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La Ley Literaria

La autoridad del canon literario —las reglas que calladamente impone— no son muy diferentes de lo que llamamos ley, incluso si dicha ley no ha sido escrita.

En el hipotético vestíbulo de entrada al espacio literario, una esfera protegida donde no todos los escritores, escritoras y textos son admitidos, la ley sale a recibir aquellos textos que la respetan y que potencialmente podrían protegerla al reproducir el mismo sistema que la vio nacer. Ser aceptada en la esfera literaria es privilegio que concede la autoridad de hablar “desde dentro”, con ese aire de familia que te da a entender que el/la que habla sabe de lo que está hablando. En la ausencia de código genético, este aparato filial de sobreentendidos toma la forma del crédito.

La autoridad de hablar con autoridad literaria es conferida cada vez que una nueva obra es incorporada al campo literario. Si tuviésemos el privilegio de ir a preguntarle a esa obra y ese(a) autor(a), ¿qué es la literatura? O ¿cómo hay que escribir para que te dejen entrar? Muy probablemente dicha obra guardaría silencio, precisamente para callar que la verdad de las cosas no tenía la menor idea cómo había entrado, pero que ahora, una vez dentro, empezaba a disfrutar eso de poder decidir quién entra y quién no.

Como contenido formalizado la ley literaria nunca es ofrecida a la percepción.

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¿Cómo es que la literatura —que no tiene esencia— puede configurar un campo y administrarlo como si hubiese una ley literaria que pudiese ser prescrita e impuesta?

La organización de la autoridad en general, y en particular la forma que toma esta organización en el caso de la literatura, plantea un problema que Derrida aborda en Prejuges, texto que presentó en el coloquio de Cerisy de 1982, y que apareció publicado en francés junto con otros autores bajo el título La Faculté de Juger. En forma de comentario a la parábola de Kafka “Ante la ley” (Vor dem Gezetz), Derrida se refiere a la forma en que nos relacionamos a la autoridad, y el rol que cumplimos en la creación de esta. La parábola —para las que no la conocen—es muy breve, probablemente no más de mil palabras. Mi paráfrasis preservará esa brevedad.

Este texto aparece dentro de la novela Der Process [El proceso], publicada en 1925 después de la muerte de Kafka, y narra la historia de un campesino que aparece un día ante las puertas de la ley pidiendo acceso a ésta. El guardián que protege la entrada responde que tal acceso es posible, pero no en ese momento [jetzt aber nicht]. Cuando el campesino se inclina a mirar más allá de este umbral el guardián le advierte que incluso si intentase cruzar por la fuerza y lo lograse, más allá de esa puerta encontraría otras puertas, cada una protegida por otro guardián; un sinnúmero de puertas consecutivas y un sinnúmero de guardianes, uno más poderoso que el anterior. Persuadido y desde ya intimidado por el porte y la fuerza del guardián que tenía en frente, el campesino decide esperar hasta obtener permiso para entrar. La historia termina con la muerte del campesino, quien finalmente espero toda su vida.

Siguiendo la historia, resulta que en el lugar de la ley siempre y sólo encontramos sus representantes que te hacen observar la ley, te hacen literalmente mantenerte de pie —o mantenerte sentado— frente a ella, observándola. Esta espera es sostenida solo en vistas a la promesa de que aún existe posibilidad de que eventualmente se nos permita acceso. En esta historia respetar la ley no significa obedecer su regla sino esperar su revelación. Lo interesante y triste de esta historia es que precisamente en esta espera la ley se crea.

La lectura que hace Derrida de esta parábola es aplicable a la economía de autorización que es responsable por la creación de la tradición literaria. Así como en la parábola, la ley literaria es validada a través de nuestro reconocimiento de su autoridad, en la misma medida en que la ley valida nuestro trabajo al reconocer en éste las posibilidades para reproducirse en tanto ley. En términos prácticos, acatar la ley, obedecerla y respetarla (hacerle cumplidos), resultará en nuestra publicación; si tenemos suerte nos van a citar, nos traducirán, y perteneceremos a la tradición y disciplina de la que intentamos formar parte.

