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ОглавлениеCuerpos afectados
Creo que la última vez que encaré un seminario de estas características fue después del Congreso de la AMP en Comandatuba, hace doce años. Doy entonces mis motivos para recomenzar y las razones para elegir hablar de los afectos. El disparador es, sin duda, el tema del próximo Congreso de la AMP en Brasil, de aquí a dos semanas: El cuerpo hablante, y la frase del Seminario 20 que nos intriga de distintas maneras: «Lo real es el misterio del cuerpo hablante, es el misterio del inconsciente». Es una frase que no entendemos, pero estamos acostumbrados a eso, y hay que tomarse el trabajo de dilucidarla.
El cuerpo y el saber
¿Cuál es la novedad del cuerpo hablante? La primera respuesta –como suele suceder, la primera respuesta no es necesariamente la buena– es que el cuerpo hablante está en el corazón del descubrimiento freudiano, de su interpretación de la histeria. Y su método consiste, precisamente, en traducir el lenguaje corporal, el cuerpo que habla en el síntoma, en un texto que es desconocido para el sujeto. De ahí deduce, entonces, su hipótesis del inconsciente. La parálisis en el brazo de tal jovencita pone en escena la intención del gesto rechazado, la carraspera de Dora en ausencia de su padre se traduce como el llamado que lo invoca. Incluso la deposición que se produce en el Hombre de los Lobos ante la escena fundamental o los síntomas intestinales del Hombre de las Ratas son tratados por Freud como textos que el trabajo analítico está destinado a recomponer. Si lo tuviéramos a Freud entre nosotros, podríamos imaginar que nos diría algo así como que «el cuerpo hablante es lo que formulé desde el primer momento, y solo me guío para la interpretación del síntoma histérico por ese lenguaje que proviene del cuerpo y que traduce un pensamiento inconsciente, es decir, reprimido». Para Freud, la conversión histérica es hablar con el cuerpo.
Si nos atenemos a esta perspectiva, el sintagma enigmático con el que nos rompemos la cabeza, y que es el título del Congreso de Río, es una nueva vuelta sobre un tópico clásico.
En el Seminario 2, Lacan se pregunta: «¿Por qué no hablan los planetas?». Conocen las respuestas con las que juega: porque no tienen boca, porque no tienen tiempo; y finalmente suelta su hipótesis: los planetas no hablan porque la ciencia los hizo callar. En una época no paraban de hablar: presagiaban la vida familiar, orientaban la conducta durante la guerra; hablaban un lenguaje que era necesario descifrar. Fue a partir del momento en el que los planetas pasaron a ser objeto de la ciencia y se entendieron las leyes que comandaban su circuito, que los planetas perdieron el carácter profético que tenían para la Antigüedad.
Si evoco esto es para destacar que la ciencia, a pesar de que trabaja duro para eso, no logró todavía callar a los cuerpos, a estos cuerpos que no son los cuerpos celestes; son cuerpos de otra textura. Y si desde el psicoanálisis tenemos un problema con las neurociencias, y sobre todo con la aplicación banal de las neurociencias en las TCC, es, entre otras muchas cosas, porque nuestra práctica nos impide compartir la ambición de llegar a convertir al cuerpo humano en un cuerpo celeste, es decir, en un cuerpo que ya no diga nada y que pueda ser objeto de la explicación científica, así como los cuerpos celestes son el objeto de la ciencia astronómica.
Nuestra experiencia, como analizantes o como analistas, es que los cuerpos no paran de hablar. Y que no paramos de leer en el Otro, en el cuerpo del Otro, en el rostro del Otro –sobre todo si es el analista– un texto, un mensaje que nos habla. «¡Qué bien me hace cuando me sonríe!», me lo han dicho. También cuando alguien me dice: «¿Qué le pasa?, la veo demacrada», no corro al espejo a verificar si efectivamente estoy demacrada o no, antes bien sospecho una pequeña transferencia negativa. No trato de verificar los hechos con alguna prueba objetiva. Interpreto. Ese cuerpo que habla se interpreta, y esa es la orientación fundamental de Freud. También es lo que nos enseñó Lacan al afirmar que quien viene a vernos sufre por su cuerpo o por sus pensamientos, distinguiendo así la histeria de la obsesión mediante una repartición que sigue siendo elocuente para todos nosotros.
