Читать книгу El mediterráneo medieval y Valencia - Paulino Iradiel Murugarren - Страница 9

Оглавление

1. DEFINIR Y MEDIR EL CRECIMIENTO ECONÓMICO MEDIEVAL

Creo ser objetivo si afirmo que resulta demasiado optimista y ambicioso proponer el desarrollo de un argumento tan complejo como este. En el estudio de las economías preindustriales, definir y medir un proceso de media o larga duración nunca es fácil, y mucho menos el crecimiento económico medieval. Guiado más por la voluntad que por las posibilidades racionales, he adoptado un enfoque interpretativo que, sin olvidar las aportaciones de las diversas historiografías, esté más atento a los problemas de método, de causalidad, de léxico y de teoría económica que a la simple descripción de los fenómenos particulares. Lo que pretendo es ofrecer una perspectiva general de lo que considero nuevas orientaciones en el análisis del crecimiento económico medieval y de la primera edad moderna, un intento de síntesis de los aspectos más actuales y novedosos de la práctica histórica, con atención tanto a los elementos estructurales como a los movimientos y temporalidades propias de cada realidad de la economía medieval. La perspectiva es fundamentalmente anglosajona pero la argumentación es general para muchos historiadores de la época preindustrial y refleja ya desarrollos comunes de la historiografía europea.

Durante la segunda mitad del siglo pasado, la economía y la sociedad preindustrial han sido observadas y analizadas bajo el prisma de la longue durée braudeliana, un término acuñado en los años cincuenta, que sintetizaba una visión particular de la historia y de la economía precapitalista «casi inmóvil, lenta a transformarse, hecha no pocas veces de insistentes reiteraciones y de ciclos incesantemente reiniciados».1 El concepto, elevado a categoría de paradigma y escala de análisis por varias generaciones de historiadores del momento y posteriores (entre otros muchos, Michael Postan, Wilhelm Abel, Ernest Labrousse y en cierto sentido Emmanuel Le Roy Ladurie y hasta el propio Jacques Le Goff), nacía en un contexto de crisis de las relaciones entre la historia y las ciencias sociales y trataba de defender, frente al estructuralismo y la antropología, la función articuladora de la historia y, frente al marxismo, la historicidad esencial de los hechos sociales. Se trataba también de una definición en negativo (la no industrialización) y de una visión que subrayaba una cierta estaticidad de las estructuras económicas y destacados elementos de homogeneidad y de continuidad de estas estructuras en Europa desde la Edad Media hasta el inicio de la industrialización moderna.

En el curso de los últimos años, y en una situación de «crisis de la historia» muy similar a la de los años cincuenta del siglo pasado, una nueva concepción más optimista (un enésimo tournant historiográfico) de la longue durée ha reaparecido inesperadamente en el panorama de la investigación histórica tras el olvido de toda una generación de historiadores.2 Las razones y el contexto de este retorno, muy diferentes a las de su primera formulación braudeliana, obedecen a una serie de motivaciones técnicas, instrumentos de investigación y enfoques metodológicos que guían, o deberían guiar, la práctica de una disciplina cada vez más rica y compleja, si queremos recuperar la relevancia social de la profesión que practicamos.3 De este «retorno» conviene destacar tres grandes innovaciones metodológicas:

En primer lugar, se mantiene la atención a los marcos temporales largos que reafirman el carácter estructuralmente unitario de una fase histórica plurisecular que va del año 1200 al 1800, pero se tiende a destacar los aspectos económicamente más dinámicos del período y una flexibilidad de factores culturales, institucionales, normativos o el carácter contingente del mercado que el anterior modelo no tenía. La imagen que emerge ahora es una concepción positiva de transformación y evolución de complejos procesos histórico-económicos de las sociedades preindustriales, que las describen, en su conjunto, como un período de desarrollo económico cíclico o, al menos, que permiten la identificación de factores y reconversiones de crecimiento.4 Al mismo tiempo, se tiende a superar la tradicional separación entre Edad Media y Moderna, a unificar el análisis en un único período y a salir de los límites de las historias nacionales para estudiar la formación de conjuntos más amplios con temporalidades seculares e incluso milenarias.5 Es evidente que la escala supranacional requiere la utilización del método comparativo basado en una confrontación sistemática entre regiones, países y sistemas económicos nacionales, lo que obliga a formalizar claramente los presupuestos teóricos y analíticos que conforman la investigación.

En segundo lugar, la nueva longue durée se caracteriza también por la recuperación de la economía (o de lo económico) en la historia –aspecto que ha sido olvidado durante mucho tiempo debido a las mutaciones de las ciencias sociales– y por la convicción de que toda investigación de naturaleza histórico-económica debe mantener un estrecho diálogo interdisciplinar y hacer un uso preciso de las metodologías, conceptos y categorías de análisis propios de la teoría económica moderna. Otra cosa es que, para ello, y con un cierto retraso respecto a la aplicación de algunos temas de la sociología y de la antropología cultural en la historia económica preindustrial, se hayan tomado en préstamo de otras ciencias sociales modelos indiscriminados: la teoría de los juegos (game theory), la teoría de la opción racional (rational choice theory), el conocido «dilema del prisionero» o modelos matemáticos que, con frecuencia, y a pesar de usar técnicas analíticas muy refinadas, producen resultados de absoluta banalidad y reducen la capacidad explicativa a lo individual o a lo simple en detrimento de lo colectivo y de lo complejo. Mayor capacidad explicativa proporcionan, sin embargo, otros métodos y modelos, como la aplicación de la «teoría de la regulación», que centra su interés en las negociaciones, consensos e intermediaciones que rigen el mundo económico; la teoría de redes; la economía del conocimiento (la teoría de los sistemas de conocimiento); la historia del consumo o los estudios de género. En muchos de estos cambios ocurridos en el ámbito de la historia económica no son ajenas interpretaciones marxistas (un marxismo analítico de matriz anglófona que recupera el enfoque, perdido en los grandes debates marxistas del siglo pasado, del desarrollo tendencial de las fuerzas productivas y de los factores de producción)6 ni una perspectiva que propone la reconstrucción de las dinámicas de crecimiento a través del cálculo del rédito nacional.