Siguiendo la comparación que hace Derrida entre la ley literaria y la parábola de Kafka, el texto frente al que nosotros — lectores(as) y autores(as)—, comparecemos como ante la ley, se encuentra protegido y validado por guardianes que pueden ser otros autores y autoras, editoriales, archivistas, bibliotecarios, etc. Estos guardianes forman parte de la institución de validación que hace posible la ley literaria, es decir, la pretensión de que hay algo llamado “literatura” que constituye una categoría a la cual un texto puede pertenecer, y que es expresada a través del texto, a través del estilo, a través de forma y contenido. Si bien es cierto hay ciertas marcas genéricas (tales como el título, el objeto libro, el sistema y la economía de las editoriales, etc.) que al estar presentes en un texto lo inscriben en una cierta tradición, estas marcas no son exclusivas a ningún género y a ninguna tradición. Un texto puede pertenecer a diversos géneros al mismo tiempo, es decir que nada impide que un texto pueda ser reinterpretado en el futuro en claves que no fueron intencionalmente incorporadas por el/la autor(a) al momento de escribir y publicar el texto.

En su interpretación de la parábola de Kafka, Derrida nos recuerda que los guardianes de la ley pueden cumplir su función de otorgar protección sólo en la medida en que existe un sistema de leyes que garantiza su poder y su autoridad (Derrida 1985, 114). El poder del guardián de la ley nunca es puesto en cuestión, y por la misma razón, nunca se ve en la necesidad de utilizar su poder —más allá de expresarlo de manera enunciativa o performativa (soy poderoso y más poderoso que tú) para defender la puerta.4 Nunca sabremos que hubiese sucedido si el campesino hubiese intentado acceder a la ley por la fuerza, en vez de esperar a que lo invitasen a entrar. El guardián podría haber sido un holograma. La magnitud del poder del guardia depende de la cadena de poder: una serie de figuras de autoridad o sistemas de autorización que validan tanto a la cadena misma como a sus miembros. Pensando en la figura de la cadena que retarda la presentación de la ley, en la función del posponer, y en la ausencia de poder al margen de su presencia enunciativa, es que Derrida explica que la interdicción del guardián de la ley no es una prohibición si no differance (129).5 El obstáculo que representa el guardián y la puerta (que permanece abierta) marcan un limite que no clausura nada.

En Force de Loi. Le ‘Fondement mystique de l’autorité’, Derrida se refiere a la fuente de la cual la ley extrae su poder, y nos advierte del peligro de asumir que el poder que le permite a la ley actuar con fuerza de ley deriva de su relación a la justicia. La justicia no es la fuente del poder de la ley, y la ley no es una expresión de la justicia (Derrida 1994a, 30). La justicia en este texto, al igual que la ley en la parábola de Kafka, también aparece como el significado ausente en la cadena significante.

El significado de la palabra justicia no es claro cuando ponemos esta palabra en diálogo con las reglas que sancionan los bordes y organizan el canon literario y la institución literaria.

Pues, ¿qué podría significar aplicar una regla sin contenido de una manera justa? Derrida no sigue el derrotero de esta pregunta en Force de Loi, y es probable que lo más cercano a una discusión de la relación entre la ley literaria y la justicia entre los textos publicados de Derrida sean algunas de las respuestas que él da en la entrevista que le hace Derek Attridge, “Cette étrange institution qu’on apelle la littérature”. En esta entrevista Derrida se refiere a la relación entre democracia y literatura: “La institución de la literatura en el Occidente, en su forma relativamente moderna, está asociada a una autorización a decirlo todo, y sin duda también al devenir de la idea moderna de la democracia” (Derrida 2009, 257).

Derrida no está intentando sugerir que la literatura dependa de la democracia, pero en la medida en que la institución literaria como forma institucionalizada de ficción ha internalizado una de las premisas claves de la democracia, el desarrollo de estas dos instituciones ocurre de modo paralelo en la modernidad. No obstante, esta relación entre democracia y literatura no tiene otras implicaciones, la literatura no es expresión de la democracia: la autoridad de la ley literaria no tiene nada que ver con la justicia; la relación entre ley y justicia no es necesaria; y no es de la justicia de donde la ley obtiene su poder.

La ley literaria obtiene su poder a partir de tres pasos simultáneos fundamentales a la constitución de la economía literaria: primero, el establecimiento y la validación de la ley a partir de sus representantes. Segundo, el diferimiento de la ley —es decir de su presentación— a través de sus representantes. Y, tercero, la validación de los representantes que validan la ley (personas, textos, instituciones, etc.). La institución de la ley literaria describe una lógica circular. Ninguno de estos pasos ni el círculo que describen en su mutua interdependencia tiene en vistas instituir alguna forma de justicia, ni tampoco asegurarse de que los trabajos validados en este proceso son una muestra representativa de la diversidad de la producción literaria vigente.

