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Capítulo 2 Crisis del sistema alimentario
ОглавлениеPara observar cómo la alimentación actual está devorando el planeta, partiremos de considerarla como sistema complejo. Una aplicación de la complejidad a la alimentación fue formulada por Rolando García (2006) con un enfoque teórico-metodológico original que articula permanentemente las dimensiones teórica, metodológica y política.
Proponemos construir un modelo alimentado con datos provenientes de distintas disciplinas (ecología, antropología, nutrición, historia, economía, agronomía, sociología, epidemiología, etc.) y así comprender la tremenda dimensión del problema que enfrentamos y los atisbos de solución, al tiempo que identificamos puntos claves donde operar transformaciones. Entendemos que existe una sinergia entre el medioambiente –mediatizado por la tecnología de extracción– y el sistema económico-político y sus valores, que resultan en diferentes cocinas que modelan los cuerpos y las instituciones. Al hacerlo modelan la vida social y la forma de enfermar y morir de la población.
La aplicación de este modelo nos lleva a concluir que la alimentación actual sufre una crisis que es al mismo tiempo global, estructural, paradojal y terminal.
Global porque, si bien en principio es la crisis de las sociedades capitalistas de la órbita occidental, sus efectos se extienden a todo el mundo, y arrastran a otras sociedades, organizadas sobre la base de otros principios, por el simple hecho de habitar el mismo planeta. Entonces, aunque los cazadores recolectores pigmeos mbutis de la selva lluviosa africana no coticen sus alimentos en la bolsa, gracias a las disposiciones de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que legitiman la agricultura extensiva de monocultivo química o la fabricación tóxica, aun si estas se producen a miles de kilómetros del entorno de los mbutis, igualmente sentirán la presión para ampliar la frontera agrícola a expensas de su selva arrinconándolos hasta hacerla desaparecer junto con su modo de vida y sufrirán las consecuencias de la lluvia ácida producida por vientos que traen las partículas de las fábricas de productos impensables para ellos producidos a miles de kilómetros y la polución de sus ríos por contaminantes arrojados en las nacientes por mineras que explotan metales en montañas que nunca conocerán.
No hay donde esconderse. Coca-Cola nos persigue a 180 países (una ironía sobre una publicidad de la empresa que decía que nos “acompaña a 180 países”).
La crisis de la alimentación actual es estructural porque, como nunca en la historia, los problemas se presentan simultáneamente en la producción, la distribución y el consumo: todas las áreas están comprometidas.
Es paradojal porque hay alimentos suficientes para que coman todos los habitantes del planeta con una dieta que los nutricionistas consideran adecuada para sostener una vida activa y sana, por lo menos desde el punto de vista de los grandes números. Cuando se borran las diferencias y reducimos los alimentos a nutrientes y los sujetos a necesidades, de este casamiento matemático se descubre que –al menos teóricamente– se producen anualmente más alimentos que los que toda la población humana necesitaría, de existir una distribución equitativa. Este equilibrio se logró en 1985 (se lo llama “disponibilidad plena”); desde ese momento ha seguido aumentando hasta que hoy alcanza las 3.100 kcal por persona por día (disponibilidad excedentaria), suficientes para alimentar a 10.000 millones de personas, y en el planeta somos 7.500.
Pero también es una crisis terminal porque según algunos ecologistas, basándose en un informe de la ONU de 2017, el nivel de explotación de los recursos del planeta está llegando a un límite que hace insostenible su continuidad. Como en el caso del cambio climático, y justamente porque ese es uno de los datos más fuertes, parece que hemos superado la capacidad autodepuradora del planeta y será imposible restablecer el equilibrio anterior. Debemos –como con la emisión de gases de efecto invernadero– tratar de frenar el deterioro y mitigar sus efectos, para rogar que el nuevo equilibrio no sea particularmente dañoso.
Si bien una vez alcanzada la disponibilidad plena la energía per cápita siguió creciendo, otra cosa es la composición de esa energía: al momento del informe de la ONU, el 70% provenía de hidratos de carbono, azúcares y aceites refinados, lácteos y grasas (los alimentos domesticados que se recomienda comer en cantidades mínimas, ya que eran escasos cuando se formó nuestra biología). El problema que dejan al descubierto los informes de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y de la OMS no es la escasez, sino la posibilidad de seguir produciendo una cantidad suficiente y mejorar la calidad de esa producción alimentaria en el futuro.
