Читать книгу El mediterráneo medieval y Valencia - Paulino Iradiel Murugarren - Страница 12

Оглавление

3. ANTES DE LA IDENTIDAD, LAS IDENTIDADES. REFLEXIONES DESDE LA PERIFERIA

Decía el autor al que va dedicado este homenaje que «la identidad se ha convertido en una de las grandes cuestiones de nuestro tiempo» y dejaba entrever que la construcción de la primera identidad política española, iniciada en la década de 1540, debía rastrearse mediante una reflexión historiográfica profunda de las relaciones recíprocas entre cultura política, memoria y realidad comunitaria.1 Siempre he pensado que la historia, o mejor la práctica histórica, es en buena parte historiografía del pasado. Pero no es menos cierto que, previamente a su formación como materia nacional –española o cualquier otra–, la construcción de identidades múltiples anteriores y de ámbito más restringido requiere la explicación de las grandes modificaciones estructurales bajomedievales y de la temprana edad moderna, que son resultado de la adecuación constante de los desarrollos institucionales, políticos y culturales de una época con la dinámica de los grupos sociales y de sus prácticas económicas, lo que coloca el estudio de las identidades premodernas en una situación más indefinida conceptualmente, pero también más abierta para una reflexión «desde la periferia».2

No es extraño que, apoyado en esta indefinición de origen, el estudio de las identidades se haya convertido en un «fantasma» («correcalles» y «auténtico laberinto» dice Pablo Fernández Albadalejo) que recorre el medievalismo español –y la edad moderna– en multitud de congresos, seminarios, proyectos o másteres sin que nadie se sustraiga a decir la suya. Sin una distinción precisa entre colectivas o individuales, políticas o sociales, alteridad o sujeto, integración o rechazo, el concepto se ha convertido en una fórmula inofensiva y ambigua, de escasa capacidad explicativa –pero sí de mucha descripción– y válida para casi todo.3 Por influencia de sociólogos, antropólogos e intereses académicos o mediáticos varios, estamos aplicando la cuestión identitaria a cualquier realidad del pasado con la esperanza de hacer frente a la crisis de las identidades actuales –olvidando el poso de las tradicionales– o de encontrar la mística de una historia más humana y global como alternativa a la vieja historia. Por ello, la categoría histórica de identidad puede resultar peligrosa y hay que manejarla con cuidado, dándonos cuenta de que requiere una fuerte reflexión crítica, una adecuada lectura de las fuentes y de las aportaciones historiográficas y una serena discusión y contraste de los resultados. Sobre todo si abordamos las cuestiones ligadas a los complejos problemas de los orígenes, de la memoria del pasado o de la naturaleza civil y política de la comunidad. Porque ¿de qué raíces se trata y cuáles son los elementos o la época que mejor define la formación de la identidad colectiva de una comunidad? No es extraño que los antropólogos Francesco Remotti y Marco Aime sugieran que es mejor abandonar completamente la noción de identidad en sentido marcadamente personal o individual y asumirla con carácter relacional, es decir, como «identidades variables» que muestren las relaciones internas de sociedades determinadas,4 lo que significa preguntarnos cuáles son los motivos por los que identificamos las «raíces» (los orígenes) históricas de una sociedad en una época más que en otra.

CIVITAS, IDENTIDAD, CIUDADANÍA

La perspectiva «variable» nos puede llevar a una casuística extrema y a la proliferación de modelos que sirvan para remarcar la incidencia de las realidades locales o particulares sin tener en cuenta los marcos más amplios e importantes. Sin embargo, existen una serie de componentes básicos que definen las identidades colectivas y sobre los cuales se ha logrado cierto consenso. El primero de ellos es la conexión entre identidad y comunidad. En este sentido, la civitas concebida como estructura maestra del vivir civil representa el sistema de valores y los parámetros de identidad capaces de dar solidez a la comunidad política.5 Formar parte de un grupo implica necesariamente compartir algunos rasgos constituyentes de la acción política y civil de sus miembros que justifican la existencia del grupo. Frente al papel unificador del estado, lo que caracteriza a las identidades colectivas, tal como las define Paolo Prodi, es «el vínculo de pertenencia, dinámico aunque dotado de cierta estabilidad, que se transmite de una generación a otra, de un individuo a un determinado grupo social, mediante la coparticipación de valores, normas y representaciones y, por tanto, de ideologías y de símbolos»,6 es decir, la percepción de semejanzas y diferencias entre un grupo social y otro. Porque, como nos ha advertido más de una vez Amartya Sen, con esto de las identidades se pueden cometer dos errores graves: no reconocer que son fuertemente plurales, en un contexto donde la importancia de una identidad no disminuye la importancia de las demás, y atribuir un valor desmesurado a una de ellas hasta provocar un conflicto con las restantes.7

