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I. CAYO FLAMINIO NEPOTE, EL ADVENEDIZO POPULISTA

El año 217 a.C. se inicia con prodigios desfavorables: un niño de seis meses al que se oye gritando «¡Victoria!» en pleno mercado de las verduras, y, allí mismo, un rayo que alcanza el templo de la Esperanza; además se tiene noticia de presagios adversos también en Lanuvio, donde un cuervo desciende y se posa sobre un cojín sagrado en el templo, y donde se estremece de manera escalofriante la víctima de un sacrificio; y en Piceno, donde llueven piedras; y en la Galia, donde un lobo roba la espada a un centinela extrayéndola de su vaina misma (Liv. 21, 62, 1-5; Rasmussen, 2003). Todo invita a creer a los más supersticiosos que la pax deorum se ha roto, que los dioses mandan señales de su descontento a Roma. Están airados.

El prodigio más aparatoso ocurre en el mercado de ganado vacuno –el Foro Boario–, donde un buey sube hasta un tercer piso y, «espantado por el alboroto de los vecinos, se arroja al vacío». Un populoso barrio de Roma, una ciudad de unos 200.000 habitantes, donde ya pueden verse bloques de vecinos, asiste al sobrecogedor espectáculo del animal que se inmola tiñendo de sangre el suelo no pavimentado.

La ciudad se sumerge en una atmósfera de purificación religiosa, de lustraciones, novenarios, ofrendas votivas, lectisternios en forma de banquetes sagrados con los dioses como convidados, un sacrificio de más de cinco mil reses mayores, y votos renovados comprometiendo ofrendas similares para los próximos diez años. El cariz de la situación resulta verdaderamente inquietante. De hecho, estas expiaciones han sido prescritas por una consulta a los Libros Sibilinos, los Libros del Destino, custodiados en el principal templo de Roma, el de Júpiter en el Capitolio. Se trata de libros de condición profética que se reservan para dilucidar cómo hacer frente a emergencias en las que la seguridad del Estado, de la Urbe, se tambalea. Solo después de esta vorágine religiosa en la que la ciudadanía de Roma honra con generosidad inusitada a sus dioses «se alivian en gran medida los espíritus de escrúpulos religiosos» (Liv. 21, 62, 11; Orlin, 2002: 77; Caerols, 2011).

¿De dónde provienen las zozobras? Comienza el año 217[1], y en los meses anteriores Aníbal ha dejado atrás los Pirineos y cruzado los Alpes y las legiones romanas han experimentado dos severas derrotas, las primeras de una larga guerra: en Tesino, Publio Cornelio Escipión –padre– no solo fracasa militarmente, sino que además no puede evitar que Aníbal sume a sus efectivos recién llegados a Italia, varias decenas de miles de aliados noritálicos –galos y ligures– en abierta oposición a Roma; en Trebia, el otro cónsul, Tiberio Sempronio Longo, asiste a la masacre de su ejército, cuyos legionarios, mojados y ateridos por el frío, perecen abatidos, aplastados por los elefantes, o ahogados al intentar huir aprovechando la corriente del río. Aníbal avanza hacia Etruria. Se acerca a Roma.

El momento es horrible. Roma afronta de manera incesante prodigios adversos que inspiran funestos presagios, pero Tito Livio, los asocia a otro hecho no menos inquietante según una lectura, políticamente tergiversada, de toda esta situación: la toma de posesión el 15 de marzo del 217 del cónsul Cayo Flaminio a quien tienen «ojeriza los senadores» (21, 63, 3). Y por si hubiera dudas, el historiador insiste, indicando que el alto magistrado, uno de los dos jefes políticos y militares del nuevo año consular, cuenta «con la enemistad de la nobleza y la simpatía de la plebe», por lo que, a pesar de todo, el apoyo popular le granjea «como consecuencia, su segundo consulado» (21, 63, 4). De un lado, del de la nobilitas, la clase política de Roma en la que se integran tanto patricios como plebeyos que han hecho carrera política, regida por los senadores –los patres–, Flaminio es objeto de invidiam. Del otro, Flaminio cuenta con el favor de la plebs, la masa en la que se integran tanto los ciudadanos votantes –el populus– como el contingente social multiforme que puebla Roma: provinciales, latinos, itálicos e individuos de la más diversa extracción social, entre ellos libertos y esclavos. Y no hay que olvidar en este contexto dual, que el propio Flaminio es ya senador. Se trata de un político alternativo obviamente, un populista a ojos de sus rivales senatoriales. No hay dudas al respecto para los escritores antiguos: Polibio lo definirá como el «tipo de líder popular que no sueña más que con complacer a las masas» (3, 80, 3; también 2, 21, 8).

Un líder de masas acaba de acceder al poder máximo por segunda vez, apelando a su crédito electoral con promesas que seguramente fijan un objetivo: el fin de la guerra, la derrota de Aníbal, lo que la plebe quiere oír y que la nobilitas con toda probabilidad habrá tildado de oportunismo demagógico, sin lograr mantener bajo control el timón electoral en un momento crítico. Y ahora, tras vencer en las elecciones, Cayo Flaminio podría alzarse con una victoria clamorosa… o verse arrastrado a un nuevo, y quizá fatal, desastre militar a manos cartaginesas. La atmósfera ominosa que se vive y en la que Roma no ahorra expiaciones, sacrificios y rituales por propiciar la voluntad de los dioses a su favor, se tiñe así de un inquietante populismo que ha movilizado al populus en apoyo de un candidato plebeyo, más sensible y próximo a las inquietudes de la población y de los votantes. ¿Cómo se había forjado este liderazgo? ¿Debe verse en esta semblanza que ofrecen Livio y Plutarco solo la animadversión de una línea de pensamiento político aristocrático y senatorial hacia Flaminio, o responde a una realidad dual?

UN NOVUS HOMO REFORMADOR

Desde las leyes Liciniae Sextiae del año 367, que limitaron a 500 yugadas las tierras del ager publicus que podía ocupar y explotar un ciudadano y establecían que uno de los cónsules fuera plebeyo, las mayores reivindicaciones plebeyas habían quedado satisfechas. El camino recorrido después, observado con perspectiva histórica, había ido adormeciendo el espíritu reivindicativo popular en el sopor acomodaticio en que se instaló la elite plebeya, la más combativa en su momento, tras lograr ingresar en la capa dirigente que dio forma a la nueva nobilitas patricio-plebeya. Los cónsules anuales se reclutaban de manera habitual en el seno de esa clase política. Por ello volvía a sorprender cuando de repente prosperaban advenedizos, «hombres nuevos», políticos plebeyos que no formaban parte de las familias nobles. En los años de la primera guerra púnica, ocurrió que dos hermanos, Cneo y Quinto Lutacio Catulo accedieron al consulado consecutivamente en los años 242 y 241, y escasos años más tarde, en el 233, llegaría también M. Pomponio Mato (Brunt, 1982; Beck, 2005: 246). Entre el año 243 en que se designó a C. Fundanio y el 216 en que accedió al consulado M. Terencio Varrón, llegaron al consulado doce «hombres nuevos», una proporción absolutamente desacostumbrada, una anormal inflación de caballeros sin precedentes familiares memorables en la carrera política (Bleicken, 1968: 35). Cayo Flaminio fue uno de ellos. De partida, por tanto, emergía marcado por la etiqueta del arribismo político.

Desempeñó su primera magistratura –al menos la primera de la que se tiene constancia– como tribuno de la plebe. Se acepta generalmente que fue elegido a tal efecto en el año 232, siguiendo la versión de Polibio (2, 21, 7). La noticia misma emana de una medida que Flaminio sometió a aprobación por plebiscito en la asamblea popular, y que lo posicionó desde el primer momento en una línea de defensa ardiente, pero polémica, de los intereses de la plebe, en concreto de los ciudadanos romanos sin recursos: propuso un reparto de las tierras del ager Gallicus Picenus, terrenos de cultivo confiscados por el Estado en la zona nordeste de Italia, cerca de Rímini, y que llevaban casi cincuenta años en poder de Roma. Se trataría de un reparto viritano, de lotes de tierra en pleno campo, sin crear un núcleo de población colonial, que se asignaban en nueva titularidad a ciudadanos romanos humildes para establecerse. Esto podía entrar en colisión con las expectativas de negocio que la aristocracia senatorial depositaba de manera habitual en la ocupación del ager publicus del Estado, aunque en realidad no se conoce si esas tierras estaban improductivas, abandonadas en un territorio de frontera, o más probablemente controladas por los senadores de Roma y explotadas por sus habitantes originarios, los senones, aunque la titularidad fuera pública (Cassola, 1968: 93; Roselaar, 2010: 57; Rosenstein, 2004; 2012: 71). Se corría el riesgo de que la nueva ocupación del terrazgo por parte de ciudadanos romanos fuera sentida como una provocación desestabilizadora por parte de los boyos, una tribu de pueblos galos fronterizos que habían comenzado a mostrar agitación desde el 238. De hecho, la medida de Flaminio era ambivalente, poco desinteresada: ofrecía tierras a colonos, pero los convertía en peones para la defensa pasiva de un territorio militarmente inestable.

LA REACCIÓN SENATORIAL CONTRA FLAMINIO

Sobre este plebiscito reformador para el reparto gratuito de tierras propuesto por Flaminio, los escritores latinos coinciden en un aspecto: el orden senatorial reaccionó decididamente en contra. Livio aludirá a sus «enfrentamientos con los senadores, los que había tenido como tribuno de la plebe» (21, 63, 2). Al referirse a esta ley, denominada lex Flaminia (de agro Gallico et Piceno viritim dividendo), Valerio Máximo hablará de una auténtica ofensiva contra Flaminio, quien, a pesar de todo, se empeñó en promover el plebiscito «en contra de la voluntad del senado. Se resistió a los ruegos y amenazas de los senadores y no se dejó intimidar ni siquiera por un ejército formado contra él si persistía en la misma opinión» (5, 4, 5).

La escalada de la tensión política se adivina desacostumbrada, vivida con la máxima ansiedad, a juzgar por la intervención del ejército, y sobre todo porque las versiones no coinciden. Valerio Máximo lo recoge como uno de sus Hechos y dichos memorables, en un relato que se cierra de este modo: «cuando ya se hallaba [Flaminio] en la tribuna de las arengas a iba a dar lectura a la ley, su padre le puso la mano encima. Entonces, vencido por este acto de autoridad de su padre, hombre sin cargo alguno, descendió de la tribuna, sin que el pueblo le hiciera reproches, a causa de la frustrada asamblea, sin el más mínimo murmullo de desaprobación» (5, 4, 5). El pasaje está revestido del valor de un exemplum con toda la carga retórica de la dramatización y permite evocar a Flaminio en el foro, sobre la tribuna de los rostra, a punto de dirigirse a la plebe y cediendo en último extremo, en un memorable acto de piedad y obediencia filiopaternal. El relato, en cambio, se adivina más teatral y moral que real. No es verosímil este desenlace, que en parte versiona Cicerón (De la invención 2, 17, 52), porque a juzgar por las restantes informaciones sobre lo ocurrido, la ley se aprobó. La gravedad de la situación y la elevada temperatura política, así como la derrota senatorial, han forjado quizá esa versión impostora.

