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I DESDE LAS PUERTAS DE HIERRO

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Ahí estaba de nuevo el Danubio, en Orşova. En ese punto tenía una anchura de casi mil seiscientos metros, pero inmediatamente al oeste pasaba bullendo y arremolinándose por el estrecho desfiladero del Kazán —la Caldera—, que no llega a los ciento cincuenta metros de lado a lado. Desde que dejaba atrás Budapest, este insaciable río se iba dando un buen atracón con las aguas del Sava, el Drava, el Tisza, el Maros y el Morava, amén de una veintena de afluentes menos conocidos. Poco después de Orşova, la pequeña isla de Ada Kaleh, justo en el centro del río, partía en dos la corriente. Empenachada de chopos y moreras, la línea de los tejados de madera quedaba súbitamente interrumpida por una cúpula chata y un minarete, y por las callejas deambulaban curiosas figuras que llevaban ropa turca, pues étnicamente la isla seguía siendo turca, el único fragmento en toda Europa Central, fuera de las fronteras actuales de Turquía, de ese inmenso imperio al que se impidió el avance y se forzó la retirada a las puertas de Viena. Los montes bajos de pendiente pronunciada que forman la otra ribera ya eran Yugoslavia.

A la mañana siguiente encontré una carta de Budapest esperándome en la poste restante1 (desde el momento mismo en que nos dijimos adiós en la estación de ferrocarril de Deva, había estado escribiendo cartas, que luego echaba todas a mogollón en buzones postales con pinta de ofrecer pocas esperanzas al remitente) y me subí al trasbordador del Danubio presa de una gran agitación. Zarpamos bajo una trémula bandada de vencejos que pasó volando como flechas. Pronto las montañas de cada flanco se transformaron en sendos precipicios verticales, que avanzaban el uno hacia el otro formando el cañón serpenteante de las Puertas de Hierro. El río de súbito creció y borboteó en señal de protesta. El eco de nuestra sirena resonaba por la impresionante calzada elevada. Al cabo de unos cuantos kilómetros, las montañas se retiraron y el Danubio se abrió hasta alcanzar su anchura normal. En la orilla rumana, pasada la gran ciudad de Turnu Severin —la Torre de Severo, donde el emperador se impuso a los cuados y a los marcomanos—, la lisa llanura de Oltenia, a menudo bordeada de carrizales y de tristes humedales de aspecto palúdico, se extendía monótona. Las ondulantes montañas serbias de la orilla derecha eran las estribaciones de la gran cordillera de los Balcanes. El río trazaba amplios meandros alrededor de los cabos de tierra serbios. De repente, las montañas habían dejado de ser Yugoslavia y se habían convertido en Bulgaria. De vez en cuando nos abríamos paso entre enormes almadías de troncos cortados o adelantábamos oscuras procesiones de gabarras de un kilómetro de largo. En Orşova, al ver que me sellaban el pasaporte con fecha 14 de agosto, me di cuenta, momentáneamente conmocionado y a continuación feliz, de que me había entretenido en Transilvania bastante más de tres meses. Y acertadamente, pensé, mientras releía por décima vez la carta de esa mañana.

Me distrajeron de estas cavilaciones las murallas y torres de la orilla meridional, pertenecientes a la antigua ciudad fortificada de Vidin. Chiquillos vociferantes abarrotaban el embarcadero, vendiendo sandías. Escogí una y entonces, alicaído, tuve que devolverla, pues solo llevaba dos billetes en libras inglesas en el bolsillo y un puñado de lei rumanos. Otra pasajera, una chica alta de cabellos rubios lisos, que en ese momento me di cuenta de que era inglesa, me ofreció unos cuantos de sus leva búlgaros, así que pudimos cortar en sanguinolentas rodajas sembradas de pepitas negras la gran pelota verde de fútbol y nos la comimos entre los dos.

Después de todos estos meses resultaba extraño, y bastante emocionante, estar conversando con una persona inglesa. Se llamaba Rachel Floyd y pasó a ser una compañía muy preciada. Se dirigía a visitar a la esposa del cónsul británico en Sofía, que era antigua amiga suya de la Universidad de Oxford. Nos contamos cosas de nuestras vidas, entre bocados frescos y chorreantes, y cuando esa tarde desembarcamos en Lom Palanka acordamos que iría a verla cuando llegase a la capital. Partió de allí en tren y yo empecé a deambular por mi primera ciudad búlgara.