En tercer lugar, los estudios comparativos, basados en la confrontación sistemática entre regiones, países y sistemas económicos, han provocado un retorno espectacular de la cuantificación y de la mensuración de algunos factores que aclaran el crecimiento económico –o la recesión– y las mutaciones estructurales que se derivan. De esta manera se han introducido perspectivas temporales de muy larga duración, pluriseculares, en temas como el movimiento de los salarios y de los precios, el estudio de las rentas familiares, las pautas de consumo y los niveles de vida e incluso los análisis relativos a las desigualdades sociales.7 Estas tendencias cuantitativas están relacionadas con la disponibilidad de una masa impresionante de datos archivísticos y de técnicas de análisis muy refinadas que permiten analizarlos, pero también plantean importantes problemas en cuanto a la posibilidad de utilizarlos en la corta o en la larga duración y en cuanto a la pertinencia de aplicar los métodos a otros campos de investigación, como las condiciones y motivaciones que determinan las decisiones de los actores económicos y que obedecen, con frecuencia, a factores de tipo político y cultural. Recordando los dos enfoques que caracterizan la teoría económica clásica (el macro y el microanálisis) podemos decir que, en los trabajos recientes de los historiadores de la economía, coexisten dos perspectivas diferentes: una, dominante y más atenta a la medición del crecimiento económico de las sociedades preindustriales, y otra más débil y más preocupada por analizar los mecanismos internos del crecimiento mediante el estudio del funcionamiento específico de los distintos sistemas sociales e institucionales.8

DEFINIR

Todos los historiadores están de acuerdo: la economía europea medieval experimenta un movimiento de crecimiento de una extensión y de una duración excepcional que se inicia en los años 800-900 y que se acelera después del año 1000. Solo comparable al momento expansivo del siglo XVIII, este movimiento estableció los caracteres distintivos de la Europa moderna y los fundamentos de su hegemonía y de la primera «gran divergencia» sobre el resto del mundo. Más allá de las discusiones sobre su inicio y cronología, ciclos, comportamientos específicos de los diversos sectores y de las distintas regiones económicas, las definiciones son similares: revolución económica (Bloch), recuperación (Pirenne o Sabatino Lopez), expansión (Cipolla), crecimiento (Fourquin), revolución (Fossier), despegue (Duby), primera expansión (Palermo-Cortonesi), transformación multiforme (Feller), etc.9 El crecimiento económico medieval, admite Guy Bois, ha sido descrito muchas veces, pero no ha encontrado ninguna explicación satisfactoria.10 Continúa siendo un enigma, un misterio o, como decía Alain Guerreau, una aporía de la historia.11 Ante la imposibilidad de definir el misterio, concluía Guy Bois, «es preferible una aproximación analítica, ligada al examen sucesivo de las diferentes facetas del crecimiento y de sus influencias recíprocas».12

Si las causas constituyen un enigma, las manifestaciones son, en cambio, universalmente descritas y aceptadas: aumento demográfico, ampliación de la cantidad de tierra puesta en cultivo, incremento de la producción y de los niveles de consumo, compleja reformulación de los intercambios comerciales e incluso de la acumulación y de la inversión de capitales monetarios, mercantiles e industriales junto a la paralela expansión de los mercados locales y de las ferias regionales. Todo ello con una concepción fundamentalmente dinámica de los equilibrios económicos lentamente construidos: oferta y demanda, crecimiento e inversión, progreso técnico y de la productividad y aumento de los capitales disponibles. Guy Fourquin interpretaba este proceso como una especie de «carrera de velocidad» entre crecimiento demográfico y progreso técnico, donde la tasa de crecimiento de una economía y la oferta de bienes a disposición de cada individuo era resultado del incremento del volumen de inversiones en función, a su vez, de los sacrificios sobre el consumo.13 Ante el dilema eterno (¿consumir o invertir?), concluía Guy Fourquin, la vía del crecimiento habría sido el aumento de la inversión y la acumulación de capital (inmuebles, instrumentos, energía) que favorecería el progreso técnico y, al mismo tiempo, haría crecer el poder adquisitivo de los salarios y las rentas de la población, dinámica que sería aplicable, al menos en parte, al período después del año 1000.

En suma, y con terminología de la teoría económica clásica, el crecimiento era entendido como un proceso constante e ininterrumpido –movimiento de larga duración ritmado por ciclos y coyunturas de breve o medio término– de incremento cuantitativo en la cantidad de factores que intervienen en el proceso productivo (en particular, la cantidad de bienes capitales disponibles per capita o por unidad productiva) y de los niveles de productividad del sistema observada por el grado de división del trabajo.14 Dejando aparte el aumento de la población –quizá el más fuerte de toda la historia europea– y la coyuntura demográfica, que no sabemos dónde colocar si antes, durante o después del crecimiento, se trata de una concepción puramente cuantitativa del desarrollo –extensivo y no autosostenido según repiten constantemente los estudios dedicados a los siglos XI-XIII–condicionado por la intensidad de utilización de los factores productivos, especialmente tierra, y por la variación cuantitativa de la fuerza trabajo que era, en última instancia, el elemento decisivo. A todo esto se suele añadir, como explicación más o menos causal, los modos en que se estructuran e integran las relaciones sociales de producción y de distribución, es decir, los criterios de distribución de los bienes producidos y de la riqueza bajo la forma de renta, beneficio y salario.

En consonancia con esta perspectiva, Mathieu Arnoux ha propuesto recientemente la hipótesis de un aumento masivo y duradero de la oferta de trabajo campesino como motor de un crecimiento medieval sin cambios en las condiciones técnicas de producción. Observado desde este punto de vista, el problema se traslada a la comprensión de las motivaciones de los actores económicos y obliga a reconstruir el contexto que hace que los campesinos tengan que intensificar sus esfuerzos y aumentar la cantidad de trabajo.15 Frente a la visión tradicional que hace hincapié en incitaciones externas, como la violencia señorial y la presión fiscal, Arnoux entiende que el aumento de la oferta de trabajo es una decisión voluntaria y colectiva de los propios actores tal como, bajo la fórmula de «revolución industriosa», la describe Jan de Vries para explicar el crecimiento económico de los Países Bajos antes de la Revolución Industrial.16 Esta interpretación, sin embargo, tendría que integrarse con una explicación de los procesos de constitución del trabajo libre en la sociedad feudal y con otros factores como la retribución del trabajo, aspectos que permiten un alza duradera del nivel de vida en términos de consumo, lo que coloca las transformaciones del señorío, del consumo y del mercado como puntos centrales del debate.