Polibio sitúa lo ocurrido en el año 232, coincidiendo con el consulado de M. Emilio Lépido. Sin embargo, Cicerón lo ubica en el consulado de Quinto Fabio Máximo que desempeñó con Espurio Carvilio, y que corresponde al año 228. Cabe pensar que Cicerón se equivocó y que se produjo no durante el segundo, sino durante el primer consulado de Quinto Fabio Máximo, el que desempeñó en el 233 junto con Pomponio Mato. Seguramente, antes de acabar su mandato Fabio –el 14 de marzo del 232– se produjo el debut en el cargo como tribuno de la plebe de Flaminio, quien tomó posesión el 10 de diciembre del año 233 (Müller-Seidel, 1953: 269; Broughton, 1986: 225; Cassola, 1968: 261) Los hechos habrían ocurrido así entre diciembre del 233 y marzo del 232, aplicándose la ley tras el acceso al consulado de M. Emilio Lépido desde mediados de marzo de ese mismo año 232. Obviamente para los historiadores se trató de un hecho de memorable trascendencia. Quizá la propuesta para la reforma agraria había formado parte de la campaña electoral al cargo de Flaminio. Por su parte, Fabio Máximo tenía asignado como destino consular la provincia de Liguria, la zona norte donde se emplazaba el territorio sobre el que Flaminio planificaba el reparto de tierras (Develin, 1976: 640). La reacción de Fabio fue claramente adversa y seguramente se exacerbó al percibir en la reforma instada por Flaminio, una injerencia desestabilizadora en lo que Fabio consideraba su ámbito de competencias. En cuanto al otro cónsul, Pomponio Mato, era también, como Flaminio, un «hombre nuevo», y no es descartable que se posicionara contra su colega Fabio, del lado del tribuno popular Flaminio. No consta que lo hiciera de manera activa, pero las conexiones de los tribunos con cónsules y la connivencia de estos magistrados en el desencadenamiento de iniciativas será una constante en los años venideros: la potestad tribunicia creaba un liderazgo intermedio, facultaba un rol de mediación muy activo ante la plebe para articular apoyos populares en favor de decisiones senatoriales o de los cónsules (Vanderbroek, 1987: 65). De hecho, Cicerón atribuye un silencio pasivo, quizá cómplice, al cónsul colega de Quinto Fabio.

A este, en cambio, a Quinto Fabio Máximo, Cicerón sí le asigna un papel protagonista en este asunto. Como se verá en adelante, se trató del político más influyente en los treinta años siguientes. Cicerón escribirá que el asunto puso al populus al borde de la sedición en contra de los optimates (Invención 2, 52), y que Fabio Máximo «se opuso con todas sus fuerzas a Cayo Flaminio» (De la vejez 11). Elabora así una interpretación en términos de político popular opuesto a los optimates de la elite senatorial, conforme a los parámetros de su propia época (Robb, 2010: 80). Según deja entrever Cicerón, además, la oposición de Fabio pudo haberse servido de argumentos de rango superior, religioso, pues recuerda que haciendo valer su condición de augur, llegó a decir al respecto de este asunto que «cualquier cosa que se realizara en beneficio de la República, estaba hecha bajo los mejores auspicios. Asimismo, afirmaba que los asuntos que iban en contra de la República, iban también en contra de los auspicios» (De la vejez 11). El sentido del pasaje es oscuro en este contexto, pero atañe al interés y la seguridad de la República (Roller, 20011: 192), queda bajo el ámbito de interpretación de la oposición vehemente de Fabio a Flaminio, y parecería que su declaración apunta a que los auspicios no eran imparciales políticamente, que podían ser enarbolados, oportunamente manejados, anteponiendo la razón de Estado. Siendo Fabio augur, además de político, parece que la vía religiosa, la prerrogativa augural, pudo sopesarse, si no activarse, para intentar frenar el plebiscito: se utilizó tal vez como una huida hacia adelante en una escalada de rivalidad política que revitalizaba el ya viejo enfrentamiento entre órdenes sociales. La secular oposición entre patricios y plebeyos se sentía superada hasta que, de repente, un tribuno aparece prometiendo y sometiendo a votación plebiscitaria una medida no pactada ni emanada del entorno senatorial, sino de inspiración directamente popular.

El asunto, tratado en términos políticos, crea una posición de inimicitas, una rivalidad política que no debe desdeñarse como móvil para explicar futuros desencuentros en los años posteriores entre ambos.

Sobre cómo la ley salió adelante, dejan constancia el propio Cicerón (Bruto 57), el agrónomo Varrón citando a Catón, otro tratadista anterior (De agric. 1, 2, 7), y Polibio, quien no oculta su animadversión hacia el perfil popular –o más bien populista– que atribuye a Flaminio por su ley de reparto de tierras: «Y fue Cayo Flaminio el que introdujo esta demagógica directriz política en la que debe reconocerse el factor a tener por fundamental del cambio a peor experimentado por el pueblo romano, así como la causa de la guerra posteriormente entablada con los galos» (2, 21, 8). Obviamente, la relación de causa y efecto entre la reforma y la guerra posterior no puede establecerse a partir de este único testimonio que no se contrasta en otras fuentes. En todo caso, la ocupación gradual del territorio por Roma pudo verse como una provocación por parte de los galos (Develin, 1976: 638; Eckstein, 1987: 12). La presentación que se hace por parte de Polibio convierte a Flaminio en un precedente remoto –un siglo anterior– a las revolucionarias reformas agrarias de los Gracos en contra de los intereses del orden senatorial y de su monopolio de poder político y económico (Scullard, 1976: 53). Resulta difícil desentrañar lo que movía la reacción de Fabio Máximo y de los senadores contra Flaminio, ya se tratara de motivos económicos concerniendo a las tierras mismas, o de motivos político-militares para no abrir una provocación a los galos boyos mientras la conquista del área del valle del Po estaba por completar (Vishnia, 1996: 30). Lo más probable es que se produjera una convergencia de causas al respecto: el senado tenía intereses creados sobre las tierras, pero los ocultaba tras argumentos de inestabilidad fronteriza.

Y al mismo tiempo, tampoco cabe ver en esta reforma agraria de Flaminio un planteamiento estrictamente dual. El silencio llamativo del cónsul colega de Fabio desvela que no toda la nobilitas estaba posicionada del lado de Fabio Máximo. Pero algo parece fuera de duda: la reforma agraria que pretendía asignar tierras a ciudadanos romanos para ocupar y colonizar el ager Gallicus beneficiaba a las clases populares más desfavorecidas, a un proletariado urbano dispuesto a marchar a un territorio inseguro, de frontera, y así se percibió. Preocupó la reforma y preocupó la pujanza popular del tribuno, quien en cierto modo estaba cumpliendo de manera comprometida con su deber en defensa de los intereses de la plebe (Develin, 1976: 643). Había un ejercicio responsable donde los senadores vieron oportunismo, pero, ciertamente, se estaba forjando el novus homo. El impulso electoral inicial y las promesas de tierras satisfechas encaminarían al tribuno a las magistraturas más altas.

UN PRETOR MEMORABLE

Tras el brillante inicio de su carrera política, en buena medida incendiario y no menos polémico, los siguientes dos escalones del cursus honorum de Cayo Flaminio no han quedado registrados. Cinco años después de su polémico tribunado de la plebe, en el año 227, Flaminio habría desempeñado el cargo de pretor, por lo que, dentro de las convencionales etapas de la carrera, cabe pensar que pudo ser uno de los dos ediles plebeyos en el año 229 o en el 228 (Beck, 2005: 265). Nada se conoce acerca de su desempeño en ese cargo que, al margen de las tareas municipales de control de calles, edificios y mercados, así como de custodia de los archivos y del patrimonio sagrado plebeyo, especialmente del templo de la triada del Aventino –Ceres, Líber y Líbera–, tenía encomendada la supervisión de abastecimientos. Es probable que fuera entonces cuando columbrara la posibilidad de crear un nuevo circo en Roma. Lograría hacerlo realidad como censor en el año 220. La generosidad en el cargo de edil era decisiva para continuar en la carrera política, y la de Flaminio se desarrolló con éxito. Los derroteros posteriores de su trayectoria abogan por pensar que desempeñó todas las magistraturas intermedias, sobre todo teniendo en cuenta la popularidad y la proyección logradas en su tribunado.

Aunque la constancia documental flaquea al respecto, se puede afirmar que, con toda probabilidad, fue pretor en el 227 (Broughton, 1986: 229). Se trató del año en que el número de pretores se incrementó de dos a cuatro, para que los magistrados suplementarios se ocuparan de las provincias extraitálicas de Sicilia y Córcega-Cerdeña (Brennan, 2000: 92; Díaz Fernández, 2015: 35 y 228). Flaminio marchó a Sicilia como primer pretor de la provincia. El hecho en sí aúna lo memorable de la anécdota política, rescatada para el recuerdo por Solino (5, 1), con la constatación de que Flaminio fue alejado de Roma. La pretura ejercida como gobernación provincial podría en adelante servir a los políticos romanos para reponer sus maltrechas arcas privadas después de una generosa gestión como ediles, tras haber costeado por ejemplo unos juegos dignos de recordar. Sin embargo, esa tendencia, que se iba a consolidar en el tiempo, puede haber sido ejercida con cierto comedimiento por Flaminio debido tanto a la inexperiencia previa de pretores provinciales, como quizás al propio talante personal. De hecho, su gestión mereció honroso recuerdo para los sicilianos: unos treinta años después, en el año 196, su hijo, que portará su mismo nombre, será elegido edil curul –ya no plebeyo como lo fuera probablemente su padre– y podrá ejecutar una memorable largueza, porque en su nombre y el de su colega en el cargo, podrá poner en el mercado cereal a precio muy bajo, distribuyendo «entre la población un millón de modios de trigo a dos ases. Lo habían enviado a Roma los sicilianos como homenaje personal a Cayo Flaminio y a su padre» (Liv. 33, 42, 8). Obviamente, Cayo Flaminio hijo estaba en condiciones de ejercitar, tres décadas después, los lazos patronales que su propio padre había dejado establecidos y bien afianzados en la isla. Los provinciales sicilianos, con su generosidad, intentaban propiciar, una generación más tarde, a un nuevo valedor de sus intereses en Roma, a un patrono agradecido.

En la anécdota sobre el hijo se reconoce el ascendiente y la autoridad que le fueron reconocidos al padre, por su gestión ejemplar como pretor en Sicilia (Develin, 1979: 273). Hay que puntualizar, sin embargo, que Cayo Flaminio había accedido a esta magistratura en circunstancias especiales de devaluación electoral, pues se trataba del año en que las oportunidades de lograr el cargo de pretor se habían duplicado por primera vez. El caudal electoral con que contaba Flaminio como candidato, después de su popular tribunado de la plebe, no fue en ese sentido especialmente puesto a prueba. Pero lo poseía y por ello fue elegido.

En todo caso la pretura hubo de fortalecerlo para la nueva prueba: si en el acceso a la pretura se devaluaba la competencia porque se nombraba el doble de pretores, para acceder al siguiente cargo –el consulado– la rivalidad se duplicaba. Cuatro nuevos pretores cada año entraban en liza para empezar a optar dos años después a los dos títulos consulares anuales. Esta pudo ser la razón para explicar por qué Flaminio no hubo de esperar un año, sino cuatro, antes de lograr acceder al consulado en el año 223.

EL CÓNSUL GAFE

Cuando se acepta que los dioses rigen los destinos de los hombres, los políticos topan con una barrera sobrevenida que puede establecer un límite fortuito e insospechado a su poder. Este fue, de hecho, el obstáculo que abortó la magistratura de Flaminio en el primero de sus consulados. Se desconocen las circunstancias en que fue designado y elegido. El retraso en lograr el consulado plebeyo después de la pretura indicaría, con toda probabilidad, que lo intentó sin éxito, quizá hasta dos veces, antes de alcanzarlo en una tercera candidatura, y que probablemente la coalición de fuerzas senatoriales y de la nobilitas bloqueara una elección para la que los apoyos populares fueron finalmente decisivos.