Por toda Europa Central desde el nevado Rin, por toda Baviera y Austria, por los viejos reinos de Bohemia y Hungría e incluso en los confines boscosos de la principado de Transilvania, flotaban en el ambiente el aura del desaparecido Sacro Imperio Romano y del reino de Carlomagno y los misterios de la cristiandad de Occidente. La supremacía turca en las regiones orientales había terminado hacía mucho tiempo, y de ella quedaban escasos vestigios. Pero aquí, en la orilla meridional del Danubio, rondaba por las montañas el fantasma de una soberanía diferente. Hacía tan poco tiempo que Bulgaria se había librado del yugo de Turquía que no parecía tanto la esquina más sudoriental de Europa como el límite más noroccidental de un mundo que se extendía hasta los montes Tauro, los desiertos de Arabia y las estepas de Asia. Eso era Oriente, y había por todas partes elevada concentración y abundancia de vestigios de las recientes centurias vividas bajo la Turquía otomana; abundantes también eran las pruebas del recio reino eslavobizantino que los turcos habían hundido. Estos diversos elementos dejaban su rastro por doquier: en las cúpulas y los minaretes; en el olor ahumado de los kebabs asándose en espetones; en las casas de madera en saliente y en la filiación bizantina de las iglesias; en los sombreros negros cilíndricos; en los hábitos largos, sueltos; en los cabellos y las barbas largas de los sacerdotes, y en el alfabeto cirílico de los escaparates de los comercios, que causaba la fugaz impresión de hallarse uno en Rusia. Incluso los propios búlgaros, fornidos, de rasgos redondeados, macizos, hacían pensar en un pasado más remoto aún, en el hábitat silvestre allende el Volga del cual habían migrado siglos atrás en horda asiática para establecerse aquí. Toscos y rudos, herrados y enfajados con el mismo calzado de piel de vacuno que los rumanos, andaban por el polvoriento empedrado como osos. Para vestir usaban un tejido grueso y basto de confección casera, en algunos casos de color azul oscuro, pero más a menudo de color marrón, adornado aquí y allá con la tiesa floritura de un bordado negro; grandes pantalones holgados, chalecos cruzados, una chaqueta corta y la cintura envuelta en gruesas fajas escarlatas de treinta centímetros de ancho en las que a veces iba un cuchillo metido. Iban tocados con kalpaks chatos como los de los cosacos, de astracán marrón o negro.

Bajo el emparrado del restaurante en el que me senté a comer, en la placita del pueblo, donde degusté un guiso bastante sabroso y graso de carne de cordero con patatas, tomate, pimiento rojo, calabacín y ají turco, que servían con cucharón de unos peroles gigantes de bronce, reparé en que uno o dos de los hombres jóvenes de la mesa de al lado llevaban la uña del dedo meñique larga, casi tanto como la de los mandarines, símbolo de su emancipación del arado. Tres viejos con bigotes blancos y mocasines fumaban en silencio, dando caladas con las boquillas de ámbar de sus narguiles mientras jugueteaban con indolencia con ristras de cuentas de ámbar, haciendo que las bolas cayesen una sobre otra con un ruidito que arrullaba, como si estuviesen contando sus pausadas meditaciones. Un grupo de oficiales, con guerreras blancas abotonadas desde debajo de la oreja izquierda al estilo ruso, con tiesas charreteras doradas, gorras rusas negras con la cinta roja y visera corta, y unas botas de caña flexible y espuelas altas, conversaban y fumaban sentados o paseaban bajo los árboles con el brazo flexionado para apoyar en el hueco la empuñadura de sus sables envainados en sus fundas de acero. Ni una mujer. Unos perros reñían por una quijada de oveja. Una hilera de cabezas ovinas despellejadas miraba lastimera desde un estante en el exterior de una carnicería; hígados, pulmones y reses decapitadas chorreaban sangre, y de unos ganchos colgaban entrañas formando una siniestra guirnalda. La radio emitía enardecedoras marchas militares, entre las que se intercalaba el enigmático lamento de las canciones cantadas en la tonalidad menor propia de los cánticos orientales. La fragancia de los jazmines lo inundaba todo. Se oían los zumbidos de los mosquitos.

Era un momento solemne. Me percaté de que todo había cambiado.

El camino continuaba hacia el sur entre una sucesión de montes y llanos danubianos, siempre con su copete boscoso. Aquí y allá se extendía la mancha verde de una zona pantanosa y la carretera aparecía empenachada de álamos negros. Crucemos con botas de siete leguas esta región ribereña y subamos hasta la gran cordillera de los Balcanes. Esta inmensa manga montañosa —la Stara Planina, es decir, la Vieja Montaña, como se llama en Bulgaria— trepa, se enrosca y avanza limpiamente por todo el norte de Bulgaria desde Serbia hasta el mar Negro, formando una gran barrera de color aleonado de convexidades redondeadas, majestuosas, con escasos picos o simas: extensiones montañosas abiertas, etéreas, y redondeces que van alzándose más y más entre valles y cuencas enormes que parecen aguamaniles, en los que uno puede ver la carretera blanca desenrollarse poco a poco a lo largo de kilómetros y serpentear entre bosquecillos y lomas, y pasar junto a rebaños diseminados hasta desaparecer tras la ladera caqui más lejana. De vez en cuando alcanzaba alguna caravana larga de burros y mulas (en el sudeste, hacia Haskovo, los camellos ocupaban su lugar) o alguna fila de carretas. Las más livianas iban tiradas por caballos, bestias duras de pequeño tamaño, y jamelgos desgarbados con los ijares huecos; y las más pesadas, cargadas de madera cortada, eran tiradas por búfalos negros que avanzaban pesadamente, bamboleándose, con sus pesados yugos, moviendo sus ojos a un lado y otro y entrechocando la cornamenta rugosa, semejante a un mostacho, contra la de sus compañeros de yugada. Las sillas de montar, de madera, que se montaban a mujeriegas, dejando colgar los mocasines de la punta de los pies, parecían tan inmanejables como las houdahs para montar en elefante. La mercancía principal era sandías e inmensas canastadas de tomates, pepinos y todas las hortalizas que dan fama a los búlgaros a lo largo y ancho de los Balcanes. Cada pueblo estaba rodeado de bancales de hortalizas, y para el riego se dosificaba hasta la última gota de agua mediante acueductos en miniatura hechos con troncos vaciados. ¿De dónde era yo?, me preguntaban los hombres de manos encallecidas y sombreros de piel. «Ot kadè? Ot Europa? Da, da», de Europa. «Nemski?». No, alemán no: «Anglitchanin». Muchos ponían cara de no saber muy bien por dónde caía Inglaterra. Y yo ¿qué era? ¿Un voinik, soldado? ¿O un estudiante? ¿Un spion quizá? Yo a mi vez me cobraba el interrogatorio sacándoles con ayuda de gestos un léxico elemental: pan, chlab; agua, voda; vino, vino; caballo, kon; gato, kotka; perro, kuche; queso de cabra, siriné; pepino, krastavitza; iglesia, tzerkva. Con estos tomas y dacas nos pasábamos kilómetros enteros.