Lo expuesto hasta ahora ha abierto una serie de nuevas perspectivas de gran interés y de estrecha colaboración entre economistas e historiadores que trabajan en historia económica. Una de las más importantes se refiere a la posibilidad de analizar el crecimiento en todas las economías preindustriales y comprender los cambios, emergencias, transformaciones y «divergencias» en una escala temporal amplia de larga duración. Este objetivo exige la revisión del concepto pesimista de histoire inmobile del período premoderno y del proceso de discontinuidad, que desde el punto de vista económico era descrito como la transición de un mundo de rendimientos decrecientes (Ricardo) y de aumentos incontrolados de la población (Malthus) a un mundo diverso inaugurado por la Revolución Industrial.17 Este modelo remarcaba también el comportamiento tradicional del campesino que no produce para el mercado porque tiene una mentalidad conservadora distinta, que no es capaz de controlar el aumento de la población y que no puede superar el estancamiento secular de la tecnología. Como resultado, el modelo preindustrial así concebido era incapaz de generar procesos de crecimiento económico duradero y autosostenido porque sus estructuras premodernas obedecían a leyes diversas a las de la economía moderna y, por tanto, no podían ser analizadas con los instrumentos de los economistas modernos.

Desde hace algunas décadas, esta idea tradicional está en fuerte crisis teórica y metodológica y la interpretación del sistema económico europeo está cambiando. Análisis micro y macroeconómicos muy detallados y metodologías más refinadas han puesto en duda el modelo y han permitido la identificación de factores y procesos de crecimiento respecto a la productividad de la tierra y del trabajo y a otros muchos aspectos de la vida económica preindustrial, especialmente los sectores guía de la especialización productiva, los niveles de consumo e inversión o la eficacia institucional de los estados nacientes en los procesos de integración de los intercambios y del mercado. Un «retorno» positivo de los estudios de historia económica se está reorientando, de manera creciente, al análisis del funcionamiento específico de los distintos sistemas sociales e institucionales y al modo en que estos influencian las decisiones personales de los agentes económicos.18 El redescubrimiento de las instituciones y del mercado y la aplicación de la economía política al análisis histórico-económico es el campo donde actualmente se están produciendo algunos de los avances más importantes. Se trata de un enfoque que no aísla el mercado como algo distinto de lo político sino que lo considera como integración de formas institucionales, de estructuras de poder, de «economía moral» y de organización de las transacciones. Al mismo tiempo está emergiendo una teoría de los poderes (estatales, señoriales, eclesiásticos, de mercado) como instrumentos de coerción económica, pero también de emancipación de los individuos, basada en el análisis de los procesos histórico-económicos de larga duración.19 De todo ello se ha derivado la necesidad de separar el estudio de los mercados y el estudio de la idea general de los principios «del mercado» y, al mismo tiempo, cuestionar la aplicación mecanicista de los postulados neoclásicos a las realidades de la economía premoderna.20

El análisis de los mecanismos internos del funcionamiento del mercado mediante instrumentos estadísticos y la valoración de la importancia que tuvo en las economías del pasado supone una reorientación importante en la metodología y en la investigación histórica de los últimos años, centrada en estudiar, por primera vez y de forma sistemática, la formación y el uso institucional de los mercados y los consecuentes procesos de comercialización. En todas partes se va descubriendo que estos campesinos medievales «autárquicos» producían en realidad, y de modo habitual, para el mercado, intercambiaban y acumulaban. Aunque no todo estaba organizado sobre bases competitivas, eran capaces de hacerse una idea del cálculo del valor de la producción y trataban de proteger y de estabilizar el sistema del rédito familiar ligado a la comercialización de las cosechas a través del precio de mercado.21 En vez de contraponer economías sin mercado y economías de mercado, la interpretación generalizada actualmente es que, tanto en el pasado como en épocas más cercanas, el mercado y los intercambios experimentan progresos y recesiones parecidas y que sus fluctuaciones responden a motivaciones más complejas de tipo social, cultural y político. Probablemente ha sido Stephan Epstein el autor que más ha insistido sobre el papel de las estructuras institucionales para generar incentivos de participación de los individuos en el mercado,22 superando tanto la interpretación clásica de Pirenne como la más reciente teoría anglosajona de la «comercialización» de la economía medieval que tanta difusión ha tenido en nuestra historiografía actual y que Epstein critica, correctamente, por tautológica.23

Estas tesis, recogidas más adelante en la propuesta comparativa sobre las instituciones del comercio medieval por Avner Greif,24 manifiestan el fuerte impacto del cuestionario neoinstitucionalista y de sus derivados entre los historiadores de la economía premoderna. Cuando vinculamos el desarrollo del mercado a una dinámica que tiene su origen en el plano social y político, entendemos mejor cómo los productores aumentaron efectivamente la cuota comercial de la producción y tendieron a mejorar la especialización productiva, única vía posible para el desarrollo económico preindustrial. No hay que sorprenderse si la multiplicación de los mercados en los siglos de expansión económica medieval comienza a ser vista como un aspecto esencial de la estructura señorial.25 Y no es extraño que el campesino aparezca ahora como representación positiva del sistema económico y tecnológico o que una lectura nueva del señorío lo presente más bien como una estructura proveedora de servicios en beneficio de la comunidad rural, lo que hace del señorío y del consumo familiar campesino habilitado por esta estructura el gozne sobre el que pivota la extraordinaria difusión de los mercados en época medieval.26 Esto favorece la idea de que la relación entre poder señorial y derechos de mercado constituya, al mismo tiempo, un elemento económico fuertemente liberador pero también cargado de consecuencias sociales conflictivas en las que predominan los «enfrentamientos de clase» (los famosos «movimientos antiseñoriales» de la historiografía bipolar tradicional) aunque estos aparecen ahora subordinados a los conflictos individuales o locales y a una «lógica situacional».27

Además de la reafirmación del Estado y del papel de los poderes públicos y de las instituciones en el funcionamiento de los mercados, temas importantes del actual debate historiográfico sobre la definición del crecimiento económico son los relativos al enfoque multidimensional de los comportamientos humanos y a los cambios del pensamiento económico medieval. Ambas perspectivas están construyendo ya un nuevo marco de reflexión sobre las nociones de tiempo y de trabajo, las actividades productivas, las opciones personales y las transacciones de mercado. Sobre las opciones productivas y económicas de un campesino, artesano o mercader, influían factores complejos (institucionales, jurídicos, fiscales, sicológicos, redes familiares o sociales, etc.) conforme a comportamientos y trayectorias regionales distintas en los países europeos.28 En realidad, para poder intercambiar es necesario superar problemas de información y de seguridad en los contratos, considerar el riesgo como factor clave para explicar los procesos decisionales de los agentes económicos, conocer el modo en que los individuos son capaces de crear circuitos de confianza y prácticas de intercambio informal fuera del control de las instituciones públicas y la importancia decisiva de los altos costes de información y de transacción.29

