Читать книгу La vuelta al mundo en 80 series - Paula Hergar - Страница 6

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… que dijo Pessoa. En este caso, los viajeros son los autores de este libro: Paula Hergar y Lorenzo Mejino. Pero, una vez empieza la lectura, también somos nosotros. Y ellos, nuestros guías. Hergar y Mejino conforman una extraña pareja, que es lo más interesante que se puede decir de una pareja —del tipo que sea—. O de un dúo. Esencialmente, por lo distintos que son en su mirada y en su escritura. No hay buen dúo si una parte del mismo no se diferencia de la otra. Y al revés. No hay Simon sin Garfunkel, precisamente por lo contrapuestos que son y, al mismo tiempo, están tan bien mezclados como un buen negroni. Tal vez por eso nunca me gustaron ni los Everly Brothers ni el Dúo Dinámico —siempre uniformados— y, en cambio, me apasionan Hall & Oates. O Crockett y Tubbs. O Cumberbatch y Freeman. O el Doctor Who y Amelia Pond.

En este caso, Hergar es la mirada femenina, el análisis y la pausa clásica. Mejino es un alma barroca con pasiones volcánicas reconducidas a un racionalismo surgido del dato y la documentación. No me chocaría que, aun unidos en el arranque, una sea la imprescindible guía que hace que el coche no se salga de la carretera, y, el otro, el que conoce carreteras que ningún GPS cartografió.

Juntos, nos ofrecen dar la vuelta al mundo en ochenta series a través de una guía de viajes dirigida más a seriéfilos que a turistas. Europa, Asia, África, Oceanía, América del Sur y Norteamérica son los destinos a través de ochenta países. Domina Europa —25—, cosa que agradezco particularmente como seriéfilo. Al elegir ochenta series —una por cada país—, es obvio que cualquier lector puede discrepar de si esa es la serie que hubiera elegido. Normal. Yo, por ejemplo —y por una evidente razón egoísta—, echo de menos no viajar por España con El Ministerio del Tiempo, pero comprendo perfectamente la elección española de Cuéntame. Primero, porque esta es una magnífica serie. Segundo, porque viajar por el tiempo no es recomendable: es muy caro.

Por lo demás, ellos son los autores y ellos son los que eligen. Y, al mismo tiempo, provocan que, cuando lees las series elegidas, en tu cabeza aparezcan otras tantas series de ese país, con lo cual se despierta tu memoria seriéfila. Bueno, eso no pasa siempre. Porque competir con Mejino en su conocimiento de series hechas en Arabia Saudí, Filipinas, Pakistán, Líbano, Vietnam, Togo, Uganda, Nueva Guinea o Ecuador está al alcance de muy pocos. De nadie, diría yo. Porque Mejino no solo es un enamorado de las series, sino un viajero apasionado. Y, como tal, se aplica el cuento de que «viajar es un ejercicio con consecuencias fatales para los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de mente». Esto último no es mío, es de Mark Twain.

La cuestión —bien resuelta en este caso— es que un saber enciclopédico se resume en un libro divertido y nada pretencioso, cosa que se agradece especialmente, y más en estos tiempos seriéfilos neotrascendentes, en los que la erudición —por decir algo— se basa en remachar la ignorancia de los demás, simplemente porque no han leído los libros que ha leído el erudito de turno. O no has visto las series que ha visto dicho erudito, desde la atalaya de su sabiduría y con la falsa certeza de que el mundo —y las series— nacieron el mismo día que al «sabio» le dio por empezar a verlas.

Al grano, que me desboco. No hago este prólogo por amistad —no se lo digáis a los autores—. Ni por compromiso —a mi edad, solo lo tengo con mi familia, el Atlético de Madrid y, a veces, conmigo mismo—. De hecho, no me gusta escribir prólogos. Este lo escribo porque me parece una idea brillante y el libro es entretenido, ligero y sencillo —que no es lo mismo que simple—. Porque es fragmentario y directo y no cae en erudiciones. Porque sobre un ejemplo te hace imaginar mil más. Y, sobre todo, porque es pop. Como la cultura de las series, que a nadie se le olvide este dato.

Dicen que Donald Judd blasfemó cuando se encontró al Pato Donald en un museo. ¿Cómo era posible que una imagen de consumo popular entrara en el palacio en el que solo vivían ya los dueños de mil secretos, de herméticos mensajes para elegidos —cuando no para el sí mismo del artista—? En realidad, el pop art no era menos diseño mercantil que el expresionismo abstracto. Pero, casualidades de la vida, abrió una ventana para que entrara aire fresco. Y aplicó al arte la virtud de la ironía, sinónimo de inteligencia. Y lo dice alguien que ama por igual a Pollock que a Warhol.

El pop original inglés —anterior al norteamericano— nos legó un cuadro de Hamilton titulado ¿Qué es lo que hace que los hogares de hoy en día sean tan diferentes, tan atractivos? El hoy en día era el año 1956. Y en el cuadro aparecía —entre otras cosas— una pin-up, un magnetofón, una radio, una imagen de cómic… y una televisión. El origen de lo que se llamó youth culture. En esa casa, apoyadito en una mesa, podría aparecer un libro como este de Hergar y Mejino. Puritito pop. Que no es lo mismo que decir —insisto— banal. Si lo fuera, sería imposible entender las razones de por qué la ficción televisiva ha llegado a la cima que toda creación desea, solo escalable si sus contenidos se convierten en elemento indispensable para entender el mundo en el que se vive.

Por eso las series se han convertido en vanguardia. No todas, evidentemente. En el Renacimiento también habría artistas malos, solo que no han pasado a la posteridad —salvo alguna injusticia particular, evidentemente—. ¿Cuál es la diferencia? Que las series son vanguardia popular. Y las ves en tu casa o en el ordenador mientras viajas en tren. Te acompañan personalmente sin la mediación de un museo o sin tener que ir a una catedral gótica —acciones, por supuesto, altamente recomendables, sobre todo para críticos supuestamente sesudos que solo juegan con un único juguete—.

Ahora, esas series —y su fenómeno mediático— te acompañan en forma de un libro de viajes. Para recordarte, como decía Pessoa, que los viajes son los viajeros, y que lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos. Y si eso lo dice alguien que escribió que todas las cartas de amor son estúpidas, pero que lo más estúpido es no haber escrito nunca una carta de amor, no cabe duda: hay que hacerle caso.

JAVIER OLIVARES

La vuelta al mundo en 80 series

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