La primera noche dormí cerca de un granero y las dos siguientes en las pequeñas poblaciones de Ferdinand y Berkovitza; dos noches en que las alimañas no me dejaron en paz. La cuarta noche habíamos coronado la última y la más alta de las divisorias de cuencas fluviales y nos unimos a una caravana que se dirigía a Sofía, bajo la copa de un plátano, al pie del cual había una vieja fuente turca. El agua del manantial caía a borbotones en su abrevadero desde un caño inserto entre losas cubiertas de desportilladas espirales caligráficas de caracteres arábigos que ya nadie sabía leer. Honraban, se decía, la memoria de un pachá muerto hacía mucho tiempo. Un grupo de pastores se sumó a nosotros junto a las hogueras, y, mientras el vino pasaba de mano en mano en una redoma redonda de madera atada con su cuerda, uno de aquellos hombres greñudos tocó una flauta de madera de casi un metro de largo, un kaval, y otro, una gaita, gaida. Esta consistía en un odre de piel de cordero que se inflaba a través de un soplete de madera, mientras que el puntero era un cuerno de vaca recubierto de una piel, en el que los orificios se habían perforado con un punzón metálico al rojo. Su canción predilecta era un canto dedicado a Hadji Dimitar de Sliven, un jefe de guerrilla que había luchado contra el turco en los desfiladeros del paso balcánico de Shipka. Las figuras sentadas con las piernas cruzadas, con su calzado con las puntas vueltas hacia arriba, los cincuenta gorros de borrego, los rostros de huesos anchos iluminados por las llamas, las fajas, los animales —que cambiaban el peso cada tanto de unas patas a otras—, el sonido ocasional del cencerro de una oveja o de una cabra y el tenue destello de infinidad de estrellas hacían pensar en regiones mucho más al este que Europa, como si nuestro destino pudiera ser Samarcanda, Jorasán, Taskent o Karakórum.

Llegué a Sofía al día siguiente y atravesé un mar de chabolas gitanas hechas con tablones viejos y bidones de gasolina, y a continuación un mercado lleno de enormes balanzas de latón, en el que, por el barullo de relinchos y balidos, daba la impresión de que hubiesen reunido allí todas las bestias del oeste de Bulgaria. Pasé por delante de la gran cúpula, de las numerosas cúpulas más pequeñas de metal y del alto minarete de una elegante mezquita, y, paseando bajo el entramado de los cables del tranvía, llegué al centro de la capital.

Instalarse de forma permanente allí podría suscitar un gemido de consternación, pero el aspecto y la atmósfera de la pequeña capital resultan bastante cautivadores. Reina aquí el ambiente liviano, displicente, de una población de altiplano, y por encima de todo lo demás se eleva la brillante pirámide del monte Vitosha, que devuelve la luz del sol desde sus múltiples caras y que constituye un elemento tan noble y tan ineludible como el Fujiyama. Luego estaba el palacio del zar Borís,2 con el león rampante de Bulgaria ondeando desde el asta de la bandera, y después la Sobranie, la sede del Parlamento, un teatro nacional enorme, jardines, árboles y una pequeña población de estatuas de héroes búlgaros; a continuación, presidiendo la ancha avenida arbolada del bulevar Zar Ozvoboditel, el eje de la ciudad, la figura ecuestre del emperador Alejandro II de Rusia,3 el mismísimo zar libertador; y, pasada la avenida, la cúpula dorada y las columnas de estuco pintado de la catedral de Alexander Nevski. A su alrededor, resucitados de su siesta en el frescor de la tarde, todos los habitantes de la ciudad paseaban despacio, formando esa marea ritual que sube y baja cada atardecer en todas las ciudades europeas entre el este de Budapest y el sur de Vizcaya. En los cafés, tomándose más de uno y dos dedales de café turco, la intelectualidad oraba pasando sus cuentas de ámbar al tiempo que debatía sobre el editorial del Utro. Detrás de ellos, la calle enfilaba recta como una bala en dirección a una altiplanicie leonina, salpicada de villorrios de shopis, de quienes se dice que son descendientes de los pechenegos, aquella horda bárbara atroz llegada de más allá de los Urales que se dedicó a saquear y a perpetrar matanzas durante siglos a lo largo y ancho de los territorios fronterizos del Imperio Romano de Oriente y que finalmente acabó estableciéndose aquí, donde se enmendó.