Resulta interesante notar que para hablar del origen de la ley literaria —de este círculo que describe la topología de la ley, este punto de origen que se da origen a si mismo— Derrida recurra a un vocabulario místico y económico. Una lectura económica de la lógica que organiza la institución literaria es posible en vistas al sistema de donación de valor que acredita las nuevas obras incorporadas al canon literario. Dado que es solamente gracias a la performance de la autoridad literaria que tal donación de crédito es posible, y en vistas a que dicho valor no es una propiedad que le pertenezca a las obras mismas, este valor es más precisamente una forma de crédito. Refiriéndose al origen del valor creado en el nombre de la ley, Derrida adopta la expresión “la fundación mística de la autoridad” [le fondement mystique de l’autorité]6 de Pascal, quien probablemente la tomó de Montaigne, para referirse al lugar ausente del origen, y para describir nuestra relación a este lugar ausente en términos de fe:

En vistas a que el origen de la autoridad, la fundación o el fundamento, la posición de la ley no se puede por definición apoyar en nada más que en sí mismas, ellas son en sí mismas una violencia sin fundamento. (Derrida 1994a, 34)

“El fundamento místico de la autoridad” quiere decir que el crédito injustificado que le damos a la autoridad es una forma de fe. Crédito y fe describen nuestra relación a la autoridad y a la fuente de su poder (Derrida 1994a, 30). La inscripción e institución de estas leyes, en tanto “injustificadas” o justificadas solo en ellas mismas, es siempre una operación violenta y arbitraria, independientemente si las leyes mismas hayan sido diseñadas para aminorar algún tipo de violencia. Esta es la violencia del origen y la violencia en el origen; este origen es una forma de imposición. Decir que la ley tiene un fundamento místico y un origen religioso no es muy distinto a decir que la donación de poder de la asumida justicia en el corazón de la ley tiene lugar como ficción, no obstante, la virtualidad de este origen no lo hace necesariamente menos efectivo. La situación del campesino en la parábola de Kafka puede servir de ejemplo.

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Para evaluar de manera crítica los principios promovidos por la institución literaria es necesario recordar el sistema virtual que la sostiene y la arbitrariedad de la fuente de su autoridad, es decir, es necesario desechar cualquier fantasía de neutralidad. Al reforzar la autoridad del canon literario estamos contribuyendo a la imposición de una ley que no es necesariamente justa no obstante puede que parezca justa y universal en vistas al acuerdo común y la tradición que la sostiene. La falacia de la tradición se encuentra a la base de nuestra defensa de las formas instituidas de enseñar literatura, de leer y escribir sobre literatura, de hacer literatura y de publicar literatura. Hoy en día existe más claridad respecto a la necesidad de incluir minorías en una tradición que históricamente las ha excluido o ignorado. No obstante, el lugar que se le da a estas minorías es suplementario y periférico, es una adición que no pone en cuestión la organización del centro —el espacio que legisla—, y su inclusión no resulta necesariamente en una revisión de las ideas que han constituido el centro del espacio literario como tal. Por esta razón, la inclusión de lo minoritario que sucede de vez en vez no es una garantía de que exclusiones similares no seguirán ocurriendo en el futuro bajo formas distintas, exclusión de distintas minorías que hoy tal vez no son reconocidas como tales.

Democratizar el campo literario no termina con la inclusión de minorías literarias, exige una lucidez implacable de que lo considerado tradicional y canónico es una construcción que ha sido reforzada a través del tiempo, la que ha sido posible gracias a la exclusión activa de mujeres escritoras, escritores(as) experimentales, escritores(as) de clase obrera, y escritores(as) de etnias minoritarias, ya sea porque estas(os) escritoras(es) no tuvieron acceso a espacios de publicación, o porque su educación (determinada por su estatus social, su género y su raza) impuso roles sociales incompatibles con el desarrollo de sus aficiones literarias o su desarrollo profesional. La escritura experimental —ya sea académica o literaria— también ha sido relegada a un rol minoritario y a una distribución mínima, a pesar de su función crítica y del valor inherente que tiene al poner en cuestión de modo activo la identidad y la pureza de las disciplinas en las que se inscriben.