Por otra parte, y para completar la definición de crecimiento y para entender mejor el funcionamiento del mercado y los comportamientos económicos efectivos, una nueva reflexión sobre el pensamiento económico medieval, particularmente la teología económica mendicante, ha introducido la centralidad de las nociones de ética-moralidad, pobreza y desigualdad social, fenómenos que acompañan el crecimiento económico general.30 No es posible definir el desarrollo de la economía medieval y del mercado sin comprender cómo fueron determinados por el sistema social, cultural, teológico y ético. El punto clave es que los mercados de época preindustrial son complejos e imperfectos y que la integración jurisdiccional de los mercados y de los intercambios no es lineal y los beneficios son limitados. Esto implica la necesidad de profundizar en los conceptos de «utilidad» y «capacidad» económica –tan propios del pensamiento económico medieval como ha puesto de relieve tantas veces Giacomo Todeschini– sustrayéndolos a la clásica visión neoliberal que ha impuesto durante años una lectura de la historia económica anacrónicamente funcionalista.

Siempre en perspectiva política y de los poderes públicos, Douglass North puso de relieve hace tiempo el papel decisivo de las instituciones y del Estado en el desarrollo económico medieval y moderno en términos de la diversa «capacidad» para establecer y proteger los derechos de propiedad: sin derechos de propiedad bien definidos faltarían los incentivos reales para la producción, el intercambio y la innovación.31 Es posible que en este punto se hayan exagerado las consecuencias de las estructuras jurídicas y legales europeas sobre la economía y que se magnifique la confrontación explicativa entre los dos modelos de crecimiento económico (inglés y francés) de la época premoderna. Stephan Epstein ha demostrado que la seguridad de los derechos de propiedad era sustancialmente uniforme en toda Europa pese a sus diversos regímenes constitucionales (città-stato, monarquía territorial fragmentada, regímenes absolutistas o republicanos y parlamentarios), que la teoría que hace depender los incentivos económicos positivos de la libertad política y del sistema parlamentario es probablemente incorrecta y que la fuente más importante de la ineficacia institucional premoderna era la parcelación prácticamente universal de la soberanía.32 Estudios recientes de especialistas como Bruce Campbell, Robert Allen, George Grantham o Philip Hoffman no solo confirman que los derechos de propiedad no eran fundamentales para el desarrollo agrícola sino que descartan también la contraposición de los dos modelos de crecimiento, Inglaterra frente a Francia, cuando en ambos existían por igual propietarios urbanos o campesinos propietarios innovadores y conservadores.33 Parece más bien que los niveles más altos de innovación, de inversión y de intercambios comerciales eran consecuencia de la reducción creciente de los costes de transacción y de los riesgos que determinaban los costes de oportunidad y la «utilidad» de la inversión y de la especialización productiva.

Por otro lado, este enfoque, además de considerar el Estado y la soberanía indivisa como precondición indispensable de la integración de los mercados y del crecimiento, interpreta la sucesión de los diversos tipos de ordenamiento institucional (città-stato, federación urbana, monarquía absoluta o compuesta...) como sistemas complejos de coordinación territorial sin subscribir ninguna opción teleológica como forma «óptima» de organización política. Basta con pensar en los problemas que encuentra la «globalización» (la Global History) aplicada a la época premoderna, en la «divergencia» (pequeña, media o grande) entre países o sistemas económicos europeos, en las emergencias o desapariciones de liderazgos urbanos en el Mediterráneo occidental, en el cambio de escalas historiográficas que representan las denominadas «historias conectadas»34 o en la sucesión de regiones económicas «guía» de la historia europea entre 1200 y 1800, con diversos equilibrios económicos más o menos «eficientes» respecto al nivel de desarrollo de las fuerzas productivas, o en el porqué ciertas regiones no se han desarrollado como las otras. Un análisis convincente de lo que significa «desarrollo» entre los siglos XIII-XV y de los mecanismos que han puesto en vigor el «crecimiento» en Europa a finales de la Edad Media obliga a pensar y medir el proceso de una manera diferente. Confrontar espacios geográficos más amplios y una mayor escala historiográfica obliga a una «globalización» de los objetos de estudio que integre los niveles macro y microeconómicos con nuevas cuestiones y otros modos de interpretación.

MEDIR Y CUANTIFICAR

La pasión por medir no es propia de los hombres del Medioevo pero comienza a ser una práctica habitual de los historiadores medievalistas.35 Cuando se trata de cuantificar los factores de crecimiento, o declive, de la economía premoderna o contemporánea, la pasión por utilizar sofisticadas técnicas matemáticas puede convertirse en obsesión y en afirmación de una especie de imperialismo metodológico de la nueva historia económica.36 Por el contrario, no son pocos los medievalistas que, como John Hatcher y Mark Bailey, cuando analizan la historia económica de la Inglaterra medieval, privilegian el trabajo descriptivo más que la formulación de hipótesis interpretativas basadas en la evidencia ambigua de las cifras y de las series estadísticas, o sostienen abiertamente que el enfoque empírico y cuantitativo está condenado al fracaso.37 A pesar de estas reticencias, medir y cuantificar el crecimiento de las economías preindustriales es quizá el campo donde se han registrado más progresos en los últimos años. Una larga serie de historiadores de la economía (Herman van der Wee, Paolo Malanima, Bruce Campbell, Bas van Bavel, Robert Allen, Philip Hofman, Jan Luiten van Zanden y otros muchos) han comenzado a plantearse el problema de las dimensiones y de los métodos de cuantificación del crecimiento económico y de sus transformaciones estructurales mediante la difícil tarea de calcular la renta nacional, o al menos el PIB (producto interior bruto) por habitante, de las economías preindustriales durante un período largo que va del 1000-1200 al 1800. Con este propósito, Bruce Campbell, Jan L. van Zanden y Robert Allen han elaborado un método que utiliza la evolución de los salarios reales para cuantificar el PIB de algunos países europeos,38 combinando este factor –como también hace Paolo Malanima para el caso del desarrollo económico italiano–39 con otros indicadores de la vida económica, como el movimiento de los precios, las estimaciones sobre la estructura de la población activa y del empleo, las tasas de urbanización, el volumen de la producción agraria y el producto total y combinando estas estimaciones con hipótesis más o menos verificadas de la productividad sectorial.