Gracias a Rachel Floyd, la compatriota y socia de sandía que había conocido en el trasbordador del Danubio, al día siguiente me rescataron del cuchitril en el que me había hospedado cerca del mercado el cónsul inglés y su esposa, Boyd y Judith Tollinton, quienes tuvieron la amabilidad de alojarme en su casa. Fueron días de felicidad y lujos. Se me hacía raro estar entre ingleses y hablando inglés de nuevo, tan raro como estar rodeado de extranjeros después de una prolongada estancia en Inglaterra, e igual de estimulante. Cuán agradable resultaba conocer todo lo relativo a Bulgaria por boca de mi amable y competente anfitrión, exalumno de la Rugby School, o levantarme del desayuno, taza de Earl Grey en mano, para ver a la Guardia Real haciendo su paso de la oca por el bulevar del Zar Ozvoboditel. Los baños sin restricciones, la ropa de cama limpia, el descomunal mayordomo ruso, la terraza, los libros, las vistas panorámicas de la ciudad hasta las imponentes laderas del Vitosha, todo parecía maravilloso. Lo mejor de todo: la Encyclopaedia Britannica; me abalancé sobre ella como una pantera. ¡Era un milagro que aparecieran ese tipo de cosas después de una vida primitiva! El Congreso de Estudios Bizantinos se reunía en Sofía ese otoño. Era delicioso escuchar la plática cargada de erudición y malas pulgas del profesor Whittemore,4 que destilaba la esencia misma del Boston jamesiano recubriendo con ella los mosaicos de Santa Sofía. También estaban presentes, elegantes y sofisticados, con sus zapatos de ante, sus impecables trajes tropicales de chaqueta blancos, todo elegancia y finura, decorosamente tocados con sendos panamás, Roger Hinks5 y Steven Runciman,6 tan amable el uno, con sus salvedades, sus reservas y sus amenos prejuicios regionales; tan agradablemente felino el otro. La mayoría de sus libros estaban aún por escribir, excepto, creo, A History of the First Bulgarian Empire de Runciman. Volveríamos a encontrarnos en numerosas ocasiones muchos años después. Es curioso lo nítidamente que quedan grabadas en el recuerdo las primeras impresiones. Sin embargo, solo conservo detalles de una extraña velada hasta altas horas en un café, como vista a través de un cristal ahumado.

Me arranqué a mí mismo de los placeres de esta capital durante unos días para adentrarme por las estribaciones y los valles de las laderas orientales del Vitosha, y pasé la noche en la American School de Simeonovo: un centro educativo muy grande, limpio y aireado, dotado de una buena biblioteca y, pese a ser período vacacional, habitado por un joven grupo de amables estudiantes que parecían estar trabajando en sus respectivas tesis. Al día siguiente me dirigí a Dolni Pasarel, al otro lado de la montaña, adonde llegué al anochecer, y me alojé con un simpático campesino que conocí en la kretchma, la destartalada taberna en mitad del pueblo en la que un puñado de aldeanos bebía slivo, un licor de ciruela capaz de resucitar a un muerto. Fuimos a su casa dando tumbos y su mujer nos preparó una mezcla de hierbas, patatas y pepinos tempranos, cocinada sobre un fuego de espino, y que luego comimos todos del mismo plato —él, ella, sus hijos y yo—, metiendo las cucharas por turnos, sentados con las piernas cruzadas en la alfombra, alrededor de una mesa baja redonda, y que completamos con unas estupendas rebanadas de un pan negro excelente con queso blanco de cabra. Su mujer lucía unas largas trenzas rubias, con los extremos unidos, que asomaban por debajo de la pañoleta con que se tapaba la cabeza. Vestía un mandil de rayas multicolores y un corpiño rojo y azul de escote bajo y redondo, como los chalecos de esmoquin de antes, adornado con múltiples tiras de galón. Le llegaba hasta los codos, donde, de unas anchas cenefas de galón, salían unos volantes de encaje plisado de varios centímetros de largo, gastados y raídos pero bonitos de todos modos y fuera de lo común. Los cinco nos tendimos sobre unas jarapas tejidas en zigzag y de colores morado, amarillo, rojo escarlata y verde, repartidos a lo largo del poyo que recorría toda la pared; todos vestidos de pies a cabeza y, salvo yo, con calzado de cuero, tela o mocasines. Poco después, una vez nos hubimos deseado leak nosht [buenas noches], los ronquidos y la oscuridad se impusieron, si no contamos dos candiles que titilaban uno delante de un icono rinconero de la Santísima Virgen y otro delante de san Simeón. Yo salí al patio en plena noche y di un traspié a causa de una cosa blanda y enorme; al encender una cerilla vi el ojo acusador de un búfalo yacente.

Nos levantamos antes del amanecer con el primer rebuzno de asno, y nos echamos al coleto un café turco acompañado de un trago abrasador de slivo, pan y queso blanco. Mirko se negó a aceptar pago alguno, echando la cabeza hacia atrás y chasqueando la lengua para producir esa curiosa forma de negación que se estila en los Balcanes y por todo el Levante. Partí, no sin antes desearnos felicidad mutuamente. Esta generosa hospitalidad para con cualquiera que se encuentre uno en el camino es algo que se da en toda la región de los Balcanes y que alcanza sus más altas cotas en Grecia. Noches similares a aquella salpicaron el resto de mi itinerario por Bulgaria. A ese día le siguió una velada prácticamente calcada a la anterior esa misma noche, en la pequeña población de Samokov, después de una larga caminata a lo largo de un valle fluvial en el que los montes eran cada vez más empinados, con la imponente vista de una abrupta cordillera montañosa justo delante: la Rila Planina.

