Читать книгу Colores - Patrizia Barrera - Страница 7

COLORES Azul

Оглавление

Fue en aquel verano en el que me convertí en su esposa. Aún recuerdo los manzanos que se asomaban por sobre los campos como soldados de fiesta, y el largo camino que nos separaba del bosque.

Allí estaba nuestra casa, y fue allí que todo sucedió.

Yo joven y perdida en ese estruendo de voces, en el remolino de colores que preceden a la puesta del sol: pero sentía la noche como una amiga y deseaba que llegara, que mi lecho nupcial aún intacto se vistiera de color rosa y me acogiese en un nido, como sucede con el pichón águila aún sin plumas. Llevaba su rostro tallado en los ojos: su frente alta, su mirada severa, sus labios hinchados. Y luego las manos. Esas manos incansables y curiosas que sabían cómo encerrar al mundo en un lienzo, forzar el día a aparecer de noche, transformar la vejez en juventud. Esas dulces manos que sabían llorar. Mi vida y sus manos: para mí ese era todo el universo. Así fue durante todo un año, largos días marcados por mis paseos por el bosque y por sus pinturas, mi mirada al arroyo y sus colores. La naturaleza permaneció confinada allí, prisionera. Ese era el cerezo muerto en invierno que se mantenía con vida, y esos eran los fuegos de la noche cuando se bailaba en las colinas. Y los deseos no expresados, las emociones sufridamente vividas, todo se confundía en el momento en que el pincel se extendía para descubrir o esconderse. A veces pintaba durante horas. Entonces, como si despertara, miraba a su alrededor y notaba mi presencia, y solo entonces me daba cuenta que había caído la noche. Me tomaba y nos amábamos. Sus manos aún dibujaban sobre mi cuerpo y en él no había pasiones. Solo fantasmas, solo colores.

Yo no entendía, sin embargo era hermoso su mágico interés en mis cabellos, en mis senos. Me miraba y en el fondo yo era su mujer. Me hablaba de su alma confundida, de los sentimientos reprimidos que volvían a angustiarlo todas las noches, de los proyectos para nuevas pinturas. Mientras hablaba, se quedaba dormido, como si estuviera profundamente cansado. No sé por qué, pero yo no quería que durmiera. Me parecía caer de nuevo en la oscuridad y no ver el final. Fueron sus pinturas las que me hicieron compañía, y cuando lo entendí, decidí que no debía perder a ninguno de ellos. Esto me lo juré a mí misma y eso obtuve; ahora soy otro color más.

A veces partía para exhibir sus pinturas y yo me quedaba sola; entonces deambulaba inquieta sin saber qué hacer en esas interminables jornadas. Le escribía a mi madre, o iba al lago, o dormía y dejaba todo sin terminar presa de la angustia. Miraba las paredes vacías, los lienzos desnudos, los pinceles de la chimenea, abandonados, sin nadie que les diera vida. Era como si el mundo entero desapareciera ante mis ojos, de ese universo soñado no quedaban sino migajas. Todo me fue robado, sus pinturas vendidas a extraños que no sabían que con ellos estaban comprando mi alma. Me sentía saqueada y traicionada, había visto nacer un hijo y no podía sostenerlo.

Luego él volvía, junto con su magia. De esas manos nació una rosa, un rayo de sol o incluso oscuridad. De la nada aparecieron ángeles de rostros puros e inocentes o niños infelices en el vientre de mujeres deshechas; y cuerpos desvaídos, copas hinchadas, escenas de locura, de alegría, de amor. Mirando esos rostros me daba cuenta de haberlos ya visto dentro de mí y, rozando esos lienzos, esperaba que todo volviera a mí. El miedo a perderlos nuevamente me asaltaba, lánguida y feroz: ¿qué sentido tenía el crear pero no poder disfrutar de esa vida? Lo escudriñaba mientras él inventaba nuevos colores y una desesperación inconsolable nacía en mí. Impotente ante él, pensé que si no podía quedarme con nada lo mejor era destruirlo.

Lentamente, una serpiente insidiosa se arrastró en mi corazón, y el Creador a quien creí admirar hasta entonces se transformó en un tirano insensible a los sentimientos de piedad que inspiraban a mis criaturas. Me retraía a sus abrazos sin concederle nada, hundiéndome en esa amarga soledad que acoge a las almas muertas. El me miraba como si no me viera, y yo sabía que sufría; tal vez era presa de una elección, por esa atroz duda que luego me mató. Ahora entiendo que se debatía sin saber elegir entre la mujer y sus colores.

Llegó un nuevo verano sin que nada hubiera cambiado, pero un día no pintó y me alcanzó en el bosque: parecía postrado por algo a lo que no sabía oponerse, y también muy cansado. Rencontré la ternura y nos amamos como nunca lo habíamos hecho antes, dejando de lado los complejos y las inhibiciones, felices de ser simplemente nosotros mismos. Al final pareció aliviado, como si finalmente hubiera comprendido lo que tenía que hacer. Regresamos y él retomó los colores, pero esta vez tenía un nuevo tema: yo. Durante horas permanecí inmóvil mirando sus ágiles manos sobre el lienzo, rápido y astuto entre los pinceles como si no tuvieran otro alimento que esto. El día terminó y todavía estaba encorvado sobre el cuadro: la mujer retratada reía, eternamente feliz en su eterna juventud. Al escrutarla ya no era yo. Detrás de ella, una puerta entreabierta me invitaba a entrar y me pregunté qué podría haber detrás de ella tan secreto como para no poderlo ver. Una vez más, esa mísera tristeza me atrapó y no pude escapar de ella; y la tristeza se convirtió en languidez, y luego en locura. ¿Me habría perdido nuevamente sin poder ya encontrarme? ¿Y quién me habría comprado esta vez? Mi alma estaba en el cuadro y no podía defenderla de las miradas ajenas. El se puso de pie y me besó durante mucho tiempo: ¿sabía quizás que me iría?.

Esa noche no pude dormir. Mis sueños eran extrañas llamadas de mundos perdidos en el tiempo. Entonces entendí que era la puerta pintada la que me llamaba. Corrí al jardín y la pintura se había movido. La puerta entonces ya abierta mostraba un abismo negro de sombras y, al fondo, los colores. Entré de un salto y ya no podía salir: como la naturaleza cautiva, quedé esculpida en el lienzo, y estaba muerta.

Desde ese día él no ha pintado ni vendido otros cuadros, porque no sabe dónde se ha refugiado mi alma: y desde entonces los árboles son grises y los rostros de los Ángeles desaparecieron como el humo. No sabe reconocer la luz en la noche y no puede distinguir el fuego del agua. Y yo ya no puedo decírselo, porque estoy detrás de la puerta, donde él nunca podrá verme más. Ahora lloro, sintiéndome miserable en mi debilidad humana.


Todo ha terminado. Y no tengo más voz para confesarle que fui yo quien le robó sus colores..

Colores

Подняться наверх