Parto de estos datos familiares para invitarlos a pensar que en el sintagma el cuerpo hablante o el cuerpo que habla debe haber algo más, y que hay que tomarse el trabajo para ubicarlo porque no es para nada evidente.
Ese es mi primer punto, que espero poder abordar a partir del ángulo de los afectos. Habría que suponer, como hipótesis, que si hay algo que cambia en ese cuerpo hablante se debe a que no tenemos la misma concepción del cuerpo que tenía Freud cuando pensaba en el cuerpo histérico. Sería una hipótesis a verificar.
Un cuerpo desafectado
Mi segundo punto parte del extremo opuesto. Voy a referirme a la página 146 del Seminario 23, donde Lacan comenta el episodio de la paliza de Joyce:
… se encontró con compañeros dispuestos a atarlo a una alambrada de púas y a darle a él, James Joyce, una paliza. El compañero que dirigía toda la aventura era un tal Heron [no sé cómo se pronuncia en irlandés], término que no es indiferente, puesto que es el eron. Este Heron que le pegó, pues, durante cierto tiempo, ayudado por otros compañeros.
Después de la aventura, Joyce se pregunta por lo que hizo que, pasada la cosa, él no estuviera resentido. Se expresa entonces de una manera muy pertinente, como puede esperarse de él, quiero decir que metaforiza la relación con su cuerpo. Él constata que todo el asunto se suelta como una cáscara, dice.
¿Qué nos indica esto sino es algo que concierne en Joyce a la relación con su cuerpo, relación ya tan imperfecta en todos los seres humanos?
¿Quién sabe qué le pasa en el cuerpo? Hay en esto algo extraordinariamente sugestivo. Algunos incluso le dan este sentido al inconsciente.
Es el estilo de Lacan, dice que algunos (algunos como Freud –agreguemos–) le dan este sentido al inconsciente.
Sin embargo, si hay algo que desde el origen he articulado con cuidado es que el inconsciente no tiene nada que ver con el hecho de que uno ignore montones de cosas respecto de su propio cuerpo. En relación con lo que se sabe, es de una naturaleza completamente distinta. Se saben cosas que dependen del significante.
Me detengo un momento aquí para indicar que ya tenemos una orientación. Lacan hace una contraposición entre lo que se sabe y lo que no se sabe. Y dice que algunos piensan que lo que no se sabe –por ejemplo, lo que no se sabe sobre lo que pasa en el cuerpo– tiene que ver con el inconsciente; pero ¡atención! cuando aquí él habla de saber y, consecuentemente, de no saber, su referencia no es el significante reprimido que anteriormente lo condujo a definir el inconsciente como un saber no sabido. Esa era su manera de referirse a la represión: lo que se sabe –o no– depende de la localización del significante, como lo puso de relieve con la escritura de la metáfora y de la metonimia.
El inconsciente según Freud –al menos así lo lee Lacan en este párrafo– es justamente la relación entre algo que proviene de un cuerpo que nos es ajeno y una cadena significante que lo significa. ¿Qué sentido dar entonces a eso que Joyce testimonia? ¿Qué es lo que Joyce nos enseña? No es lo que Freud enseña. No se trata simplemente de la relación con su cuerpo, sino –si puedo decirlo así– de la psicología de esa relación. Palabra completamente sorprendente en boca de Lacan.
Está Joyce, está el cuerpo, está la relación que hay entre Joyce y su cuerpo, y a esa relación Lacan la vincula con la psicología. La psicología de esa relación. Después de todo, sigue Lacan:
… la psicología no es otra cosa que la imagen confusa que tenemos de nuestro propio cuerpo. Pero esta imagen confusa implica un afecto, para llamar a las cosas por su nombre. Si se imagina justamente esta relación psíquica, hay algo psíquico que se afecta, que reacciona, que no está separado, a diferencia de lo que nos testimonia Joyce tras haber recibido los bastonazos de sus compañeros. En Joyce solo hay algo que no pide más que irse, desprenderse como una cáscara.
Resulta curioso que haya gente que no experimente afecto por la violencia sufrida corporalmente.
Sigue después una consideración en la que dice que quizás le resultó placentero a Joyce porque no se descarta su masoquismo, etc. Eso es lo crucial.
