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Las desgracias del ser

La reunión de hoy estará dividida en dos partes. La primera será destinada al comentario del texto que envió Mercedes Simonovich. Luego nos detendremos en algo que resultó ser una sorpresa fuera de programa. Durante una reunión institucional en la Sede de Ciudad de México de la NEL, en una mañana de trabajo dedicada al texto de Miller «Affectio societatis» (1), escuché una contribución de Fernando Eseverri que está en total sintonía con nuestras reflexiones. Dice Fernando:

Affectio societatis es una expresión en latín que proviene del derecho romano, ¿qué tenemos que ver nosotros con los romanos? La semana pasada estaba pensando eso. Fui al cine y vi ¡Salve César!, una épica romana, como Ben-Hur. La historia se desarrolla en los cincuenta, en la era dorada de Hollywood. El personaje principal, interpretado por Josh Brolin, es un ejecutivo del estudio cuyo trabajo es salvar la reputación de las actrices, mediar entre directores y actores, y, sobre todo, evitar que cualquier escándalo llegue a la prensa. Es alguien que arregla problemas. Pero la cosa se complica cuando el actor principal, interpretado por George Clooney, es secuestrado por un grupo misterioso que se hace llamar el futuro.

La película trata, entre otras cosas, sobre el contraste entre la imagen que Hollywood proyecta y lo que hay detrás. Sobre las ambiciones personales y las grandes causas, y lo fácil que es confundirlas.

Es una comedia. Y lo cómico surge de la comparación con el ideal, y del gasto de energía que podemos reconocer en las paranoias de un tiempo pasado.

Podríamos hacer un paralelo con la Escuela. Porque la Escuela tiene un lado glorioso. Es Lacan contra la IPA (nos encanta esta historia). Miller incluso habla en algún lugar de «la epopeya de Lacan», que es un elogio que se escucha como parodia.

Por supuesto podemos aprender mucho de la lectura que hace Miller de esa historia –porque separa la estructura de todas las anécdotas–. Pero si comparamos los acontecimientos que llevaron a Lacan a fundar su Escuela con nuestros problemas cotidianos y locales, lo que obtenemos –además de una prueba de realidad– es un efecto cómico.

Según Lacan, «todo lo serio cobra sentido de lo cómico». De hecho, lo cómico le parece más serio. Tiene más dignidad porque nos saca de la queja. Ironizar sobre nuestras ambiciones es de por sí terapéutico. Puede persuadirnos de querer algo completamente distinto.

Pienso que hacer una lectura psicoanalítica del grupo debería tener el mismo fin, y la ironía es un poderoso recurso. El gran texto político de Lacan, «Situación del psicoanálisis y formación del psicoanalista» (1956), es una sátira; El banquete de los analistas, de Miller, también. Precisamente por esa razón, creo que no podemos tomar ninguno de estos textos como si fueran un manual, o un plan de acción.

Los chistes no nos dicen qué es lo que tenemos que hacer. Muchos chistes apuntan a una verdad –hacen algo con la verdad–, pero no existen chistes prescriptivos.

En una estación ferroviaria de Galitzia, dos judíos se encuentran en el vagón. «¿Adónde viajas?», pregunta uno. «A Cracovia», es la respuesta. «¡Pero mira qué mentiroso eres! –se encoleriza el otro–. Cuando dices que viajas a Cracovia me quieres hacer creer que viajas a Lemberg. Pero yo sé bien que realmente viajas a Cracovia. ¿Por qué mientes entonces?».

Pocas cosas nos unen más a otros que el humor. Aunque, por supuesto, también puede dividirnos. El chiste es así, lo entiendes o no lo entiendes. Y no hay ningún racismo en eso. No nos reímos de las mismas cosas. Pero cuando sí lo hacemos, es un fenómeno muy particular. Es algo eminente social. Es una práctica en la que existe un acuerdo tácito (puedo hacerte reír). Es un afecto social. Cicerón usaba el término urbanitas en el sentido de ‘cortesía, buen trato y buenos modales’, pero la expresión también abarcaba el estilo, el lenguaje, el gusto, el sentido del humor. Es un aspecto distinto de la psicología de grupo. Con el chiste también se crea una comunidad efímera, pero es una comunidad muy distinta a la que arma el ideal. Pero eso no solo pasa con el chiste, pasa también, por ejemplo, cuando en un evento la gente aplaude. Sabemos que Lacan se inspiró en el objeto transicional de Winnicott para inventar el objeto a. El objeto transicional se incluye en una teoría más amplia de lo que Winnicott llamó «fenómenos transicionales» (el juego, el arte y toda la experiencia cultural). Es un espacio intermedio entre el interior y el exterior. Pienso que lo más valioso de la vida de Escuela transcurre en este espacio (tuvimos ejemplos de esto ayer). Un espacio intermedio entre lo más singular de cada uno y lo más público (los estatutos).

