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ОглавлениеII. La oveja negra
«Si algún hombre tiene cien ovejas y se extravía una, ¿acaso no dejará las noventa y nueve en las montañas e irá a buscar la descarriada? Y si sucede que la encuentra, de cierto os digo que se goza más por aquella que por las noventa y nueve que no se extraviaron. Así que, no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que se pierda ni una sola de ellas.»
Parábola de la oveja perdida
(Mateo, 18: 12-14)
La infancia de Ángela Rubio no fue fácil. Desde pequeña supo lo que significaba la necesidad. Era hija de madre soltera. Una madre que trabajaba en lo que podía y, como cualquier otra, hacía lo que fuera para sacar a su familia adelante. Criar a tres hijos era complicado, y más sin estudios. Nunca conoció a su padre, ni quiso conocerlo. Por lo poco que la había oído contar, era un vividor. Machista, prepotente, violento y, para rematar, alcohólico. ¿Quién podía querer a alguien así en casa? Sin duda, se estaba mucho mejor sin él. Por lo visto, su hermano mayor había salido al padre. No daba un palo al agua. No trabajaba ni colaboraba en la manutención. Se metió en el mundo de la droga y murió víctima de una sobredosis. Su hermano pequeño era completamente distinto: sensible, luchador, responsable... Hasta que aquel fatídico 11 de marzo de 2004 salió de casa para ir a su trabajo y subió a uno de los trenes en que, como él, perdieron la vida otras ciento noventa personas. Ella soñó su muerte.
Desde que tenía uso de razón, recordaba cosas así. Soñaba con accidentes, con muertos, escuchaba voces, adivinaba algo que ocurría poco tiempo después... Su reacción, como la de la mayoría de ciudadanos españoles, fue de impotencia y rabia contenida. De claro y firme rechazo al terrorismo. Pero no de odio hacia el colectivo musulmán. En este caso, como en cualquier otra religión, no podían pagar justos por pecadores. Para ella, todas las razas y todas las religiones eran igual de buenas y malas.
También sentía la energía de los lugares donde se encontraba. Algunos ambientes la agotaban, le hacían sentirse mal. Otros, en cambio, la tranquilizaban. Le daban paz. No sabía si aquello era un don o una especie de castigo, pero poco a poco lo fue asumiendo.
A veces, hasta le parecía divertido, como cuando adivinó el sexo del bebé de su vecina antes de que se lo dijeran al realizarle una ecografía, o cuando cogía el paraguas y su madre la miraba de forma rara porque el cielo no estaba nublado, pero al poco tiempo comenzaba a llover.
En ocasiones, sentía la presencia de su hermano. Era una sensación casi física. Le parecía que estaba junto a ella. Identificaba sus emociones y su estado de ánimo. Era absolutamente consciente de cuándo llegaba y de cuándo se iba. Escuchaba su voz internamente. Eran mensajes cortos, con muy pocas palabras, pero le gustaba oírle decir que estaba bien. Incluso percibía un beso o una caricia suya.
Procuraba no hablar con su madre de estas experiencias, porque ella ni las entendía ni las aceptaba, pero a Ángela le resultaban apasionantes y empezó a documentarse sobre las mismas. Durante miles de años, la humanidad también se había debatido en cuanto a la creencia o no en estos fenómenos. Desempeñaban un papel muy importante en la mayoría de religiones, cosa que a ella le sorprendía porque se consideraba atea, pero como se veían siempre rodeados de circunstancias difíciles de comprobar, los científicos mostraban su escepticismo ante ellos.
Desde la Edad Media y hasta el siglo XIX, la Iglesia entendía todos los fenómenos paranormales como hechos milagrosos derivados del poder de Dios o del Demonio. Con la llegada de la Parapsicología, empezaron a llamar la atención de los investigadores y de la sociedad en general. En principio todo el mundo tenía su grado de percepción extrasensorial, pero determinados aspectos la hacían más notoria en ciertas personas. Algunas hasta podían llegar a tener experiencias de este tipo sin ser conscientes de ello. Como decía Ángela, el ser humano era demasiado grande como para verse limitado por sus sentidos.
Cuando llegó a la mayoría de edad, se las ingenió para hacer distintos trabajos con los que aportar algún dinero en casa y matricularse en la facultad de Periodismo. Quería estudiar y, si se lo proponía, podía hacerlo. Aquí nadie iba a poner en peligro su integridad física por eso. Al menos, no como ocurría en otros países. Había oído en las noticias lo de la chica paquistaní de catorce años a la que un talibán había tiroteado por el simple hecho de defender su derecho a recibir una educación. La bala le entró por un oído, pero los médicos lograron extraerla. El espectacular valle donde vivía era uno de los destinos turísticos favoritos de los paquistaníes, pero la llegada de los talibanes transformó la zona por completo. Impusieron su ley castigando a quien no la acataba. Una de sus primeras y desafortunadas decisiones había sido cerrar las escuelas femeninas.
Ángela empezó como teleoperadora en un servicio de sexo telefónico, pero le aburría decir las mismas obscenidades por un micrófono a quién sabe qué degenerado del otro lado de la línea. Luego probó como comercial de cosmética, de esas de «Avon llama a tu puerta», pero también se cansó pronto de llamar a tantas. No era una chica alta, pero sí bien proporcionada, simpática y muy fotogénica. Su atractivo le sirvió para trabajar también como modelo de catálogos de moda e incluso hizo sus pinitos como «extra» en algunos capítulos de una conocida serie de televisión. Hasta estuvo a punto de ser elegida para un reality si no se hubieran decidido en el último momento por una enana lesbiana que, según el productor, iba a ser la revelación de la temporada.
Le gustaba la música, se movía bien y siempre tuvo un lado exhibicionista, así que cuando vio en el periódico un anuncio en el que buscaban bailarinas para un espectáculo nocturno, no se lo pensó dos veces. Se presentó, le hicieron una prueba y la contrataron de inmediato. En su cabeza pululaban fragmentos de películas como Flashdance, donde la protagonista interpretaba coreografías en un escenario distinto para cada una de ellas, al ritmo de canciones pegadizas. ¡Qué equivocada estaba!
De día, acudía a las clases en la Universidad. Era una alumna aplicada, sacaba buenas notas, vestía desenfadada pero correctamente y se había integrado bien en el ambiente académico. Nadie podría sospechar nada sobre sus ocupaciones nocturnas, porque entonces el ángel rubio se transformaba en un auténtico demonio, en otro tipo de colegiala. Una chica mala que actuaba sin inhibiciones en un show para adultos.
