Читать книгу Jacques Derrida y Nicanor Parra - Paula Cucurella - Страница 7
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El problema y lo que está en juego
La historia de la relación entre filosofía y literatura precede su encuentro en la filosofía continental del siglo XX. Si la historia de estas relaciones fuese una novela, o una miniserie probablemente tendríamos que recurrir a constantes escenas de celos, envidias, intrigas y secretos respecto a los cuales sólo podríamos especular. Parménides, el primer filósofo racionalista, escribió su “poema” o tratado filosófico usando el hexámetro dactílico, el mismo metro que utilizó Homero, el metro de la épica griega, el metro de los mitos y de la literatura. Platón, escribió diálogos para construir la escena primordial de la filosofía. Su fascinación por la elaboración de escenas e imágenes sensoriales revela una preocupación por la presentación de ideas que excede el simple interés por el concepto o el contenido. Sus diálogos invitan a hacer una experiencia con el texto.
Cuando la filosofía comienza con los filósofos presocráticos no existía una tradición establecida de escritura en prosa, y por tanto no estaba claro que la forma de conocimiento que comenzaba a perfilarse en ese tiempo como filosofía tuviese que ser escrita en prosa. Algunos de los primeros filósofos escribieron poemas, Xenófanes, por ejemplo, era poeta y también fue considerado un filósofo en la medida en que sus poemas abordaron temas filosóficos. Parménides es otro caso. Entre los estoicos, Crisipo de Solos citó poemas como prueba de sus argumentos, tal como Heidegger en sus trabajos tardíos.
La manipulación de las formas y del estilo de presentación en filosofía han sido puestas al servicio de la creación de sentido. Kierkegaard escribió utilizando seudónimos, y la claridad de muchos de sus textos es indisociable de sus excesos retóricos. Nietzsche, también utilizó seudónimos, escribió libros completos desde la voz de un personaje, utilizó monólogos dramáticos, y experimentó con poesía. Comprometidos en hacer visible lo invisible, estos filósofos utilizaron todas las herramientas del lenguaje a su disposición. Su preocupación por el estilo y la calidad de su escritura es en parte responsable de la popularidad, sobrevivencia y vigencia de sus ideas.
La identidad de la filosofía y su desarrollo histórico es indisociable de la literatura, de herramientas de escritura que fueron desarrolladas primordialmente por la literatura, y, sobre todo de la ficción que define a la literatura. Estoy convencida de que el futuro de la filosofía está asociado y depende en gran medida de un elemento “extra filosófico” que podría ser llamado literario, y que facilita su repetición en el tiempo y la efectividad en la comprensión de sus ideas. A menudo la filosofía recibe la justa acusación de no ofrecer ejemplos concretos para facilitar la comprensión de sus conceptos. En el seminario de Rodolphe Gasché esta limitación que enfrenta la filosofía a la hora de las explicaciones era objeto de bromas. Cuando algún estudiante pedía un ejemplo de algún concepto en discusión, Gasché nos contaba la anécdota de Husserl (tal como se la contó Jacques Taminiaux a Gasché) quien respondía con excelente disposición a este tipo de petición, y añadía “por ejemplo, tomemos el caso de un objeto abstracto”.
Existe una razón respaldando este comportamiento en filosofía: La función de universalización de los conceptos no puede ser cabalmente contenida por ningún ejemplo concreto sin contrariar la universalidad del concepto. La universalidad del concepto que determina su poder explicativo y su capacidad persuasiva, siempre se verá parcialmente refutada por un ejemplo, cualquiera sea éste. La filosofía evita los ejemplos, es cierto, y con razón. No obstante, también existe un nivel de complacencia entre los(as) que trabajamos en esta disciplina en mantenerla como un nicho para iniciados, la que trasluce en la reproducción del jargon, y en la resistencia a establecer discusiones con otras disciplinas. Este tipo de comportamiento y actitud hoy contribuye a la amenaza de la extinción de la filosofía.
La relación entre filosofía y literatura que aparece en este libro no es la misma que aquella entre el ejemplo y el universal. La materialidad de la literatura es irreducible a conceptos filosóficos; en muchos casos es irreducible a categorías estables. No obstante, la comparación ayuda a imaginar el concepto, y a medir la profundidad y el alcance de la literatura.3 Si tomamos el canon literario como modelo de “literatura” siguiendo un afán inductivo, tendríamos que hacer coincidir nuestro concepto de literatura con una variedad tan amplia de obras que su diversidad inmediatamente revelaría la insuficiencia de cualquier denominación de conjunto. La relación al común denominador literario que asumimos atraviesa a las obras consideradas parte del canon es una analogía débil. Tomadas en conjunto, las obras literarias no contienen marca que señale una pertenencia al canon como una propiedad intrínseca a las obras mismas, que no se encuentre al mismo tiempo refutada en alguna otra obra que también es considerada parte del canon. La universalidad del concepto de literatura no puede ser encontrada en ninguno de sus casos particulares ¿Con qué propiedad, entonces, podemos defender que un texto es literario en oposición a otro filosófico, periodístico, médico o legal?
Esta pregunta le da la bienvenida a un problema —o una serie de problemas— que exceden la disciplina literaria. No sería demasiado aventurado defender que toda disciplina se relaciona a sus límites de manera problemática. Mi experiencia particular se reduce a dos disciplinas, la filosofía y la literatura, y mi familiaridad con este problema como algo común a ambas se remonta al año 2015, cuando me mudé del Estado de Nueva York para estudiar Creación Literaria en la Universidad de Texas en El Paso, donde actualmente enseño. Sin ser ingenua, mentiría si negara que entrar a un programa de Creación Literaria no tuvo efectos en la manera en que imaginé mi relación a la escritura. Cuando caí en la cuenta que podía oficialmente incorporar la categoría “creativa” para describir el grupo al que pertenecía mi trabajo, sentí que mi pasaporte de escritora simbólico había sido estampado con un timbre con regalías diplomáticas, entre las cuales podía contar una cierta inmunización de las restricciones tediosas impuesta por las citas, el formarto MLA, y la cuenta creativa que te pasa a veces el tener escribir para poder ser publicada al interior de una disciplina académica.