¿Qué sucede cuando la gente no tiene el mismo sentido del humor? Decía Wittgenstein que, cuando la gente no comparte el mismo humor, es como si entre ciertos individuos existiera la costumbre de que una persona arrojara un balón a otra, y se estableciera que la otra persona debiese atraparlo y devolverlo, pero que algunas, en lugar de devolverlo, se lo metiesen en el bolsillo.

Es decir que se necesitan ciertas condiciones. El juego solo es posible en una relación digna de confianza. La pregunta es si podemos preservar este espacio potencial a pesar de nuestras diferencias. Por el momento, no es seguro que así sea. (2)

El chiste

¿Fueron necesarias diez horas de avión para encontrarme con esto? ¿Cuál fue el milagro? ¿Transmisión de pensamiento? No sé. El texto me condujo directamente a Wittgenstein. Me tentó Wittgenstein más que Winnicott. En el aforismo 474, Wittgenstein escribe:

¿Qué sucede cuando la gente no tiene el mismo sentido del humor? No reaccionan correctamente entre sí. Es como si entre ciertos hombres se hubiera vuelto costumbre arrojar a otro una pelota que este debe atrapar y devolver. Por cierto, hay gente que no la devuelve, sino que se la mete en el bolsillo. ¿Qué sucede cuando uno no es capaz de adivinar el gusto del otro? (3)

Y un poco antes, en el aforismo 448, encontramos lo siguiente:

Dos hombres, que juntos celebran, quizás, un chiste. Uno ha usado ciertas palabras, algo desusadas, y ahora los dos rompen a reír o algo por el estilo. Pero para alguien que viniera a nosotros desde otro ambiente, esto resultaría muy extraño en tanto que nosotros lo consideramos muy racional. Hace poco vi esta escena en un autobús y pude planteármela como alguien que no estuviera acostumbrado a ello. Me pareció entonces muy irracional y como las reacciones de un animal que nos fuera completamente extraño. (4)

El chiste requiere la lengua común. Por fuera de este uso compartido del lenguaje, la escena de dos personas riéndose puede resultar incompresible. Además de su texto, Mercedes Simonovich nos hizo llegar un chiste de Tute. Allí, una pareja riega una maceta en la que crece, enorme, un objeto que parece un corazón: rojo, desmesurado, deforme, como un árbol retorcido. El texto reza: «Lo regamos todos los días como recomiendan, pero no sé... está creciendo raro».

¿Cuál es la condición para que esto nos provoque una sonrisa? Que compartamos –y esto constituye una comunidad– un uso del lenguaje. No se trata simplemente de hablar el mismo idioma, se puede entender el sentido de cada una de esas palabras, sin entender el Witz que componen. Es una comunidad mucho más restringida que comparte, ya sea porque lo escuchó, o porque se lo dijeron, la idea de que «a una relación hay que regarla, cuidarla, alimentarla, para que crezca». Sin ese dato compartido que forma parte de los dichos de una comunidad, el chiste es insensato. El chiste se apoya en un sobreentendido que compartimos. No se trata del lenguaje que se estudia en los libros de gramática, no se trata de su sintaxis, de sus reglas. Es un uso del lenguaje que compartimos sin haberlo estudiado, es un lenguaje que sabemos usar y que resuena para nosotros. Hablamos el castellano, pero no jugamos el mismo juego acá que en otros países de habla hispana. Tenemos entonces una primera respuesta a la pregunta por el efecto de afecto colectivo, que me alegró encontrar.

Vayamos ahora al texto de Mercedes Simonovich que tiene por título «Entre demostración y charlatanería: el chiste». Siguiendo al detalle la argumentación de Freud, ella destaca la ganancia de placer que reporta el chiste, y explica bien cómo dicha ganancia proviene del ahorro de un gasto de trabajo psíquico que requiere la represión a la que nos forzaría la crítica del superyó. En lugar de padecer las desgracias del ser que acarrean la arbitrariedad de la palabra y la pérdida del referente, el sujeto se adueña del equívoco, del doble sentido, de la ambigüedad, y los usa a su favor, ahorrándose el gasto que exige la represión –el chiste le gana de mano al inconsciente– y burlando al superyó.