Sabía que el trabajo de stripper estaba estigmatizado en una sociedad tan hipócrita. Para muchos resultaba moralmente reprobable, pero tampoco se lo tomaba muy en serio. Quitarse la ropa por dinero era un negocio antiguo y siempre rentable, aunque no llegaba al nivel de la prostitución. Por ahí no estaba dispuesta a pasar. Pensaba que aquello era algo pasajero. «Para ir tirando», decía. Solo le correspondía el veinte por ciento de cada uno de sus bailes. El resto del dinero se lo quedaba el club donde bailaba, pero las propinas sí eran íntegras para ella y casi siempre se llevaba una sustanciosa cantidad de las mismas.
Al principio, reconocía que exhibirse medio desnuda ante tantos tíos tenía su punto, pero hacerlo cada noche repitiendo paso a paso los mismos movimientos con la misma música, empezaba a resultarle desagradable. Aquel trabajo estaba estrechamente ligado a la precariedad salarial y a la falta de oportunidades. Y por supuesto, totalmente desprotegido a nivel laboral. Bueno, no del todo. Teóricamente, mientras actuaba, nadie podía tocarla. Su seguridad estaba garantizada por los gorilas del local. Claro que ella tampoco era manca. Ni coja. Por eso, lo más probable era que, si algún valiente osaba subir al escenario durante su actuación, se llevara una buena patada en la entrepierna.
Poco a poco, el club donde dejaba salir a diario su lado más oscuro y daba rienda suelta a sus morbosas fantasías exhibicionistas se había ido transformando para ella en lo que era realmente: un cutre y lúgubre garito donde una pobre chica sin recursos hacía striptease para sobrevivir.
Lo reconocía. No era más que una show-girl de barra americana que tenía que soportar los comentarios y toqueteos de los salidos y babosos miembros del género masculino que acudían cada noche a ver su representación. Y ya empezaba a estar más que harta de aquella historia.
Un día, al volver de un examen en la facultad, su corazón le dio un vuelco. Presintió que algo le pasaba a su madre y fue a casa corriendo. Se encontró a los vecinos cotilleando y murmurando en el rellano de la escalera. Nada que no fuese habitual por otra parte, excepto porque la puerta estaba abierta y, de pronto, unos camilleros la sacaban para trasladarla en ambulancia al hospital.
Al día siguiente, su madre pasó a mejor vida de la que nunca tuvo. A pesar de tantos años de sufrimientos, frustraciones y sueños rotos, Ángela se vio sola por primera vez. Rompió a llorar. En ese mismo instante decidió que se merecía un futuro mejor.
* * *
La Federación de Comunidades Judías de España agrupaba a la inmensa mayoría de comunidades y organizaciones de dicha confesión en nuestro país. Los judíos españoles disponían de colegios específicos, más de treinta sinagogas y también cementerios exclusivos para ellos.
En la España medieval constituyeron quizá la comunidad más próspera de su historia, tanto bajo el dominio musulmán como cristiano. En 1492 fueron expulsados por los Reyes Católicos a pesar de que por las venas del propio rey Fernando corría sangre judía. En la actualidad, la población judía en España constaba de unas cuarenta mil personas. Los sefardíes, descendientes de los judíos españoles, eran aproximadamente un quinto de la población judía mundial.
Ben tenía una excelente relación con uno de los representantes de la Federación, el rabino Samuel Shalom, al que conoció cuando estudiaba en Jerusalén. Su apellido era muy significativo: shalom era «paz» en hebreo. Hablaba con él a menudo. En su última conversación coincidieron en haber percibido un peligroso crecimiento del antisemitismo en nuestro país que se había agravado aún más con la situación económica.
—La Federación de Comunidades Judías de España y el Movimiento contra la Intolerancia han presentado un informe conjunto —le anunció el rabino—. España figura a la cabeza de la Unión Europea en actos violentos y manifestaciones de odio a los judíos.
—Sí, un sentimiento constante que ha crecido con la crisis —dijo Ben.
—Según una encuesta encargada por el Ministerio de Asuntos Exteriores, la mayoría de consultados opina que los judíos tenéis un poder determinante porque un buen número de vosotros controla la economía y los medios de comunicación.
—No puede ser que la opinión de más de un tercio de las personas encuestadas sea desfavorable a nuestra comunidad.
—Pues así es. Unos lo achacan al llamado «conflicto» de Oriente Medio. Otros alegan motivos religiosos o vuestras propias costumbres.
—Además de todo esto —dijo Samuel—, existe otra serie de problemas que no son pecata minuta y hay que tener muy en cuenta, como los insultos a través de Internet, las pintadas en sinagogas, conciertos racistas o algo más preocupante aún: cada vez se trivializa más el Holocausto.
—Tranquilo, Samuel —le calmó el español—. Nuestro objetivo es analizar los incidentes, identificar a los causantes y fomentar la reflexión.
—Es prioritario. Los grupos ultras y neonazis van en aumento. En el informe, documentamos en total cuatro mil casos de carácter antirreligioso y violencia xenófoba.
Por el contrario, y a pesar de lo que pudiera parecer en un primer momento, no ocurría lo mismo con los musulmanes. Tras los atentados del 11-M en Madrid, la reacción de la ciudadanía española fue ejemplar. No se registró ni un solo incidente de acoso o agresión al colectivo musulmán residente en España. Quizá también por eso, en comparación con el resto de Europa o con Estados Unidos, este colectivo consideraba que existía un menor grado de rechazo a su religión en territorio español.
Así se lo hizo saber a Ben su amigo Abdul Farûq, miembro de la Unión de Comunidades Islámicas de España. Desde luego, su nombre tampoco podía estar mejor elegido para las funciones que desempeñaba. En árabe, Abdul se traducía como «sirviente de Alah», y Farûq significaba «el que distingue la verdad de la falsedad».
—Para los inmigrantes musulmanes en España —dijo el árabe—, la religión constituye su primera seña de identidad. Es muy importante en su vida y se declaran practicantes de su fe en una proporción claramente mayor que los españoles de la suya.
—En efecto —confirmó Ben—. Hacen una evaluación positiva tanto de la sociedad y de las instituciones como del trato que reciben de ellas.
—La gran mayoría piensa que hoy, en España, somos bien acogidos, pero la vida del inmigrante no es fácil y menos cuando las diferencias religiosas y culturales con el país de acogida son tan grandes.
—Además, la situación económica reduce de forma considerable las posibilidades de encontrar un trabajo que facilite la integración. Y entonces surgen dudas sobre esas encuestas. Cada vez hay más gente que no se fía de esos datos.