Este párrafo, donde se une la dimensión del cuerpo con la dimensión del afecto, es lo que me orienta para este seminario, es mi brújula. Es decir, vamos a hablar del afecto porque vamos a hablar del cuerpo, o viceversa.
¿Qué lleva a Lacan a hablar de la psicología? La psicología, dice, no es otra cosa que la imagen confusa que tenemos de nuestro propio cuerpo. Un poco antes había dicho: «¿Quién diablos sabe lo que le pasa a su cuerpo?». Y a este quién diablos sabe responde la afirmación posterior. Precisamente, porque no se sabe, existe la psicología, que trata de elaborar un saber sobre esa idea confusa –subrayo la palabra idea– que tenemos de nuestro propio cuerpo.
Seguramente ustedes cursaron la carrera de Psicología, como es mi caso, aunque la mayoría la debe haber cursado algunos años después. Yo entré en la facultad en el año 66, con el golpe de Onganía. Me anoté en una carrera y cursé otra. Pensaba escuchar a los psicoanalistas y terminé escuchando a fenomenólogos. En fin, entre que me inscribí y empecé la carrera, el mundo había cambiado para algunos de nosotros. Una de las materias era Psicología General. Probablemente ahora en Psicología General se estudia a Lacan, pero en mi época no. En mi época, leíamos a Brentano hasta que se nos caían las pestañas.
En Psicología General se estudiaban las funciones. Había un capítulo dedicado a la memoria, otro, a la atención, otro, a la percepción. La Psicología General era el lugar donde se estudiaban las facultades de la psique, eso que no se sabía cómo llamar; no querían llamarlo mente por las connotaciones que tenía, tampoco querían llamarlo alma, entonces lo mejor era hablar en griego. Cuando uno no sabe cómo nombrar algo recurre al griego: psyché. De esta manera uno no se compromete ni con la filosofía ni con la religión. Entonces, la Psicología General era el estudio de las facultades de la psique. Así se tenía una idea de cómo funcionaba el cuerpo, qué llamaba la atención de nuestros sentidos, qué los distraía, qué dejaba una huella, qué olvidábamos. Es finalmente la relación entre el Innenwelt y el Unwelt, para decirlo en los términos que le gustaban a Lacan en esa época. Es precisamente la manera en la que un cuerpo se conecta con los otros.
¿Qué idea tiene uno del cuerpo? Los que tienen una idea del cuerpo son los esquizofrénicos. Ellos no se interesan por la anatomía ni por la Psicología General. Saben que hay un cuerpo que no se acomoda al Unwelt, que se transforma, cuyos órganos no siempre están, que se pierden o que no funcionan. El esquizofrénico tiene una idea de su cuerpo que no forma parte de la experiencia del neurótico, cuya posición fundamental es la de no saber nada de su cuerpo además de no querer saber nada de su cuerpo.
En este párrafo, Lacan llama afecto a la relación peculiar entre un sujeto y su cuerpo. Aunque no es seguro que podamos hablar tan fácilmente de sujeto en esta circunstancia. No es seguro que así como afirmamos que un significante representa a un sujeto para otro significante, podría decirse que el afecto representa al sujeto para otro. No es seguro que esa equivalencia pueda funcionar. Por supuesto, sé lo que ustedes piensan: hay que llamarlo parlêtre. Entonces damos vuelta la hoja y seguimos de largo. No es mi idea, sería como decirlo en griego, pero esta vez usando el francés. Cuando no sabemos qué nombre darle a ese «sujeto» que no se relaciona con los significantes, sino con el cuerpo, lo llamamos parlêtre. Pero primero tendríamos que tener una idea de a qué llamamos parlêtre.
En todo caso, Joyce, que no experimenta ningún afecto cuando le dan una paliza, se convierte en la vía de acceso para pensar el cuerpo separado, no afectado. Y cuando no se es Joyce, ¿qué se experimenta? Joyce es el contraejemplo, pero ¿qué pasa cuando alguien que no es Joyce tiene con su cuerpo una relación donde entra a jugar eso que, oscuramente, llamamos afecto? Es fácil si se da un paso más. Y con esta lectura del contraejemplo joyceano termino mi segundo punto.