Tengo una hipótesis que les paso, y con esto termino. El primer elemento que tenemos a partir de Wittgenstein es el juego de lenguaje compartido. Eso introduce una dimensión del «para todos». Siempre hay excepciones, pero es una lógica de «para todos». Wittgenstein no reflexiona sobre aquel que no juega el juego sino para demostrar la aceptación tácita de las reglas del uso del lenguaje. Lo que me preguntaba esta mañana era cuál sería, desde la perspectiva del chiste, esa dimensión «para todos» que justificaría su efecto social. La fórmula que nos recordaba Mercedes es «ganancia de placer por ahorro de inhibición». ¿Ganancia de placer respecto de qué? Mi hipótesis –se las leo tal como la escribí hoy a las seis de la mañana, que es una hora muy productiva para mí– es que si buscamos un «para todos» –no para toda la humanidad, pero «para todos» los miembros de un conjunto que puede ser el de los que escuchan el chiste, o el «para todos» de un cartel–, este tiene que estar articulado a un «no cesa». Lo que no cesa de escribirse, es decir, el síntoma, no me sirve para mi hipótesis porque el síntoma es lo más singular, no me sirve para pensar el efecto colectivo. Tengo que pensar entonces en «lo que no cesa de no escribirse». El chiste representaría en este caso una ganancia respecto de lo que no cesa de no escribirse, es decir, sobre la ausencia de la relación sexual. Si sigo mi hipótesis mañanera, el chiste es un ahorro respecto del «no hay», y lo formulo así: es un ahorro respecto de la angustia de castración. Para Wittgenstein, se trata de la lengua compartida. Para Freud, leído desde Lacan con la ayuda de Mercedes, se trata de la ausencia de relación sexual, que es uno de los nombres de la castración para Lacan. Insisto: es un «para todos» dentro de un universo restringido, para todos los que comparten un juego de lenguaje y para todos los que comparten el imposible de la relación sexual, al que el chiste de Tute alude muy bien porque es un chiste sobre el fracaso del amor. Tute siempre nos dice algo, pero en esta ocasión nos dice más de lo que parece, en tanto su chiste está montado sobre el fracaso del amor para velar lo que no anda entre un hombre y una mujer.

El ser del analista

Retomemos las pasiones del ser. Pienso que hay que contextualizar un poco los momentos en los que Lacan utiliza esta expresión: «pasiones del ser». Fundamentalmente son tres: el Seminario 2, «La dirección de la cura…» y el capítulo «La feroz ignorancia de Yavhé» del Seminario 17. Una orientación que no hay que olvidar es que en cada una de estas ocasiones la idea de Lacan es una reflexión sobre la transferencia. Eso requiere que cada vez haya que plantearse la pregunta siguiente: cuando habla de las pasiones del ser, ¿de qué lado de la transferencia las ubica, del lado analizante o del lado analista? En el Seminario 2 y en «La dirección de la cura…», amor, odio e ignorancia están del lado del analizante. Es lo que afecta al analizante en el camino de la realización del ser en la medida en que este es el objetivo de la cura. Pienso que el esquema que Lacan tiene en mente es sencillamente el esquema «Z».

Hay que suponer que la realización del ser es lo que está en el camino del sujeto al Otro y que lo que interfiere es el eje imaginario, donde habría que ubicar las pasiones del ser. De ahí la relación entre las pasiones del ser y la transferencia, transferencia entendida como obstáculo. En la primera época de su enseñanza, Lacan ubica en el eje a – a’ todo lo que corresponde a lo libidinal, y entonces, lógicamente ahí entra el amor, el odio y muchas cosas más. ¿Y la ignorancia? Eso es harina de otro costal.

En el Seminario 15 y en el Seminario 17, las pasiones del ser –amor, odio, ignorancia– ya no están del lado del analizante, sino del lado del analista. Tanto es así que en el Seminario 17 Lacan las aborda a partir de Yavhé, el dios de los judíos, el dios celoso, e inspirándose en la tradición budista, indica que lo que el analista debe hacer es despojarse de estas pasiones: despojarse del amor, despojarse del odio y, nuevamente, la ignorancia sigue una lógica diferente porque no dice «despojarse de la ignorancia», sino que introduce la diferencia entre la ignorancia y la docta ignorancia. En el Seminario 15 esto se presenta por el lado de la neutralidad del analista: «me gusta», «no me gusta», son dos juicios que están vedados al analista.