Aplicado el modelo al período medieval desde 1300 en adelante40 e incorporando, para la etapa anterior, las estimaciones del PIB por habitante de Bruce Campbell para el caso inglés entre 1086 y 1300, con incrementos entre el 10 y el 20% en dicho período,41 Van Zanden realiza una serie de «adivinoestimaciones» (la expresión es suya) para la Europa del año 1000 con estos resultados: en esta fecha, el porcentaje de la fuerza de trabajo dedicada a la agricultura representaba entre el 85-95% del total –con tendencia a bajar hasta el 70% en 1300–, los salarios reales no eran muy distintos –entre el 25% por encima y el 25% por debajo– a los de principios del siglo XIV, y el PIB por habitante en Europa rondaba el 40% del nivel inglés de 1800.42 Paolo Malanima obtiene resultados aún más sorprendentes para el centro y norte de Italia: en estas regiones, el PIB por habitante aumentó un 61% y su población casi se triplicó durante el período 1000-1300.43 Muy significativos resultan los cálculos sobre el crecimiento de la producción agrícola (obtenido a través del consumo de alimentos per capita) y de la productividad del trabajo agrícola (resultado de la división del índice de producción agraria por el número de población agrícola). Las series de Italia y de Inglaterra, que comienzan en 1300, muestran que la producción global italiana cayó un 40% entre 1300 y 1400, mientras que la inglesa disminuyó un 44%, datos que se invierten si los convertimos en producción per capita (agricultural product per caput) que aumentó un 12% en Inglaterra y un 16% en Italia.44 Crecimiento por habitante que se explica por un aumento de la productividad de la tierra –en función principalmente de las cantidades relativas del factor trabajo– y por las pequeñas inversiones técnicas en los sistemas de cultivo y en la ganadería.45

Estos aumentos están en consonancia con el movimiento de los precios en la baja Edad Media y principios de la Moderna, que, dependiendo de su expresión en moneda metálica poco elástica y de los cambios demográficos, presentan un carácter estacionario o variaciones muy modestas antes de 1800. Las series de precios relativas a Italia e Inglaterra analizadas por Malanima muestran tendencias similares: una fase de aumento hasta aproximadamente 1380; una de estabilidad o disminución desde finales del siglo XIV hasta mediados del XV y una nueva fase de inflación hasta 1600 seguida de estabilidad o descenso hasta mediados del siglo XVIII.46 Teniendo en cuenta que los cambios en el consumo de productos de primera necesidad fueron relativamente modestos, el crecimiento cuantitativo de bienes agrícolas por habitante, por tanto, fue la única forma que pudo motivar a los productores a la acumulación y a destinar cuotas cada vez más importantes de ahorro y de bienes capitales hacia la inversión o hacia una futura comercialización.

Las conclusiones de estos cálculos para la época medieval son sorprendentes: la mayor parte del crecimiento económico premoderno, hasta 1800, es anterior a 1450, con economías prósperas especialmente en los países mediterráneos (Italia y España). Desde mediados del siglo XV, la economía europea, con algunas excepciones como Inglaterra y Países Bajos, que comienzan a experimentar los procesos más intensos de crecimiento económico y de comercialización, se estanca durante 350 años, con práctica estabilización del PIB por habitante entre 1450 y 1800, el output de la fuerza de trabajo disminuye y los salarios reales se estabilizan en Italia y España. El crecimiento anterior a 1450 parece responder a dos motivos y dos etapas: en la primera, entre 1180 y 1330, la revolución comercial y urbana se caracterizó tanto por la expansión de la población como del PIB por habitante; en la segunda fase (1348-1450), el PIB per capita mejora, pero la población experimenta un descenso impresionante como también el volumen total de la producción aunque en menor medida que la población. El fuerte aumento de los salarios reales, gran indicador de las macromagnitudes de la estructura económica y espejo de los flujos de los ingresos familiares, favoreció el aumento de los niveles del rédito global entre 1350 y 1450, una mejora de la capacidad de consumo de bienes no necesarios para la subsistencia –teniendo en cuenta que la composición de los gastos ordinarios no cambió mucho– y una reducción de la participación de la agricultura en el empleo: 70% en 1450 con tendencia a disminuir en toda Europa.47

Parecidos criterios de cuantificación y resultados similares a los que obtienen Paolo Malanima y Robert Allen son los que proponen Carlos Álvarez-Nogal y Leandro Prados para el caso español, aunque con interpretaciones más discutibles al basarse en apreciaciones cualitativas más que en datos cuantitativos de salarios, consumo, rentas familiares, niveles de producción (agraria e industrial) o tasas de urbanización.48 La aplicación del método y de las categorías macroeconómicas de contabilidad, que es casi una moda de imitación para muchos historiadores de la economía, sirve a estos dos autores para proponer como hipótesis un crecimiento de la economía española y del rédito por habitante hasta 1340, que, tras una breve interrupción en la segunda mitad del siglo XIV, se mantendría hasta finales del XVI, momento en el que, aunque creció y alcanzó el nivel de ingresos per capita anterior a 1350, se estanca en un nivel bajo, que no aumentaría significativamente hasta 1820. El comportamiento de los factores y la dinámica económica a largo plazo es muy similar, por tanto, al modelo de Campbell-Allen-Malanima, pero habría que considerar las características regionales en lo que concierne a los circuitos del rédito, la utilización de los factores productivos, la difusión del crédito o el movimiento de los salarios reales, variables muy distintas según regiones y que tuvieron una importancia decisiva en el resultado final.