Para evitar conflictos y salvaguardar la buena convivencia entre religiones en España, Ben, Samuel y Abdul llevaron a cabo por separado una selección de hackers cristianos, judíos y musulmanes. Los elegidos pasaron a formar parte de un grupo especializado en detectar determinados comentarios y contenidos en Internet. Dado que las tres religiones monoteístas creían en los ángeles, pensaron que la mejor denominación para ese equipo solo podía ser una: los Custodios.
El «Templario» y los «guardianes» de la paz y la verdad estaban en contacto permanente con el CNI debido a sus funciones extraoficiales. Desde ese momento, los agentes de la unidad dedicada al terrorismo internacional perteneciente al Centro Nacional de Inteligencia contaban con una ayuda inestimable. El seguimiento realizado por los Custodios iba a ser decisivo a la hora de identificar y localizar a un buen número de implicados y de resolver numerosas amenazas.
* * *
Ángela dejó atrás su etapa exhibicionista y empezó a colaborar en un periódico de tirada gratuita. Su incorporación coincidió con las acciones del 15-M, un movimiento ciudadano formado el 15 de mayo de 2011. El mundo se hizo eco de sus protestas pacíficas, solicitando una democracia más participativa alejada del bipartidismo y del dominio de bancos y corporaciones. Los «indignados» comenzaron a organizarse tras el establecimiento de centenares de acampadas en grandes plazas de ciudades españolas. A Ángela la desplazaron hasta la Puerta del Sol, en Madrid, para cubrir a pie de calle las novedades que se produjeran sobre el tema en tiempo real. Pronto se vio tan representada por lo que allí se decía, que no hubiese querido estar en ningún otro sitio. Y se quedó con ellos.
Enviaba sus crónicas por e-mail y se sentía una privilegiada por su doble condición de periodista e «indignada». Los participantes reclamaban un cambio en la política y la sociedad españolas al considerar que los partidos políticos ni les representaban ni tomaban medidas pensando en las necesidades de la población.
La prensa internacional relacionó desde el principio aquella protesta social, inédita desde la Transición, con la crisis económica española y sus derivados: elevada tasa de paro, precariedad laboral, congelación de los salarios, restricción del crédito… A ello se sumaban unas políticas de ajuste que suponían un gran recorte en el Estado del bienestar.
En sus crónicas, Ángela no solo informaba sobre lo que ocurría a cada instante. Hacía amplios reportajes en los que contaba con todo lujo de detalles las principales aspiraciones de los indignados, que también eran las suyas. El 15-M abogaba por acabar con los privilegios de la clase política. El movimiento canalizaba la decepción de la sociedad española con los políticos no solo por sus excesos —elevados salarios, jugosas jubilaciones, derecho a coche oficial, dietas—, sino sobre todo por el nivel de corrupción en el que estaban involucrados buena parte de ellos. Ángela no podía entender cómo alguien imputado judicialmente podía formar parte de una lista electoral.
Tras las elecciones, las protestas no desaparecieron del todo pero poco a poco fueron perdiendo fuerza. El bipartidismo seguía gozando de buena salud y las cosas quedaron más o menos como estaban. Sin embargo, la experiencia le había resultado muy útil a Ángela. Por una parte, descubrió que la unión de muchas personas podía llegar a conseguir casi todo lo que se propusieran. Por otra, sus reportajes le valieron un contrato de media jornada en su periódico a pesar de no haber obtenido aún el título en Periodismo.
Gracias al buen trabajo realizado durante todas las jornadas del 15-M, le encargaron hacer un seguimiento de lo que se había dado en llamar Primavera Árabe, una serie de alzamientos populares en los países árabes, principalmente del norte de África. Las revoluciones habían sido desde siempre muy numerosas en el mundo árabe, pero hasta ahora todas habían surgido de golpes de estado que daban paso a gobiernos autoritarios. En cambio, en los acontecimientos actuales se pedía un régimen democrático y mejorar las condiciones de vida de la gente. La crisis económica había sumido a los países norteafricanos en una pobreza aún más acuciante. La subida de precio de los alimentos y otros productos básicos provocó la hambruna en la población más pobre. Todo ello terminó sacando a la gente a la calle. Curiosamente, Túnez fue el primer país en manifestar su descontento a pesar de contar con el gobierno menos restrictivo. La inmolación de un joven tunecino fue el detonante. El ejército se puso del lado del pueblo y Ben Alí fue derrocado. A continuación, la plaza Tahrir de El Cairo se convirtió en el nuevo foco de las protestas y la población egipcia consiguió la caída de Mubarak. Tras Túnez y Egipto, el efecto contagio hizo lo propio trasladando las rebeliones a Yemen, Libia y Siria. El líder libio Gadafi había corrido la peor de las suertes hasta la fecha. El único que se mantenía en el poder y no daba ninguna muestra de flaqueza era el presidente sirio Bachar El Asad. Su represión contra las revueltas se había ganado la condena internacional. Según datos de la ONU, la cifra de muertos entre los contrarios al régimen se elevaba a diez mil.
Las nuevas tecnologías y las redes sociales estaban siendo determinantes en el desarrollo de las protestas y el cambio de la región. Sin plataformas como Al Yazira, Facebook, Twitter o YouTube, y sin el trabajo de los activistas hubiera sido imposible saber qué estaba ocurriendo durante las revueltas. En la Universidad, Ángela descubrió que tenía un don especial para la informática y decidió sacar partido de ello. Se le daba bien escribir, pero más aún rastrear la red en busca de alguna noticia interesante a la que dar forma posteriormente con su afilada pluma. Fue entonces cuando, por medio de un amigo, entró en contacto con Anonymous, un movimiento internacional de ciberactivistas que se denominaban así porque nunca revelaban su identidad. No pertenecían a ningún partido político, se repartían por todos los rincones del mundo y llevaban a cabo sus acciones tras someterlas a votación. Con su lema —El conocimiento es libre—, reivindicaban sus ciberataques contra páginas web de distintas entidades. Utilizaban como símbolo la careta que representaba al personaje histórico inglés Guy Fawkes, protagonista de la película V de Vendetta, una máscara que se convirtió en un conocido emblema al ser utilizada en algunas manifestaciones por parte de los «indignados». Ángela comulgaba con sus ideas y no tardó en colaborar con ellos. Su bautizo de fuego con los también llamados hacktivistas, por ser activistas y piratas informáticos al mismo tiempo, fueron los ataques a la web de la Santa Sede y al sistema informático de Radio Vaticano.