Al día siguiente anduve entre esos montes. No se trataba de una inmensa barrera redondeada como la gran cordillera de los Balcanes, sino de una sierra en zigzag y muy escarpada que serpenteaba formando sombríos valles, cubierta con una negra capa de abetos y pinos, y, por encima de ella, tras arduas horas de escalada, vi que eran los contrafuertes de una masa de cordilleras que se multiplicaba hacia el sur de manera caótica. Alcanzaban su cénit a una legua o dos al este de mi senda, en la alta hoja de cuchilla que era el pico del Musala y hacia el oeste en un pico menor llamado, creo, Rupite, aunque en vano he tratado de encontrarlo en los mapas. Este macizo constituye la curva noroccidental de las montañas Ródope. Recorren de sur a este toda la frontera meridional del país, y la divisoria forma la línea fronteriza entre Bulgaria y Grecia; más allá se funde con la Turquía europea.

Después de superar la divisoria más cercana, entré en una región elevada rodeada de riscos. Nuevamente me hallaba en el territorio del lobo y del oso, y las águilas surcaban el cielo de cañón en cañón sin mover las alas. Aún se veían aquí y allá, en el socaire umbrío de increíbles cuernos de roca, algunos restos de nieve desvaída. Lo demás era una abrasadora extensión de tolmos y de torrenteras secas que en invierno deben transformarse en un aluvión enmarañado. Unos árboles muertos, blanqueados por el sol, semejaban los huesos desmembrados de unas bestias prehistóricas. A una pisada mía una larga culebra salió disparada como un fogonazo a cobijarse en una mata de tomillo. Durante toda la tarde el valle fue descendiendo de saliente en saliente formando una escalinata gigantesca. El sonido de un desprendimiento en miniatura hacía eco y reverberaba de pared rocosa en pared rocosa durante muchos segundos, menguando al ir perdiéndose por la quebrada hasta desaparecer del todo y sumirse en un silencio ecuménico. Las coníferas dieron paso a árboles caducifolios de generosa sombra. En sus senos de roca, una debajo de la otra, dos lagunas circulares reflejaban el límpido azul del cielo. Los rebaños con su cencerreo se perdían de vista a lo lejos, un sendero empezó a cobrar forma y el impacto del hacha de un leñador indicó que la civilización estaba cerca.

Un recodo del valle y una perspectiva ribeteada de follaje, a través de un claro, dejaron a la vista mi lugar de destino. Era una edificación parecida a una fortaleza, casi una pequeña ciudad fortificada, inserta entre capas de hayedos y pinares. La muralla oriental se fundía con el desfiladero, y los cinco altos muros y las techumbres de tejas formaban un pentágono asimétrico alrededor del profundo pozo de un patio, rodeado de una multitud de hileras superpuestas de una galería formada por unas esbeltas columnas que la elevaban sobre unos soportales de arcos de medio punto. En el centro de este patio la majestuosa cúpula de metal de una iglesia, apoyada en un tambor con ventanas como aspilleras, flotaba por encima de un sinfín de cupulitas satélites, refulgentes todas ellas y tocadas por una leve sombra bajo el sol que brillaba en el oeste. Los rayos del sol arrancaban destellos a la filigrana de la cruz más alta y extendían la sombra de un tejo por el suelo enlosado encerrado entre los muros. Mientras yo descendía desde las alturas reservadas a los halcones, los parches dorados de luz del interior de las murallas se redujeron y se apagaron y las sombras se acumularon en el interior del pozo que formaban esas murallas. De pronto se oyó una retreta metálica que salía del recinto amurallado, como si un herrero musical estuviese labrando una cadencia con su yunque. El tempo fue pasando gradualmente a un ritmo cada vez más brioso, y, cuando llegué al oscuro arco de la barbacana, los muros retumbaban. El estruendo cesó abruptamente y dejó impregnado el crepúsculo de reverberación. Un monje ataviado con un hábito negro colocó en su sitio su maza de llamada, encima de una lámina de metal semejante a un gong que pendía de un arco del claustro. Otros monjes, tocados con sendos sombreros con forma de chistera desde los que colgaba un velo negro, se dirigían al interior de la iglesia, la cual se había llenado ya con una multitud de feligreses laicos vestidos con todos los ropajes típicos del norte de Macedonia, convocados allá por el martilleo desde el bosque bajo cuyos árboles estaban acampados. A veces estos roncos gongs o semantra (klapka en búlgaro, creo) son sustituidos por unas vigas largas de madera. Hacen las veces de las campanas en la mayoría de los monasterios ortodoxos, como en esa ocasión para la festividad de Sveti Ivan Rilski.