A largo plazo, las comparaciones entre los distintos países pueden resultar equívocas. Parece que la catástrofe de 1348 condujese a Europa, especialmente el sur europeo que era la zona que más había crecido durante los tres siglos anteriores, hacia una «trampa de equilibrio de alto nivel» que permanece hasta 1800,49 pero la «trampa» es difícil pensar que representara una crisis económica general. Según los cálculos de Malanima, la Italia centro-septentrional, aunque había reducido el PIB por habitante un 3,4% y el producto agrario global un 8% entre 1310-1340, presentaba los niveles más elevados de PIB por habitante durante la baja Edad Media: es posible que su nivel de renta se doblara entre el 1000 y el 1400 y que el PIB por habitante a inicios de 1300 (o circa 1420) fuera casi tan elevado como el de Inglaterra en 1800.50 Por su parte, Robert Allen, combinando las estimaciones del empleo con las fluctuaciones de la productividad del trabajo, ha calificado a Italia y España como las economías más prósperas, con un grado de urbanización y salarios reales más altos hasta 1500.51 Solo después de esta fecha la situación se habría invertido y, como señala Van Zanden siguiendo los conocidos esquemas de Kenneth Pomeranz, se habría producido una «pequeña divergencia» a favor de los países que bordean el Mar del Norte, que desarrollaron una economía más próspera y dinámica que los países meridionales del continente, gracias esencialmente a los cambios institucionales inducidos por el papel destacado de los parlamentos y por una mejor formación del capital humano.52

Los mismos argumentos (evolución de los salarios reales, volumen del producto agrícola, comportamiento de los precios y distribución de la población rural o urbana) han servido a los historiadores de la economía para introducir un nuevo, y particularmente interesante, indicador posible de los múltiples factores que acompañan el crecimiento cuantitativo, o la recesión, como son el movimiento y las tasas de urbanización de las diversas sociedades europeas desde el año 1000 en adelante. Respecto a la medición del crecimiento, el interés inmediato es diferenciar entre la cuota de personas dedicadas a actividades industriales o comerciales y aquellas empleadas en la agricultura dividiendo las estructuras ocupacionales de población en tres categorías: urbana, agrícola y rural no agrícola.53 Las informaciones indirectas sugieren un modesto aumento de la tasa de urbanización a partir del siglo X y conocemos bien que los niveles más altos se registran en torno a 1300, especialmente en el sur (Italia y España), seguido de un declive en el siglo XIV y de un progreso lento, estabilización más que aumento excluyendo Inglaterra, en el largo período de 1600 a 1800.54

El más complejo y fluctuante es el período 1300-1600. Paolo Malanima, revisando las series y datos de Bairoch y De Vries, muy optimistas y positivos para el siglo XIV, ofrece los siguientes resultados:55 la urbanización europea en su conjunto y el porcentaje de población urbana revelan un declive entre 1300 y 1400, especialmente sensible en Italia y España donde las epidemias golpean sobre todo las grandes ciudades densamente pobladas, seguido de un crecimiento considerable en los siglos XV y XVI. Para comprender mejor esta situación, sería conveniente separar el desarrollo urbano en sus componentes básicos e implícitos en los procesos de crecimiento o de recesión: el aumento interno de la población en los centros ya existentes en 1300, la amplitud de las redes urbanas y el aumento del número de ciudades, especialmente aquellas de tamaño medio. Stephan Epstein realizó hace algunos años un replanteamiento de la dinámica de urbanización y de las jerarquías urbanas en Italia entre finales del siglo XIV y principios del XVI.56 Constatando, como hace Malanima, un descenso neto de la urbanización para este período, Epstein argumenta que las jerarquías urbanas se hicieron más pronunciadas y polarizadas y que, si bien el número de grandes ciudades en el año 1500 era inferior al del año 1300, aumentó el de ciudades medias entre 5.000 y 10.000 habitantes. Para ambos autores, las conclusiones son concordantes: el mantenimiento o leve recuperación de las tasas de urbanización a finales del siglo XV es más fruto de la variación del número de ciudades grandes, y aumento de las menores, que del crecimiento de los centros urbanos ya existentes antes de la crisis.

Las tasas de urbanización y la estructura ocupacional de la población son indicadores representativos de muchos factores señalados en la definición del crecimiento o de la recesión y, a su vez, explican el carácter histórico de algunas magnitudes macroeconómicas. No solo muestran la proporción de actividades industriales y comerciales respecto a las agrícolas sino que también condicionan los distintos niveles de productividad del trabajo, el desarrollo de nuevos sectores económicos, los movimientos migratorios de población y la evolución de los salarios reales, la constitución de redes comerciales y, por supuesto, el papel de las instituciones y del estado en la especialización de las ciudades como «lugares centrales» del ordenamiento territorial. Según Robert Allen, en 1500, cuando alrededor de las tres cuartas partes de la fuerza de trabajo europea estaba empleada en la agricultura, los Países Bajos, Bélgica, Italia y España, con una población agrícola del 56, 58, 62 y 69%, respectivamente, tenían tasas de urbanización mayores que el resto de países. Italia y España eran también países con fuerte presencia de actividades industriales en el campo durante la Edad Media, aunque no desarrollaran significativos procesos de protoindustrialización a partir de 1500.57 Este elevado grado de urbanización bajomedieval pudo haber sido provocado por un diferencial salarial entre ocupaciones urbanas y rurales que también se corresponde con el diferencial de productividad ciudad-campo. Igualmente, una red urbana más densa, como la que tiene lugar con el aumento de ciudades menores, implica mayores cuotas de actividades industriales y comerciales, mejor integración de mercados, formación de redes comerciales más eficaces, mayor especialización del trabajo, fuerte inmigración a la ciudad y, por tanto, más amplias posibilidades de creación de rédito para el consumo.

Una contribución importante al estudio de las diversas vías del crecimiento económico de las sociedades preindustriales puede venir de la historia de la energía, en muchos aspectos conectada a la biología, a la historia ecológica y del medio ambiente y a la historia del clima. «Historia global» como ninguna otra, el actual retour de la longue durée ha hecho de la cuestión ambiental una de las claves de la reinterpretación histórica del desarrollo emplazando los acontecimientos humanos en un contexto más amplio de historia de la naturaleza.58 La orientación ecológico-económica busca la explicación de la base material y la cuantificación de la disponibilidad de energía (medio físico, agua, animales, viento, molinos) con el objetivo de reconstruir los consumos energéticos, replantear la relación entre población y recursos y analizar las formas de utilización y de reproducción de las fuentes energéticas.59 La conexión con los flujos del valor añadido del PIB por habitante, con el incremento de la productividad de la fuerza de trabajo y con la diversificación de las economías familiares y de mercado es evidente, especialmente cuando se trata de explicar el funcionamiento de las economías agrarias de las sociedades preindustriales que, paradójicamente, podían conseguir una notable eficiencia energética a pesar de las carencias de energía primaria.60 Todos los grandes cambios económicos, e incluso los diversos modelos de crecimiento, han ido ligados al consumo de energía, al descubrimiento de nuevas fuentes o a su explotación más eficiente hasta el punto de que Edward A. Wriley ha propuesto distinguir las sociedades en función del tipo de recursos energéticos empleados, lo que no significa que para comprender el crecimiento económico en la larga duración se pueda prescindir de los factores institucionales, sociales, culturales y políticos.