En el Seminario 17 Lacan habla de purificación: el analista debe purificarse de estas pasiones del ser. A pesar de estar en el eje a – a’ hay que poner el acento en la disimetría radical que hay entre amor y odio, ir contra la idea de la «ambivalencia». El amor, al menos en esta época, siempre está en el registro del velo, de lo que la imagen vela del Otro; mientras que su reflexión sobre el odio va a desembocar en la famosa expresión «pasión lúcida», o sea, una pasión que corre el velo. Destaquemos lo siguiente: cuando estamos en el registro de las pasiones del ser, articuladas cada vez a la transferencia, estamos en el terreno de la relación entre el sujeto y el Otro. Esto, en cambio, no es para nada evidente en «Televisión», donde Lacan habla de las pasiones del alma. El entusiasmo, la manía, la tristeza, son trabajadas en un contexto donde lo que pasa al primer plano es la intersección entre el objeto a y el cuerpo.

Me parece que aquí vale la pena hacer una distinción que me orienta. En un inicio, para Lacan, el recorrido del análisis tiene que ver con el advenimiento del ser. Posteriormente, en «La dirección de la cura…», por ejemplo, no se trata de la realización del ser, sino de la subjetivación de la falta en ser, es decir, de la castración. Lacan no abandona nunca esta perspectiva que llega hasta la inexistencia de la relación sexual –última versión lacaniana de la castración, según demuestra Miller en su último curso–. Pero como con las pasiones del ser estamos en el terreno de la transferencia, las pasiones del ser atañen al Otro y atañen al ser del Otro, al ser del analista.

El odio

Lo que propongo como orientación para abordar las pasiones del ser es simplemente el matema del significante del Otro tachado, S().

El significante del Otro tachado inaugura una clínica que podríamos llamar de la sospecha, y que está en el corazón de la transferencia, más especialmente de la transferencia negativa, a la que Lacan considera la clave de la experiencia inaugural del análisis. Los invito a leer el libro Cuando el Otro es malo, publicado por el ICdeBA, y verán de qué manera Miller da cuenta de esta sospecha, esta desconfianza, esta manera radical de relación entre el sujeto y el Otro, que no es patrimonio exclusivo de la paranoia, sino de la propia estructura del Otro. Él da ahí una serie de razones por las que el Otro es malo.

Me interesa especialmente tomar la siguiente: el Otro es malo por el solo hecho de la existencia de la cadena significante. Por el solo hecho de que haya S1 y S2 nunca se sabrá qué dice el Otro, y, más radicalmente, por qué lo dice. Es la estructura misma del lenguaje la que introduce la equivocidad y, por ende, legitima la sospecha de que en todo enunciado hay gato encerrado, de que lo que me dicen no es lo que me quieren decir. Lo interesante es que la experiencia analítica, donde deliberadamente se desencadenan los poderes de la palabra –el equívoco, el doble sentido, la falta de referente– alimenta por su propia estructura las «desgracias del ser», las potencia. Más allá de la dimensión imaginaria del «o tú o yo» del estadio del espejo, más allá de la sospecha de que el Otro quiere gozar de mí –Miller en ese prólogo distingue los motivos imaginarios, simbólicos y reales de la desconfianza–, él funda en la cadena significante, en lo simbólico mismo, la fuente fundamental de la sospecha en la mala voluntad del otro, que justifica que en los inicios Lacan haya hablado del análisis como de una paranoia dirigida.

El uso calculado de la interpretación reduplica esta propiedad de lo simbólico, y la transferencia se transforma entonces en el terreno propicio para la puesta en acto del velo del amor, para el ejercicio de la pasión de la ignorancia, que podemos definir momentáneamente como un no querer saber, como un rechazo del inconsciente, pero fundamentalmente como el terreno fértil para que brote el odio, que más allá de cualquier benevolencia por parte del analista, por fuera de toda neutralidad, es desencadenado por los poderes de la palabra liberados en la asociación libre y aprovechados en la interpretación.

En cierta medida, esto justifica mi hipótesis de la reunión pasada de que los afectos están en el lugar de lo indecible. No expresan lo indecible porque lo indecible no se expresa por otros medios, permanece como lo imposible de decir, que Lacan escribe con su matema S().

Para mi alegría, en el curso de Miller El banquete de los analistas, en la página 106, encontré este párrafo que les leo. Allí se refiere al insulto, porque fue insultado, lo llamaron el yerno, y entonces explica por qué el yerno es un insulto. De allí pasa a un cuento de Maupassant que se llama El cerdo de Morin; aquí de no es un posesivo, no se trata de que Morin tenga un cerdo, sucede que, para su desventura, siempre se han referido a él como ¡ese cerdo de Morin! Luego Miller toma el «¡Marrana!», insulto con el que Lacan nos familiarizó en su escrito sobre la psicosis, y en el marco de esta reflexión sobre el insulto dice:

En realidad, la fórmula del insulto aparece cuando, en el desfallecimiento del Otro como lugar del significante (A), emerge el ser del sujeto como a –objeto pequeño a– y entonces surge, del fondo de lalengua, un significante que intenta atrapar, precisamente, el momento de lo indecible. Por eso, este epíteto, epíteto fosilizado apunta a decir lo propio de un sujeto, y por eso, el odio es uno de los caminos del ser.