Ella era atea confesa y respetaba las creencias de todo el mundo, pero tampoco estaba de acuerdo con muchas de las cosas que pasaban en la Santa Sede. El grupo acusó al Vaticano de usar repetidores con una potencia que superaba ampliamente los límites permitidos por la ley para hacer que Radio Vaticano llegara a todos los rincones de la Tierra. Esto conllevaba, según ellos, exponer a la población que residía cerca de esos repetidores a ondas electromagnéticas de tanta intensidad que causaban graves enfermedades como leucemia y otros tipos de cáncer. En su blog italiano manifestaban que Anonymous había decidido atacar su sitio web en respuesta a las doctrinas que su organización extendía por todo el mundo. Les acusaban de quemar libros de incalculable valor histórico, de ejecutar a sus detractores a lo largo de los siglos y de negar teorías consideradas universalmente válidas. También les consideraban culpables de esclavizar a poblaciones enteras con el pretexto de su misión evangelizadora, de jugar un papel importante en la evasión y refugio de criminales de guerra nazis, y de permitir y encubrir abusos sexuales sobre menores por parte de un buen número de miembros del clero. Los reproches no quedaban ahí. Les recriminaban tener propiedades de valor incalculable, dirigir lucrativos negocios, disfrutar de incentivos fiscales o rechazar el preservativo o el aborto. Eso sí, matizaban que no era un ataque a la religión cristiana o a sus fieles, sino a la corrupta Iglesia Apostólica Romana.
A raíz de aquel ataque a la web vaticana, la intrépida periodista hizo amistad con varios hackers y, en vista de los resultados, se pusieron de acuerdo para formar un grupo al que llamaron The Hacker-Tracker, los «Piratas Rastreadores». Cada vez que uno de ellos necesitaba investigar algo, pedía ayuda a los demás. Su colaboración resultaba crucial.
Ángela terminó sus estudios y se licenció en Ciencias de la Información. A pesar de todo lo que estaba pasando, tenía suerte de vivir en España. Mucha suerte. Y si no, que se lo preguntaran a la periodista sudanesa que había sido condenada a recibir cuarenta latigazos por vestir pantalones en público, prenda considerada inmoral para una mujer por las leyes de ese país africano. Gracias a la presión internacional, le habían cambiado la pena por el pago de una multa, pero tras conocer la sentencia la periodista desafió a la justicia negándose a pagarla y fue ingresada en prisión. «Soy musulmana y cumplo las leyes, pero me pregunto en qué pasaje del Corán se prohíbe a las mujeres llevar pantalones», afirmó en una entrevista días antes de su condena. La valiente periodista se convirtió en un símbolo para las sudanesas. El mismo día del juicio la policía sudanesa disolvió una protesta llevada a cabo por unas doscientas personas, en su mayoría mujeres. Todas ellas vestían pantalones.
Tras varias entrevistas, Ángela dejó su periódico gratuito al conseguir trabajo como redactora en una publicación sensacionalista que no le entusiasmaba, pero allí le pagaban más y podía hacer algo con lo que disfrutaba al máximo: sacar a la luz muchos trapos sucios. Al menos, la prensa rosa —o amarilla, según se mire, para gustos los colores—, había cambiado mucho. En sus páginas ya no salían solo millonarios famosos en plena escapada romántica a la nieve o a lugares exóticos, ni bodorrios entre folklóricas y toreros. Ni tan siquiera supuestas fotos robadas a modelos o actrices haciendo top-less en playas paradisíacas. Las revistas del corazón se habían transformado en folletines de hígados y criadillas. Ahora, sus portadas llamaban mucho más la atención del público mostrando a banqueros o políticos corruptos entrando en los tribunales de justicia, deportistas dopados, maltratadores, niños desaparecidos, monjas «roba-bebés» y hasta mandatarios de países en crisis pillados en plena orgía o participando en cacerías financiadas por magnates del petróleo.
En medio de semejante fauna, Ángela se movía como pez en el agua. Sobre todo porque tenía un secreto que le proporcionaba una sustancial ventaja con respecto a sus compañeros de redacción. Nadie sabía que era una consumada hacker. Siempre se las ingeniaba para destapar las mayores corruptelas de la clase política, los detalles más morbosos o escabrosos de una relación adúltera entre personajes siempre de sobra conocidos, o los entresijos más sórdidos de algún tema de actualidad.
La principal causa de los escándalos era el alto número de cargos de designación política en las instituciones nacionales, autonómicas y locales. Sorprendentemente, esto se llevaba ya produciendo desde hacía años en democracias capitalistas avanzadas como Italia, Francia, Portugal o España, pero parecía más propio de regímenes autoritarios en vías de desarrollo. Gracias a sus habilidades informáticas, se dedicó a investigar la mala administración pública en sitios concretos, el enriquecimiento de pequeños grupos empresariales y el destino de recursos estatales que impedían la prestación de servicios públicos básicos.
En su primer año como periodista, Ángela sacó a la luz más de treinta casos que abarcaban prácticamente todo el amplio abanico de la corrupción en nuestro país: prevaricación, malversación de fondos, cohecho, especulación inmobiliaria, recalificación de terrenos, etc. Sus jefes se preguntaban cómo lo conseguía, pero siempre esperaban hasta el último momento para el cierre de la edición por si ella se presentaba con algún nuevo dato: un informe, una firma, facturas, reservas de hoteles o viajes, fotos... O quizá algo que permitiera destapar otro bombazo tipo Gürtel. Todo valía para descubrir la verdad. Y para aumentar la tirada. Hasta que un día, a Ángela la pusieron de patitas en la calle. Parece ser que investigó a quien no debía y eso le costó el puesto. No tenía mucho sentido. ¿La echaban de una empresa por airear los trapos sucios de los demás, cuando esa empresa se dedicaba precisamente a ello?
El director no debía ser consciente de lo que había hecho. Ella pasó de investigar para él a investigarle a él. Pronto ató cabos y tiró de la manta. El negocio no podía ser más redondo. La publicación pertenecía a un holding compuesto por todo tipo de negocios, sucios todos ellos, y denunciaba los ajenos para que nadie reparara en los propios. Despedir a Ángela fue su sentencia de muerte. Su último trabajo para la revista fue hacer que la cerraran.
El olfato y el buen tino de la periodista no pasaron desapercibidos para los grandes periódicos del país. Uno de ellos la contrató para seguir investigando corruptelas. Quedaban muchas por destapar y ella se había convertido en toda una especialista. En pocos días, el director del nuevo periódico de Ángela comprobó que no se había equivocado al incluirla en su plantilla cuando ella destapó un caso de soborno, extorsión y tráfico de influencias en la adjudicación de contratos públicos en concursos de gestión por parte de varios ayuntamientos.