Al respecto, los indicios que han quedado derivan de unas informaciones consignadas por Plutarco en su biografía de Marcelo (4). Lo ocurrido se relaciona con la guerra contra los galos cisalpinos que se despertó en el año 225, la misma que según Polibio (2, 21, 8) derivaba de la desafortunada medida del reparto de tierras que Flaminio promovió siete años antes. Flaminio y su colega en el consulado, P. Furio Filo, apaciguaron a los galos y se dirigieron luego a territorio de los insubres donde la escalada de escaramuzas con éxitos y descalabros fue preparando el desenlace hacia una gran batalla, y en esos preparativos sobrevienen los prodigios: en la llanura picena, abierta hacia la costa adriática en la región de Áscoli, donde se desarrollaban las operaciones militares dirigidas por los dos cónsules conjuntamente, el río corrió «teñido de sangre y se dijo asimismo que hacia Arimino habían aparecido tres lunas» (Plut. Marcelo 4, 2).

La información sobre los prodigios se evacuó a Roma, seguramente por informadores al servicio de los rivales políticos de Flaminio. Plutarco focaliza su atención en él al narrar lo ocurrido. Estos prodigios fueron utilizados por el senado. Se ponen en conexión con el hecho de que los augures que, como era preceptivo, habían estado observando «el vuelo de las aves en los comicios consulares, aseguraban que las proclamaciones de los cónsules habían sido defectuosas y acompañadas de malos augurios» (Plut. Marcelo 4, 3). Lamentablemente la información disponible es fragmentaria y no permite entrever rivalidades latentes: quizá no es accidental que este hecho se narre en la biografía de M. Claudio Marcelo, otro de los grandes líderes de aquellos años, y que formaba parte del colegio de augures desde tres años antes. Además, Marcelo será nombrado cónsul para el ejercicio siguiente, cuando vencerá a los insubres en Clastidio. La lucha contra los insubres proporcionaba ocasiones evidentes para triunfos memorables. Marcelo no las desaprovecharía, y de hecho el bloqueo a Flaminio y a Furio tenía por objeto aplazar la guerra hasta la entrada de los nuevos magistrados por elegir. Marcelo preparaba entonces su propia candidatura. Tenía pues interés en posponer el enfrentamiento militar. Y, al contrario, meses después presionaría al senado, durante su propio consulado, para que rechazara la paz que ofrecían los insubres y para que la guerra continuara (Polib. 2, 34, 1; Zon. 8, 20; Plut. Marcelo 6; Vishnia, 1996: 211). Pero además el colegio de augures lo capitalizaba por su prestigio y su larga antigüedad de cuatro décadas Fabio Máximo, el activo rival de Flaminio contra la aprobación de su ley de reparto de tierras. Evidentemente este colegio entrañaba una célula activa de alta resistencia contra los intereses políticos de Flaminio.

Por el momento, en el 223, sobre la base de los prodigios y los malos auspicios, la reacción será inmediata: «al punto se enviaron cartas del senado al ejército citando y llamando a los cónsules, para que, una vez hubieran regresado a Roma, abdicaran cuanto antes y para que nada se apresuraran a hacer como cónsules contra los enemigos» (Plut. Marcelo 4, 4). Los rivales políticos de los cónsules, y específicamente de Flaminio, habían encontrado razones para destituirlos. Se les ordenó que no promovieran operaciones militares. La excusa apuntaba a augurios desfavorables, aunque las dos caras de la moneda tenían el mismo signo: el riesgo de derrota militar se podía argüir como argumento para detener la campaña militar, pero el riesgo de un triunfo memorable a favor del popular Flaminio resultaba no menos preocupante para la corriente política dominante en el senado.

EL TRIUNFO QUE NO PUDO SER ABORTADO

O Flaminio lo esperaba, o mostró gran intuición, o, más probablemente, ocurrió que, del mismo modo que la información con los prodigios se filtró a Roma, el signo adverso de la resolución del senado llegó con celeridad hasta los cónsules, antes que las propias cartas oficiales, pues «recibió Flaminio las cartas y no quiso abrirlas sin haber entrado antes en acción contra los bárbaros» (Plut. Marcelo 4, 5). Flaminio entabló combate. La derrota infligida a los insubres la refiere de manera más precisa Polibio, el cual, sin embargo, nada relata sobre los móviles supersticiosos y las intrigas políticas que se agitaron en Roma. Para este autor, que, como se vio, menospreciaba el perfil «demagógico» de Flaminio, la victoria no fue mérito de Flaminio, sino que se consiguió a pesar de sus directrices poco afortunadas. Según su versión «desplegó sus tropas sobre el borde mismo del río» lo que limitó su movilidad (2, 33, 7). Y aun así, venció al enemigo.

Después de lo ocurrido Flaminio regresó a Roma, pero «el pueblo no salió a recibirle; y, por no haber cumplido así que fue llamado, ni haberse mostrado obediente a las cartas, sino que las miró con burla y desprecio, faltó poco para que perdiese la votación del triunfo» (Plut. Marcelo 4). Flaminio fue penalizado formalmente por su proceder, pero finalmente mereció los honores del triunfo gracias a su victoria. En realidad, sus enemigos políticos quisieron abortar la empresa militar y, más tarde, las posibilidades del triunfo. Llegaron hasta el fin. Zonaras (8, 20) certifica lo que Plutarco da a entender: su triunfo lo aprobó el pueblo, no el senado, en un proceder absolutamente anómalo, desacostumbrado y totalmente excepcional. La concesión de los honores se aprobaba en sesión plenaria del senado, reunido fuera de la muralla de la ciudad, en el templo de Belona emplazado en el Campo de Marte. Allí, el cónsul investido aún de su imperium, y que por ello no podía entrar en Roma, era escuchado. Tras el debate oportuno en el senado, y tras la pertinente votación favorable, la aprobación definitiva del triunfo se sometía a decisión popular. En el caso de Flaminio, el senado habría votado en contra y el cónsul recibió su triunfo directamente del pueblo, en abierta oposición a la decisión de los patres (Pelikan, 2008: 40; Rosenstein, 2012: 134). La salvedad que establecen Plutarco y Zonaras excluye la aprobación de ese triunfo por senatus consulto, aunque resulte difícil de admitir. Por lo demás, las inscripciones que contienen los fastos triunfales certifican que tanto Flaminio como su colega celebraron sendos triunfos el 10 y el 12 de marzo del año 222, es decir, cuando en circunstancias normales habría estado a punto de expirar su mandato que finalizaba el 14 de marzo (Inscr. It. 13, 1, 79; Liv. 22, 1, 4). En realidad, por tanto, la abdicación forzada se habría producido tan al límite del año consular, que se pueden abrigar dudas de que se produjera (Beck, 2005: 254). Existe sin embargo la posibilidad de que aún estuviera en uso la antigua costumbre de iniciar al año consular el primero de mayo y que ese fuera el año en que la fecha se alterara, en que se adelantara un mes y medio (De Santis, 1917: 316; Eckstein, 1987: 16). De hecho, no se llegó a nombrar cónsules sufectos como sustitutos. Sea como fuere, y aunque se obligó a abdicar a Flaminio y su colega, su cese resultó más bien formal, sobrevenido al final del ejercicio de su magistratura. Habían triunfado a pesar de todo, y lo habían hecho siendo todavía cónsules, dentro de su año político.

Plutarco recuerda, sin embargo, que fueron reducidos a la condición de privati de manera inmediata: «después de celebrar el triunfo le devolvieron [a Flaminio] a la condición de particular, y le obligaron a renunciar al consulado igual que a su colega» (Plut. Marcelo 4, 6). Dadas las fechas de los fastos consulares, la abdicación se asemeja más a una reprobación institucional que a una verdadera destitución, porque su tiempo como cónsules ya estaba prácticamente agotado. Plutarco ratifica que así fue y que de inmediato se produjo la toma de posesión por parte de Marcelo y su colega, los nuevos cónsules. Para organizar los comicios en que fueron elegidos, se había designado un interrex, Quinto Fabio Máximo, el rival político de Flaminio en el debate de su ley de reforma agraria y un destacado miembro por antigüedad y talla política del colegio de augures (Plut. Marcelo 6, 1; Broughton, 1986: 233).

La política ofrecía así una faceta religiosa que introducía un factor eventualmente desestabilizador del ordenamiento constitucional en manos de las apreciaciones incontroladas de los colegios sacerdotales, en concreto por parte de los augures. En realidad, los augures eran también senadores y políticos, como Fabio y el propio Marcelo. Su función consistía precisamente en leer los signos que delataran una ruptura de la pax deorum, en decodificar los designios favorables o desfavorables de los dioses, y esas lecturas adquirían rango de obediencia debida: «Hasta ese punto ponían los romanos todos sus asuntos en manos de la divinidad, sin admitir el menosprecio de los presagios y las tradiciones patrias ni siquiera en los mayores éxitos, considerando más importante para la salvación de la ciudad el que los gobernantes respetaran la religión que el que vencieran a los enemigos» (Plut. Marcel. 4, 7). La jerarquía de prioridades queda establecida de manera inapelable, pero se cifra en una esfera superior, no controlada, interpretable por parte de quienes tenían reconocida una condición infalible. El poder religioso se imponía, pero estaba al servicio de la curia, gestionado por sacerdotes que eran senadores (Champion, 2017: 34 y ss.).

EL COMANDANTE DE LA CABALLERÍA FRUSTRADO

La trayectoria política de Cayo Flaminio quedaría marcada de manera reiterada por las interferencias supersticiosas que truncaron sus expectativas políticas o que interrumpieron sus mandatos. Incluso tras su fallecimiento, los escrúpulos nacidos de prodigios adversos serán tratados en Roma como mensajes de origen divino y se agitarán contra su memoria y su línea de actuación. Entraron en el argumentario político de sus rivales.

Una misma noticia se registra en dos autores, aunque con divergencias. Dice Valerio Máximo que «el oír el chillido de una rata de campo fue motivo suficiente para que Fabio Máximo abandonara su dictadura y Cayo Flaminio cediera el mando supremo sobre la caballería» (1, 1, 5). La otra versión es transmitida por Plutarco y en ella, no coincide el nombre del dictador, sino que Fabio Máximo es sustituido por Minucio, pero la anécdota es más precisa e involucra específicamente al acto de nombramiento de Flaminio: «Estando el dictador Minucio nombrando maestro de la caballería a Cayo Flaminio, porque en el acto se oyó el rechinamiento de un ratón que los romanos llaman sorex [una musaraña], retiraron sus votos a ambos y nombraron otros» (Marcelo 5, 6). La anécdota se conserva precisamente por su circunstancialidad y rareza, pero está descontextualizada. Después de estos nombramientos fallidos, no se conocen suplentes. ¿Quién nombró a Flaminio? ¿Fabio o Minucio? M. Minucio Rufo era cónsul el año 221 en que Fabio Máximo fue nombrado dictador por primera vez. Y el segundo nombramiento de Fabio para un cargo tan excepcional se producirá precisamente tras la muerte de Cayo Flaminio. Se ha debatido acerca de cuál de las dos fuentes es veraz (Cassola, 1968: 261 y ss.; Beck, 2005: 257), y quizá el confusionismo derive de Plutarco en relación con el año en que Fabio Máximo fue dictador por segunda vez y nombró precisamente jefe de la caballería a Minucio Rufo, antes de ser nombrado también dictador el propio Minucio. Pero para entonces Flaminio ya no vivía. Todo parece indicar que el nombramiento lo otorgó Fabio Máximo, no Minucio, y que se produjo en el año 221 (Broughton, 1986: 234).