Sin duda los escritores y escritoras académicas también deben utilizar la creatividad; algunas buscan un estilo de manera activa, elaboran imágenes, metáforas, y utilizan técnicas “literarias” (no exclusivas a la literatura), y en la medida en que estas escritoras quieren ser leídas también les interesa buscar la elegancia, la claridad y lo atractivo en su escritura; al menos parece razonable imaginar que tal es el caso.
En mi experiencia, ambos grupos de escritores, creativos y académicos, se relacionan a los márgenes de sus disciplinas de modo problemático, dado el conflicto entre dos tendencias aparentemente conflictivas: por una parte, la voluntad creativa (llamémosla de esta manera) a renovar el campo y a incorporar nuevos textos, nuevas técnicas, nuevas ideas a las disciplinas para las cuales escribimos, y donde pretendemos inscribir nuestro trabajo. Y, por otra parte, la tendencia y voluntad de observar las restricciones, limitaciones y prohibiciones dictadas por estas mismas disciplinas, demarcaciones que tienen en vistas preservar la identidad disciplinar, determinada por prácticas instituidas de lectura, escritura y producción de campo.
A esta situación me refiero en términos de problema. La delimitación de este problema y su descripción coordinará las primeras consideraciones de este ensayo. Si bien es cierto — como refería al comienzo— este problema no es exclusivo a la literatura, dirijo el foco a esta última disciplina. El carácter problemático de este problema no deriva sólo del conflicto creado por las dos voluntades mencionadas, a saber, el deseo de preservar la identidad de nuestras disciplinas, y el deseo de renovarlas para asegurar su supervivencia en el tiempo. Cuando caemos en cuenta que las premisas que parecen guiar nuestra identidad disciplinar se encuentran informadas por políticas discriminatorias sexuales, raciales y de género, recién entonces nos enfrentamos a la gravedad real del asunto. Tanto en filosofía como en literatura el canon se encuentra constituido en su gran mayoría por hombres, y esta tendencia es reproducida hoy en día. Para probar este último punto, quiero invitar a mi lector a realizar el siguiente experimento. Abra alguna edición reciente (digamos, una publicada en los últimos 15 años) de un libro de ensayos académicos o de teoría literaria, una revista académica o revista literaria (cuyo tema central no sea feminismo), y cuente cuantas mujeres hay contribuyendo a la colección. Los resultados en su mayoría hablarán por si mismos.
Hoy en día no hay políticas extendidas de representación igualitaria de género en las publicaciones académicas y literarias. El instinto a preservar nuestra tradición como la conocemos también se ha traducido en la reproducción de sus políticas discriminatorias. Por lo mismo resulta necesario interrogar la economía que administra los límites disciplinares, así como la lógica responsable de la creación de los límites genéricos que le dan forma y dividen nuestras disciplinas y los géneros para los cuales escribimos.
Esta operación puede echar luz en la arbitrariedad que informa estos límites, así como en la topología extraña al borde y en los textos que la habitan. Lo nuevo, no en el sentido de la última moda, la última publicación, si no que lo nuevo extraño a la economía de inclusión y exclusión que forma parte de lo literario, pertenece a una economía del todo distinta. Lo nuevo que es resistido por la categoría de lo literario no reconoce su legislatura. Tanto por la topología descrita por estos trabajos nuevos, como por la estética que proponen (lo idiomático), resulta importante reflexionar en ellos.
Las razones informando la exclusión de un determinado texto ya sea del campo literario o filosófico, tiene que ver tanto con la capacidad de este texto para hacer eco del canon o de la tradición (en forma, estilo, e ideas) como con razones de tipo “externas” (género sexual, clase social, raza, etc.). En ambos casos, si la identidad de nuestras disciplinas es establecida en base a principios anquilosados como lo son la reproducción de la tradición de diversas maneras, el resultado es siempre la disminución de la diversidad de éstas y su estancamiento.
En este ensayo presto atención al comportamiento de los márgenes disciplinarios de la literatura bajo condiciones que ponen en guardia sus mecanismos de defensa, pero esta vez no se tratará de la defensa de la identidad disciplinaria, si no de la libertad de expresión que en la modernidad se ha transformado en uno de los estandartes de la literatura. Bajo condiciones de censura, la poesía de Nicanor Parra saca provecho de la volatilidad de los márgenes literarios y los presupuestos de la institución literaria para explotar su capacidad crítica. El estudio de la forma en que esto es llevado a cabo es un registro del comportamiento de la poesía en tiempos de censura, explica aspectos formales de la antipoesía en relación con su contexto, y deja en evidencia la lógica y el comportamiento del lenguaje, otra forma de aproximarnos a una comprensión de sus límites.
3 Para Derrida, la ejemplaridad de la literatura consiste en su capacidad para decir más de una cosa, su interpretación nunca es unívoca. Como ejemplo, la literatura frustra el propósito de la ejemplaridad, y “de eso se trata, es por eso que la literatura (entre otras cosas) es ‘ejemplar’: ella es, ella dice, ella hace siempre otra cosa que ella misma, la que es, además, nada distinto que eso, algo otro que ella misma. Por ejemplo, o por excelencia: la filosofía” (Derrida 1993, 90-91).