El segundo componente se refiere a las conexiones entre la construcción de la identidad y la pertenencia a una colectividad. El discurso político franciscano en la Corona de Aragón, especialmente los tratados de Francesc Eiximenis, recalcan que el único lugar donde podía construirse la identidad era la ciudad y que el vehículo activo era la ciudadanía, la pertenencia ciudadana.8 Hacerse civis no es simplemente formar parte de una comunidad familiar o genéricamente social, es una pertenencia civil y política que confiere un estatuto de honorabilidad y de civilidad virtuosa. Por esta primacía civil, afirma Eiximenis, incluso los nobles quieren hacerse ciudadanos adquiriendo un nivel de prestigio que no les venía por su estado de nobleza de sangre.

El primado de la civitas y del vivir virtuoso de los hombres que viven en ella lleva consigo el fortalecimiento de la identidad política y de la capacidad civil de cada ciudadano. El resultado más evidente es la dimensión humanista y «republicana» que la reflexión franciscana atribuye a quien vive virtuosamente en la ciudad. Emerge entonces la identidad política de la ciudadanía y el vínculo que la configura es un contrato jurídico y de gobierno, casi constitucional y de acuerdo pactado entre quienes forman la comunidad, quieren vivir bajo unas mismas leyes y ser gobernados por los mismos regidores.9 Las identidades colectivas «variables», que se moldean continuamente en la dialéctica entre poder y consenso, presentan una forma contractual, resultado de pactos y convenciones, de consentimientos tácitos o expresos entre todos los miembros de la civitas. Así se construye una comunidad civil y política de leyes y de normas consuetudinarias –que son al mismo tiempo memoria y narración de la identidad comunitaria– y de ahí nace la ciudadanía como sujeto colectivo y las «regalías» concedidas al príncipe, los oficios instituidos en beneficio público, los flujos móviles de la cultura y las estructuras más permanentes de la representación y de la pertenencia que constituyen el esqueleto de toda formación política.

Al mismo tiempo, sin embargo, la pertenencia no puede manifestarse si no es a través de la diferencia, la alteridad y la exclusión. Una identidad construida como representación de una comunidad introduce inevitablemente un proceso de coherencia del tejido social, de continuidad en el tiempo y, al mismo tiempo, de reducción de la multiplicidad y de exclusión. Para aumentar la particularidad, condición de la identidad, es necesario tener en cuenta a «los otros». Cierto que la incorporación de la alteridad es siempre problemática para la reconstrucción de la propia particularidad identitaria porque «el otro» puede ser totalmente excluido, marginalizado o definido como anticomunitario, pero tales problemas son siempre consecuencia de la necesidad de identificar mejor la propia identidad. El civis honorable y virtuoso implica necesariamente que hay otros que no lo son y que ni siquiera son cives.10 A este respecto y frente a la fidelidad a la res publica y a sus valores, que caracterizan la bondad y la función positiva de la civitas, los judíos representan un papel típicamente incívico y antiidentitario. Eiximenis insiste frecuentemente en su extraña condición mediante el ejemplo de la rusticitas de los judíos, una categoría propia de los pageses que viven en los espacios exteriores de la civitas, y en su incapacidad de amar la cosa pública. Esta exclusión que los asimila a los rústicos no es una condición estrictamente económica o «técnica» sino que es de raíz cultural y civil: como los pageses, son inadecuados porque resultan incompatibles con la fides y ajenos a los negocios de tipo contractual y monetario de los cives.