En este punto la información que interesa especialmente concierne a la designación, doblemente registrada, de Flaminio como jefe de la caballería, una magistratura excepcional, establecida «a dedo» por otro magistrado excepcional, el dictador, quien a su vez recibe un nombramiento directo por parte del cónsul. Se trata de magistraturas cortas, excepcionales y de medio año de duración a lo sumo (Linttot, 1999: 110 y ss.; Walter, 2017: 163).

Varios matices pueden interesar, aunque no pueden establecerse de manera rotunda. Por un lado, el hecho de que se designe jefe de la caballería a Cayo Flaminio, en el 221, parece poco coherente con la salida bochornosa que le habría deparado el establishment senatorial-sacerdotal un año antes, al tener que abdicar del consulado. Por otro lado, si el nombramiento procede de Q. Fabio Máximo como dictador, hay que suponer que las diferencias insalvables de una década antes, cuando hizo frente a Flaminio encabezando la oposición a su reforma agraria, estaban olvidadas.

Uno de los motivos para nombrar dictador era la organización de elecciones en ausencia o baja del cónsul que tenía encomendada tal tarea. Ese fue el origen de esa dictadura (Beck, 2005: 72), que no requería un jefe de la caballería, más que por motivos de costumbre y protocolo. No derivaba de una perentoria urgencia militar.

En todo caso, habría que reconocer que Flaminio, el cónsul triunfador que hubo de abdicar, mereció de nuevo honores políticos relevantes porque su respaldo popular y electoral interesaron, en aras de la concordia ciudadana. Un senador preclaro, como era Fabio Máximo, pudo entender conveniente arropar su responsabilidad con una designación que propiciara la convergencia de sus apoyos senatoriales con los apoyos populares de Flaminio. Que el chillido de un ratón o una musaraña pudieran acabar con una doble designación, bien planificada y nacida para una necesidad política electoral, trasciende los subterfugios y las intrigas políticas. Lo fundamental era «no cambiar en nada ni salirse de las costumbres protocolarias» según concluye al respecto Plutarco (Marcelo 5, 7). La rigidez nacía de la ortopraxia ritual, de los codificados procederes sacerdotales para garantizar un correcto ceremonial o unos auspicios inequívocamente favorables. Nada debía alterar el delicado equilibrio en que se fundaba la pax deorum. La autoridad divina se enseñoreaba siempre sobre las incertidumbres de los mortales, y en el caso de Flaminio sirvió por dos veces para apartarle del cargo.

UNA CENSURA CON ECOS

La plena carrera política en Roma se completaba con el acceso a la magistratura más selectiva porque se elegía solo cada lustro: la censura. Flaminio también fue censor, plebeyo como le correspondía por su origen, en compañía del patricio L. Emilio Papo, un miembro de la familia Emilia, con el que se le puede presuponer cierta proximidad, y que formaría parte de una facción política, la que unía a los Emilios con los Cornelios Escipiones (Scullard, 1973: 39 y 53), en el marco de una política tejida sobre alianzas familiares. Esta facción habría obtenido relevantes éxitos electorales que se contrastan de manera recurrente también para los años siguientes, aunque este modo de entender los entresijos electorales no se acepta unánimemente (Bleicken, 1968: 40; Develin, 1985: 224). Los posibles rivales de Flaminio para acceder al cargo de censor en el año 220, en primera instancia los cónsules plebeyos desde el 225 en que se habían elegido los anteriores censores, no habían sido especialmente brillantes o no entrañaban competencia para Flaminio por diversos motivos (Develin, 1979: 275). Pero había una excepción: no hay que olvidar que pudo haber concurrido Claudio Marcelo, que acababa de triunfar el año anterior en la batalla de Clastidio contra los insubres (Beck, 2005: 259). Por su parte, Flaminio salía de dos magistraturas abortadas: el consulado y la jefatura de la caballería. Por tanto, y al margen del apoyo posible de la facción escipiónica-emilia, cabe ponderar que sus apoyos populares, los que le reportaron el triunfo militar dos años antes, continuaban siendo sólidos.

La información sobre su gestión es fragmentaria e incierta. Plinio el Viejo ofrece una noticia sobre la aprobación de una ley por plebiscito durante la censura de Flaminio y Emilio Papo que regulaba el uso de tintes y productos con valor detergente. Probablemente establecía limitaciones suntuarias a los trabajos de los tintoreros –los fullones– en la fabricación de telas, y frenaba el consumo de vestiduras de lujo por parte de los grupos sociales privilegiados (35, 57, 197-198; Aubert, 2004: 168). Se trata de la conocida como lex Metilia fullonibus dicta. Sin embargo, la ley lleva el nombre de Metilio, el tribuno de la plebe del año 217. Caben, varias posibilidades para explicarlo: respetando que Plinio asegura que se aprobó en esta censura, y que se trata de leyes antisuntuarias, los censores pudieron promoverla y salir adelante por la propuesta de otro tribuno Metilio –distinto– entre los años 220 y 219, o del mismo político que desempeñó un desacostumbrado segundo tribunado en el 217 (Cassola, 1968: 362) o que el edicto de los censores se transformó en plebiscito dos años más tarde por el tribuno Metilio (Scullard, 1973: 48). Otra opción invita a pensar que pudo coordinar su presentación con el cónsul Flaminio, pero no durante su censura, sino cuando este fue cónsul por segunda vez y no censor. De hecho, la iniciativa legislativa no formaba parte de las competencias de un censor (Reigadas, 2000: 248), pero sí lo era la vigilancia de las conductas. La conclusión posible es obvia: entre el 219 y el 217 la ley se aprobó, ya fuera con Flaminio como censor de costumbres, introduciendo prácticas contrarias al lujo, o como cónsul que pretendía introducir controles y moderar comportamientos poco decorosos al inicio de una guerra que se adivinaba gravosa.

Sobre el censo de ciudadanos que elaboraron Flaminio y Emilio Papo, no se sabe fehacientemente si fue el que incorporó una innovación o si aplicaba de nuevo un cambio promovido ya en alguna censura de las inmediatamente anteriores: cuando su número empezó a crecer, los libertos comenzaron a ser censados solo en una de las cuatro tribus urbanas –de un total de 35 circunscripciones entre urbanas y rurales (Rosenstein, 2012: 11)–. Se restringió por tanto su ámbito de influencia política durante los comicios, al limitar drásticamente las unidades corporativas de votación donde se recontaban sus sufragios a las cuatro tribus urbanas (Liv. Per. 20; Fabre, 1981: 136).

Ese censo –tarea fundamental de los censores–, elaborado por Flaminio y Emilio Papo, no solo fue útil para el lustro entrante, sino que además se tomaría como referencia en la siguiente censura, en el año 214, para asignar una tributación excepcional que se requirió a la ciudadanía con la que hacer frente a los gastos excepcionales de la guerra anibálica (Liv. 24, 11, 7; Fernández Vega, 2015: 23). Así que el registro censal de Flaminio y Papo tendría unos efectos de duración anormalmente prolongada –un lustro más– y ciertamente indeseable: cargas tributarias acrecentadas.

LA VÍA FLAMINIA

El cargo de censor fue especialmente aprovechado por Cayo Flaminio. La gestión de su colega resultó eclipsada. Flaminio, político más popular, logró dejar dos obras públicas de la mayor relevancia que inmortalizaron su memoria en Roma y el territorio itálico. Por un lado, la vía Flaminia, una arteria de comunicación con el norte hacia la costa adriática, que por el momento unió Roma con la ciudad de Rímini –Ariminum–, y que por tanto se convirtió en el cordón umbilical que mantenía enlazados a los ciudadanos asentados como colonos en el ager Gallicus, repartido por Flaminio unos años antes en la controvertida reforma agraria, con la Urbe. Prácticamente de inmediato, a lo sumo en el 218, se iban a fundar en la región central del Po, a los pies de los Alpes, dos colonias nuevas en Placentia y Cremona asentando en cada una de ellas a seis mil colonos con sus familias (Polib. 3, 40, 3-5; Liv. 21, 25, 3-5). Hacia allí iba a derivar la vía. Por tanto, respondía a una estrategia imperialista de penetración y pacificación de una amplia región.

¿Fue iniciativa de Flaminio o institucional? No se puede dilucidar si ya se había planeado antes por parte del senado, y si Flaminio actuó como censor con directrices programadas, dado que ya conocía la zona por su campaña militar como cónsul (Staveley, 1989: 436). Cabe la posibilidad de que, de nuevo, de manera brillante en el marco de un programa reformista, tomara la iniciativa, aunque requería respaldo institucional, pues la vía seguramente fue abierta por las legiones, y consta que ya estaba operativa en el 217: fue construida en menos de dos años (Liv. 22, 11, 5). Sea como fuere, el programa reformista agrario, se completaba magistralmente con una arteria que salía del Capitolio por la puerta Fontenaria, hacia el Adriático y los valles alpinos y había vertebrado el territorio con la capital, a los ciudadanos colonizadores con su metrópoli. Los movimientos de tropas romanas serían mucho más rápidos, pero también lo serían para las tropas de Aníbal.

EL CIRCO FLAMINIO

Además, a Flaminio se le atribuye la creación del segundo circo de Roma, el que lleva su nombre. Livio y Festo coinciden al respecto, aunque si bien Livio se lo reconoce como mérito de la censura, Festo lo adscribe a su consulado del 223 (Liv. Per. 20; Fest. 792). Cabría pensar que pudo iniciarlo como cónsul e inaugurarlo como censor (Coarelli, 1997: 363), pero las obras públicas relevantes pasarán a formar parte de manera acostumbrada de las iniciativas de los censores que asignan presupuestos y concesiones públicas.

La función inicial o más contrastada de un circo consistía en servir de hipódromo o de gran explanada para las carreras de carros, como puede percibirse aún hoy en el Circo Máximo, el más antiguo de Roma, y por ello Varrón relaciona el término circum con el giro alrededor de un punto de referencia donde se da la vuelta (Lengua Latina 5, 154). En el circo se celebraban los juegos, y de hecho Varrón relaciona el Circo Flaminio con los juegos Taurios, de periodicidad quinquenal, aunque será sobre todo recordado por los juegos Plebeyos. Los juegos –ludi– consistían en certámenes de varias jornadas con espectáculos teatrales, competiciones atléticas o carreras de carros. Se abrían con un desfile, una pompa inaugural presidida por el editor y que adoptaba un sentido ritual muy codificado. Los ludi anuales se utilizaron sistemáticamente como herramienta de propaganda al servicio de las carreras políticas de los magistrados, especialmente de los ediles, aunque se iba a imponer en las décadas siguientes la estrategia de los juegos votivos, excepcionales y no periódicos, irrepetibles, que habían sido supuestamente prometidos a los dioses por los cónsules durante las campañas militares, a modo de acción de gracias por las victorias bélicas.

Aunque la memoria histórica le atribuye a Flaminio la creación del circo, sin embargo, otra duda planea sobre la atribución: la posibilidad de que no hiciera más que una habilitación de escasa envergadura constructiva de un espacio en un campo que estaba ubicado en la periferia urbana de Roma, denominado Campo Flaminio (Varrón Lengua Latina 5, 154). Si se atiende a Livio, en fechas remotas, en el año 449, se celebró allí una asamblea de la plebe –concilium plebis– al final de uno de los episodios que enfrentaron a los plebeyos con los patricios en defensa de sus reivindicaciones, protagonizando una secesión o abandono de la ciudad mediante la retirada a la colina del Aventino (Liv. 3, 54, 15). Y Livio indica que ocurrió en los prata Flaminia que han pasado a ser conocidos como Circo Flaminio. Cabe la posibilidad de que se tratara de terrenos en manos del colegio sacerdotal de los flámines anteriormente, y de ahí derivara su nombre (Steinby, 2012: 88; Grandazzi, 2017: 375). En todo caso, la denominación y la memoria del circo quedaron en adelante asociadas de manera indeleble a Flaminio y a una tradición social eminentemente plebeya, tanto por la historia previa, como por la renovación anual en el lugar de los ludi Plebeii (Val. Max. 1, 7, 4). Los juegos Romanos por el contrario, se desarrollaban en el Circo Máximo (Coarelli, 1997: 374). Se acepta de hecho que los juegos Plebeyos fueron instituidos por Flaminio en el año 220, o bajo su ámbito de influencia (Scullard, 1973: 24; Bernstein, 2007: 226; Rüpke, 2010: 225), de manera que habría creado tanto la infraestructura –el circo– como una programación estable –los ludi Plebeii–, fijando que mantuvieran una periodicidad anual. ¿Puede idearse una iniciativa más genuinamente popular?