Resulta útil reflexionar en aquello que la ley literaria resiste, en aquello que deja fuera de sus márgenes disciplinarios precisamente para comprender la economía que administra estos márgenes.7 Existen nombres para lo literario y para lo no literario. Pero en ningún lugar encontraremos un nombre para aquello que resiste toda categoría de género. Hay textos que a veces llegan a la puerta de la ley literaria cargando con esta ausencia de nombre, y si bien es cierto no tienen nombre existe un término en el trabajo de Jacques Derrida que puede nombrar la singularidad de estos eventos textuales: l’idiom.

4 El poder del guardián es performativo, pero no es solo en su carácter performativo que puede establecer un orden, si no en vistas a la autorización que valida este performance: En L’Université sans condition, Derrida afirma: “Todo performativo produce algo, sin duda, hace posible que un evento suceda, no obstante, lo que él hace de esta manera y lo que él hace que suceda [arriver] no es necesariamente una obra [mais ce qu'il fait ainsi et fait ainsi arriver n'est pas nécessairement une oeuvre], y siempre debe estar autorizado por un conjunto de convenciones o de ficciones convencionales, de ‘como si’ sobre las cuales se funda y se establece acuerdo en una comunidad institucional” (Derrida 2001b, 41).

5 Este concepto, polisémico, reúne la totalidad de la filosofía de Derrida en tanto describe la máquina productora de diferencia y diferimiento que aparece como condición del lenguaje, y el lenguaje como condición de la experiencia. Presenta un nuevo modelo para pensar la presencia del presente, o el presentarse de lo que se presenta, que excluye la posibilidad de la inmanencia. No existe manera económica de explicar la differance, y muchos de los conceptos abordados en este ensayo dan cuenta de ella en su puesta en obra. No obstante, quiero referir al brillante trabajo de explicación y circunscripción de este concepto al interior de la tradición filosófica que hace Rodolphe Gasché en The Tain of the Mirror, específicamente entre las páginas 196 y 205 (Cambridge: Harvard University Press 1986).

6 Esta expresión es abordada en detalle en términos similares en Foi et Savoir. El origen de la ley, Derrida escribe, es una paradoja, “[…] un análisis puramente racional revela esa paradoja, a saber, que el fundamento de la ley —la ley de la ley, la institución de la institución, el origen de la constitución— es un evento ‘performativo’ que no puede pertenecer al conjunto que funda, inaugura o justifica. Tal evento es injustificable dentro de la lógica de aquello que habrá inaugurado […]. Por lo tanto, la razón debe reconocer lo que Pascal y Montaigne llamaron ‘El fundamento místico de la autoridad. Lo místico así entendido relaciona la creencia o el crédito, lo fiduciario o lo fiable, el secreto (el significado que tiene lo ‘místico’ aquí) al fundamento, al saber, e incluso también a la ciencia como ‘hacer’, como teoría, práctica y práctica teórica, es decir a la performatividad y a la performance tecnocientífica o tele-tecnológica a la vez” (2001b, 31-32).

7 La demarcación entre lo literario y lo no literario es objecto de consideraciones minuciosas en el trabajo de Derrida. Reservaré las notas para dar cuenta de aquellas que excedan la brevedad del cuerpo de este ensayo que quiere permanecer ensayo. Sin embargo, existe una consideración preparatoria que resulta importante destacar. A menudo Derrida distingue entre literatura y poesía a pesar de las semejanzas entre estos dos géneros, las que Derrida no ignora. Esta distinción cumple una función específica y tiene en vistas destacar la función que estas formas de escritura cumplen de manera ejemplar, lo que no quiere decir que su distinción sea meramente descriptiva (en el caso de la poesía esto es más evidente y me referiré a ello en esta sección del ensayo). Cuando Derrida habla de la literatura para referirse a la tradición de textos que solemos asociar con esta palabra, está pensando específicamente en la tradición que comienza con la modernidad: “A menudo debo insistir en la necesidad de distinguir entre la literatura y las belle-lettre, o la poesía. La literatura es un invento moderno, ella se inscribe al interior de las convenciones y de las instituciones que, por mencionar solo este rasgo [pour n'en retenir que ce trait], le aseguran en principio el derecho a decirlo todo. La literatura asocia de esta manera su destino a una cierta nocensura, al espacio de la libertad democrática (libertad de prensa, libertad de opinión, etc.). No hay democracia sin literatura, no hay literatura sin democracia. […] Y cada vez que una obra literaria es censurada, la democracia se encuentra en peligro, y todo el mundo está de acuerdo” (Derrida 1993, 64-65).

Jacques Derrida y Nicanor Parra

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