Expertos en el manejo del crédito y del dinero, los judíos, al igual que los prestamistas cristianos que practican la usura, nos colocan en la difícil tesitura de discernir si ciertas actividades económicas eran compatibles o no con el estatuto de honorabilidad cívica y, por tanto, con la identidad ciudadana.11 Su exclusión de la comunidad urbana no responde explícitamente a sus diferencias étnicas ni vale una definición de raza o de «identidad étnica» diversa,12 aunque su incompatibilidad con los valores de la fe cristiana y con el cristianismo cívico del pensamiento escolástico sea determinante. En el fondo, su exclusión deriva de su incapacidad para entender las formas de organización política y económica de la civitas, es decir, la condición de ciudadano que permite a los particulares interesarse por el bien público, el bonum commune, que es uno de los elementos fundadores de la ciudad y de la credibilidad de la res publica que obliga a realizar las actividades económicas en beneficio de la comunidad.

Es sorprendente que para desarrollar estos planteamientos –y una práctica más sólida de la historia económica–, los historiadores de la economía estén tomando como punto de partida las investigaciones de los medievalistas Giacomo Todeschini y sus discípulos sobre la concepción franciscana de la riqueza y de la ciudadanía como fundamento de la identidad política y cívica. Y con ello salta a primer plano el análisis del mercado entendido como estructura comunitaria fundada en la confianza (la fides) recíproca entre los ciudadanos, obligados a la pertenencia y llamados a la participación para la consecución del «bien común».13 En la intelección del bonum commune lo importante no es el bien, que es el resultado, sino el «común», que es el fundamento de la identidad de los cives. Este derecho-deber no excluye la jerarquía interna ni las desigualdades económicas14 –difícil concebir un orden político-social en la Edad Media que no se funde en la jerarquía y en la desigualdad–, pero tampoco admite el despotismo del poder ni la negación del principio contractual de la comunidad como sujeto colectivo. La identidad política y social se construye mediante la credibilidad y la reciprocidad fiduciaria, es decir, en una relación de equilibrio –y también de tensiones continuas– entre la fides a la ciudad y la fides al mercado.

SÍMBOLOS DE IDENTIDAD DE LA COMUNIDAD

En torno a estos argumentos se concretan una serie de valores y contravalores que caracterizan la calidad ética de la ciudadanía y su pertenencia a la sociedad civil: favorecer y acrecentar el «bien común», el deber de conservar la ley y la justicia, practicar el uso honesto y la circulación fructífera del dinero, o combatir toda forma de especulación y de inmovilización de las riquezas para que no puedan ser sustraídas a las inversiones productivas o al crecimiento económico y bienestar de la res publica. Particularmente nocivos y anticívicos son los comportamientos definidos como avaros, usurarios, no caritativos o antisolidarios. Para la identidad cívica, el deber de solidaridad no equivale al ejercicio de la filantropía que se realiza en el terreno de las relaciones naturales o familiares que constituyen los elementos primarios de la cadena de sostenibilidad material de las personas. La solidaridad es política porque atañe exclusivamente a quienes forman parte de la civitas, y es económica por la obligación que tienen los ciudadanos de acrecentar los bienes materiales para que retornen al «bien común» con el fin de saldar las deudas y cubrir las necesidades y las carencias que cada civis encuentra al entrar en la comunidad.

Así concebida, la identidad contractual urbana, fundada en la sólida relación de reciprocidad tal como se va construyendo a finales de la Edad Media y principios de la Moderna, estableció también las bases de un escenario de equilibrio –y también de relaciones ambiguas– entre la ciudad, la mercatura y el mercado.15 Haciendo suya la interpretación aristotélica que convierte la comunidad política en comunidad de intercambio, una larga tradición textual de área franciscana y catalana desde Ramón Llull y Arnau de Vilanova en adelante comenzó a otorgar un papel relevante a los mercatores, considerados el mejor ejemplo de civilitas y de ciudadanía. En territorio valenciano, la tradición franciscana culmina en Eiximenis, que realiza una verdadera apología civilizadora del comercio y de los mercaderes considerados el fundamento de la organización civil y los principales artífices de la consecución del «bien común» al servicio de la cosa pública. En ningún caso, sin embargo, se elimina una valoración negativa sobre los vicios o la ambivalencia del comercio y del préstamo monetario que eran los dos componentes menos dóciles para un diseño de estabilidad y de armonía social y, en definitiva, el principal peligro potencial del cual podía temerse un asalto a la jerarquía y a las identidades establecidas.