En esta misma dirección de distinguir entre crecimiento económico y desarrollo humano, el análisis de los niveles de vida y de las desigualdades sociales se está mostrando muy fecundo, tanto por la consistencia de los datos aportados como por los aspectos marcadamente «micro» investigados o por la relevancia teórica del enfoque.61 Con frecuencia se trata de métodos de aproximación muy refinados y de enfoques multidireccionales, que van desde los más clásicos que miden los flujos de la renta, la capacidad adquisitiva de los salarios y los precios reales, el crédito o la circulación monetaria hasta los más recientes, que miden el consumo de los individuos a través del mercado informal o del intercambio de objetos de segunda mano.62 También en las aportaciones más específicas de los arqueólogos e historiadores de la cultura material, el problema del crecimiento y la medición del desarrollo de los niveles de vida es cuestión de números, sea mediante indicadores de los índices nutricionales y antropométricos –como la longitud de los huesos y la talla de las personas o animales–, sea a través de la morfología y riqueza habitacional o de la calidad del mobiliario y de la vajilla doméstica. Aunque la convergencia de la historia económica con estas disciplinas es reciente y todavía débil, las orientaciones de la «revolución industriosa» de Jan de Vries han abierto perspectivas muy valiosas sobre las formas y bienes de consumo y sobre el papel del trabajo y de la familia en la formación y evolución de los gustos.

Las estimaciones del volumen de los salarios reales y su contribución para calcular el PIB por habitante, la estructura de la población y la productividad sectorial son más fáciles de leer a la luz de los cambios en los niveles de vida. Sabemos que los salarios reales eran bastante similares en toda Europa hasta 1500 y que los precios reales aumentaron. Christopher Dyer ha calculado que el coste de la vida se cuadruplicó en Inglaterra entre 1150 y 1325,63 de donde se puede deducir que la velocidad de la circulación monetaria aumentó más rápidamente que el volumen de bienes y servicios y que la capacidad de acumular rentas –y particularmente beneficios–, junto a la concentración del ahorro, constituía el fundamento de la demanda efectiva tanto de bienes de consumo como de bienes de inversión.64 Sabemos también, sin embargo, que los cambios en los niveles del coste de la vida y en los consumos durante la baja Edad Media y en el crecimiento premoderno fueron relativamente modestos en comparación con los más recientes, y que la composición del gasto corriente de la gran masa de población no cambió mucho de un siglo a otro.65 Carlo Maria Cipolla, Federigo Melis, Frederic Lane y otros historiadores hablan de un eventual aumento de la demanda de moneda por habitante tras la crisis de mitad de 1300, cuando la disminución del número total de personas fue compensado por una cierta estabilidad de la demanda global, por el mayor poder adquisitivo de los salarios y por la mejor calidad de vida de los supervivientes, además de por una mejora en todo lo que respecta a la evolución de los sistemas crediticios y mercantiles.

Resulta interesante señalar que capacidad –es decir, el derecho, capacidad legal o conjunto de oportunidades que tiene el individuo para aprovechar los recursos de subsistencia– es el término clave usado por Giacomo Todeschini, recordando el entitlement approach de Amartya Sen, para remarcar la amplitud de opciones y derechos de sostenibilidad material de las personas. La distinción entre crecimiento económico y desarrollo humano implica una ampliación de la capacidad de obtener los recursos necesarios para la subsistencia, desde los más inmediatos (sistemas naturales, familia o comunidad) hasta los más lejanos (como el mercado y el Estado).66 El hambre y las carestías pueden medir las variaciones coyunturales de breve duración, es decir, las crisis agrícolas estacionales llamadas «crisis de tipo antiguo» que se integraban con la dinámica estructural de larga duración, y sirven para entender las modificaciones de la demanda en el breve período.67 Pero es difícil que las carestías sirvan para caracterizar un discurso historiográfico de crisis o de recesión y tampoco estaban en condiciones de modificar el proceso de larga duración del crecimiento –o de posterior estabilización económica– del sistema en su conjunto.68 Y, como señala Amartya Sen, aunque las carestías pueden ser vistas también como casos extremos de no satisfacción de las necesidades humanas elementales, la carencia extrema que caracteriza la pobreza verdadera, en cambio, aparece realmente solo cuando se rompen al mismo tiempo todos los elementos de la cadena de sostenibilidad para el desarrollo humano y desaparece la «capacidad» (o el derecho) de opciones de las personas al acceso a los recursos económicos impidiendo la sustitución del apoyo familiar o comunitario por la sostenibilidad que proporciona el mercado o las instituciones públicas,69 lo que está directamente relacionado con los movimientos, a medio o largo plazo, de aumento de las desigualdades sociales.

Sin necesidad de recurrir a Thomas Piketty, cuando afirma que la desigualdad crece cuando la tasa de remuneración del capital es mayor que la tasa de crecimiento de la economía, podemos preguntarnos hasta qué punto las desigualdades que provocan un aumento exponencial de la pobreza han podido obstaculizar, o no, una fase larga de crecimiento.70 Capacidad, sostenibilidad y desigualdad, no incluidos en la contabilidad del PIB por parte de ningún modelo histórico-económico, son tres pilares que ponen en duda los conocidos indicadores cuantitativos –y sobre todo los sofisticados cálculos matemáticos– para medir el bienestar social. El medievalista Todeschini repite incansablemente que el verdadero desarrollo –o la ausencia del mismo– debería medirse mediante la evaluación a largo plazo de las condiciones de quienes están en situación de pobreza, exclusión o privación (gente comune, gente qualunque, malviventi, persone sospette son los títulos de sus trabajos) y mediante el incremento, o no incremento, de las desigualdades.

