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2. LA TRANSICIÓN Y LOS ASPECTOS DEL DESARROLLO COMERCIAL Y MANUFACTURERO EN LA EUROPA BAJOMEDIEVAL Y MODERNA

Volver a plantear, y hacerlo en área peninsular, el clásico tema de la transición produce cierta seducción por las viejas batallas historiográficas nunca concluidas y cierto grado también de incomodidad. Volver al tema significa preguntarse si todavía mantiene, y en qué medida, su operatividad heurística, es decir, su capacidad de integrar unos hechos en y para la investigación histórica y un valor de estímulo a la concepción crítica de la historia. Pero replantear el debate teórico desarrollado en los años cincuenta y sesenta sobre la transición al capitalismo, incluso en la visión más actualizada de Robert Brenner y sus críticos, no deja de producir cierta frustración tanto por los «olvidos» o marginaciones teóricas y explicaciones unicausales como por el reduccionismo geográfico que privilegia la comparación entre el desarrollo de Francia e Inglaterra y margina el área mediterránea. Y es claro que en ambos procesos de selección ni se ha enriquecido el debate teórico ni ha ganado mucho la historia como tal.

Como ocurre a menudo en debates similares, se trata en primer lugar de definir los términos, proceso que no resulta fácil ni siquiera desde la perspectiva del marxismo. Se ponga el acento en la servidumbre y en la organización de la producción sobre la base de la propiedad señorial (Maurice Dobb), en el desarrollo del comercio y de la producción para el mercado, en la aparición de nuevas necesidades de consumo y en el reforzamiento de las economías urbanas (Paul Sweezy), o en la original articulación entre productores directos y propietarios agrarios que controlan a su vez los señoríos rurales (Takahashi y más recientemente, a propósito del caso de Normandía, Guy Bois), la particular evolución de la economía peninsular no entra, o entra solo en parte, en los límites del modelo.

Por regla general, lo que los historiadores proponen es dirigir la atención, más que a las causas externas, a las razones internas que provocaron la inversión de tendencia. Sería inútil, sin embargo, especular con las diversas interpretaciones, las cuales se muestran tanto más contradictorias cuanto más tratan de conciliar la diversidad y multiplicidad de los aspectos del real histórico con modelos y teorías generales de explicación. ¿Se trata, por tanto, de un problema verdadero o falso? Todos los análisis acaban, en definitiva, con la aceptación de una correspondencia (presupuesta más que verdaderamente establecida) entre el cambio del modo de producción y el paso de la sociedad rural a la sociedad industrial. La primera es descrita como destinada al estancamiento o al crecimiento sin futuro; la segunda, nacida bajo el signo de una doble revolución de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción. Sin embargo, las dificultades aumentan cuando se trata de encontrar a toda costa una lógica universal en el funcionamiento del sistema precedente (feudal o precapitalista) y de las condiciones que han precedido la transición, y por el deseo de integrar las diferencias en una explicación lineal centro y norteuropea.

Con planteamientos de este género, los historiadores de hoy día continúan dividiéndose en varios posicionamientos que podemos reagrupar en tres tipos fundamentales y hasta en tres maneras o formas distintas de leer a Marx:

a) Los que, basándose en un criterio de «permanencias feudales» o de un «sistema esencialmente feudal», minimizan las transformaciones habidas entre los siglos XIII y XVI. Estas transformaciones, en vez de poner en crisis las estructuras esenciales de una sociedad básicamente rural, habrían provocado en cierta medida su consolidación. De ahí la rigidez aplastante de ese «bloque feudal» de larga duración y los paralelos procesos de feu-dalización-refeudalización, descomercialización, desindustrialización, etc., que duran hasta el siglo XIX, cuando no hasta nuestros días. Esta lógica «feudal» se basa en la estaticidad de los rendimientos agrícolas y de las técnicas de cultivo, de las relaciones sociales de producción y en los cuadros generales de la vida material que confirmarían la permanencia de las estructuras económicas y sociales.