Son muchos los ejemplos y el camino tortuoso de cómo la mercatura fue progresivamente asimilada, apreciada, protegida y justificada (y también condenada con viejas y nuevas reservas mentales, religiosas, jurídicas y sociales) hasta alcanzar la plena legitimidad y autonomía con la mercantilización de la primera edad moderna. Cuando afrontamos el problema de la utilidad social de los mercaderes y su contribución a la creación de identidades urbanas, nos vienen in mente tanto los argumentos favorables como los negativos sobre sus actividades. La desconfianza cívica es particularmente crítica respecto a los mercaderes extranjeros y explica los frecuentes intentos de expulsarlos de la ciudad, es decir, de la identidad comunitaria, justificados por los desórdenes que provoca el préstamo del dinero con usura, la manipulación de la moneda y la incompatibilidad del comercio especulativo con la honorabilidad del ciudadano honrado y del «bien común».16 De hecho, las tradiciones del pensamiento político europeo eran dispares. El papel asignado por Tomás de Aquino a los mercaderes en la comunidad política era difícil de encajar con la construcción identitaria urbana de los franciscanos. El dominico veía en los negotiatores –sobre todo si eran extranjeros– un peligro objetivo para la ciudad perfecta, una subversión de las costumbres comunitarias y una perturbación del vivir cívico. Aunque admitía que eran necesarios para la supervivencia de los cives, consideraba que el arte de la mercadería suponía una actividad proclive a los vicios de la avaricia, del acaparamiento y de la ganancia especulativa cuando no a los intercambios fraudulentos. Muy distintas son las apreciaciones de Eiximenis, que asigna a los mercaderes la función capaz de mejorar la convivencia civil y, en virtud de su pericia contractual y de las técnicas de negociación que requieren la fiducia entre partes, les suponía las personas más idóneas para ocupar los cargos públicos y asegurar la estabilidad de la comunidad concebida como red de relaciones fiduciarias.

El punto más importante de diferenciación con Tomás de Aquino aparece cuando Eiximenis se presenta como el principal valedor del ars mercandi y defensor a ultranza de los privilegios y gracias que la comunidad debe conceder a los mercaderes extranjeros por su contribución al bien común de la cosa pública. En este sentido, la gestación de la sociedad mercantil europea –la llamada «república internacional del dinero»– y de su sistema de valores sería el rasgo más profundamente definitorio de una nueva identidad supralocal de Europa, aunque todavía no es la identidad unificadora del estado-nación posterior.17 Pero sí representa la aparición de un sistema de relaciones nuevo caracterizado por la movilidad de los hombres de negocios y de cultura y por la circulación de ideas y mercancías a gran escala, que crea una estructura englobante por encima de los estados pero que continúa asentándose en la ciudad y en los principios de la ética comunitaria. Lo que define la identidad honorable del mercader es la pertenencia, no la diferencia o el éxito empresarial individual, y en parte la integración en un grupo cívico dotado de significado (social, profesional, institucional y simbólico) y de legitimidad jurídica. Que esto se manifieste a través de la dignidad pública, de la condición interna de ciudadanía (la identidad que confiere el estatuto de civis), de la pertenencia a un grupo de probada fiducia y riqueza o de la participación reconocible al «bien común» no es más que el resultado o puesta en práctica de la honorabilidad. Pero la pertenencia funciona también eficazmente como miedo a la exclusión. Lo que teme el mercader diariamente es que las malas –o erróneas– prácticas económicas lo proscriban al grupo de gente sospechosa, los irredimibles, los fuera-comunitarios, que son todos aquellos que –como Judas, dirá Giacomo Todeschini–18 no utilizan correctamente sus propias riquezas, que no siguen honestamente las reglas del mercado y que no buscan en sus acciones el «bien común» de la ciudad.