Zoología
Mi tercer punto en este «paso más» es distinguir la palabra afecto de los sinónimos que podríamos encontrar en el diccionario: sentimientos, emociones. No tenemos la suerte de poder desprendernos de eso fácilmente. Pero la cosa se aclara un poco si se vincula el afecto con aquello que es afectado por otra cosa. No como algo vivido, inefable, sino vinculado con el impacto que produce algo sobre algo, algo que afecta a otra cosa. Es en esta dirección que se abre una vía de exploración.
Me enteré –preparando esta clase– que la palabra afecto es una palabra que en francés se empezó a usar en el año 1951, en el sentido de mis afectos. Una palabra completamente inusual que proviene del lenguaje de la psicología. La psicología hace entrar en la lengua francesa una palabra técnica que después se populariza. Miller indica –no tengo aquí la referencia– que, a diferencia del italiano y del español, que tienen la palabra afecto incorporada a la lengua común, en Francia esa palabra no existió hasta el año 1951. Existía en el sentido de ‘un destacamento es afectado a la ciudad tal y tal’ o ‘afecciones’. Pero no el afecto en el sentido psicológico. Por ejemplo, en el Seminario de La angustia, Lacan habla de emociones, no utiliza la palabra afecto, que tal vez resuene poco para los oídos franceses.
Entonces, la vía de acceso podría ser pensar el afecto como lo que afecta a otra cosa. Ahí sí se abre un terreno que vale la pena explorar, ¿qué afecta y qué resulta afectado? Pasamos de la definición sustancial, de aquello que el afecto es, a una definición más operacional: ¿qué cosa afecta qué? Y ahí se abre un problema especialmente interesante porque la respuesta inmediata que podríamos dar es que las palabras afectan al cuerpo. Lo sabemos en carne propia, como se dice. Sabemos que hay palabras que nos hacen reír –la risa concierne al cuerpo–, sabemos que hay palabras que nos hacen llorar, sabemos que hay palabras que nos ponen la piel de gallina. En fin, podríamos hacer una serie en la que verificaríamos de qué manera ciertas palabras e imágenes afectan nuestro cuerpo. Y nuestro cuerpo responde y, podríamos decir, habla. Parece fácil trasladar el llanto a un significante que es tristeza. No hace falta decir que alguien está triste cuando, dentro de cierto contexto, está llorando –digo «dentro de cierto contexto» porque se puede llorar de alegría–. Esto tiene una virtud y es que parece prescindir del lenguaje. Y además permite imaginar que se puede prescindir de la diferencia de las lenguas porque aquí, en China y en Francia, a pesar de que hasta el siglo pasado no conocían la palabra afecto en el sentido en el que la utilizamos, cuando alguien llora creemos comprenderlo aunque no dispongamos de los significantes que signifiquen ese llanto. Y esto lleva a suponer que habría un registro en el cual los pensamientos tendrían una incidencia directa sobre el cuerpo, sin mediación. De esto se deriva una conclusión: si la palabra es siempre equívoca, si la palabra es siempre dudosa, si la palabra está siempre en el registro de la verdad mentirosa, si a las palabras se las lleva el viento, si sabemos que no se puede confiar en las palabras, entonces, los afectos –la risa, el llanto, el miedo, el amor, el odio, etc.– serían la prueba de una verdad más verdadera que las palabras. No perderse en las palabras, que siempre pueden querer decir otra cosa, sino buscar el afecto, que expresa lo que la palabra no alcanza a expresar. La palabra vehiculiza la mentira, podemos decir una cosa por otra, deliberadamente o sin quererlo. El afecto, en cambio…
Pero ¿qué diferencia hay entre reírse y mover la cola? No es evidente. Mi perro mueve la cola, especialmente cuando ve a su dueño, que no soy yo. No se ríe, pero mueve la cola. Y no le supongo un inconsciente. En algún lugar, entre sus ironías, Lacan dice que los afectos pertenecen al terreno de la zoología. ¡Ni siquiera al de la psicología!
Cuando se sigue este camino, que desemboca en la idea de que, más confiables que la palabra, los afectos pueden ser la brújula de la dirección de la cura, se entiende mejor aquello contra lo cual Lacan se sublevó y lo que objetó de todas las maneras posibles en el período central de su enseñanza.