Cuando le encargaron entrevistar a un exorcista, Ángela pensó que le había tocado la lotería. «Por fin alguien interesante, para variar», se dijo. Debía ser una persona muy especial para dedicarse a semejante labor. No dudó en comprobarlo por sí misma y decidió investigarle un poco antes del encuentro. Al instante, descubrió su blog. Comenzó a leerlo y le atrapó desde la primera línea. Aquel hombre era sacerdote, pero no le temblaba el pulso a la hora de hablar de religión, de sociedad, de política, o de lo que hiciera falta. Ni de poner a caldo a cualquiera si realmente lo merecía.
Le hizo mucha gracia lo que el sacerdote había escrito sobre las reliquias. Para una persona como ella, convencida de su ateísmo, ese tema no podía considerarse más que como algo propio de fanáticos. Gente que no quiere dar su brazo a torcer con respecto a huesos u otros objetos sobre los que resulta imposible averiguar a quién habían pertenecido. Para Ángela, creer sin razonar era sinónimo de fanatismo. Un creyente nunca se cuestionaría la autenticidad de una reliquia. Se limitaba a creer en ella, admirarla y venerarla. No podía entender por qué para ellos dudar era de ignorantes, pero la Iglesia necesitaba fieles totalmente entregados en cuerpo y alma, no personas inteligentes que se plantearan nada.
En las curaciones milagrosas, por ejemplo, se daba por supuesto que si el paciente no mejoraba no era por culpa del sanador o de los falsos remedios suministrados, sino por la falta de fe del enfermo. Para que los poderes de las reliquias religiosas tuvieran la capacidad de influir en un creyente, lo primero que este debía asimilar es que no eran lo que veía, sino algo superior, sagrado, que no se apreciaba a simple vista. ¿Cómo si no, después de probar científicamente que los supuestos huesos de Juana de Arco eran de un gato, continuaban siendo venerados hoy?
La propia Iglesia no se terminaba de pronunciar sobre la Síndone, la famosa Sábana Santa de Turín. Muchos fieles la veneraban desde hace siglos como la tela con la que se amortajó a Cristo. Por supuesto, nadie estaba obligado a creer en su autenticidad, pero el hecho de que la Iglesia católica no fuera concluyente sobre el tema, sembraba aún más dudas. En cualquier caso, la fe cristiana se basaba en la resurrección de un judío, el llamado Hijo de Dios, y no en una sábana de lino, por mucho que esta hubiera sido utilizada para su enterramiento. De lo que no cabía ninguna duda era que, con casos como el de la Síndone, la Iglesia conseguía una notoriedad insuperable.
A Ángela nadie le podía quitar de la cabeza que la historia del fanatismo era una historia de odio. El enfrentamiento entre el Islam y el cristianismo tenía siglos y siglos de antigüedad, pero desde el fin de la Guerra Fría y especialmente a partir del 11 de septiembre de 2001, los recelos de los occidentales frente al Islam y los deseos de venganza en el mundo musulmán con respecto a Occidente habían crecido. Hasta finales de los ochenta, la religión parecía algo en franca decadencia, pero en los noventa, con el fin de la política de bloques y del control de las grandes potencias, muchas sociedades buscaron refugio en ella.
En Estados Unidos, grupos religiosos conservadores tan arraigados como los evangélicos comenzaron a levantar su voz. Rechazaban el aborto, condenaban a los homosexuales y clamaban contra la igualdad de la mujer.
En el mundo musulmán, algunos líderes religiosos aprovecharon ese renacimiento para ganar apoyo social proclamando guerras contra gobernantes corruptos y contra EE.UU., el heredero del colonialismo.
Estadounidenses, europeos y árabes radicales se ocupaban así de calentar el ambiente con regularidad. Odios y resentimientos resurgían una y otra vez de sus cenizas. La opinión de intelectuales y políticos, más que invitar al diálogo, producía el efecto contrario. Según ellos, el Islam era esencialmente violento y no compatible con la democracia.
De todo ello hablaba sin tapujos aquel sacerdote. A medida que leía sus artículos, la admiración de la periodista iba en aumento. En uno de ellos, aquel hombre se dirigía al mismísimo Papa y le reprochaba no tomar medidas en el asunto de los casos de pederastia. ¡Y a los pocos días, el sumo pontífice pedía perdón en nombre de la Iglesia y condenaba dichos casos! ¿Quién podía ser tan osado y conseguir algo semejante?
Aún tenía que llegar a algo que le había tocado muy de cerca. Leyó con mucho interés una de sus más recientes publicaciones en aquel blog, «LOS MUY DIGNOS INDIGNADOS», donde opinaba precisamente del movimiento 15-M:
«¿A quién puede sorprender que, en plena campaña electoral, un nutrido grupo de gente indignada e insatisfecha haya irrumpido en escena y haya quitado el protagonismo a los partidos políticos? Desde luego, razones no les faltan. La principal, un veinte por ciento de paro en la población y más de un cuarenta por ciento de paro juvenil. Pero no la única. ¿Cómo no mostrarse desencantados con una clase política incapaz de ofrecer propuestas atractivas a su electorado y plagada de dirigentes que no muestran ningún reparo en incluir en sus listas electorales a imputados en casos de corrupción?
Toda una generación se ha rebelado ante un modelo económico obsoleto, el inaceptable nivel de desempleo y la dictadura del bipartidismo que parece no tener fin. Las nuevas tecnologías han estado y están de parte de estos muy dignos indignados. Su forma de rebeldía les ha llevado no solo a protestar en calles y plazas, sino a compartir esas protestas a través de las redes sociales. ¿Acaso importa que sean desalojados de sus concentraciones en espacios urbanos, cuando su verdadera concentración está en el ciberespacio? Sus reivindicaciones han ido fraguándose a nivel real y creciendo a nivel virtual. Ahí es donde radica su fuerza.
Probablemente, este movimiento permanecerá latente tras las elecciones, pero no desaparecerá. Esperarán respuesta a los problemas planteados y, si no la hay, despertarán con más fuerza. Y tarde o temprano, serán los políticos quienes caigan en sus redes».
Después de haber leído todo aquello, reconoció que ya le caía bien sin haberle conocido. Investigó un poco más y le resultó un personaje fascinante. Lo que no encontró en ninguna parte, fue una imagen suya. Normalmente, las personas a las que entrevistaba eran conocidas o las había visto en algún reportaje, pero de él no tenía ninguna referencia.
Había visualizado un sacerdote bajito, rechoncho y medio calvo. No sabía por qué. Simplemente se lo imaginaba así. Desde luego, no le había puesto ni la cara de Keanu Reeves en Constantine, ni la de Antonio Banderas en The Body. Pensaba en un hombre mayor, quizá más del estilo de Anthony Hopkins en The Rite.