El circo se ubicaba extramuros, cerca del Tíber en el sur del Campo de Marte, dominado por el Capitolio. Pero no se ha localizado un equipamiento habilitado como tal, quizá porque el graderío fue en material perecedero o en forma de tribunas desmontables. Seguramente se trató más bien de un gran espacio oval cercado en el antiguo campo Flaminio (Wiseman, 1974; Humphrey, 1986: 544). Aunque el equipamiento no fuera de una gran envergadura constructiva, el éxito de la iniciativa fue mayúsculo a los efectos de hacer cristalizar el recuerdo de Flaminio como censor y en definitiva como político memorable. Y todo ello lo consigue dejando en el olvido de los tiempos a L. Emilio Papo, su colega patricio en la magistratura censoria en aquel año 220. Los logros –una vía y un circo– constituyen realidades tangibles y materiales, pero encierran un sesgo fundamental: son eminentemente plebeyas, como lo fue su promotor. La vía se asociará al proceso de colonización y a la distribución de tierras públicas a la plebe por iniciativa del propio Flaminio, y el circo se habilitó en un área de expansión urbana de connotaciones plebeyas desde antaño, como los juegos mismos, que cada año replicarían de manera indirecta su memoria. Sobre la zona, la ciudad iría, a lo largo de la centuria siguiente, creando nuevos equipamientos religiosos y cívicos, y el espacio se integraría dentro del tejido urbano conservando el recuerdo de Flaminio, el memorable magistrado plebeyo.

FLAMINIO CONTRA EL SENADO: LA LEX CLAUDIA

Cayo Flaminio había culminado, en principio, su carrera política, tanto por lograr desempeñar la censura, como por ejercerla de manera brillante y memorable. Había sido nombrado, en el año 220, después de iniciarse el año político el 15 de marzo, para una magistratura que, por la encomienda de la realización del censo, una actividad lenta, prolongaba su duración durante año y medio. Finalizaba por tanto su mandato en otoño del año 219. En las semanas siguientes fueron designados los nuevos tribunos de la plebe para el año 218, y tomaron posesión quizá en diciembre (por analogía con la toma de posesión del año 185 según Liv. 39, 52, 4). Con uno de ellos y en concreto con una de sus propuestas de plebiscito, Flaminio, investido de toda la fama de su recién terminada censura, convergió de un modo inolvidable para la historia. Se trató de Quinto Claudio quien sacó adelante en plebiscito una ley polémica que iba a poner en contra a toda la clase política representada en el senado.

Según Livio, a Flaminio «le tenían ojeriza los senadores a causa de la nueva ley que el tribuno de la plebe Quinto Claudio había hecho aprobar, con el senado en contra, contando únicamente con el apoyo de un senador, Cayo Flaminio» (Liv. 21, 63, 3; Shatzman, 1975: 99 y ss.; Davenport, 2019: 44). Las afirmaciones rotundas, como esta, deben tomarse con cautela, pero tampoco podrían descartarse de manera taxativa sin argumentos (Lippold, 1963: 93). Uno contra todos parece poco verosímil (Beck, 2005: 264). Probablemente Flaminio no hubiera podido desarrollar una censura tan fecunda sin apoyos en la curia. Cuesta imaginar que solo unos meses después, Flaminio le volviera la espalda a sus apoyos senatoriales, pero esta es la información, y su trayectoria podría avalarlo: no había dudado en hacer frente al senado como tribuno de la plebe, se enfrentó a oposición demoledora como cónsul, y en ese momento, tras la censura, su carrera ya estaba culminada. Poco podría importarle ya airar a la cámara que le negó en su momento un triunfo que el pueblo sí le otorgó. Podrían haber prevalecido sus firmes convicciones, y quizá otros cálculos como que su capacidad de movilización popular le había bastado ya en anteriores comicios y se habría acrecentado con su gestión como censor. La pregunta más relevante es otra: ¿llegó su compromiso más lejos de apoyar la iniciativa? ¿Estuvo detrás de ella? ¿O apostaba fuerte el tribuno para hacer carrera y Flaminio simplemente le apoyó sin fisuras? Livio deja clara su plena implicación en la iniciativa legislativa y en su aprobación: «la cuestión, debatida con el mayor apasionamiento, le granjeó a Flaminio, ponente de la ley, la enemistad de la nobleza y la simpatía de la plebe» (Liv. 21, 63, 4). Flaminio como suasor legis, como orador en la asamblea, dejó expuestos a la nobilitas y sus intereses a los pies de una decisión popular, y la plebs aprobó la ley. Obviamente, había usado las reglas del juego político y, esta vez, la oligarquía y la clase política habían sucumbido.

Lo cierto es que la ley, consideradas las circunstancias polémicas de su aprobación, no ofrece margen de dudas a la interpretación. Fijaba límites a los senadores: «nadie que fuese senador o cuyo padre lo hubiese sido, podría ser propietario de una nave de más de trescientas ánforas de cabida» (Liv. 21, 63, 3; también Plauto, Mercader 73-78; de Ligt, 2015: 375). A los senadores les correspondía llenar las ánforas y, a lo sumo, ser capaces de transportar las de su propia producción. Se restringía severamente su libertad de transporte y, por tanto, mercantil. Esta lex Claudia excluía el lucro y el negocio de transporte y comercialización como fuente de ingresos para el orden senatorial, solo le capacitaba para facturar, expedir y traficar la producción agraria propia. Dejaba en otras manos, no senatoriales, las iniciativas empresariales no vinculadas a la explotación de la tierra (Toynbee, 1965: 186 y ss.) y los contratos del Estado (Vishnia, 1996: 48). Las interpretaciones que se han dado a la medida hablan de móviles relacionados con concentrar las energías del senado en la guerra, morales en relación con un estilo de vida, de prevención de la corrupción, de erradicar la competencia de la clase senatorial, de mantener al orden senatorial ligado a la tierra, de orientarlo a mejorar la producción agraria… (Cassola, 1968: 216 y ss.). Si a alguien favoreció la iniciativa fue al orden ecuestre en el que se integra la clase empresarial, los publicanos y negotiatores cuya actividad y posibilidades de expansión marchaban de manera boyante desde el final de la primera guerra púnica en el 241 con el despegue de la dominación imperial fuera de la península itálica, en Sicilia y Cerdeña por el momento (Aubert, 2004: 166).

NEGOCIOS, POLÍTICA Y DEMOCRACIA

Parece evidente que la ley estaba vetando un sector de negocio a los senadores y a los descendientes de la generación senatorial anterior en favor de los negotiatores del orden ecuestre. Dado que el plebiscito favorecía a los agentes empresariales, se diría que Flaminio defendió sus intereses, y los de su electorado, en el que se integraba un proletariado urbano que tuvo que votar la ley sin ambages. No se trataría de manipulación electoral populista en favor de la plutocracia, sino de una convergencia de intereses económicos: negocio para los empresarios y trabajo para la plebe en detrimento de las expectativas de una clase senatorial latifundista y esclavista.

Quizá la clave para interpretar la iniciativa deba sin embargo ponerse en contexto. Cabe plantearse por qué se promueve esta ley el mismo año en que la segunda guerra púnica se ha iniciado, y si existe relación al respecto. Los debates en el senado respecto a la declaración de guerra se habían entablado a lo largo del año anterior cuando, en la primavera del año 219, Aníbal había establecido el asedio de Sagunto (Hoyos, 2015: 92). Las razones por las que se desató la guerra son extremadamente complejas, diversas y objeto de debate (Beck, 2005). Entre otros factores, no se han dejado de valorar los intereses empresariales en el trasfondo de la decisión senatorial que condujo a plantear un ultimátum a Cartago en relación con Sagunto y, en última instancia, a declarar la guerra (Cassola, 1968: 233) siguiendo la iniciativa de una facción política capitaneada por los Emilios y los Escipiones (Scullard, 1973: 39). Tal vez la ley buscara distanciar a la clase política de los intereses empresariales, procurar garantías de independencia en la toma de decisiones, alejar la expectativa de lucro a la hora de la tomar decisiones de alcance tan grave en la curia. Se trató de establecer una incompatibilidad práctica entre política y negocios (Fernández Vega, 2015: 413). Las constataciones de lo que ocurrirá en los años venideros, de grave coyuntura bélica, evidencia que la clase de los negotiatores se iba a hacer cargo de los contratos y adjudicaciones para la venta y transporte de suministros militares. La guerra abría un formidable sector de negocio en ultramar y el senado se vería forzado a aprobar el endeudamiento del erario público. El choque entre la decisión de la plebe y los intereses de la nobilitas estalló en ese momento, quizá como trasfondo del inicio de la guerra. El pueblo que votó en asamblea, como era preceptivo, la guerra (Liv. 21, 17, 4), votó en el mismo año político a favor de una norma preventiva que distanciaba a la elite rectora de las expectativas de lucro. No parece haber sintonía con la aristocracia que creó un casus belli sobre la fidelidad de Sagunto, a pesar de estar en un territorio que, por el tratado del Ebro, se le había reconocido como área de influencia a Cartago: se trata de la misma elite social que pensó librar la guerra en Hispania (Polib. 3, 15), y quizá en Sicilia y África, pero que no contaba con la invasión anibálica del territorio itálico. La nueva guerra se libraría en ultramar. Era allí a donde habrían de dirigirse esos barcos cargados de ánforas cuya expedición ha quedado limitada a los senadores por la ley Claudia. En esos primeros momentos de la contienda, en los dos primeros años, hay más indicios de contestación plebeya y malestar social sobre la gestión de la guerra por la clase política, la nobilitas.

En una situación de guerra, con Anibal ya en Italia, tras las dos batallas perdidas por los ejércitos de Roma, en Tesino primero y en Trebia en diciembre de ese mismo año 218 en que se aprueba la ley, de inmediato, a inicios del año 217 los nuevos comicios otorgan un segundo consulado a Flaminio. Y para Livio no hubo dudas de por qué fue elegido: la causa fue «el apasionamiento», el debate suscitado con motivo del plebiscito de la ley Claudia, que hizo subir el clima político, y «le granjeó a Flaminio, ponente de la ley, la enemistad de la nobleza y la simpatía de la plebe y supuso, como consecuencia, un segundo consulado» (21, 63, 4).

Flaminio lograba así una meta quimérica en la carrera política: la iteración, un segundo consulado, sin esperar a los diez años que había estipulaba desde el año 342 la ley Genucia. La grave amenaza cartaginesa estaba abriendo una etapa en la que algo inusual se iba a tornar menos infrecuente. Los candidatos experimentados, senadores consulares, que ya habían sido cónsules, se iban a poder postular como opciones políticas recomendables ante una coyuntura crítica para Roma y, de hecho, tan solo unos meses después en ese año 217 se iba a aprobar un plebiscito para permitir esas iteraciones o repeticiones consulares (Liv. 27, 6, 1-8). La situación es grave y así lo aconseja: se acaban de perder en el norte los territorios que Marcelo y Flaminio habían conquistado pocos años antes entre los años 223 y 222 (Cassola, 1968: 295).