En la hagiografía búlgara, san Juan de Rila solo se ve superado en devoción por los santos Cirilo y Metodio, inventores del alfabeto cirílico, y por san Simeón. El gran monasterio que fundó cerca de su ermita en estas apartadas montañas es, en cierto sentido, el centro religioso más importante del reino. La iglesia, pasto de las llamas una y otra vez en el turbulento pasado de Bulgaria, fue reconstruida el siglo pasado. La mala calidad de los frescos que cubrían hasta el último centímetro de la cara interior de los muros y la proliferación desacomplejada del iconostasio quedaban mitigadas por la luz de las candelas. La liturgia eslava de las vísperas, coreada con voz atronadora por una veintena de monjes de barba larga vestidos de negro de la cabeza a los pies, todos ocupando sus asientos en el coro, reclinados en ellos o erguidos, sonaba de maravilla. Duró horas. Después, recibiendo un caritativo trato especial por ser forastero, me cedieron una celdita para mí solo, y eso que el monasterio estaba tan lleno que había aldeanos durmiendo al raso con sus fardos, repartidos por todo el patio y al pie de los árboles. Al día siguiente llegaron muchos más, y el interior de la iglesia quedó prácticamente colapsado con la devota multitud. Había un arzobispo y varios obispos y archimandritas junto al abad y su séquito. Oficiaron la liturgia ataviados con capas pluviales tiesas y brillantes como alas de escarabajo, y los clérigos de rango superior, tocados con mitras doradas globulares del tamaño de una calabaza ornadas con piedras preciosas que lanzaban destellos, se apoyaban en báculos rematados con una pareja de serpientes enroscadas. Ejecutaban el rito y salmodiaban envueltos en aromáticas nubes de humo atravesadas en diagonal por los rayos de sol. Cuando todo hubo terminado, un compacto cocodrilo de devotos fue avanzando por el templo sin hacer ruido para besar el icono de san Iván y su taumatúrgica mano, negra ahora como una raíz de brezo, dentro de su enjoyado relicario.

El resto del día los peregrinos celebraron su romería en el claro que se extendía frente al monasterio. En el centro, un infatigable corro bailaba la hora al son de un violín, un laúd, una cítara y un clarinete, tocados con mucha habilidad por unos gitanos. Otro había llevado a su propio oso; la bestia danzaba sin ninguna gracia un baile de marineros, palmoteaba con sus zarpas y tocaba la pandereta siguiendo el compás del tambor de su amo. Más percusión, esta similar a la de unas castañuelas, era la que producía un albanés itinerante al hacer entrechocar las tazas de latón en las que iba sirviendo el boza,7 bebida parecida al kvas pero tirando a dulce, de una espita que salía de una vasija de latón adornada con borlas, que medía algo más de un metro de alto y tenía la forma de una mezquita, como el Taj Mahal, con la cúpula rematada con un pajarito de latón con las alas abiertas. En unos tabernáculos culinarios se asaba kebab y embutidos, y estaban tan repletos de carne ensartada y espetada que parecían la despensa de un alcaudón. La marea de slivo y vino empezaba a llegar a pleamar. Dando tumbos, los aldeanos, tocados con sus kalpaks, ofrecían a todo recién llegado sus porrones de madera tallada. (El trabajo de la madera ocupa un lugar importante en la vida de los habitantes de las montañas balcánicas desde los Cárpatos hasta el Pindo, en Grecia, donde alcanza sus máximas cotas de elaboración. Este mismo fenómeno se da en los Alpes: la conjunción de inviernos duros, tardes largas, madera blanda y cuchillos afilados.) Bajo las copas de unos árboles, un grupo de mujeres con mandiles de vivos colores se había sentado alrededor de un melenudo gaitero que tocaba de pie unas melodías desmayadas.

Al filo de esta gran jarana balcánica, me sumé a un grupo de estudiantes procedentes de Plovdiv. Al igual que yo, habían cruzado los montes, e iban a dormir acampados. La persona más llamativa de ellos era una chica divertida, muy guapa, rubia, ceñuda, que se llamaba Nadejda, que estudiaba Literatura Francesa en la Universidad de Sofía: una diestra bailarina de la hora, dotada de unas inagotables ganas de divertirse. Iba a pasar tres días en el monasterio para avanzar en sus lecturas, y esa era justamente la duración de mi proyectada estancia. Nos hicimos amigos al instante. Exceptuando la severa regla de Monte Athos, en la mayoría de los monasterios ortodoxos las mujeres son huéspedes tan bienvenidos como los hombres. Ofrecer hospitalidad parece casi la única función monástica, y el ambiente de estos claustros es muy diferente del silencio y el recogimiento de las abadías de la cristiandad occidental. Con la trápala de caballos y las constantes llegadas y partidas, y el ánimo alegre y expansivo de los monjes, la vida se parecía a la de un castillo medieval. Los tablones del suelo de las galerías y de las pasarelas estaban tan gastados y eran tan poco firmes que, si se pisaba con demasiado brío, se corría el riesgo de hacer estremecer todo el entramado, como si de una telaraña se tratase. Los patios eran un chacoloteo incesante, siempre poblados de mulas. El padre abad, el Otetz Igoumen, un personaje benévolo de barba blanca cual figura del Olimpo, con sus bucles recogidos en un moño bajo al igual que las damas para ir de caza, pasaba la mayor parte del día recibiendo visitas ceremoniales, ocasiones siempre ratificadas, como en cualquier otra parte al sur del Danubio, con el ofrecimiento de una cucharada de sorbete o un poco de mermelada de pétalos de rosa o un empolvado taquito de rahat loukoum, un traguito de slivo, una taza de café turco y un vaso de agua, para restarle un poco de formalidad a la visita y dotarla de más afabilidad.

El lugar recobró una calma relativa al día siguiente. Después de la noche pasada entre danzas y ronquidos sobre la hierba, la nutrida compaña de romeros volvió a cargar sus bestias e inició la bajada al valle con su millar de resacas.