UNA PERSPECTIVA DE LARGA DURACIÓN

En el enfoque actual de las ciencias sociales –y por tanto en el estudio de la cultura cívica y de las identidades–, el concepto longue durée, aunque sea en una orientación muy distinta a la originaria de Fernand Braudel y practicada por la escuela francesa de Annales, está adquiriendo una relevancia excepcional.19 En la «materia» que nos ocupa, la larga duración constituye un elemento extremadamente eficaz para comprender no la identidad en sí, sino algunas manifestaciones de la historia intelectual o de las expresiones doctrinales de la identidad. En sustancia, el análisis diacrónico en un tiempo largo permite visualizar algunas tendencias de la reflexión teórica y observar remodelaciones en contextos políticos y sociales diferenciados. Lo que interesa plantear ahora es cómo ese ius mercatorum, esa imagen contradictoria y ambivalente de la mercadería que se transmite y concilia con la política, con la función civil del mercado y con la dimensión «republicana» de la comunidad durante la baja Edad Media y principios de la moderna.20 Dicho de otro modo, cómo se compagina la génesis de la racionalidad económica y la comunidad cívica con las identidades sociales, las percepciones y los comportamientos colectivos.

En esta perspectiva, Eiximenis aparece como el principal impulsor de una idea de identidad que se construye sobre la base de relaciones contractuales y de intercambio, un modelo que no solo funciona en los territorios de la corona catalano-aragonesa sino que recoge matrices del pensamiento político europeo, sobre todo del mundo mediterráneo, respecto a la civilitas y la res publica, y especialmente en lo que concierne a la exaltación del papel de la riqueza, de la moneda y del mercado urbano como elementos identificadores del desarrollo de la comunidad. El paradigma es suficientemente fuerte como para construir una medieval urban identity.21 Quien maneja debidamente estas realidades puede constituirse en civis, formar parte de la civitas y compartir una serie de rasgos constituyentes de la identidad urbana: una específica moralidad en los negocios, el enriquecimiento personal que favorece el desarrollo económico de la comunidad, la participación al buen gobierno y al bonum commune, la competencia virtuosa, el crédito honesto y la circulación de la moneda como medio de certificación de la auctoritas de la comunidad.

El paradigma político-identitario se acopla a una extensa área de Europa y a un período concreto de la baja Edad Media e inicios de la modernidad, un momento histórico en el que los contornos de las identidades cívicas estaban bien definidos y que desaparecerán con el desarrollo de las identidades uniformes del Estado-nación de los siglos posteriores, cuando la nueva opción absolutista del poder y las soberanías monocráticas se impongan sobre la comunidad eliminando las identidades, necesariamente múltiples y cívicas, de la primera edad moderna.22 Es el momento también en el que comienza a gestarse una concepción de la política como materia de gobierno, pero no de un gobierno civil de ciudadanos sino «Político Catholico Christiano», más católico incluso que cristiano tras la escisión confesional de la Reforma.23 Antes católicos que ciudadanos es una ruptura con los experimentos cívicos y republicanos de la baja Edad Media –pero también con el cristianismo cívico y virtuoso franciscano y con la conciliación entre los principios evangélicos y la filosofía práctico-cívica de Eiximenis- y una reivindicación profunda de una ancestral identidad hispana. La ciudadanía deja de formar parte de la vida activa política y, con ello, desaparece el vínculo indisoluble entre ejercicio activo de la vida en comunidad y los comportamientos éticos del buen civis que constituían el fundamento de la identidad civil urbana. Hasta el «bien común» acabará por ser marginado en la consideración de las virtudes ciudadanas para situarse exclusivamente en el terreno de competencias de los gobernantes y en la definición de la calidad de los modernos regímenes políticos.