El trabajo de la transferencia

La transferencia no se instala sin la expectativa, a veces consciente, de encontrar en el analista al Otro, ya sea para atrapar algo de su saber expuesto, como para interrogar su saber supuesto. En todos los casos hay algo del ser del Otro que me interesa. La transferencia significa que el Otro tiene algo que a mí me interesa. Y por el hecho de que el Otro tiene lo que a mí me interesa, la transferencia es el terreno propicio para un abanico de afectos: amor, odio, envidia, celos, etc.

Continúo comentando la cita de El banquete… Si en un primer momento el Otro se imagina como el que detenta lo que me falta, hay un segundo tiempo que es el desfallecimiento del Otro: «El insulto aparece cuando en el desfallecimiento del Otro como lugar del significante (A) emerge el ser del sujeto como a y entonces del fondo de lalengua surge un significante que intenta nombrar, precisamente, eso que en el Otro no tiene nombre». Es, por ejemplo, el Hombre de las Ratas, cuando de niño y, a falta de palabras para manifestar su odio al padre, vocifera «repasador, servilleta, lámpara». El sujeto entra en la experiencia como falta en ser, $ –y cuando esto no está presente procuramos obtenerlo–, mientras que el analista entra como ‘ser’. Años más tarde, cuando Lacan presente su «Proposición», va a decir que el lugar del analista en el final de análisis es el «de-ser», el analista pierde el ‘ser’ que la transferencia le supuso, y entonces se revela el estatuto del Otro como «deser», y la falta-en-ser que estaba del lado del analizante desemboca, precisamente, en la destitución subjetiva: la indeterminación del sujeto, siempre perdido entre S1 y S2, da lugar a un deseo decidido, incluso a una voluntad de goce.

Debido a que el insulto es un intento de nombrar lo que no tiene nombre se insulta tanto a la mujer. Es un ser destinado al insulto porque no hay un significante que la nombre. Y en la medida en que no hay significante que la nombre propiamente, se la nombra de todas las maneras que conocemos. A veces no basta el insulto, y hace falta el golpe. Lo innombrable, cuando está del lado del sujeto, es un capítulo del final de análisis. En cambio, lo innombrable del Otro es un capítulo de la transferencia. Incluso se puede pensar que el trabajo de la transferencia es el trabajo del analizante tanto para apropiarse del objeto que supuestamente anida en el campo del Otro, o sea, tomarse el trabajo de hacerse amar para apropiarse de eso que supone que alberga el Otro, como para destruir, para acabar con ese objeto que está en el Otro. Amar u odiar son dos maneras con las cuales se puede entender el trabajo que sostiene la práctica analizante. Y entonces cuando decimos «la transferencia como motor u obstáculo» no es tan seguro que el motor sea solamente el Sujeto Supuesto Saber y que el analizante esté animado por un deseo de saber que, por otra parte, es inexistente. Cuando hablamos de la transferencia como motor no hay que olvidar este aspecto del trabajo, el motor que implica atrapar o aplastar «eso» que el Otro tiene, lo que requiere un gasto, un gran gasto libidinal.

En una época, en la época del «pase perfecto», Miller insinuaba que tal vez el deseo de saber fuera algo que advenía al final de análisis, que tal vez ese era uno de los nombres del deseo del analista. Pero el inicio y el transcurso del análisis no tienen que ver con el deseo de saber, en buena medida tienen que ver con el deseo de borrar el significante de la falta en el Otro. El odio y el amor cumplen esa función.

10 de junio de 2016

1- Jaques-Alain Miller, «Affectio societatis», en Elucidación de Lacan, Buenos Aires, EOL-Paidós, 1998, p. 554.

2- Fernando Eseverri, «Del affectio societatis o de cómo no hacer como los romanos», en Glifos. Revista de la Orientación Lacaniana de la Ciudad de México, núm. 2 (2016).

3- Ludwig Wittgenstein, Aforismos, cultura y valor, Madrid, Espasa Calpe, 1995, p. 142.

4- Ibid., p. 149.

Pasiones lacanianas

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