Nadejda resultó ser una espléndida compañía. Cada mañana cogíamos nuestros libros y material de dibujo, comprábamos queso, pan, vino, brevas e higos y uvas rojas y verdes (que llegaban desde los llanos en unos canastos enormes) en una cantina que había extramuros, y partíamos hacia el bosque, pasando de camino por la losa bajo la cual está enterrado J. D. Bourchier.8 (La pasión que le profesan los búlgaros a este antiguo profesor de Eton y corresponsal de The Times le valió un cargo en el país y un recuerdo similar, aunque en menor grado, al de lord Byron en Grecia.) Leíamos y conversábamos y acabábamos haciendo picnics en una cornisa a la sombra. Gran parte de las tareas de Nadejda parecía consistir en aprenderse de memoria Le Lac, de Lamartine («Estuvo viviendo en Plovdiv —dijo, y eso me sorprendió—. Un día te mostraré su casa») y, cosa bastante inapropiada, el Nous n’irons plus aux bois de Théodore de Banville. Yo tenía que escucharla y corregirla una y otra vez. Luego volvía a sus libros, y se ponía unas gafas con montura de acero que le quedaban de fábula y a la vez fuera de lugar en aquel rostro bastante asilvestrado, hasta que se aburría de leer y proponía que hiciéramos cualquier otra cosa, como trepar un árbol, algo que ella hacía con gran velocidad y maña, o, el último día antes de su partida, bañarnos en las pozas del cañón, o tumbarnos sin más en la hierba y charlar. Descubrimos para nuestro deleite que por un día no habíamos sido gemelos.

Estos deliciosos días de bosque pasaron volando con esta cómica y encantadora compañía. Cuando empezó a resonar el semantrón desde los claustros la tarde previa a su partida, iniciamos la bajada al monasterio. Me contó que ese sonido se hacía en conmemoración de Noé llamando a los animales al arca golpeando el dintel con su martillo: «Por eso son normalmente de madera». Yo le pregunté qué animales había. Pensó un segundo, y entonces me enseñó los dientes y me miró fijamente con sus ojos castaños, poniendo cara de pocos amigos, y dijo: «Lobos», y, tras un breve silencio, añadió: «Lobos jóvenes», y echamos a correr colina abajo, aullando entre los árboles.

Me marché poco después de Nadejda, bajando por el desfiladero hasta su confluencia con el profundo valle del Estruma. Este gran río, el antiguo Estrimón de la mitología, fluye hacia el corazón de

Balcanes durante muchos años, y declarado defensor de las prerrogativas nacionales de Bulgaria.

Macedonia entre las montañas Pirin y las cordilleras de la frontera con Yugoslavia. (Estas montañas se extienden hacia el oeste, atravesando la Macedonia yugoslava, y llegan hasta las inmensidades de Albania y Montenegro para sumergirse en el lejano mar Adriático.) En ese punto, la carretera y el río trazan un tirabuzón hacia el sur a través del siniestro desfiladero de Rupel y penetran en Grecia bajo las almenas de Siderokastron [Castillo de Hierro], llamado Demirhissar en tiempos de los turcos. Toda esta región es objeto de un enconado debate, pues los tres países afirman que debería ser suya y los tres se observan con malos ojos de una sierra a otra con un odio implacable. Este remolino de montañas ha sido escenario de luchas desde siempre. A lo largo de las últimas décadas del Imperio Otomano hasta las Guerras de los Balcanes, se han librado aquí mortíferas batallas entre los comitadjis búlgaros (partidarios del disidente exarcado de Bulgaria, recuperado de la Edad Media) y los antartes griegos del patriarcado ecuménico, el equivalente más próximo al papado en la Iglesia ortodoxa. Estos factores religiosos desempeñaron un papel tan crucial como el racial y el lingüístico a la hora de reforzar las demandas territoriales y de fijar las fronteras cuando se vino abajo el poder turco en Europa. Quedó destruido para siempre durante la breve concordia de la Primera Guerra de los Balcanes, concordia que trocó en encarnecida pelea por el botín en la Segunda Guerra de los Balcanes. Las fronteras han cambiado una y otra vez a lo largo de todos los conflictos subsiguientes, y cada paso que se daba en dichas luchas ha estado marcado por el horror: emboscadas, asesinatos, aldeas quemadas, desarraigo y masacres que dejaron tras de sí la maldición del miedo, del odio, del irredentismo y de la sed de venganza.

Las razas balcánicas se solapan y se unen en Macedonia con una geografía caprichosa; quedan enclaves y minorías etnológicas desperdigados por regiones hostiles lejos de su población de origen. Estos odios antiguos arden hoy con la misma ferocidad que siempre: no hay más que oír la virulencia con que un búlgaro pronuncia entre dientes el gentilicio grtzki, o un griego el gentilicio voulgaros, para captar su intensidad. En las paredes de muchos de los cafés de esta región colgaban láminas impresas a color de Todor Alexandroff, un macedonio de Bulgaria que había intentado, mediante propaganda y la guerra de guerrillas, formar el Estado semiindependiente de Macedonia con la capital en Petrich (actualmente en Yugoslavia) y con él mismo a la cabeza; en su retrato se le ve como un hombre imponente, con su barba negra, su mirada ceñuda bajo una gorra de piel, su bandolera y sus prismáticos colgados, y asiendo un rifle. Al igual que muchos búlgaros destacados (en especial me viene a la mente Stamboliski,9 quien fue despedazado con varios yataganes en la calle mayor de Sofía), Alexandroff fue asesinado, en 1924. Pero su sociedad secreta, la Vatreshna Makedonska Revolutzionerna Organnizatzio (la Organización Revolucionaria Macedonia Interior), cuyo nombre seguía pronunciándose en susurros, floreció clandestinamente. También ocupaban un lugar destacado en muchas paredes los mapas de la terra irredenta que Bulgaria reclamaba a sus vecinos: pedazos de Yugoslavia, la Dobrucha en Rumanía y, absurdamente, la Macedonia griega con Salónica incluida.