Sin embargo, algunos rasgos y matrices del pensamiento político se mantendrán durante largo tiempo, incluso hasta el siglo XIX, en lo que Pablo Fernández Albadalejo ha denominado «cristianismo cívico» (a propósito de la obra de Martínez Marina) o de las diversas manifestaciones de un modelo contrapuesto al diseño absolutista y construido «desde abajo», desde la comunidad como sujeto político corporativo (a propósito del lenguaje constitucional de La lex regia aragonensium o de la comunidad regnícola de Pere Antoni Beuter).24 Pero es sobre todo la obra de Martínez Marina la que recupera planteamientos identitarios tradicionales, alternativas al despotismo y críticas a la noción vigente de soberanía. Con el miedo a los republicanos franceses de por medio, no era poco reivindicar la condición de «ciudadano» como sujeto con derecho a la honorabilidad cívica y a la participación en el Gobierno. Más relevante era con seguridad la defensa del «bien público», del municipalismo (en este caso, las municipalidades castellanas) y cierta idea de monarquía –o del poder político– contractual y res-publicana. Remontándose a idearios del pensamiento político medieval, en los inicios del siglo XIX, Martínez Marina recordaba que la ciudadanía representaba las señas tradicionales de identidad y que el poderío de la monarquía era resultado de pactos y convenciones y del consentimiento tácito o expreso de la comunidad, un convenio que daba paso al siguiente estadio, el de la «sociedad civil». Con todo, son muchos más los textos que, como el propio Fernández Albadalejo analiza, reafirman un pasado (más o menos forzado, mítico, ideológico o teológico) continuamente revisado en clave de autodefinición y exclusivismo nacional, propio de una entidad que está por encima de los grupos que se autoperciben como distintos en torno a prácticas de pertenencia y de participación comunitaria.

La perspectiva de larga duración sirve para entender lo que de nuestro pasado ha sido eliminado o se reaviva en el presente y las enseñanzas que el período histórico que estudiamos puede mostrarnos para el futuro. Un período en el que las formas de identidades cívicas acabarán por paralizarse, bloqueadas ante los instrumentos de los estados nacionales donde serán marginadas durante siglos. No será ya la circulación de hombres y culturas, la comunicación, el mercado cívico y con «honorabilidad» y la pluriidentidad los vectores que guíen a la sociedad civil, sino el predominio de lo político, la centralidad del Estado-nación, las identidades uniformes y la confrontación de los estados nacionales territoriales, terreno resistente hasta la crisis actual y en el que parecen naufragar tanto las corrientes federalistas como los principios culturales y espirituales de la tolerancia.

Por eso resulta tan difícil hablar de multiculturalismo y de globalización en los tiempos que corren, excepto por la dictadura de los mercados globales (con poco «honor» y menos civilitas) y por la debilidad del control estatal sobre estos, cuando las identidades múltiples permanecen amenazadas y confundidas sobre la base de la realidad estatal y son interpretadas especialmente, aparte de su construcción funcionalista, como principal elemento de diferenciación y de oposición de género, clase y nación.25 Y con la confrontación hemos perdido la confianza (la fides) convertida en algo limitado y revocable, y hasta el «bien común», otro valor liquidado por la crisis y el estado-nación.26 No es extraño que Manuel Cruz abogue por más responsabilidad y menos identidad o que Zygmun Bauman, cuando analiza la actual crisis del estado nacional, lo que quiere decir es que no existen ya territorios homogéneos, que las identidades nacionales no pueden dar soluciones a las necesidades de la sociedad y que toda sociedad es una sucesión de diásporas aunque los individuos no quieran prescindir de sus raíces.27 La gran cuestión actual es el colapso de la confianza porque la conexión entre identidad y política se ha roto y aparece la contradicción entre identidad tribal y el concepto de ciudadanía como pertenencia o como integración.