Cuando lo tuvo ante ella, al principio sus ojos se dilataron y su corazón comenzó a latir muy deprisa. Luego, sin saber cómo ni por qué, sintió una gran paz en su interior. Nunca lo había visto antes, pero era como si le conociera desde siempre. También él sintió que estaba ante alguien especial. En ella vio un ser de luz. Le extendió su mano para recibirla y Ángela, sin más preámbulos, le dio un beso en la mejilla. Él sonrió y lo tomó como una muestra de confianza. Ambos se encontraron cómodos frente a frente. Ni el sacerdote estaba acostumbrado a la prensa, ni la periodista a realizar entrevistas sobre asuntos tan poco «terrenales», pero desde el primer momento la comunicación y algo más fluyó entre ellos. El reportaje fue todo un éxito. La tirada se agotó en los kioscos el mismo día de salir a la venta y se realizaron varias ediciones más. Qué ironías tiene la vida —pensaba—. No hace mucho tiempo, casi me vendía al mejor postor y ahora se me rifan. Ángela pasó a convertirse muy pronto en una reputada profesional dentro de su sector y empezaron a lloverle suculentas ofertas de distintos medios de comunicación que querían incorporarla a su plantilla a cualquier precio.
La segunda entrevista que Ángela le hizo al polifacético párroco fue también sobre los polémicos conflictos entre religiones. Sabía que la opinión de alguien como él no dejaría indiferente a nadie y esa vez tampoco se equivocó:
—¿Por qué tantos enfrentamientos a lo largo de la Historia, padre? ¿Tanto se diferencia una religión de otra?
—Todo lo contrario. Hay más semejanzas de las que pueda parecer.
—¿Por ejemplo?
—Las tres principales religiones coinciden en el monoteísmo, la creencia en un solo dios, y las tres se basan en textos sagrados: la Biblia, el Corán y la Torá.
—Y las tres tienen mediadores.
—Así es. El judaísmo tiene rabinos, el Islam tiene la figura del imán y los cristianos tenemos sacerdotes. Pero eso no es todo.
—¿Hay más coincidencias?
—Muchas más. Las tres creen en el Cielo y en el Infierno, en ángeles y demonios, en el ayuno como forma de expiación, en el pecado...
—¿Ha dicho ángeles y demonios? ¿En las tres?
—Sí, la existencia de entidades maléficas y contrarias a un Dios benevolente es compartida tanto por el cristianismo como por el Islam. Pero como ambas religiones son monoteístas, dichas entidades no pueden equipararse con Dios.
—¿Y el judaísmo?
—El judaísmo llega aún más lejos. Tiene varias corrientes y algunas de ellas consideran incluso idolatría la creencia en un ser maligno.
—Son muchos paralelismos.
—Si examina con atención el Corán, el libro sagrado de los musulmanes, encontrará numerosos personajes y eventos que aparecen tanto en la Biblia como en la Torá judía. Al leerlos, verá nombres como Adán, Noé, Abraham, Moisés, Jesús, Juan Bautista...
—Los mismos protagonistas...
—Todos no, pero muchos de ellos sí. Y si hablamos de pasajes concretos, le llamará la atención que se narren en los distintos libros acontecimientos como el Diluvio, el Éxodo, la tentación de Cristo... Las similitudes son tantas que podrían llenar cientos de páginas.
—Ahora comprendo por qué durante un tiempo se habló de la buena convivencia entre las tres culturas.
—No, no se equivoque. Eso es un mito.
—¿Un mito? ¿Quiere decir que eso fue mentira?
—Sí, solo fue una invención. Desde la invasión del Islam en el siglo VIII hasta su expulsión en el siglo XV por los Reyes Católicos, la historia de la Edad Media en España se centra en las luchas entre cristianos y musulmanes para controlar los territorios que los reyes godos perdieron por culpa de su mala gestión.
—Además, España no participó en las Cruzadas, ¿no?
—No. El Papa Urbano II se lo prohibió. Pidió a los españoles que centraran sus esfuerzos en reconquistar sus propios territorios.
—Y así lo hicieron.
—Sí. En la Alta Edad Media solo la guerra defensiva se consideraba justa, pero ese concepto cambió con la Reconquista española. De hecho, la Reconquista de la Península Ibérica fue un modelo ejemplar para las Cruzadas. Urbano había declarado la necesidad de luchar para liberar a los cristianos orientales y a Jerusalén. Pero desde su punto de vista, si tenías al «enemigo» en casa, debías quedarte para expulsarlo.
—Pero, entonces, ¿lo de Alfonso X el Sabio también es un mito?
—Bueno, es cierto que Alfonso X fundó la Escuela de Traductores de Toledo y la Escuela de latín y árabe de Sevilla. Y también que en ellas reunió a profesores e intelectuales de las tres religiones. Pero sus razones para tener colaboradores musulmanes eran más bien pragmáticas.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que esas colaboraciones no fueron precisamente un intercambio cultural ni religioso. Lo dispuso así para conocer algunas ciencias.
—¿Se refiere a la Medicina?
—Sí, entre otras. No era tonto y estaba al corriente de que los árabes tenían buenos médicos. ¿Por qué cree que le llamaban «el Sabio»?
—¡Vaya, nadie como usted para romper el encanto de una época!
—Digamos que soy realista.
—¿Y lo dice alguien que cree en algo que no se puede demostrar?
—¿Estamos cambiando de tema?
—Perdón, había olvidado que usted siempre responde a una pregunta incómoda con otra.
—¿La incomodo, señorita Rubio?
—Mejor volvamos al «tema».
—Pues no quiero desilusionarla, pero quizá haya oído decir que Alfonso X también mandó traducir el Corán al castellano.
—Y tampoco por razones interculturales, me temo.
—Teme usted bien. Lo único que pretendía con su traducción era conocerlo y refutarlo desde el cristianismo.
—Bueno, pero si colaboraban, eso significa que los musulmanes y los cristianos se entendían, ¿no?
—No. Quizá hubo una tolerancia relativa. Se soportaban, sí, pero está claro que no llegaron a entenderse nunca.
Cada vez que entrevistaba a Benedicto Santibáñez, la sensación de Ángela era la de estar sentada en un pupitre de la facultad escuchando absorta a un atractivo profesor que impartía sus conocimientos de forma interesante y amena. No podía negar que su trabajo le gustaba cada día más, pero aquel hombre empezaba a ser una verdadera adicción. Le atraía poderosamente. Desde luego, no era una chica tímida y hasta recordaba haberse excitado más de una vez fantaseando con la idea de flirtear con un cura, pero una cosa eran sus fantasías y otra tener al cura delante. Debía reconocer que él la ponía nerviosa, la seducía con su forma de ser, con su manera de hablar, la epataba... Pero también la intimidaba.