En la producción agroalimentaria la crisis no pasa por la disponibilidad, ya que hay suficiencia y estabilidad, sino que se vislumbra una crisis de sustentabilidad. Hoy existen suficientes alimentos para todos (los reciban o no), pero los modelos productivos en que se apoya este aumento de la disponibilidad no son sustentables y están poniendo en peligro tierra, agua y aire y a los mismos comensales, por lo que algunos científicos se preguntan si vale la pena insistir en producir de este modo considerando la posibilidad de que se hayan sobrepasado las capacidades de los ecosistemas de recuperarse.
Respecto de la distribución, en el acceso, enfrentamos una crisis de equidad. El aumento de la disponibilidad no terminó con el sufrimiento del hambre. Tener alimentos disponibles es necesario porque no se puede distribuir lo que no se tiene, pero no es suficiente: que toda la población tenga acceso a ellos es vital.
En el consumo convivimos con una crisis de comensalidad. Aunque hay alimentos suficientes y a pesar de su distribución sesgada, aun los que acceden a ellos han perdido el sentido acerca de qué y por qué comer. En un mundo que parece haber superado las necesidades biológicas, los valores que dan sentido al consumo alimentario también están en crisis: se deshilachan las culturas alimentarias al mismo tiempo que la industria globalizada homogeneiza la oferta y se forma un núcleo de productos procesados que son idénticos en todos los rincones del planeta, y que prevalecen sobre la necesidad, la geografía o la cultura. Gaseosas, enlatados, bocadillos (snacks), sopas deshidratadas y lácteos endulzados forman el corazón de los consumos mundiales, a despecho de las necesidades nutricionales o de las preferencias culturales. Esto ha provocado una crisis en la alimentación tradicional (patrones de consumo posibles y probados durante miles de años) y por primera vez en la historia de la cultura humana vemos un desplazamiento del grupo al individuo al momento de decidir qué comer. Aunque hoy nos parece extraño, en el pasado la decisión acerca de qué comer era social: la familia, la comunidad, la cultura o la economía nacional dictaban lo que se consideraba sano o rico o apropiado (para géneros, edades, situaciones) y se tomaban decisiones grupales (familiares) de lo que cada uno podía y debía comer. Hoy esa decisión recae en el individuo. Una decisión en solitario de un comensal formateado por la industria que domina qué y por qué comer con la lógica de la ganancia empresarial antes que la salud o la sustentabilidad.
Porque la crisis es global y se da en todas las áreas y simultáneamente, algunos autores la consideran una “crisis de civilización”. Por el contrario, aquí consideramos que es una crisis del derecho a la alimentación, que –aunque reconocido como derecho humano por las Naciones Unidas– sigue siendo en gran medida declamatorio desde 1948, cuando, luego de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, muchas naciones soñaron con un mundo libre de hambre.
Todas las dimensiones del derecho están en crisis: la capacidad de alimentarse de manera autónoma, de alimentar a otros y de ser alimentado (cuando el sujeto no puede hacerlo). Los Estados son los garantes de este derecho y deben arbitrar los medios para que se cumpla, ya sea a través de políticas públicas directas (asistenciales) e indirectas (como el empleo), ya sea atendiendo el reclamo cuando los ciudadanos encuentran este derecho vulnerado. Pero por la intersectorialidad de los derechos humanos, antes que por una jerarquía entre ellos, vulnerar el derecho a la alimentación adecuada vulnera también otros derechos humanos (económicos como el trabajo, sociales como la salud o culturales como la identidad) con los que está fuertemente interrelacionado.
Defender el derecho a la alimentación adecuada para cualquier Estado significa que las políticas alimentarias deben tener como fin promover al ciudadano fortaleciendo su libertad y su autonomía y no utilizarse como formas de dominación, control social o clientelismo político. La crisis del sistema alimentario –como no podía ser de otra manera– conlleva y es producto de derechos humanos conculcados.