1 P. Fernández Albadalejo, Materia de España. Cultura política e identidad en la España moderna, Madrid, 2007. Prólogo.

2 Y entiendo «periferia» –o periférico– como medievalista e historiador del área mediterránea.

3 De una bibliografía que podría ser interminable, destaco solo algunas obras de ámbito urbano, como F. Sabaté (ed.), Identitats, Lleida, 2012; F. R. Fernandes (ed.), Identidades e fronteiras no medioevo iberico, Curitiba, 2013; J. Acebrón, I. Grifoll y F. Sabaté (eds.), La construcció d’identitats imaginades. Literatura medieval i ideologia, Lleida, 2015; F. Sabaté y Ch. Guilleré (eds.), Morphologie et identité sociale dans la ville médiévale hispanique, Chambéry, 2012; J. A. Jara Fuente, G. Martín e I. Alfonso (eds.), Construir la identidad en la Edad Media. Poder y memoria en la Castilla de los siglos VII a XV, Cuenca, 2010; J. A. Jara Fuente (ed.), Ante su identidad. La ciudad hispánica en la baja Edad Media, Cuenca, 2013; O. Rey Castelao y T. Mantecón Movellán (eds.), Identidades urbanas en la monarquía hispánica (siglos XVI-XVIII), Santiago de Compostela, 2015.

4 F. Remotti, Contro l’identità, Roma-Bari, 1996; íd., L’ossesione identitaria, Roma-Bari, 2010; M. Aime, Eccessi di culture, Turín, 2004.

5 P. Evangelisti, «Misura la città, chi è la comunità, chi è il suggetto, chi è nella citta...», en P. Prodi, M. G. Muzzarelli y S. Simonetta (eds.), Identità cittadina e comportamenti socio-economici tra medioevo ed età moderna, Bolonia, 2007, pp. 19-52, y la bibliografía citada en nota 2.

6 P. Prodi, «Introduzione: evoluzione e metamorfosi delle identità collettive», en P. Prodi y W. Reinhard (eds.), Identità collettive tra medioevo ed età moderna, Bolonia, 2002, p. 11.

7 A. Sen, Identitat i conflicte: qui té interés a convertir la identitat en un conflicte?, Barcelona, 2009.

8 Estas y otras referencias siguientes al fraile de Girona, muy abundantes, en F. Eiximenis, Dotzè Llibre del Crestià, Xavier Renedo (ed.), Girona, 2005; F. Eiximenis, Regiment de la cosa pública, Daniel de Molins (ed.), Barcelona, 1927 (reed. 1980).

9 P. Evangelisti, «Construir una identidad: Francesc Eiximenis y una idea europea de civilitas», en La construcció d’identitats, cit., pp. 125-165; íd., «Ad invicem participancium. Un modello di cittadinanza proposto da Francesc Eiximenis, frate franciscano», en Cittadinanza e disuguaglianze economiche: le origini storiche di un problema europeo (XIII-XVI secolo), Mélanges de l’École française de Rome. Moyen Âge, 125/2, 2013, disponible en línea: <http://mefrm.revues.org/1466>, y, más ampliamente, íd., I francescani e la costruzione di uno Stato. Linguaggi politici, valori identitari, progetti di governo in area catalano-aragonese, Padova, 2006.

10 G. Todeschini, «Fiducia e potere. La cittadinanza difficile», en P. Prodi (ed.), La fiducia secondo i linguaggi del potere, Bolonia, 2007, pp. 15-26.

11 G. Todeschini, La banca e il ghetto. Una storia italiana (secoli XIV-XVI), Roma-Bari, 2016.

12 Concepto equívoco. Véase U. Fabietti, L’identità etnica. Storia e critica di un concetto equivoco, Roma, 1995; A. P. Smyth (ed.), Medieval europeans: studies in ethnic identity and national perspectives in medieval Europe, Londres, 1998.

13 G. Todeschini, «Mercato medievale e razionalità economica moderna», en Reti Medievali Rivista, VII, 2006/2, disponible en línea <http://www.dssg.unifi.it/_RM/rivista/saggi/Todeschini.htm>; P. Evangelisti, «Mercato e moneta nella costruzione francescana dell’identità politica. Il caso catalano-aragonese», en Reti Medievali Rivista, VII, 2006/1, disponible en línea <http://www.dssg.unifi.it/_RM/rivista/saggi/Evangelisti.htm>; G. Todeschini, «Participer au Bien Commune», en E. Lecuppre-Desjardin y A. L. van Bruaene (eds.), De bono communi: the discourse and practice of the common good in the european city (13th-16th c.), Turnhout, 2010; S. Zamagni, Por una economía del bien común, Madrid, 2012.

