cuando te das cuenta de que solo se trata de un cuento y de que todos podemos interpretarla, que puedes hacerlo, que los niños se disfrazan de bruja, como ya ha dicho usted, y las niñas también, y a veces cuando te haces mayor también te disfrazas en Halloween para fingir que eres alguien diferente…

F.R.: Además, tampoco todas las brujas tienen por qué ser malas.

Un poco más tarde, Mister Rogers le pregunta si le gustaría volver a probarse su disfraz. Hamilton dice que sí, que le encantaría, que le parecería divertido. Abre un baúl y empieza a sacar las prendas que conforman esa espantosa indumentaria negra. Cuando Hamilton ve los ropajes, se le ilumina el rostro. «¡Vaya…! ¡Pues claro que sí!», exclama, y empieza a vestirse. Se pone la falda y se la abrocha, y luego se da unos golpecitos en la cadera.

M.H.: Mira tú por dónde… ¡Aquí puedo meter cosas! Incluso las brujas necesitan llevar bolsillos.

F.R.: Me va muy bien verla ponerse el traje.

M.H.: Ah, pues me alegro.

F.R.: […] Porque así sé que es una mujer de carne y hueso que se disfrazó para hacer este papel.

Mister Rogers la ayuda a ponerse el blusón negro de manga afarolada y le pide que se dé la vuelta para mostrar la espalda a los televidentes. «Aquí hay una cremallera de verdad, como la de mi jersey», dice.

Margaret Hamilton da una vuelta en redondo, vestida con el disfraz. «¡Vaya…!», exclaman los dos a la vez. Y ella suelta una risita nerviosa y dice: «¿Verdad que es divertido?». Y el anfitrión del programa contesta: «¡Está usted fantástica!». Es obvio que los dos se lo están pasando en grande.

Ella se pone la capa y la ondea. Y luego se coloca en la cabeza el icónico sombrero con un velo en la punta y sonríe a la cámara. «¡Aquí está vuestra vieja amiga la Bruja Malvada del Oeste!», dice con una risa de satisfacción.

A petición de Mister Rogers, pone la misma voz que en la película y suelta la famosa carcajada estridente. Él le dice que sería divertido hablar de esa manera, e intenta imitarla emitiendo unos chillidos.

«¡Pues sí que sabe hacerlo! –exclama Margaret Hamilton–. Todos podemos hacerlo. ¡Vosotros también podéis!»

Es fácil ver que los dos están encantados.

Mister Rogers le pregunta si tiene nietos, y ella le dice que tiene tres, y dice sus nombres y su edad; y además puntualiza que ha tenido mucha suerte con ellos. La filmación termina saliendo de la escena para ir a visitar a uno de los amigos de Mister Rogers, sin que ella se haya quitado el vestido de bruja.

M.H.: […] Me parece que me voy así, tal cual.

F.R.: Ah, ¿de verdad?

M.H.: ¿Le parece bien?

F.R.: Creo que todos en el barrio estarán encantados…

M.H.: Será divertido.

Y se despiden. Margaret Hamilton baja la cabeza para pasar por el marco de la puerta y no chafar su inmenso tocado.

«¡Allá voy!», dice, y sale de escena.

Las primeras veces que vi el vídeo, me embargó la emoción. Hay tantas cosas que me resuenan… La admiración que se muestran esos legendarios gobernantes de sus respectivos barrios imaginarios. La alegría sin remordimientos que demuestran ante el miedo que inspiraba la Bruja Malvada. La mezcla de orgullo y vulnerabilidad de Hamilton, que entonces se aproximaba al final de la vida, al meterse de nuevo en un papel que hizo cuatro décadas antes con respeto, placer y gracia.

Sin embargo, lo que más me conmueve es la danza delicada que ella y Mister Rogers ejecutan intentando disipar los miedos de las personas sin robarle la magia a la bruja. Sí, nos dicen que todo eso es un cuento, pero que también es real y accesible para ti. ¿Verdad que ese es el mejor encantamiento de todos?

Repetidas veces a lo largo de la vida yo he hecho algo parecido: mostrarme al mismo tiempo que trato de preservar el misterio; permitirme a mí misma dar miedo al tiempo que necesitaba asegurar a los demás que no represento ninguna amenaza, resistiéndome a quedarme estancada en un solo extremo.

Siempre estamos intentando clasificar las cosas. Poner los dos extremos en sobres diferentes, bien etiquetados, y cerrarlos con un lengüetazo. Nos resistimos a comprender los matices de cada instante, y eso se multiplica por diez en las mujeres. O son mojigatas o son furcias, o son pasivas o son invasivas, o son muñequitas o son arpías, o son rameras o son brujas. Si muestras interés por la moda y la belleza, y por los vestidos deslumbrantes, te consideran sosa y superficial, o no te consideran, o bien terminas siendo digna de desconfianza. Si expresas en voz alta tus opiniones o cuentas lo que ambicionas, o hablas mucho o ríes muy alto, eres dominante, ansiosa, una arpía o una bruja.

Quizá el regalo más grande que nos ha hecho L. Frank Baum ha sido la visión en todo el espectro tecnicolor del poder femenino.

Sí, yo soy una bruja buena y una buena persona, pero también soy mucho más compleja que todo eso. Mi intención es ponerme una capa negra sobre mi proverbial vestido rosa. Reírme con todas mis fuerzas y enfadarme mucho, y defenderme a mí misma y también a las personas que me importan. Quiero sacar mucho más de la vida que andar por ahí flotando suavemente en el interior de una burbuja. Quiero ponerme el sombrero puntiagudo y llevar la corona a la vez. Vivir con tanta intensidad como pueda, tal y como soy. Ser mala y encantadora, salvaje y plena. Quiero ser mucho más, y no limitarme a tener que elegir entre cualquier cosa.

Sin embargo, lo que deseo de verdad, en lo más íntimo de mi ser, es vivir en una tierra mágica que dé valor a todo eso: a la bondad de Glinda, al regodeo de la bruja Gulch, al arte de Margaret Hamilton y a la promesa de Matilda Joslyn Gage. Y poder llamar a ese lugar «mi casa».

Despertando a la bruja

Подняться наверх