Creía que este había sido un debate antiguo que animó al movimiento psicoanalítico en los años 60 e inicios de los 70, pero cuando Valeria Goldstein publicó en Facebook la noticia del inicio del seminario, alguien posteó lo siguiente:
Una afectuosa bienvenida […] a la imprescindible reflexión contemporánea sobre el afecto inaugurado por Freud y refundado por André Green en el año 1973 en el clásico libro Le discours vivant’ [El discurso vivo]. En aquel entonces, como recuerda Kristeva, el Dr. Lacan despreciaba el afecto como ajeno al campo del psicoanálisis, reducido al del significante. Con su habitual ingenio para el juego de palabras, lo descalificaba como lo abyecto y proscribía su estudio a sus discípulos…
Fue una verdadera sorpresa porque viví esos debates. Esta pelea entre Green y Lacan es la sopa que bebí en los inicios de mis estudios de Lacan, en los 70. Green escribe en el 73: «Por grande que haya sido la atracción que ejerció sobre mí la teoría de Lacan me pareció evidente que el proyecto lacaniano no era aceptable sin serias reservas. La teoría lacaniana estaba fundada sobre una exclusión, un olvido del afecto» (1).
El Seminario de La angustia es del año 1963-1964. El libro de Green es del año 1973. ¿Cómo afirmar con tanta certeza que no hay una teoría del afecto en Lacan cuando, muy tempranamente, el Seminario La angustia está dedicado especialmente a los afectos y no solo a la angustia? Precisamente, lo que introduce Lacan en el Seminario 10, lo que opone a la idea de que los afectos serían la manifestación más verdadera del inconsciente allí donde las palabras son siempre engañosas, es que la angustia es el único afecto que no engaña. Es decir que frente a la generalización del afecto como aquello que expresa verdaderamente el inconsciente, Lacan responde: no todos los afectos, es solo la angustia el que no engaña. Lo cual, efectivamente, pone en duda el índice de verdad que entrañan los afectos en general, con la excepción de la angustia.
Por un lado está la angustia, que no engaña. Por el otro lado, los desengañados, los incrédulos, los que no se dejan llevar por el inconsciente y, por consiguiente, se equivocan, yerran. El tema del engaño atraviesa la enseñanza de Lacan en varios momentos.
Entre el agujero y el exceso
La tesis lacaniana sobre los afectos, tal como Lacan la presenta en los años 60, no hace sino retomar la perspectiva freudiana que se encuentra en sus textos reunidos en la Metapsicología: Pulsiones y destinos de pulsión, Lo inconsciente y La represión. Conocen el punto de vista de Freud: lo reprimido es la representación de un acontecimiento: el acontecimiento deja una huella que lo representa, y esta huella se reprime. En cambio, el afecto que acompañó al acontecimiento nunca es reprimido: el afecto se desplaza. Este es el aparato conceptual de Freud sobre el afecto. La representación se reprime, el afecto se desplaza. Y en la medida en que el afecto se desplaza, desorienta. Lo que sirve de guía para no perderse en el inconsciente es la representación reprimida, no el afecto. Para Lacan los afectos engañan –con excepción de la angustia–. Para Freud los afectos son conscientes y se desplazan –con excepción del sentimiento inconsciente de culpabilidad–. Como ven, eso que llaman el desprecio de Lacan por los afectos no es sino la consecuencia de su retorno a Freud.
Lacan vuelve sobre el incidente del Hombre de las Ratas tal como Freud lo presenta: el Hombre de las Ratas va al velorio de su tía, a quien no veía desde hacía veinticinco años, y llora desconsoladamente. Freud lee este llanto como algo que está fuera de lugar: no llora por la tía. Efectivamente, la cadena asociativa desemboca en el duelo nunca elaborado por su hermana muerta, frente a cuya muerte se mostró completamente indiferente. Ni la indiferencia primera ni el llanto posterior eran de fiar. Es el duelo, o la muerte, o el velorio, lo que opera como palabra puente entre las dos circunstancias y orienta la interpretación freudiana.