14 Cittadinanza e disuguaglianze economiche: le origini storiche di un problema europeo (XIII-XVI secolo), cit.

15 M. Boone, A la recherche d’une modernité civique. La société urbaine des anciens Pays-Bas au bas Moyen Âge, Bruselas, 2010; F. Migliorino, «Immagini della mercatura. Costruzione di una identità sociale», en P. Prodi (ed.), La fiducia secondo i linguaggi del potere, cit., pp. 359-378.

16 G. Albertani e I. Checcoli, «Il denaro, il nome e l’onore. Sulle tracce dei prestatori bolognesi (secc. XIII-XIV)», en P. Prodi, M. G. Muzzarelli y S. Simonetta, Identità cittadina, cit., pp. 113-132.

17 P. Iradiel, «La idea de Europa y la cultura de las élites mercantiles», en Sociedad, culturas e ideologías en la España bajomedieval, Zaragoza, 2000, pp. 115-132 (en este volumen, pp. 165-184); R. Greci (ed.), Itinerari medievali e identità europea, Bolonia, 1999. Naturalmente la referencia es A. de Maddalena y H. Kellenbenz (eds.), La Repubblica internazionale del denaro tra XV e XVII secolo, Bolonia, 1986.

18 G. Todeschini, Come Giuda. La gente comune e i giochi dell’economia all’inizio dell’epoca moderna, Bolonia, 2011. Véase también íd., «Theological Roots of the Medieval/Modern Merchants’ Self-Representation», en M. C. Jacob y C. Secretan (eds.), The Self-Perception of early modern ‘Capitalist’, New York, 2008, pp. 17-46.

19 Imposible referenciar, en un texto breve como este, la tradición y debates sobre «la larga duración» braudeliana, pero véase el reciente dosier La longue durée en débat, en Annales HSS, 70/2, 2015, que contiene el artículo-manifiesto de D. Armitage y J. Guldi «Le retour de la longue durée: une perspective anglo-américaine», pp. 289-318. Véase también, de estos autores, The History Manifesto, Cambridge, 2014, disponible en línea: <http://historymanifesto.cambridge.org/>, y de D. Armitage, «What’s the Big Idea? Intellectual History and the Longue durée», en History of European Ideas, 38, 2012, pp. 493-507.

20 P. Prodi, «Il mercato come sede di giudizio sul valore delle cose e degli uomini», en P. Prodi, La fiducia, cit., pp. 157-178; C. Petit, «“Mercatura” y “ius mercatorum”. Materiales para una antropología del comerciante premoderno», en íd., Del ‘ius mercatorum’ al derecho mercantil, Madrid, 1997.

21 F. Sabaté (ed.), Medieval Urban Identity: Health, Economy and Regulation, Cambridge Scholars Publishing, 2015.

22 B. B. Diefendorf y C. Hesse (eds.), Culture and identity in early modern Europe. Essays in honor of Natalie Zemon Davis, Ann Arbor, 1993.

23 P. Fernández Albadalejo, «Católicos antes que ciudadanos: gestación de una “política española” en los comienzos de la Edad Moderna», en J. I. Fortea (ed), Imágenes de la diversidad. El mundo urbano en la Corona de Castilla (s. XVI-XVIII), Santander, 1997, pp. 103-127.

24 P. Fernández Albadalejo, «El cristianismo cívico de Francisco Martínez Marina», y «Lex Regia Aragonensium. Monarquía compuesta e identidad de reinos en el reinado de Felipe III», en íd., Materia de España, cit., pp. 323-350 y 65-91, respectivamente.

25 J. Fontana, «Histories and Identities», en F. Sabaté (ed.), Hybrid Identities, vol. 2, Berna, 2014, pp. 15-28; íd., La construcció de la identitat. Reflexions sobre el passat i sobre el present, Barcelona, 2005.

26 L. Bruni, Le nuove virtù del mercato: nell’era dei beni comuni, Roma, 2012.

27 M. Cruz, Hacerse cargo. Por una responsabilidad fuerte y unas identidades débiles, Barcelona, 2015; Z. Bauman y C. Bordoni, Estado de crisis, Barcelona, 2016.

El mediterráneo medieval y Valencia

Подняться наверх