b) Los que, en una posición más matizada, pero bastante cercana a la anterior, ponen el acento en la desigual distribución geográfica de las transformaciones en la economía y en la sociedad. La expansión bajomedieval es considerada como un período de profundos cambios en las estructuras económicas y sociales en el que, sin embargo, no se superan los límites impuestos por los elementos de carácter feudal todavía dominantes. La baja Edad Media y los primeros siglos de la Moderna son considerados como «época de transición». La expansión medieval sería, por tanto, solo un crecimiento producido por la coyuntura. Las estructuras profundas de la economía permanecerían todavía feudales e incluso los ciclos sucesivos de decadencia o recesión aparecerían explicados como procesos de refeudalización.

c) La tercera posición, recientemente definida por Wallerstein, coloca la transición en un cuadro cronológico y espacial diferente. En vez de confundirse con el paso de la sociedad rural a la sociedad industrial, la transición se efectúa en dos etapas sucesivas. La primera corresponde a la génesis, en torno a 1450, de una nueva economía que es una economía mundial y de dirección capitalista. La segunda corresponde a la Revolución Industrial propiamente dicha, que comienza tardíamente a partir de 1780. Los tres siglos anteriores aparecen dominados no tanto por la mayor o menor rapidez del proceso de transición en los países de la Europa Occidental cuanto por las transformaciones o modificaciones que tienen lugar en la estructura interna de esta economía-mundo, dominada por la oposición entre centro, periferia y semiperiferia.

De los posicionamientos anteriores, y de las críticas dirigidas a la obra de Wallerstein, se deduce que para superar la crisis abierta para el final de la «leyenda de la burguesía y del comercio» se descubre el feudalismo como carácter sustantivo de la historia europea del siglo XIII al XVIII. Para suplir el concepto de capitalismo bajomedieval y moderno, que carecía de toda especificidad histórica, se corre el riesgo de proponer una nueva «leyenda del feudalismo» no menos carente de cualquier especificidad histórica. Y si el intento de encontrar una causalidad económica unilineal que fundamente el concepto de transición parecía poco consistente, también parece problemática una interpretación satisfactoria de larga duración válida para la Europa de los siglos XIII al XVIII y capaz de integrar los trends económicos con los mecanismos del modo de producción precapitalista.

El cuestionamiento de una propuesta de continuidad, de permanencias feudales y de procesos anárquicos de feudalización-aristocratización, donde el concepto de feudalismo acabe por perder toda especificidad y por transformarse en una especie de categoría residual, me lleva también a rebajar el contenido del concepto de «transición del Feudalismo al Capitalismo». Este puede ser entendido si se trata de la identificación, en sectores económicos históricamente definidos, de una dinámica real de transición. Pero si se trata de un proceso plurisecular, el problema de la transición me parece más un problema de historiografía que de historia. Es decir, creo que las discusiones en torno a este concepto están destinadas a permanecer esencialmente como testimonio de un intento de actualización o puesta al día crítico, de un esfuerzo llevado a cabo por los historiadores para superar las dificultades que inevitablemente se presentan cuando se considera el feudalismo como un modo de producción definido una vez por todas y que habría caracterizado un bloque de diez o quince siglos de la historia económica y social europea.

Uno de los rasgos característicos de la Europa bajomedieval y moderna es la coexistencia de dos principales formas de organización productiva y social, feudalismo y capitalismo, uno y otro con caracteres diversos de sus respectivos modelos, medieval y contemporáneo. Hay que reconocer, sin embargo, que los análisis corrientes de los diversos modos de producción no agotan de ninguna manera las exigencias de la investigación histórica de los fenómenos concretos. Existen formaciones económico-sociales que resulta problemático definir con exactitud. Esto que probablemente es verdad para numerosas regiones europeas, lo es más aún para las sociedades meridionales de la baja Edad Media y principios de la Moderna en que el planteamiento quizá más satisfactorio sea la individualización de formas de transición cuyos elementos característicos, tanto a nivel económico como social, resultan compuestos de diversos modos de producción.