Después de aquella segunda entrevista y excusándose en tenerle localizado, se armó de valor y le pidió su número de móvil. Le hacía gracia recordar la anécdota:
—Padre, ¿podría darme su número de móvil para estar en contacto?
—Sí, por supuesto. Es el 666...
—¿En serio? —Ángela no pudo evitar una risotada.
—¿Qué...? ¡Ah, ya! Siempre le hace gracia a todo el mundo.
—El número de un exorcista no podía empezar de otra forma, ¿no? Por cierto, ¿por qué siempre se relaciona ese número con la «Bestia»... ?
—Bueno, mucho se ha contado sobre él a raíz del famoso versículo de la Biblia, pero pocos saben de dónde proviene.
—¿Y de dónde viene? —preguntó la periodista.
—El versículo del Libro del Apocalipsis termina diciendo: «Aquí se verá la sabiduría; el que entienda, calcule el número de la bestia, que es un número de hombre. Ese número es el seiscientos sesenta y seis.»
—Parece una adivinanza —dijo ella.
—Como si lo fuera. Durante siglos, se han dado las versiones más dispares de a quién podría corresponder esa cifra. La que se toma por más acertada corresponde a Nerón.
—¿El emperador romano?
—Sí. En el Apocalipsis se habla de una bestia surgida del mar. Es lógico suponer que se refería al ejército romano que desembarcó y ocupó aquellas tierras. Es probable que, cuando San Juan citó ese número, se refiriera al César Nerón. Los números romanos estaban basados en letras y cada número equivale a una letra determinada. En hebreo pasa algo similar. Los valores numéricos se basan en letras con un valor propio. Aplicando los números a las letras KSR NRON, la cifra resultante es 666.
—¿Y por qué ese significado negativo?
—El significado de los números estaría en función del sentido que los cristianos les daban en aquella época, influenciado a su vez por el que les aplicaban los judíos. El seis denotaba imperfección, pues le faltaba uno para llegar a la cifra perfecta.
—¡El siete!
—Sí. Para los judíos, el número siete representaba la perfección. Por tanto, el «666» era la imperfección llevada al extremo.
—¿Y por eso es el «número del Mal»... ?
—Así es. Y aunque solo se afirma tres veces en la Biblia como maligno, se convirtió en el símbolo secreto de los antiguos misterios paganos relacionados con la adoración al Diablo. El «666» marca la culminación de la oposición del hombre a Dios en la persona del Anticristo.
—Pero todo eso parece pura superstición —alegó Ángela.
—Puede ser. Pero, ¿qué me dirías si te cuento que el antiguo imperio asirio duró exactamente 666 años antes de ser conquistado por Babilonia?
—¡Que fue una casualidad!
—¿Y si añado que el imperio romano gobernó en Jerusalén también 666 años, desde la batalla de Accio, en el año 31 a.C. hasta la conquista sarracena en el 636 d.C...? ¿También te parece casual?
—Al final voy a volverme supersticiosa yo también. Pero antes decía que pocos saben realmente de dónde proviene esa cifra. ¿Es anterior a esa época?
—Verás... El número como tal no tiene un origen claro. Para los egipcios, el enigmático «666» evoca el nombre secreto de Amón-Ra, llamado «Señor de los dos cuernos», que permitía ejercer a quien lo conociera una parte del mágico poder de la divinidad.
—¿Señor de los dos cuernos? Entonces, ¿el símbolo del macho cabrío como símbolo diabólico viene de los egipcios?
—Sí y no. El «666» recuerda a aquellas esfinges egipcias con cabeza de carnero y cuerpo de león que flanqueaban las avenidas ceremoniales de los templos, como representación de Amón-Ra, dios supremo de Egipto. Los egipcios adoraban tanto a los dioses de la Luz como a los de las sombras.
—¡Claro! Ra era el dios del Sol y Anubis, el de los muertos.
—A Amón se le representaba mediante una cabeza de carnero. Hasta la Edad Media, durante el Románico, no comienzan las representaciones del carnero con cuernos enroscados en espiral. Pero eso fue más adelante. Lo que me preguntas tiene su origen en las prácticas religiosas de Babilonia en los tiempos del profeta Daniel. Los sacerdotes babilónicos promovieron la adoración de dioses asociados con el Sol, la Luna, los planetas y ciertas estrellas relacionadas con la práctica de la astrología. Contaban con 37 dioses supremos. Uno de ellos, asociado al Sol, primaba sobre los demás. Ellos pensaban que los números tenían poder sobre los dioses que adoraban. Asignaron números a cada uno de sus dioses con el fin de tener poder sobre ellos. Luego sumaron los números de cada dios, del 1 al 36. La suma de los números totalizaba 666, el número asignado al dios Sol.
—Pero entonces, para ellos no era un mal número, ¿no?
—Déjame acabar —prosiguió él—. Los babilonios temían mucho a sus dioses y pensaban que alguno de ellos podría destruirlos algún día, así que hicieron amuletos con una matriz de los números ordenada en un cuadro de 6 por 6, del 1 al 36. Para incrementar el poder de esos amuletos, ordenaron los números de tal manera que al ser sumados en filas o columnas, siempre totalizaban 111. Por tanto, la suma total de las 6 columnas y las 6 filas sumaban 666. Inscribían estos números en una pequeña tablilla de barro que luego colgaban en sus cuellos para sentirse protegidos. Los romanos también practicaban esta creencia. Y tanto babilonios como romanos tuvieron esclavos judíos.
—¡Ah! Ahora lo entiendo —exclamó ella—. Fueron los judíos y los cristianos quienes, a partir del sometimiento de unos y la persecución de otros, le dieron el significado negativo a la dichosa cifra.
—Sí. San Juan tomó la cifra de Daniel, que a su vez la tomó de babilonios y egipcios. De todas formas, ten cuidado con tus supersticiones.
—¿Por qué lo dice?
—Hay gente que padece trihexafobia.
—¿Fobia al triple seis? ¿Eso es una enfermedad?
—Digamos que es un miedo irracional al número «666». Se caracteriza por el rechazo a cualquier cosa que pueda estar relacionada con esa cifra. El caso más famoso es el de Ronald Reagan y su esposa, Nancy.
—A los presidentes norteamericanos les pasa de todo —dijo ella.
—Una vez aparecieron en las noticias porque habían comprado una casa cuyo número era precisamente ese. Según parece, solucionaron el problema cambiándolo por «668».
