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Algunas respuestas de Pedro Lastra

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Rigas Kappatos

—Tú eres un poeta chileno que vive en los Estados Unidos: ¿cómo dirías que opera este distanciamiento de tu tierra en tu poesía?

Los efectos de este distanciamiento son, sin duda, múltiples y yo creo que comprometen de un modo u otro todo mi trabajo literario. En primer lugar, ocurre que yo enseño aquí literatura hispanoamericana, lo que me mantiene en una permanente pero vicaria relación de contacto con el mundo propio: cada texto hispanoamericano que debo leer o releer para mis clases vuelve siempre a suscitarme y a hacerme presente —como si pudiera olvidarse alguna vez— el sentimiento de pertenencia a un determinado espacio geográfico y humano (yo preferiría hablar de una determinada pasión). Luego, habría que considerar el papel que juega el recuerdo como fundamento del mundo que cada poema despliega e incluso como mecanismo que lo constituye: esos rumores se originan siempre en otra parte.

La lejanía hace, pues, más intenso el sentimiento de descolocación con respecto a un centro deseado. Y ya que uno escribe tal vez por eso, por descolocación y lejanía, la escritura quiere propiciar o ser el encuentro con ese lugar del cual el sujeto solo puede hablar, fragmentariamente.

Supongo que esas impresiones cobran, con los años, una cierta corporeidad o solidez en «la tierra de la memoria» de que hablaba Felisberto Hernández. Acaso mis poemas buscan registrar o meramente dibujar la lenta vegetación que allí se produce: esos cactus o arbustos despojados, como una flora desértica. ¿No será esta una explicación de la sequedad o brevedad de mis poemas, de esos últimos en particular, que me pareció natural reunir bajo el título de Noticias del extranjero?

Tú eres profesor de literatura. Esta condición de profesor, ¿la consideras como una ventaja o como una desventaja para tu creación poética?

A veces de una forma y a veces de otra. Intentaré explicarme: leer y escribir son para mí aspectos de una misma operación, y sobre esto dije algunas cosas en el prólogo a Noticias del extranjero. Señalé allí la importancia que atribuyo a la lectura de poesía —pero aquí me refiero a toda lectura literaria— y traté de definirme sobre todo como lector. Tú habrás observado que cuanto he escrito hasta ahora cabría bien en unos pocos cuadernos de escolar, incluyendo mis poemas y mis notas de lectura (me niego a la noción de «crítica» para lo que me propongo en estos casos); pero la recensión de lo que he leído y releído requeriría de varios de esos cuadernos. En ninguna otra actividad me siento más cerca de lo que posiblemente soy como en la lectura. Lo que escribo está siempre penetrado muy directa y obviamente por lo que leo, y por eso mis poemas son «literarios» en un sentido que algunos críticos parecen juzgar como un desvío culpable: como si mi poesía, por esa continua remisión a otros textos y en la misma medida en que se acerca a ellos se alejara de la llamada vida o de la llamada realidad (palabras cuya sola e inabarcable extensión relativiza por otra parte cualquier pronunciamiento acerca de la validez o invalidez de esos juicios).

Como profesor de literatura, entonces, he tratado de situarme en un espacio en el cual esas dos actividades —leer y escribir, y su producto derivado que es el hablar de lo que se lee y escribe— pudieran coexistir sin mayores discordias. No sé hasta dónde la profesión de la enseñanza me es indispensable, como no sea para subsistir; pero la práctica que supone hablar de una manera más o menos cuidadosa sobre literatura me ha llevado a una autoexigencia de afinamiento en la lectura de los textos que me importan. Y agudizar las posibilidades de la lectura es algo que yo considero como una conquista para quien desearía ver sus escritos siempre gobernados por una especie de ley de la necesidad. Ver palabras que sobran en los poemas que leo, y tener que señalar tal exceso o tal gratuidad en alguna clase, por ejemplo, me ayuda a intensificar mis esfuerzos porque no sobren demasiadas en los míos. Aprecio en mi trabajo de profesor esa lección continua que me procura, aunque dudo (y hasta descreo decididamente) de que pueda «enseñarse literatura»: yo solo deseo, o espero, transmitir cierto fervor, proponer algunas indicaciones/invitaciones productivas para ese auditor obligado que es el alumno. Pero esto último me indica también la consideración de una desventaja, acaso de un equívoco, en esta práctica: el profesor de literatura debe leer y hacer leer textos programados que pueden no responder ya ni a urgencias ni a intereses reales del sujeto que escribe, sistematizar asuntos cuyo poder de incitación es menor o nulo para él. Es algo que sucede con frecuencia en el estrecho camino por el que discurre el «especialista» de esto o de aquello. De ahí que yo tenga una relación ambigua, de simpatía y de rechazo al mismo tiempo, con mi propia actividad. A menudo pienso que razonan bien quienes sugieren para el escritor —o lector— un oficio algo menos propenso a las contaminaciones y a las deformaciones de la especialización. Mis relaciones con el gremio académico son por eso muy distantes: suele ser un mundo de opiniones no siempre fundadas en un saber auténtico, o sostenidas en aspectos accesorios —pero glorificados— del saber, o un mundo del saber sin opiniones estimulantes ni de ninguna especie. Mi experiencia de más de veinte años en esos medios me ha mostrado lo poco que un poeta tiene que ver con un espacio en el que se ignora o parece o cree ignorarse la incertidumbre y se opta por la seguridad. ¿Seguridad de qué? Pregunta retórica, por cierto, cuya respuesta solo podría ser igualmente retórica.