Naturalmente, en este contexto, se trata de indagar los mecanismos internos, las reglas de funcionamiento de estas formaciones. Los trabajos más recientes, algunos de ellos ya señalados, proporcionan ciertos elementos válidos y estimulantes para la discusión y la investigación de los que conviene destacar dos propuestas a mi modo de ver importantes:

La propuesta del «modelo mercantil» y de la expansión comercial de la economía europea a partir de mitad del siglo XIII-XV, que ha sido considerada, quizá apresuradamente, como elemento externo y puramente accidental al sistema productivo y de relaciones dominantes. En la formulación más reciente de Wallerstein, las formaciones sociales periféricas son vistas como distintos modos de producción precapitalistas. Esto contradice la visión, ampliamente constatada por los historiadores de la Edad Moderna, según la cual la formación de fuertes desequilibrios regionales era inevitable y consecuencia estructural del intercambio no equivalente y del desarrollo desigual del capitalismo. Pero también es verdad que esta constatación, por sí misma, no proporciona la solución al problema que debe buscarse tanto en los condicionamientos internacionales y en las relaciones económicas entre los diversos países, como en las estructuras internas y en los modos de su evolución. La explicación del porqué unas zonas avanzaron y otras, en cambio, entraron en una fase de regresión o decadencia debe tener en cuenta uno y otro tipo de factores.

Este es uno de los temas más complejos y discutidos de la historia europea del siglo XVII. Los términos periferia o semiperiferia usados por Wallerstein para indicar las zonas de atraso económico no son aceptables porque soslayan la constatación de que las áreas que permanecieron marginadas fueron aquellas en las que en el siglo XVII se mantuvieron más rígidamente las estructuras de tipo feudal y donde la acción del Estado o la iniciativa de las fuerzas sociales no logró limitar sustancialmente las formas tradicionales de dominio de los grupos privilegiados. Sin embargo, la fórmula de Brenner, esto es, la causalidad de las relaciones internas de clase y de «extracción de excedente», también ofrece una imagen parcial de la realidad, puesto que no tiene en cuenta el proceso de acumulación capitalista que tiene como terreno de desarrollo el «mercado mundial», proceso metodológica y marxianamente distinto de la acumulación originaria, ni los cambios cualitativos que el inicio de la acumulación capitalista introduce en las relaciones entre formaciones sociales diferentes. Historiadores de diverso signo han insistido abundantemente sobre estas cuestiones: su necesaria complementariedad y la arbitrariedad de separar y relegar cualquiera de estos procesos básicos en la génesis y desarrollo del capitalismo.

Aparentemente, una de las pruebas más convincentes para mostrar la escasa incidencia de elementos «burgueses» y mercantiles, y para testimoniar el mantenimiento de formas feudales en una situación todavía tradicional, consiste en documentar el limitado impacto cuantitativo de los aspectos innovadores y, en nuestro caso, de las ciudades y sobre todo de las actividades comerciales e industriales. En buena medida, en el debate sobre la transición, y el reciente intento de Brenner es una clara muestra, falta la ciudad en sus articulaciones internas, como mercado de productos agrarios, como lugar en que los propietarios realizan la renta, como área de inmigración de la población campesina y como estructura industrial y de transformación de los productos de la agricultura. La reacción contra una óptica neoclásica, que ve en la división del trabajo entre ciudad y campo un elemento decisivo para incrementar el grado de productividad del sistema y las ventajas comparativas tanto de la ciudad como del campo, no ayuda a comprender por qué en el modelo de Brenner las variables ciudad y acumulación mercantil son marginadas. Sobre todo cuando en otros modelos, especialmente en el modelo de la protoindustria rural, adquieren una importancia decisiva en la explicación de las estructuras económicas y sociales.