El segundo consulado de Flaminio invalida la visión negativa que ofrecía Polibio acerca de su victoria contra los galos durante el primer consulado, y que no se concilia con el hecho de que el pueblo votó concederle unos honores triunfales que el senado le había negado. El pueblo de Roma en los comicios y la plebe en su asamblea renovaron sus apoyos una y otra vez a Flaminio, cuando este ya había perdido todo apoyo senatorial, si es que alguna vez lo tuvo, después de la desobediencia cuando fue cónsul y después de votar una ley plenamente adversa contra los intereses de la clase política. En distintos momentos a lo largo de los años siguientes, el clima electoral iba a alejar a la masa de electores de los derroteros por los que era conducida habitualmente por parte de la nobilitas en las consultas electorales. Pero lo ocurrido con Flaminio es especialmente relevante a la hora de debatir la calidad democrática de la República romana. Los resortes de la oligarquía para orquestar cada año unas candidaturas homologadas dentro de unas adecuadas expectativas políticas, moderadas, fueron quebrados por Flaminio de manera reiterada. Era elegido con el senado en contra.

La decisión popular podía ser determinante, o alternativa. Podía haber garantías seudodemocráticas dentro de la constitución política romana, en el seno de sus asambleas populares y hasta de los comicios centuriados que elegían a los magistrados superiores –censores, cónsules y pretores–. Flaminio había roto el techo de cristal que supuestamente hacía que la elite rectora controlara los resultados de los comicios centuriados tras filtrar los candidatos, a través de una forma de votación timocrática, basada en la riqueza y que confería más poder de decisión, por ser más numerosas, a las centurias de las clases censitarias más ricas y acomodadas. Pero quizá esta sea la clave que explique ese triunfo: no se trataba ya de una trasnochada dialéctica entre patricios y plebeyos, sino entre nobles y plebeyos, entre nobilitas y plebs, entre la clase política integrada por patricios y familias plebeyas incorporadas a la elite dirigente del Estado, y por tanto integrantes del orden senatorial, y la masa plebeya en la que también entraba la sección del orden ecuestre que no formaba parte del senado, la plutocracia empresarial en rápido desarrollo. Es muy probable que Flaminio contara con sólidos apoyos en los niveles más altos de la sociedad (Develin, 1985: 225). En un momento concreto, crítico, los intereses dentro de la más alta clase social romana, la de los más ricos, separaron a los senadores del resto del orden ecuestre y una ley vendría a hacer cristalizar unas fuentes de ingresos y unas pautas de conducta y de honorabilidad diferenciadas. Exigían de los senadores su distanciamiento de los riesgos empresariales y de las actividades lucrativas vinculadas a lo mercantil y a las concesiones públicas de explotación de minas y de recaudación de impuestos, que en adelante se iban a regir por sociedades de publicanos.

Por tanto, los triunfos populares de Flaminio deben valorarse con cautela. Tal vez sean fruto del populismo encendido contra la clase política, pero distan del radicalismo asambleario de un proletariado urbano revolucionario o subversivo. El populismo emana en efecto del pueblo, de los no patricios, de los plebeyos, pero no de todos, sino de la multiforme masa no integrada en la selecta nobilitas; de quienes no conforman la clase política que nutre las filas del senado. El populismo en Roma deriva de populus, un concepto social imbuido del prejuicio peyorativo con que la minoría oligárquica percibe al populacho, y que esta ley iba a contribuir a enfatizar aún más. Pero a la inversa también, el caudal electoral de Flaminio nace de una línea ideológica «democrática, antiaristocrática» (Münzer, 1999: 353), de una base popular en oposición a una nobilitas a la que ha hecho frente en sucesivos momentos de su trayectoria política.

No queda constancia de que haya convertido esa oposición en algo programático, pero la reiterada confrontación incita a valorar que buscó un apoyo popular renovado y sostenido sobre propuestas adversas y desafiantes a la clase política, promovidas por un advenedizo. Eso es, sociológicamente, populismo (Mudde y Rovira, 2017: 73; Brubaker, 2019: 30 y ss.). En Roma la forma de hacer política de los populares que se define como una opción política con posterioridad, a partir de época de los Gracos, en la República Tardía, no desdeña un estilo populista de hacer política, de ganar popularidad y votos buscando un liderazgo relevante a partir de argumentos convincentes para las masas (Meier, 1965: 49; Robb, 2010: 12; Mouritsen, 2017: 134). Flaminio suele ser recordado como precedente de los líderes populares, dentro de un tipo de tribunos que hace frente al senado con iniciativas radicales (Mouritsen, 2017: 138). Pero su línea de actuación en ese sentido fue sostenida en el tiempo, se mantuvo después de su inicial tribunado de la plebe hasta el final de una carrera política como censor, y le permitía retomar la iniciativa electoral con éxito para la iteración.

En las asambleas populares se votaba por tribus, las 4 urbanas masivas y las 31 territoriales, distritos rústicos en los que dejaban sentir su peso específico los terratenientes o propietarios acomodados que se podían permitir acudir a Roma a votar. Y en los comicios centuriados, cuando Flaminio optaba como candidato a las magistraturas, los procesos electorales estaban sesgados por el procedimiento, confiriendo más peso específico a las numerosas centurias de los más ricos, y menos peso a las populosas, pero escasas centurias de los más humildes. Flaminio era un novus homo, un plebeyo iniciado en política, que no olvidó su origen y que se sirvió de él y lo hizo valer en favor de los suyos. Pero los plebeyos no eran solo los desarrapados, y emergía pujante en el seno de la plebe la clase empresarial integrada en el floreciente orden ecuestre.

Flaminio, por otro lado, era un plebeyo experimentado en la guerra y por eso ganó su segundo consulado: contaba con apoyos recientemente renovados en el cargo de censor y en el fragor del debate político desatado por el plebiscito de la ley Claudia, y había conocido las mieles del triunfo militar por decisión popular.

EL CÓNSUL IMPÍO

Y retornamos al inicio: el año 217 se ha iniciado con prodigios inquietantes en un contexto opresivo y amenazante, con Aníbal y su ejército en el norte, pero amenazando los cimientos del Imperio romano y Roma misma. A los prodigios se responde con expiaciones y ofrendas a los dioses. Cneo Servilio Gémino como patricio y Cayo Flaminio como plebeyo son ya cónsules designados tras vencer en los comicios, pero aún no han tomado posesión. El año político se inicia el 15 de marzo y se avecina la fecha.

Flaminio, observando que se están reconociendo por parte de los augures incesantes prodigios, y que el senado ya ha decidido movilizar a los decenviros para que consulten los Libros Sibilinos, activando por tanto los mecanismos de reserva ante indicios graves o acuciantes de quebranto de la pax deorum, sospecha que de nuevo se prepara el terreno para revocar su mandato. Según Tito Livio, «tenía en mente sus viejos enfrentamientos con los senadores, los que había tenido como tribuno de la plebe y los de después, cuando era cónsul, con motivo primero de la abrogación de su consulado y del triunfo después». El historiador añade a la lista de rencillas entre Flaminio y el senado toda la información sobre el choque reciente provocado por la ley Claudia (21, 63, 2).

Flaminio –acosado– toma decisiones de urgencia. Emite un edicto consular al cónsul saliente, para que aguarde con el ejército acampado en Rímini, en la capital de ese territorio tan fecundo para él, el mismo que había distribuido al inicio de su carrera política. Para las operaciones la región es oportuna, y a él particularmente le aporta seguridad. Se trata de un espacio en el que se ha desenvuelto su experiencia militar como cónsul, el punto de destino de su vía Flaminia, y donde sin duda posee firmes conexiones de fidelidad clientelar. En el edicto acompañado de una carta, Flaminio emplaza al cónsul saliente a que le espere el 15 de marzo. Planea tomar posesión del consulado fuera de Roma. Huye así de los escrúpulos religiosos con los que se podría impedir o revocar su nombramiento en la capital. La experiencia pretérita le hace poner tierra de por medio.

Livio indica que estaba «convencido de que lo iban a retener en la ciudad poniendo pegas a propósito de los auspicios, retrasando las ferias latinas y aduciendo otros inconvenientes referidos a su función consular» (21, 63, 5). Estrategias dilatorias o, peor aún, quizá eliminatorias. Flaminio tiene motivos para desconfiar. El senado pretende invalidar por la vía religiosa lo que no ha podido evitar en los procesos electorales, creando interdicciones en torno al cónsul (Champion, 2017: 112). Flaminio pretende hacerse cargo de las tropas sin haber celebrado y presidido las ferias Latinas como le corresponde (Pina Polo, 2011: 103; Marco Simón, 2011). Pero al tomar esta decisión, Flaminio ofrece su flanco al descubierto: incumple todos los protocolos de investidura del imperium (Driediger-Murphy, 2018: 187). Sale de Roma como privatus, simulando un viaje y marchando «clandestinamente a su provincia como simple particular. Cuando esta circunstancia se hizo de dominio público, un nuevo motivo de resentimiento vino a suscitarse entre los senadores, ya en contra desde antes» (Liv. 21, 63, 5). A la luz de la trayectoria precedente, es comprensible el modo de proceder de Flaminio: el plebiscito sobre reparto de tierras en el que, al parecer, había sido preciso apelar significativamente a la aquiescencia divina, un consulado en que ha sido desalojado del poder por auspicios adversos, un nombramiento abortado como jefe de la caballería, y, en fin, su defensa y aprobación de la ley Claudia con todo el senado en contra.

Livio presenta un punto de vista posicionado del lado del senado y en contra de Flaminio: «primero, nombrado cónsul con irregularidades en la toma de los auspicios, cuando dioses y hombres le decían que volviese del frente mismo de batalla no había hecho caso; ahora consciente de haberlos menospreciado evitaba el Capitolio y el ofrecimiento solemne de los votos para no acudir al templo de Júpiter Optimo Máximo el día de la toma de posesión de su magistratura para no ver al senado que le era hostil y al que solo él odiaba, para no anunciar la fecha de las ferias Latinas ni ofrecer en su nombre a Júpiter Laciar el sacrificio solemne, para evitar dirigirse al Capitolio, después de tomar los auspicios, a ofrecer sus votos y de allí marchar a su provincia vestido con el capote militar acompañado por los lictores» (Liv. 21, 63, 7-9). El pasaje, que repasa todo el protocolo de toma de posesión e investidura, permite observar que, en efecto, había muchas ocasiones en todo el proceso para poder introducir dilaciones o para encontrar en los escrúpulos religiosos, por errónea formulación de votos o adversa toma de auspicios, una excusa que abortara la toma de posesión de Flaminio.

Marcha de Roma. Se ve abocado a una decisión directa y arriesgada, que se manipulará en su contra, pues tal parece que ya no le hace «la guerra solo al senado, sino a los dioses inmortales» (Liv. 21, 63, 6). Su actitud cuestiona implícitamente todo el ritual y el protocolo, y puede ser presentada como una intolerable impiedad ritual y religiosa que quiebra aún más la pax deorum, ya contraria a juzgar por las batallas perdidas contra Aníbal en los meses anteriores.