Lacan no desprecia los afectos, defiende la idea de que los afectos son efectos. Y en ese sentido los afectos no son una brújula para la interpretación. Sobre el afecto hay que hablar, no basta con mover la cola; además, hay que hablar para que ese afecto signifique algo. Pero queda sin resolver qué es lo que afecta y qué es lo afectado. Les doy de entrada lo que seguramente está en la cabeza de muchos de ustedes en estos días: lo que afecta es lalengua, lo afectado es el cuerpo vivo. Es el registro de lo que Lacan, en Radiofonía, llamará incorporación. Nos hemos acostumbrado, tal vez demasiado rápido, a referir lo que llamamos acontecimiento de cuerpo al choque de lalengua con el cuerpo vivo, choque que lo desnaturaliza. Lalengua impacta en el cuerpo del viviente, afecta el cuerpo del viviente y, a partir de ahí, lo desnaturaliza, cava un agujero en lo simbólico porque no hay palabra para nombrar ese afecto, que es exceso. En el mismo acto ese impacto cava un agujero y produce un exceso, exceso respecto de cualquier nominación posible. Entre el agujero y el exceso no hay acoplamiento posible. El exceso desbordará siempre el agujero, el agujero será siempre un barril sin fondo. La singularidad de los casos que escuchamos, de los casos que somos, siempre puede leerse según una clínica que haga hincapié en el agujero o en el exceso. Los desvelos de Lacan con los nudos impiden conformarse con esta dialéctica: uno no va sin el otro, y a esto se le suma la terceridad que aporta lo imaginario para que la vida consienta al barullo de lalengua.
Esto es solamente para indicar que si se toma el afecto en la dimensión de lo que afecta, encontramos una y otra vez estos dos polos: lo que afecta y lo afectado. En la enseñanza de Lacan lo más variable es lo que afecta, mientras que lo afectado es siempre el cuerpo. En fin, habría que demostrarlo. Pero creo que desde el estadio del espejo hasta Joyce, desde el triangulito de donde parte el grafo de «Subversión del sujeto» –la letra delta, la necesidad– siempre es el cuerpo lo que resulta afectado, transformado, humanizado. Y es en esta relación entre eso que afecta y eso que es afectado que se coloca como fenómeno el afecto.
Pasiones
Si se buscan las referencias al afecto en la enseñanza de Lacan, lo mejor es guiarse por sus referencias a la pasión. Si empiezan por los primeros seminarios van a encontrar que Lacan presenta tres pasiones a las que llama pasiones del ser: amor, odio e ignorancia. Una guía para quienes tomen esto es entender que las pasiones del ser son las pasiones de la falta en ser. Lacan las trabaja en relación con la transferencia. O sea que si abordamos las pasiones del ser, que son las pasiones de la falta en ser, nos adentramos en los temas freudianos que recorren los escritos llamados técnicos: la transferencia positiva, la transferencia negativa y también la ignorancia. Hay que preguntarse qué hace la ignorancia en esa serie. Uno diría que la lógica sería amor, odio, indiferencia, pero no es así como lo presenta Lacan. ¿Qué hace la ignorancia en este contexto articulado fundamentalmente con la transferencia?
Propongo pensar en qué medida estas tres pasiones, estos tres afectos articulados con la transferencia, corresponden a diferentes momentos del recorrido de un análisis, incluso del inicio del análisis. Y lo hago para ponerlos en tensión con otra serie de afectos que Lacan articula con el final del análisis, especialmente en «El atolondradicho», donde se refiere al afecto maníaco-depresivo que suele acompañar el final del análisis. Esto toma luego la modalidad del cinismo o del desencanto que acompaña a veces el final del análisis, así como la del saber alegre o del entusiasmo que jalona la salida del dispositivo. En la «Carta a los italianos» dice, por ejemplo, que si el final del análisis no está marcado por el entusiasmo no es un final del análisis.
Hay una serie de pasiones que Lacan enumera en «Televisión» y que se encuentran en la pregunta número cuatro. Allí Miller interroga a Lacan:
Desde que usted propuso su fórmula hace veinte años, la de que el inconsciente está estructurado como un lenguaje, le oponen, bajo formas diversas: Todo eso no son más que palabras, palabras, palabras [mots]. Y de lo que no se embaraza con palabras, ¿qué hace usted con ello? ¿Quid de la energía psíquica, o del afecto, o de la pulsión?
Como ven, Miller retoma el argumento de André Green para darle a Lacan la oportunidad de decir algo más sobre el asunto con el que le vienen dando leña: que no toma en cuenta los afectos. Y Lacan responde enumerando una serie de lo que llama las pasiones del alma. El término pasiones del alma es un término de la Filosofía. Pueden encontrarlo en Descartes, en Spinoza, en Santo Tomás de Aquino.
