Читать книгу Facundo de Zuviría - Patricio Colombo Murúa - Страница 10
CAPÍTULO I El hogar paterno
ОглавлениеJosé Facundo de Zuviría nació en Salta el 26 de noviembre de 1794 (3) —según consta en su partida de nacimiento. Su padre fue el coronel navarro Agustín Zuviría Marticorena (4) «cuya belleza física fue célebre». Se afirma que «jugando en la barra cierto día con el que fue enseguida Fernando VII, mostró tal fuerza, que el príncipe, encantado y aficionado que era a aquel ejercicio, lo hizo noble. Vino de capitán a América, alcanzando en la carrera el grado de teniente coronel». Su madre fue doña Feliciana Castellanos de la Cerda y Plazaola Saravia, distinguida dama salteña conocida por su gran piedad religiosa y por provenir de un antiguo linaje castellano vinculado estrechamente a la selecta y reducida aristocracia virreinal.
Desde su más tierna infancia, Facundo dio claras muestras de ser poseedor de una especial singularidad. Pasado un período de tiempo que excedía generosamente los términos normales para la adquisición del lenguaje hablado, el pequeño no lograba articular una sola palabra.
La familia, expectante, por un lapso prolongado no tuvo el simple y habitual placer de escuchar los balbuceos preparatorios, ni los habituales sonidos onomatopéyicos que emiten los niños pequeños y que suelen encantar a padres y parientes. A su madre le fue negado el simple deleite de oír el balbuceo de sus primeras palabras, ocasión en la que habría podido conocer el timbre de la voz del pequeño Facundo.
Ella, hondamente preocupada, había consultado este extraño caso con el médico de cabecera de la familia, con los más reconocidos pedagogos del medio y finalmente con su hermano —a la vez padrino de Facundo— que era un sabio sacerdote.
Pero en aquellos tiempos y en la muy noble y leal ciudad de Salta, efectivamente, no había nadie que pudiese ayudarla a identificar la etiología del mal evanescente que parecía afectar a su amado hijo y menos quien pudiese prescribir un tratamiento para lograr la remisión de su enigmática enfermedad.
Después de estos tenaces pero frustrados intentos de esclarecer y remover este morbo, ella finalmente hizo su propio diagnóstico y decidió que se trataba de un impedimento espiritual. Era una rémora que podía ser curada por un remedio que los místicos consideraban infalible para solucionar los problemas del alma: la oración.
Terminada la ronda de consultas, doña Feliciana fue a la Catedral de Salta y arrodillada a los pies de la imagen del Señor del Milagro, formuló ante el Cristo crucificado una promesa solemne que incluía, además de las consabidas oraciones y misas a su cargo, una contrapartida que debía cumplir el niño mudo. En efecto, debía vestir el severo hábito franciscano hasta que, merced a la solicitada intercesión divina, el niño saliese de su estado contemplativo y le fuese concedido el don de la palabra.
Los temores de doña Feliciana se desvanecieron con el transcurso del tiempo; cuando el pequeño cumplió los siete años de edad, comenzó de pronto a hablar correctamente y con un dominio del lenguaje que resultó sorprendente para su edad. A partir de entonces, este niño peculiar, convertido luego en un brillante adolescente, se volverá paulatina y progresivamente un desenvuelto e infatigable conversador.
En la etapa de su escolaridad desarrollará sus capacidades de expresión oral hasta convertirse en un ameno interlocutor y luego en uno de los oradores más destacados de su generación. Años después, Benjamín Villafañe —toda una celebridad de su tiempo— lo recordará en una carta que le remite a Félix Frías —en los tiempos que este compartía con don Facundo el doloroso exilio político en Bolivia. Villafañe escribe: «He tratado al Sr. Zuviría; es un hombre que habla mucho; es como yo me lo había imaginado y como Ud. me lo pintó en una de sus cartas».