UN NUEVO ENFRENTAMIENTO CON EL SENADO

El asunto se debate en el senado en un tono hostil y con apreciable carga retórica: se plantean los senadores si va «a tomar posesión de su cargo en Arímino de una forma más acorde con la majestad de su autoridad que si lo hiciera en Roma, e investirse de la toga praetexta en una posada de huéspedes mejor que en los penates de su casa» (Liv. 21, 63, 10). Flaminio ha partido sin los distintivos del cargo, sin la indumentaria formal y sin la escolta de los lictores, pero ha escamoteado así su comparecencia ante una curia que se ve desairada. La reacción va a ser la esperable. La impiedad del osado cónsul comporta que realmente no debe ser considerado cónsul, sino un sencillo privatus, un ciudadano particular (Pina Polo, 2011: 22). Y de nuevo se reproduce la unanimidad en la cámara contra Flaminio: «todos estuvieron de acuerdo en que había que hacerle venir, incluso traerlo a la fuerza y obligarlo a cumplir personalmente con todas las obligaciones para con los dioses y los hombres antes de marchar al ejército y a su provincia» (Liv. 21, 63, 11).

Tito Livio relata con detenimiento todo lo ocurrido por inusual. De lo excepcional se puede recuperar precisamente el protocolo acostumbrado. Pero el sentido de lo que ocurre trasciende lo meramente ritual. Se está produciendo una alteración del equilibrio constitucional. La impiedad del cónsul es desobediencia civil. En efecto, desde la perspectiva del funcionamiento del sistema político republicano, queda evidenciado que Flaminio ha quebrantado el ordenamiento institucional, y que lo hace por segunda vez: se le envía una embajada con dos diputados «pero el efecto que hizo en él no fue en absoluto mayor que el que había hecho la carta remitida por el senado durante su anterior consulado» (Liv. 21, 63, 12). La estrategia de la huida hacia adelante, de anteponer los deberes militares a los requerimientos senatoriales, es empleada por segunda vez por Flaminio, aunque hay una diferencia notable: la vez anterior estaba investido, era cónsul imperator, y rehusó darse por enterado de una carta recién llegada. Ahora, lo que hace es remedar una toma de posesión alejado de Roma, de modo que pretende oficializar su mandato desautorizando implícitamente al senado, al hacer caso omiso de sus requerimientos. Pretende justificarlo por interés de la campaña militar: de inmediato se hace cargo del mando de las legiones que le ceden los cónsules salientes y parte hacia Etruria.

Sin embargo, los presagios no eran favorables y la obstinación de Flaminio se va a ver amonestada con un nuevo presagio que será interpretado en Roma como «una grave amenaza» por sus enemigos políticos: al formalizar la toma de posesión fuera de Roma, cuando está inmolando un ternero, el animal, ya herido, escapa de las manos de los sacerdotes y esparce su sangre salpicando a los presentes (Liv. 21, 63, 14).

Todo lo ocurrido en relación con el acceso al segundo consulado de Flaminio puede valorarse como un nuevo episodio de una relación institucional difícil entre un político alternativo y un senado que no acepta liderazgos excéntricos o no controlados. Es obvio que la promoción política de Flaminio se ha logrado de manera recurrente en cada magistratura sobre apoyos extrasenatoriales fuertes. Es razonable pensar que en cada ocasión para el enfrentamiento con la curia habrá perdido aliados nobles. Es verosímil que la ley Claudia lo dejara aún más desarropado. Y es probable que su proceder contra todo protocolo le despojara de los que le pudieran quedar, si aún le quedaban, pero no parece haberle inquietado. Su resolución queda por encima de ello.

Y es que, por otro lado, el senado no puede cuestionar la voluntad popular tras un proceso electoral. Así que ha optado por hacer oposición al cónsul siguiendo una vía que trasciende lo humano y que está bajo su control: la vía sacerdotal y de la superstición, la autoridad de lo sagrado, gestionando otro de sus resortes de poder, el más inapelable. En este caso, además, el propio Flaminio lo ha desencadenado en su propia contra por introducir variaciones al funcionamiento consuetudinario, por romper los protocolos y obviar los rituales.

Y en la misma línea de opinión que los senadores, la literatura latina acaba por legitimar una posición adversa a Flaminio, a su trayectoria política y a su memoria, por la soberbia que manifestó y por su obstinada desatención a los avisos que recibió en forma de presagios sin reconocerlos y sin haberlos atendido ni expiado. Quebrantaba los convencionalismos políticos y ofendía la voluntad de los dioses.

Con todo, la llegada al consulado por parte de Flaminio resulta muy accidentada y lastrada formalmente, pero se consuma. Servilio, el cónsul colega, toma posesión el 15 de marzo como estaba previsto, y ha de hacerse cargo de formalizar todos los protocolos religiosos (Liv. 22, 1, 4; Pina Polo, 2011: 102).

Sobre la gestión política del consulado de Flaminio queda noticia de una medida económica de alcance (Plin. 33, 44-45; Fest. 87). En los escasos meses que dura el consulado de Flaminio saca adelante una ley que devalúa la moneda romana –lex Flaminia minus solvendi–, de modo que un as libral, que pesó en su momento doce onzas, y que debía pesar ya dos onzas, queda reducido a as uncial, de una onza (Piganiol, 1974: 274; Nicolet, 1982: 172). En la coyuntura de la guerra recién iniciada, esta ley alivia la liquidez del erario para el pago de los costes militares de toda naturaleza. La escasez de metal para acuñar se palía así con una drástica reducción del peso de la moneda mediante una ley a la que se le ha reconocido un trasfondo social indudable: aliviaba a los pequeños deudores, que empezaban a sufrir las dificultades y carestías de la guerra, de modo que, como el Estado, cubrían sus deudas en dinero devaluado, con menos metal (Cassola, 1968: 307). Las tendencias inflacionistas se iban a acusar progresivamente, pero de entrada puede tratarse de una medida popular que erosionaba los intereses de las clases más acaudaladas, del orden ecuestre del que proceden los senadores y también los acreedores del erario los publicanos y negotiatores, a los que la República habrá de pedir crédito en los años sucesivos. El Estado se aprovisiona para una guerra muy costosa en hombres y suministros y se convierte en cliente del gran capital.

FLAMINIO FRENTE A ANÍBAL Y LOS PRESAGIOS ADVERSOS

Tanto Livio como Polibio coinciden en reconocerle a Aníbal una habilidad indudable para provocar a Flaminio y precipitar una batalla premeditada, mientras el cartaginés prepara una emboscada. Sabiendo dónde se encuentra Flaminio, Aníbal emprende una campaña de saqueo, incendio y destrucción en la fértil campiña etrusca, que hace que Flaminio se llene «de un exaltado furor pues le parecía que su persona era objeto del menosprecio enemigo» (Polib. 3, 80). Flaminio ha quedado atrás en el norte, mientras Aníbal avanza hacia el sur, creando la sensación de encaminarse «sin encontrar ninguna resistencia, al asalto de las propias murallas de Roma» (Liv. 22, 3, 7). A juicio de los historiadores romanos Flaminio no muestra entonces la flema reflexiva necesaria para racionalizar y refrenar su impulso, para madurar una estrategia que su propio consejo le expone, y que puede ser útil, pero desde luego no es brillante, ni fácilmente defendible ante el temor de la opinión pública en Roma. Livio entiende que prevalece el anhelo de triunfo por parte de Flaminio por encima de la lucidez, y tanto él como Polibio coinciden en que lo oportuno en ese caso hubiera sido «esperar a su colega para dirigir la acción, reunidos los dos ejércitos, con un propósito y una estrategia comunes» (Liv. 2, 3, 8; Polib. 3, 82, 4).

Ya sea movido por frenar la destrucción de bienes y por el riesgo para Roma, ya por su afán de triunfo y gloria, Flaminio toma, sin embargo, una decisión contraria a lo que le recomienda su consejo y ordena levantar el campamento. Sin embargo, quizá la decisión sea más calculada de lo que Livio y Polibio presentan: si Aníbal se desplaza hacia el sudeste, es porque se acerca al otro cónsul –Servilio– quien está desplazando su ejército hacia el oeste, mientras envía su caballería en vanguardia, para poder reforzar cuanto antes a Flaminio hasta poder unir sus fuerzas (Hoyos, 2015: 112). Esos eran los planes, pero la táctica de Aníbal los superará, envolviendo a Flaminio (Cassola, 1968: 294).

Livio lo muestra colérico, dando órdenes de movilización mientras se justifica: «Dejemos que Aníbal se nos escape de las manos y asole Italia, y arrasándolo y quemándolo todo, llegue hasta las murallas de Roma, y nosotros estémonos aquí sin movernos hasta que los senadores hagan venir desde Arrecio a Cayo Flaminio» (Liv. 22, 3, 10). A los argumentos de estrategia militar, cabe añadir pues, un móvil más, que sería decisivo para explicar la decisión de Flaminio. El general es, antes que nada, un político, y piensa como político que se debate ante dos frentes hostiles, Aníbal y el senado: debe actuar sin dilación, sin aguardar las lentas e incontrolables directrices senatoriales. Pero la versión que los escritores dejan para la historia es prosenatorial, un relato construido tras unos hechos aciagos dirigidos por un político popular que se mueve contra la voluntad de la curia… y de los dioses.

Los prodigios se suceden: el cónsul monta a caballo con decisión, de un salto, pero el caballo titubea en la marcha y despide a Flaminio por encima de la cabeza (Liv. 22, 3, 13; Val. Max. 1, 6, 6; Plut. Fabio 3); Cicerón precisa que esto ocurre ante una imagen de Júpiter, de modo que se trata de un indudable presagio adverso (De la adivinación 1, 77); además, un abanderado no logra desclavar el estandarte y cuando se informa al cónsul, este responde al mensajero: «¿Y no me traes además una carta del senado prohibiéndome entrar en acción?» (Liv. 22, 3, 13; Val. Max. 1, 6, 6; Cic. De la adivinación 1, 77). Y manda excavar, si fuera necesario, para extraer la enseña. Pero el trasfondo político aflora de nuevo. Flaminio actúa hostigado. Se encuentra en el frente, entre el enemigo militar y los rivales políticos, y movido además por el compromiso adquirido con el pueblo de Roma. Así, insta a sus consejeros «a tomar en consideración lo que habrían de decir las gentes de Roma, cuando contemplasen cómo, mientras la tierra era saqueada hasta las puertas de la misma patria, ellos permanecían en Etruria acampados a espaldas del enemigo» (Polib. 3, 82, 5).

Cuando la construcción del relato histórico topa con la mentalidad de un general, con una toma de decisiones, el narrador puede fácilmente crear un discurso parcial, como los que legó la literatura grecolatina al respecto. Por esto es necesario recordar que el cónsul respondía de la coherencia con sus compromisos adquiridos durante la campaña electoral. Frente a él, además de Aníbal, le obstruye la presión del senado… pero también los dioses, que se han dejado oír sin ser escuchados por el arrojado cónsul. El ejército se pone en marcha dividido: por un lado, «con unos oficiales atemorizados por el doble prodigio […] que se habían mostrado en desacuerdo con la decisión», y por otro lado, con «una tropa en general contenta con la arrogancia del general, más pendiente de la expectativa misma que de su fundamento» (Liv. 22, 3, 14). Las legiones, como el pueblo de Roma, están del lado de Flaminio. El relato de Livio es dual pero verosímil. Permite entender por qué se ha llegado a esa situación: Flaminio no confía en sus oficiales, que proceden del entorno senatorial. La tropa muestra afinidad de opiniones con un pueblo que ha depositado sus esperanzas en su líder.