—¿Cuán presente está la influencia de la poesía de Pablo Neruda en la poesía chilena actual?

Como se sabe, en todo escritor joven hay un «parricida» latente. Su paso de la potencia al acto es sin duda una necesidad del crecimiento, por lo que a menudo después del segundo libro tiende a rechazar este o aquel parecido: quiere que se le reconozca en su individualidad, y esto es más fuerte en la medida en que como escritor empieza a estar más consciente de lo que significa su tradición.

Los poetas actuales no son nerudianos en el sentido en que fue influido por los modos y tonos de esa escritura —de manera muy directa— un sector considerable de la generación que seguía a la suya: una generación en la que sobrevivieron los dos o tres poetas cuya voluntad parricida se manifestó concretamente. No hay nerudianos de aquel tipo en la poesía chilena de hoy. Pero la presencia de Neruda es un hecho incuestionable: ¿cómo podría no serlo? Su obra es central en ese espacio y en gran parte lo constituye. «Textos de la pasión», dijo Paz de la poesía de Neruda, y creo que la frase es una buena síntesis de las muchas, incesantes líneas de tal territorio poético, y hasta describe bien sus regiones más deprimidas, por así decirlo: aquellas donde la pasión no fue configurada verbalmente con la misma eficacia.

Yo soy ahora un visitante parcial del «país Neruda», aunque asiduo de ciertas estaciones: las Residencias, Alturas de Macchu Picchu, Donde nace la lluvia. Por muchas de las otras he pasado o sigo pasando de largo. Pero ese recorrido nos importa, incluso para el distanciamiento que aquí es parte del asunto: el sentido común diría que si nadie quiere ser nerudiano es porque todos sienten que Neruda es suficiente. Es seguro entonces que su primera lección ha debido ser esta: no repetirlo. Pero después de Neruda, Huidobro, la Mistral, todo escritor chileno tiene que cuidar su palabra. Como los poetas peruanos después de Vallejo, o los nicaragüenses después de Darío. Es algo sobre lo que tuvimos una buena conversación con Ernesto Mejía Sánchez cuando coincidimos en un congreso dedicado al Modernismo en la Universidad de Florida, en Gainesville, a comienzos de 1977: el compromiso que imponen esas presencias y que más allá del fervor o del entusiasmo propios nos hace, consciente o inconscientemente (o debiera hacernos) pensarlo todo dos veces. Estuvimos de acuerdo en que ha sido un privilegio para nosotros asistir a algunos de estos episodios fundadores de esa tradición que es la nuestra.

—¿Quiénes son los poetas contemporáneos que más te interesan?

Te he mencionado ya mis inclinaciones por la lectura de poesía (algo que viene de lejos); pero de la que se escribe hoy en lengua española me interesa cada vez más la de Enrique Lihn, la de Carlos Germán Belli y la de Oscar Hahn. La constante relectura de los libros de estos poetas acrecienta un interés que en mi caso se confunde con la admiración (palabra que siguiendo las lecciones de Alfonso Reyes yo he tratado de no dilapidar), y se manifiesta en ciertos proyectos que podrían cumplirse a largo plazo. Me conformaría con escribir sobre ellos algunas páginas que no pasaran a sinonimia (en el sentido en que los entomólogos emplean ese término para descalificar descripciones hechas con anterioridad y ya incorporadas a los repertorios científicos). Es un plan que inicié con el libro Conversaciones con Enrique Lihn. Esas conversaciones me han sugerido otros temas posibles. Pienso intentar trabajos parecidos con Belli y con Hahn. Se trata, entonces, de una preocupación cuyo origen situaría en el instante mismo de las primeras lecturas de sus poemas, y ahora suficientemente confirmada como para saber que durará todo lo necesario. No imagino mejor destino que ese para mis futuras tareas de lector.

¿Por qué me interesan estos poetas más que otros que también estimo? Es lo que explicaré en esas notas, o registros, o reflexiones (que podrían llegar a ser un libro, no sé todavía si orgánico o fragmentario). Pero si tuviera que adelantar algunas consideraciones acerca de ese interés, tal vez advertiría que lo que me atrae en ellos es una «conducta poética» revelada en y por sus textos, y una facultad para corroborar rigurosamente en los poemas una idea de la poesía, desde ciertas operaciones verbales transvaluadoras hasta la elaboración de un código abierto a varias dimensiones significativas.

Hay otra cosa además: sus obras se han ido imponiendo, después de muchos años, por sí mismas y sin apoyo exterior de aparatos publicitarios prestigiosos o dadores de prestigio. He apreciado desde siempre como ejemplar la actitud sabiamente distanciada de Emilio Adolfo Westphalen: veo algo parecido en estos tres poetas, y como tal concordancia entre la persona y su palabra también está escrita de algún modo en sus poemas, no quiero dejarla al margen de mi lectura.*

Las lecciones de la poesía

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