¿Por qué Lacan pasa de hablar de las pasiones del ser a referirse a las pasiones del alma? ¿Qué hay en ese pasaje de términos? Es evidente que el punto de vista cambió, y entonces tienen ahí la serie: tristeza, gay savoir o gaya ciencia –que es un saber alegre–, felicidad, beatitud, aburrimiento y mal humor. ¿Qué tiene en común esta serie, aparentemente dispar? ¿Qué lleva a Lacan a reinterpretar la psicopatología en términos de pasión, a llamar cobardía a la depresión? Recordar que las pasiones del ser son las de la falta en ser y articular las pasiones del alma con el objeto a, como lo hace Lacan en «Televisión», puede ser una vía de respuesta.
Por supuesto está también la serie del Seminario de La angustia: angustia, emoción, turbación, embarazo –serie que está organizada en relación con el acto y con la acción–. No es algo traído de los pelos porque pasión es lo opuesto a acción. La pasión no es solo el apasionamiento, la pasión es lo que se padece. De ahí la pasión de Cristo, que no es su entusiasmo, aunque tal vez es su goce. Y de ahí también la referencia a la «pasión del significante», es decir, al efecto del significante, al hecho de que al significante se lo padece. El cuadro del Seminario 10 se ordena según el mayor o menor movimiento, el mayor o menor impedimento. De ahí que Lacan ponga en la serie: la angustia, la inhibición y el acting out.
En otro registro, habría que pensar si no se puede considerar a la culpabilidad como un afecto del superyó. Al menos parecería que es así como lo formula Freud en su texto «Los que delinquen por sentimiento de culpabilidad», y es así como lo retoma Lacan en su tesis sobre Aimée y la paranoia de autopunición.
Hay un fenómeno clínico que resulta especialmente propicio para considerar la articulación entre el cuerpo, el afecto y el saber, que es el fenómeno psicosomático. En efecto, el fenómeno psicosomático parecería ser un caso clínico de la incidencia directa del pensamiento sobre el cuerpo, sin mediación significante. Es lo que hace que tengamos dificultades para interpretarlo porque, a diferencia del síntoma, no pasa por el sentido. Como si el fenómeno psicosomático fuera una articulación entre lo simbólico y lo real del cuerpo sin pasar por la dimensión del sentido a descifrar, lo cual pone particularmente de manifiesto que el afecto no es el sentimiento, y que el cuerpo, aun sin ser el de Joyce, puede estar afectado por el lenguaje sin que la dimensión del inconsciente, en sentido freudiano, esté implicada.
Si les interesa el tema, hay una clase del curso Extimidad, de Jacques-Alain Miller, que está dedicada al fenómeno psicosomático. También hay un testimonio de pase que vale la pena leer para este tema, el de Araceli Fuentes.
Hay un volumen que va a servirnos de guía para la reflexión clínica, que es Variaciones del humor. Se trata de una conversación de las Secciones Clínicas de Francia donde se trabaja el tema del humor, es decir, del afecto. Hay también un texto antiguo de Miller que vale la pena tener a mano, que está publicado en Matemas II: «A propósito de los afectos en la experiencia analítica». Es un texto fundamental para todo esto. Y hay un libro, Los objetos de la pasión, publicado por Tres Haches, donde encontrarán algunas conferencias de Éric Laurent en las que intenta articular las pasiones con el objeto a. El texto de Miller, «A propósito de los afectos en la experiencia analítica», que está en Matemas II, está tomado de las actas de unas jornadas que se hicieron en la ECF en el año 86, me parece. Ahí hay un texto de Éric Laurent donde toma el afecto como signo, no como significante, acorde con la lectura que hace Lacan sobre el afecto en Radiofonía.
Vamos a tener tres textos que oficiarán, al menos para mí, de telón de fondo: la pregunta y la respuesta dos de Radiofonía, la pregunta y la respuesta cuatro de «Televisión», y el Seminario de La angustia. Las referencias clínicas provienen de Variaciones del humor. El texto de Miller y el texto de Laurent, así como todo lo que ustedes vayan encontrando, tendrán su lugar en estas reuniones.
8 de abril de 2016
1- André Green, El discurso viviente: la concepción psicoanalítica del afecto, México, Siglo XXI, 1973.