ALGUNAS CONSIDERACIONES FINALES

De lo anteriormente expuesto emergen una serie de conclusiones sobre la historia económica como disciplina y su aplicación al estudio de las sociedades preindustriales. Ciertos «retornos» del interés por lo económico en la investigación y por la «larga duración» como escala temporal más apropiada, incluso en perspectiva de «historia mundo», privilegian de forma clara argumentos relativos a la naturaleza y cuantificación del crecimiento y al análisis de los mecanismos internos de su funcionamiento. Una investigación común parece interesar a diversas regiones y a muchos historiadores por los niveles de ingresos, de renta o de producto interior bruto (PIB) por habitante. Con informaciones y abundantes datos sobre salarios reales, estructuras de empleo de la población, tasas de urbanización y, sobre todo, la productividad agraria y la producción total se pueden identificar situaciones muy distantes del mundo ricardo-maltusiano que hemos descrito durante años. A los estudios pioneros de los historiadores anglosajones (Bruce Campbell, Robert Allen, Jan Luiten van Zanden y otros) se añaden ahora trabajos relativos a la Europa meridional,71 todos ellos especialmente fecundos en nuevas estimaciones de posibles incrementos de la productividad agrícola basada en pequeñas innovaciones tecnológicas y en sistemas financieros, comerciales y de mercado más eficaces.

Es posible, como escribía Alain Guerreau, que «un productivismo un poco simple sea el cuadro general de esta reflexión»72 y, en muchos casos, los resultados obtenidos confirman tendencias ya descritas con datos cualitativos y estimaciones menos sistemáticas. Parece que las nuevas temáticas, metodologías y planteamientos de la historia económica hayan convertido la investigación en algo menos «histórico» y más «económico», un aspecto destacado ya por muchos historiadores que sienten la necesidad de correcciones y de una mayor crítica interna de los datos.73 Las cuestiones más polémicas se refieren al uso de las categorías de la contabilidad actual, a la aplicación en las sociedades preindustriales de recientes teorizaciones de economistas puros y a los cálculos del rédito nacional o del producto nacional bruto, familiar o por habitante, basados en el salario real. En realidad, el salario representa solo una parte del rédito familiar en estas sociedades y va siempre acompañado de otras formas de remuneración no ligadas al mercado, sobre todo las aportaciones del trabajo femenino o infantil y los ingresos provenientes de sistemas informales de retribución. Por otra parte, hasta la misma noción de «crecimiento» o de «crisis» –sobre todo la crisis bajomedieval– resulta variable e incluso limitada. Si bien el crecimiento supone un aumento de la capacidad productiva y una mejora de los sistemas de distribución y consumo, un fenómeno de incremento del rédito por habitante, resultado de una recesión demográfica más profunda que el descenso de la producción agraria, no debería ser considerado un signo de desarrollo económico. Con todo, de estos estudios emergen dos elementos básicos de gran utilidad. En primer lugar, pueden ser el fundamento para un estudio comparativo de las variables de producción, productividad y consumo entre las diversas áreas europeas, única forma de interpretar estas economías en un contexto global. En segundo lugar, constatan la existencia de aumentos significativos de larga duración en algunas regiones clave de la Europa medieval derivados de mejoras organizativas, de la intensificación del trabajo y de cambios en los sistemas productivos.

Procesos similares parecen haber tenido lugar también en el sector industrial. Stephan Epstein señaló hace años los puntos más importantes sobre este tema. En primer lugar, el rechazo del presunto carácter obstruccionista de las corporaciones artesanales –una idea muy discutida actualmente– en lo que respecta a los procesos de innovación tecnológica y al análisis del papel de los oficios en la formación de trabajadores especializados.74 Epstein remarcaba la necesidad de distinguir entre diferentes tipos de conocimiento y las diversas formas de «transmisión de saberes»,75 o de conocimientos técnicos, a través de mediaciones sociales y culturales como las migraciones de artesanos o las culturas prácticas tradicionales con vistas a la difusión de un know-how profesional. El segundo tema es el de la protoindustria, que desde hace tiempo está siendo estudiada como fenómeno de larguísima duración, que va del 1200 al 1800. El logro más interesante de las investigaciones recientes es el descubrimiento de que la protoindustrialización, es decir, la difusión de industrias en el medio rural, era un fenómeno generalizado y cíclico más que de expansión continua y que debe considerarse una respuesta a la reordenación de la población y de las economías familiares (la famosa «revolución industriosa» de Jan de Vries) más que un signo de crecimiento económico. Como es lógico suponer, no escapa a estos procesos la incidencia de los sistemas financieros y comerciales que, en virtud de una conexión más integrada entre mercados, conocen en el siglo XIII un extraordinario desarrollo de nuevas técnicas. Paolo Malanima se preguntaba si el declive de la urbanización entre 1350 y 1450 y el aumento de ciudades de tamaño medio no habría estado determinado, al menos en parte, por un aumento de las actividades manufactureras fuera de las murallas de las grandes ciudades.76 Muchos medievalistas responderían afirmativamente, lo que explica las dos fases de expansión «protoindustrial» –y sus distintos protagonistas y hasta la «pequeña divergencia» entre la Europa meridional y septentrional– que siguieron a las dos crisis de la baja Edad Media y del siglo XVII: la primera fase, propiamente medieval y que afectó en gran medida a los países meridionales (Italia, España), y la segunda, más dinámica y tardía, de los países norteuropeos.

Soy consciente de haber marginado algunos temas muy frecuentados por la historia económica de los últimos años, entre otros, la formación y función del capital humano, la circulación de modelos y de conocimientos tecnológicos (economía del saber o del conocimiento), los comportamientos y procesos decisionales de los actores económicos o una reflexión más amplia de los cambios institucionales. Todo lo que podría ser considerado «micro» para el análisis de los mecanismos internos del crecimiento y muy útil para «definir» las sociedades preindustriales, pero analíticamente diferente de las variables «macro» más idóneas para «medir y cuantificar» los cambios económicos. Al final de estas reflexiones, siento la necesidad de reafirmar que podemos, y debemos, evitar el peligro de convertir la historia económica en historia del crecimiento en vez de centrarnos en el funcionamiento de las economías del pasado: «el gran desafío del futuro –decía Bartolomé Yun– es estudiar el pasado tratando de interpretar las sociedades preindustriales en sus componentes y no solo en su mayor o menor predisposición al crecimiento».77 En el fondo, el actor principal de los hechos económicos es siempre el hombre («los hombres en el tiempo», decía Marc Bloch), que no puede ser reducido a números abstractos, con sus ansias, sistemas de valores y su propia cultura que cambian en el curso del tiempo.

El mediterráneo medieval y Valencia

Подняться наверх