—No sabía que tres simples dígitos dieran tanto de sí.
—Pues dan para eso y más. ¿Tampoco has oído que se relacionan con la «World Wide Web», las tres «W» de Internet?
—¡No se salva ni la Red! ¿Y de dónde viene esa relación tan absurda?
—Pues aunque te parezca imposible, la idea también parte del Libro del Apocalipsis. En un pasaje se dice que, en el futuro, nadie podrá comprar ni vender si no es con el número de la Bestia. Y ya sabes que el comercio electrónico está cada vez más extendido a través de la Red.
—Bueno, eso puede hasta tener su lógica. Para mucha gente, Internet ya es de por sí algo «maligno» que pervierte al que entra allí —dijo con sorna la periodista.
Sin esperarlo, los acontecimientos iban a proporcionar a la periodista una larga relación con su idolatrado sacerdote. Él conocía sus artimañas como hacker y la llamó en varias ocasiones para pedirle su colaboración. En todas y cada una de esas ocasiones comprobó que la joven e intrépida periodista era muy buena en ese aspecto. Siempre obtenía la información necesaria para documentar un tema o el dato preciso que se estaba buscando.
No hacía mucho tiempo que un sacerdote estadounidense fue noticia por revelar públicamente que, en su labor de exorcista, «había traspasado los límites de la castidad» con una mujer. Ahora, las quejas parecían apuntar a un hipotético exorcista español que abusaba de mujeres supuestamente poseídas durante las sesiones, pero no había pruebas suficientes para inculparle. Benedicto pidió ayuda a Ángela y ella resolvió el caso en menos de tres días. Como buena hacker, accedió al disco duro del ordenador del pretendido abusador con la acertada sospecha de que, además, grababa sus exorcismos. Consiguió dos vídeos del interfecto con las manos en la masa. En las imágenes se veía cómo el sacerdote pedía a las mujeres que se quedasen en ropa interior «para sentir más de cerca al Maligno» y acto seguido colocaba sin pudor las manos en sus pechos y en su pubis mientras se santiguaba y rezaba. En uno de los vídeos, el oficiante le practicaba incluso el «boca a boca» a la posesa asegurándole que aquello era «el aliento del Señor». Con pruebas tan irrefutables, el exorcista fue cesado de sus labores por el obispo de su diócesis.
Por si fuera poco, los últimos reportajes habían hecho aumentar espectacularmente las ventas de la revista en la que trabajaba Ángela. La dirección de la misma decidió hacer una oferta al sacerdote para colaborar con ellos en una serie de artículos sobre algo de lo que había hablado recientemente en su blog: el fanatismo religioso.
Al principio, Benedicto declinó amablemente la oferta, pero luego pensó que tampoco había tanta diferencia entre escribir un blog y hacerlo en la columna semanal de una revista que había triplicado en pocos meses su número de lectores. Además, podía compaginar ambas cosas, así que finalmente decidió aceptar.
Como no podía ser de otro modo, su primer artículo volvió a levantar ampollas en la Santa Sede. Máxime cuando decidió bautizar su nuevo espacio editorial con el nombre de «El Baldaquino», en honor al templete formado por cuatro columnas destinado a cobijar el altar de una iglesia cuando este tiene una posición aislada. Y obviamente, el baldaquino más famoso era el de San Pedro del Vaticano.
La columna con la que inauguraba dicha sección versaba sobre la primera Cruzada. El titular hacía presagiar lo peor: «¿DIOS LO QUISO?». El texto echó más leña al fuego:
«Sin duda, Odón de Lagery era un hombre elocuente. De ello dio fe, como buen Papa, el último día del Concilio de Clermont que él mismo había convocado. Urbano II, el pontífice número 159 de la Iglesia católica, arengaba a los presentes aquel 27 de noviembre de 1095 exhortándoles a marchar contra los infieles. En teoría, se trataba de un sínodo mixto al que acudieron más de trescientos eclesiásticos, entre arzobispos, obispos y abades, así como miles de nobles y caballeros, con el fin de comunicarles la llamada de auxilio del emperador bizantino Alejo I, que solicitaba desesperadamente ayuda militar contra los turcos selyúcidas. Pero eso solo era el pretexto.
El Concilio, planteado en principio para debatir tal cuestión y garantizar el apoyo a los bizantinos, fue utilizado astutamente por Urbano. El sumo pontífice ya había concebido la idea de arrebatar Jerusalén a los turcos y, valiéndose de su don para la oratoria, hizo un auténtico llamamiento a la Guerra Santa que los allí reunidos escuchaban totalmente enfervorizados.
El discurso de Urbano II surtió el efecto deseado tras promulgar una indulgencia, prometiendo el perdón de los pecados y la recompensa de fértiles tierras y riquezas para todo aquel que participase movido por su devoción a Dios.
Como colofón, preguntó a los asistentes si pondrían su espada al servicio de Dios. Todos respondieron al unísono con un grito que se convirtió posteriormente en su lema: «¡Dios lo quiere!». Las Cruzadas habían comenzado. Pero… ¿realmente Dios lo quiso?».
Desde aquellas entrevistas, ella siempre encontraba una excusa para encontrarse con él. A veces, le llamaba para pedirle ayuda o consejo sobre algún artículo o reportaje que estaba escribiendo y que trataba sobre temas relacionados con la Iglesia. Otras, le pedía información de primera mano sobre asuntos religiosos. Él viajaba a menudo a Madrid y, cuando lo hacía, quedaban a comer o a tomar café y se ponían al día. Empezaron a tutearse. Ella le llamaba Ben y él la llamaba Angie.
Cuando le contó que su hermano fue una de las víctimas del 11-M y, mientras lo relataba, no vio secuelas de odio en sus ojos, Benedicto supo que podía confiar en ella. «No tengo nada en contra de los musulmanes» —le dijo la reportera—, «pero sí de los terroristas.»
Cuando él le confesó que era descendiente de un templario, Ángela hizo alguna broma al respecto, pero también comprendió que era un hombre de ley. En la Universidad había hecho un trabajo sobre ellos y sabía el significado de que un miles Templi o soldado del Temple diera su palabra. Aquel hombre no era ya realmente uno de aquellos monjes, aunque sin lugar a dudas sí era todo un caballero.
Poco a poco, Ángela fue descubriendo dos cosas: la primera, que distaba mucho de ser tan solo un párroco poco corriente ya que tenía más ocupaciones de lo que sus feligreses podrían suponer; y la segunda, que no sabía ni cómo ni por qué, pero aquel hombre empezaba a ejercer sobre ella una atracción similar a la que los ídolos mediáticos producían en las fans adolescentes.