El modelo protoindustrial rural elaborado por Hans Medick y otros es suficientemente concreto y coherente al relacionar prácticas agrícolas, actividades industriales, estructuras familiares y trends demográficos como para constituir ya una contribución de excepcional valor a la teoría de la transición del feudalismo al capitalismo. El modelo supone la combinación estructural de una industria rural, modelada sobre el viejo concepto de industria a domicilio (verlagssystem) rural y doméstica, y una organización capitalista del mercado. Este sistema productivo supone la existencia, por una parte, de una sobrepoblación campesina pobre y subocupada, con poca tierra y obligada a una oferta de trabajo en el sector industrial que compense la insuficiencia del crédito agrícola y, por otra, la existencia de mercaderes capitalistas, distribuidores de materias primas, que aseguran la distribución de productos en mercados lejanos e incluso de características internacionales.

El modelo, que evita la simplificación analítica o seudoexplicativa de los planteamientos demográficos y el formalismo de las exposiciones empíricas, tiene el gran mérito de abordar directamente el proceso de reproducción del sistema económico en la última fase del feudalismo y del primer capitalismo, integrando los temas clave de la transición que, en la exposición de Brenner, por ejemplo, habían quedado obviados o marginados: las investigaciones cuantitativas, tanto demográficas como económicas, que ponen en relación las estructuras agrarias con las innovaciones del sector secundario y terciario; la existencia en el campo de estructuras y de relaciones de producción favorables al desarrollo de actividades industriales; la descomposición de las sociedades campesinas tradicionales y de las propias estructuras productivas urbanas, y la aparición de una demanda externa, incluso colonial, vinculada a la formación de un sistema económico mundial. Ello, unido al papel fundamental que juegan las relaciones de producción y de propiedad y la ventaja de incorporar aspectos microanalíticos de la antropología, de las estructuras de poder y de las relaciones familiares, si bien no constituye aún una modelística completa para elaborar una teoría de la transición al capitalismo industrial, no cabe duda de que ofrece una de las líneas más atractivas que presenta la historiografía marxista de los últimos años.

En esta perspectiva es posible ir proponiendo líneas de investigación e ir definiendo un modelo original de desarrollo, o diversos modelos, fundado no solo en el contraste entre población y subsistencias, entre producción campesina y exacciones señoriales, sino también sobre una doble relación de organización y aprovechamiento del espacio, relación reforzada por la depresión demográfica de los siglos XIV y XV: por una parte, a nivel local y regional, la que concierne a la relación campo-ciudad, y, por otra, a nivel internacional, la relación que une las zonas exportadoras de materias primas agrícolas a las metrópolis comerciales e industriales o manufactureras.

De esta manera, el papel decisivo de la coyuntura, de las pulsaciones lentas de las economías locales, y las oscilaciones seculares de la demanda internacional de materias primas ritman el funcionamiento histórico de un sistema original –que al final podremos denominar feudal– pero distinto del modelo polaco de Witold Kula y del modelo noroccidental clásico recientemente formalizado por Guy Bois.

También es evidente que estas propuestas de estudio insisten no tanto en las supervivencias feudales –no utiliza el concepto «feudalismo» como categoría residual ni recurre a conceptos como refeudalización, descomercialización o desindustrialización– cuanto en las estructuras nuevas puestas en vigor entre los siglos XIII y XVI durante el primer impulso de desarrollo económico europeo. Si estas pautas de interpretación parecen aceptables en líneas generales, otra cuestión más discutible es discernir si la razón última de la decadencia o «transición abortada» reside en la paralización de los elementos nuevos puestos en vigor en la fase inicial de la expansión económica bajomedieval o, más bien, en la continuidad de su funcionamiento en fases sucesivas sin que se produjeran variaciones cualitativas importantes.

El mediterráneo medieval y Valencia

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