Asomado al puente del Estruma para contemplar el río a lo largo, no podía sospechar ni remotamente la intensidad con que años después iba a sentirme del lado griego en estas cuestiones. Y más sorprendido me habría quedado si hubiese podido prever que cinco meses más tarde estaría cruzando otro puente de ese mismo río, en Orliako, a unos mil seiscientos kilómetros corriente abajo, junto a un escuadrón de la caballería griega con el sable desenvainado, en la revolución de Venizelos. Pero en aquel momento dejé caer una hoja de parra en mitad del río y me pregunté si algún día llegaría hasta el mar Egeo.

El camino de regreso a Sofía atravesaba las estribaciones occidentales de la Rila Planina: un paisaje pardo ondulante que se tornaba rojo al atardecer, con arados de madera prehistóricos tirados por búfalos o bueyes. En los pueblos las casas aparecían adornadas con guirnaldas de hojas de tabaco puestas a secar al sol, que tenían el tamaño, el color y la forma de arenques. Dormí en un almiar la primera noche, alcancé la pequeña población de Dupnitza la siguiente y llegué a Radomir al anochecer del tercer día. Estaba bebiendo un solitario slivo, sintiéndome cansado y un poco deprimido, cuando un autobús se detuvo justo enfrente con la palabra COФИЯ escrita en la parte superior, y el techo cargado con un sinfín de canastos y fardos atados con cuerdas. Dentro iba la mismísima arca de Noé, pues en cada centímetro no ocupado por mis compañeros de viaje, ellas con sus pañoletas en la cabeza, ellos con sus kalpaks, iban gallinas y patos atados, un pavo y dos corderos crecidos que de vez en cuando balaban con estridencia. Avanzamos en medio de la oscuridad, entre meneos y ruidos de cosas que entrechocaban. La media docena de pasajeros que me rodeaba fueron canturreando todo el trayecto: cadencias tristes y trémulas en tono menor, bien diferentes de los sones enérgicos que tan a menudo había oído últimamente. Les escuché arrobado. Les pedí que cantaran varias veces una canción en concreto; la primera frase decía: «Zashto mi se sirdish, liube?»,10 y determiné intentar aprendérmela en el futuro.

Después de esta breve ausencia en las montañas, las luces de Sofía lucían con tanto brillo como las de París, Londres o Viena, de tan resplendentes y metropolitanas como me parecieron. Debía de ser todo un espectáculo verme: con unas greñas crecidas, apelmazadas por el polvo y achicharradas por el sol hasta quedar como el esparto, y la cara tan quemada que había adquirido la tonalidad de un aparador de nogal; con la ropa arrugada, mi mochila a la espalda y un bastón húngaro tallado, además de (me ruborizo ahora al dejarlo por escrito, pero la sinceridad me obliga) un cinturón trenzado escarlata y gualda, comprado en Transilvania, una daga con empuñadura de acero y un kalpak de color castaño de la feria de Berkovitza. Hasta me había quitado mis pesadas botas claveteadas para probar un par de esos mocasines de piel de vacuno que ellos llaman tzervuli, pero pasado kilómetro y medio pensé que (sin la envoltura de trapos que usan los campesinos) era un suplicio llevarlos, salvo si andaba por hierba. Esta facha híbrida pseudobalcánica resultaba en esos momentos todavía más espeluznante a causa de la espectral película de polvo blanco que me cubría y, no me cabe duda, por un menos palpable pero sí más notable olor a tierra, sudor, cebollas, ajo y slivo.

Dejé en el suelo el gran cesto de higos que había traído a mis anfitriones a modo de obsequio, así como una tortuga que me había encontrado en la cuneta, y crucé la puerta del piso de los Tollinton justo cuando las campanas de la catedral de Alexander Nevski daban las once. La suave luz de las lámparas, impregnada del civilizado rumor de una cena con invitados, dejaba ver aquí y allá una pechera de camisa en un sillón, el lustre de unos zapatos de charol, vestidos largos de mujer y dorados discos de brandy girando sobre sí mismos en el fondo de copas de coñac. El café que Iván, el mayordomo cosaco gigante, vertía desde el pitorro de una cafetera hasta una taza dejó de caer de repente, los discos dorados, detenidos ante esta horrenda intrusión, cesaron su rotación en sus copas de coñac. Un fugaz sentimiento de pasmo en un bando, y de consternación en el otro, lo dejó todo congelado. Rápidamente los deshizo la amable voz de Judith Tollinton («Oh, qué bien, llegas justo a tiempo para el brandy»), y se rompió el hechizo.

El último tramo

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