Pero la versión oficial, la que se trasmitió por escrito, contaba con un respaldo supremo, divino. Cicerón no duda cuando presenta a Flaminio como ejemplo de la perseverancia en hacer oídos sordos a la voluntad divina, pues no solo desatiende el doble presagio adverso de la caída del caballo y del estandarte inmovilizado, sino que se resiste a reconocer los auspicios desfavorables de los augures a través del comportamiento de las aves al comer –el tripudio (Spinazzola, 2011: 45)–: «Cuando consultó los auspicios mediante el tripudio, el encargado de los pollos no dejaba de diferir el día de la entrada en combate. Entonces, Flaminio le preguntó qué estimaba que había de hacerse, en el caso de que los pollos tampoco tomaran alimento más tarde. Al responderle aquel que habría que mantener la calma, repuso Flaminio: “¡Pues brillantes auspicios, si puede darse batalla cuando están hambrientos unos pollos, y no se puede en modo alguno cuando están ahítos!”» (Cic. De la adivinación 1, 77). De hecho, Flaminio estaba siendo refrenado. En la versión oficial, Flaminio deviene un ejemplo de irreverencia ante los designios divinos, de falta de respeto a los protocolos establecidos, reo de una intolerable desobediencia a los auspicios conforme a lo que fija la tradición sacerdotal de los augures. Ni reconoce los prodigios, ni respeta los augurios. El desafío a los dioses violenta la pax deorum (Rasmussen, 2003: 161). Flaminio incurre en una neglegentia caerimoniarum y precipita el castigo de Roma (Meißner, 2000: 104). Su suerte, por tanto, y la de sus tropas leales, se explica dentro de su falta de respeto al orden religioso-institucional establecido.

TRASIMENO. EL FINAL

En la visión literaria de los acontecimientos el desastre es fruto de la soberbia de Flaminio: es arrastrado a una emboscada en las riberas del lago Trasimeno, donde las legiones marchan en columna, obligadas por el terreno, hacia donde les espera el ejército de Aníbal. Flaminio, sin explorar el terreno previamente, no advierte que, tras los collados de los flancos, aguardan ocultas las tropas auxiliares y la caballería. Estas caen desde lo alto sobre las legiones romanas que se ven atenazadas entre el enemigo y el lago, mientras avanzan envueltas en la densa niebla de una mañana de junio del año 217 (Polib. 3, 83).

La batalla se prolonga durante casi tres horas de manera encarnizada (Cic. De la adivinación 77; Liv. 22, 6, 1). Servilio Gémino, su colega cónsul, no llega a tiempo de socorrerlo y la derrota supone 15.000 bajas de legionarios y aliados, proporcionando una gran victoria a Aníbal (Liv. 22, 7, 2; Polib. 3, 84; Zimmerman, 2011: 285). Si se consideran los prisioneros y los caídos apenas seis meses antes, en diciembre del año 218 en Trebia, se pueden estimar en más de 55.000 el contingente de soldados perdidos por Roma en medio año (Hoyos, 2015: 112).

El episodio, de la mayor gravedad humana, adquiere el tono de la hýbris que desencadenaba la tragedia en la escena griega, y que, más allá del topos literario, encierra una justificación divina para los grandes dramas de los mortales. La desmesura, no exenta de soberbia irreflexiva, con que Flaminio se ha comportado ignorando las señales de los dioses, explica la catástrofe como un castigo divino.

El relato del final de Flaminio sin embargo, no se ve privado de un cariz en cierto modo heroico, casi épico, pues a pesar de toda la animadversión manifiesta hacia su proceder en la toma de decisiones, Plutarco recuerda que Flaminio cayó «dando con sus hechos muchas pruebas de valor y de fuerza» (Fabio 3, 3) y Livio lo ratifica indicando cómo, al ver a los suyos en apuros, el cónsul «acudía en su apoyo con denuedo». En su relato, el final de Flaminio fue obra de un jinete de los insubres, Ducario. De repente en la batalla reconoció al que «destruyó nuestras legiones y arrasó nuestros campos y nuestra ciudad». Carga contra él y lo atraviesa con la lanza, aunque no logra su objetivo de llevarse el cadáver porque acuden los triarios y lo defienden con sus escudos (Liv. 22, 6, 3-5). Polibio indica también que Flaminio muere a manos de los celtas (3, 84). En el imaginario romano, los galos celtas se cobraron la venganza contra su conquistador, el general que los había derrotado seis años antes.

Este fue el fin de la batalla, pues se inicia la huida desordenada de las tropas. Aníbal, dueño después del campo de batalla, «buscó con gran detenimiento el cadáver de Flaminio para tributarle honras fúnebres, pero no lo encontró» (Liv. 22, 7, 5). Se desconoce cómo desapareció (Plut. Fabio 3, 3).

El tono ominoso de todo lo ocurrido, con los invencibles designios divinos como trasfondo, queda subrayado por algo más que ocurrió mientras se libraba la batalla: «hubo un terremoto por el que fueron destruidas ciudades, desviadas de su curso las corrientes de los ríos y removida la base de los precipicios», sin que los soldados, sumidos en el fragor de la batalla, lo acusaran (Plut. Fabio 3, 2). Cicerón ratifica estos prodigios y añade que la magnitud del seísmo se percibió entre «los ligures, en la Galia, en muy gran cantidad de islas y en Italia entera» (De la adivinación 78).

Las fuerzas de la naturaleza se expresaban simultáneamente. La catástrofe militar se veía enmarcada por un cataclismo. Hasta el último momento Flaminio se debatió contra los designios divinos reconocibles en los prodigios. Su memoria quedará lastrada por el mantra de una impiedad desacostumbrada, que no ha cumplido con los rituales protocolizados en el ejercicio de las magistraturas, que ha ignorado los presagios adversos y los auspicios de los augures. Y, sin embargo, Flaminio ejecutó los preceptivos sacrificios para acceder al mando, aunque lo hizo fuera de Roma, y pidió la toma de auspicios en días sucesivos antes de entrar en batalla. Ha procurado mantener los rituales prescritos por la tradición, pero solo en la medida formal en que se podían conciliar la seguridad de la República y la pax deorum con sus propios intereses (Rosenstein, 1990: 84). Por tanto, la visión de los autores grecolatinos es parcial y sesgada, viciada por la interpretación senatorial emanada de sus rivales políticos y, sobre todo, por el discurso elaborado al respecto tras el formidable desastre militar al que las legiones de Roma se vieron encaminadas bajo el mando de Flaminio. No es totalmente cierta la irreverencia del cónsul, y este enfoque no reconoce el partidario uso político recurrente que se estaba haciendo de los rituales para inhabilitar a Flaminio.

UN BALANCE DE GESTIÓN Y DE LUCHA POLÍTICA

Polibio ofrece la semblanza más sumaria de Flaminio, la que, según su versión, conoció Aníbal y con la que este urdió la estrategia de provocación que le procuró su gran victoria contra el cónsul romano. Según el historiador griego, Aníbal supo «de Flaminio que era un agitador, un consumado demagogo escasamente dotado para la auténtica gestión política y militar, y que por añadidura estaba totalmente pagado de sus propias actuaciones» (3, 80, 3). La soberbia del líder popular fue la perdición de Roma. Pero es más que un líder popular, es un «consumado demagogo», un encantador de masas manejadas, un populista: en su retrato está implícito el tono peyorativo inherente al manejo de la opinión pública popular con un sesgo adverso a las elites que se reconoce como populismo.

Despojada de sesgos, la biografía de Flaminio corresponde a la de un líder político de vocación y apoyo popular, imbuido de una sólida conciencia de clase. Como novus homo se apoyó en la masa social de votantes del populus sin un aparente soporte de la clase política, de la nobilitas. Quizá pudo contar con ella al principio de su carrera para iniciarla, aunque más parece que, dado que la primera magistratura que consta haber desempeñado, la de tribuno de la plebe, la aprovechó para promover su reforma agraria de distribución de tierras a ciudadanos sin recursos y dispuestos a emigrar, es posible que esta ley formara parte de las propuestas de su campaña electoral. No promovía más que lo que era esperable de un tribuno, defender los intereses de la plebe, y eso no es demagogia (Develin, 1979: 243). En todo caso, arrostró una oposición frontal del orden senatorial en una apuesta decidida y calculada, ambivalente: contó con el voto popular, pero a cambio hubo de afrontar la oposición firme de la clase política que le deparó su severo rechazo al advenedizo, tildándolo de demagogo, de oportunista seductor de la voluntad popular.

Sobre su pretura se conoce poco, aunque cabe concluir un balance favorable de su gestión siciliana. De su primer consulado se puede inferir una enconada oposición senatorial que se vio superada por su victoria militar contra los galos, desautorizada por el senado, pero reconocida como triunfo por la asamblea popular. Los apoyos populares le granjearon una censura memorable, con inversiones públicas reconocidas y celebradas. Su apoyo y defensa activa de la ley Claudia le colocó de manera irreconciliable y definitiva contra el orden senatorial. Y en la reacción senatorial para inhabilitarlo en su segundo consulado late una rivalidad política combativa que recurre a los vicios rituales como estrategia para intentar de nuevo la destitución. El retrato de Flaminio muestra en su trayectoria una coherencia sostenida: se trata de un plebeyo que se inicia como novus homo y al que el populus reporta los apoyos electorales necesarios en los comicios y la lealtad de la tropa en el campo de batalla.

En este balance, late de trasfondo un vigor democrático innegable (Münzer, 1999: 353). El debate acerca de la escasa calidad democrática de la constitución romana no se puede abrir ahora, en este análisis, pero hay que reconocer, que a pesar del funcionamiento timocrático y viciado de los comicios centuriados donde se elegía a los magistrados superiores contando con el mayor peso específico de la elite económica, en el caso de Flaminio ese control de homologación política se vio arrollado por el empuje electoral de un líder que, tras su memorable tribunado de la plebe, promoviendo el reparto de tierras del Estado, logra ser elegido para las magistraturas a las que concurre como candidato movilizando apoyos que escapan al control acostumbrado de la aristocracia política, de las redes clientelares de la nobilitas. Y que al lograr aprobar la lex Claudia está gratificando y cumpliendo debidamente con sus apoyos electorales emanados del seno de la alta sociedad romana y el orden ecuestre, de los grupos adinerados no senatoriales.

En esos parámetros de legitimidad democrática electoral como credencial para un candidato indeseado para la nobleza rectora, pero designado por voluntad popular, la reacción senatorial recurre a una instancia de apelación superior. Una y otra vez, la gestión política de Flaminio se ve interferida por los escrúpulos religiosos y por los auspicios desfavorables. La religión funcionaba como garante de estabilidad constitucional. En realidad, en Roma no se producía una separación entre las esferas religiosa y política (Beard, North y Price, 1998; Scheid, 2003: 130; Mouritsen, 2017: 22). Los protocolos ceremoniales y rituales otorgaban un refrendo a las actuaciones y establecían también las garantías de recambio político anual y los nombramientos cada lustro de los censores. En la trayectoria política de Flaminio funcionaron sistemáticamente de manera alternativa: los auspicios sirvieron como fusibles que facultaron su destitución postrera en el primer consulado, que impidieron su nombramiento como jefe de la caballería, y permitieron intentar evitar su acceso a un segundo consulado. En buena medida, con la religión se jugó la estrategia de la política del miedo: la clase sacerdotal, que es un modo restrictivo y selecto de referirse a la clase política senatorial, se activó de manera recurrente, insólita, para desautorizar a Flaminio en sus mandatos. Los presagios y los auspicios venían a convenir en que la voluntad de los dioses no era propicia para Flaminio, que el frágil equilibrio de la pax deorum se veía en riesgo con su persona.

La memoria de Cayo Flaminio quedaría lastrada para la historia por su derrota en Trasimeno, ensombrecida para siempre por una literatura emanada y patrocinada desde los círculos del poder aristocrático. La opinión popular, sin embargo, habría que intentar intuirla a partir de indicios indirectos. El Circo Flaminio o la vía que portaba el mismo nombre lo inmortalizaron, y el apelativo de su promotor se mantuvo, y su propio hijo, con el mismo nombre, hizo carrera política como pretor en el año 193 y como cónsul en el 187. La gens Flaminia estaba ya integrada en la misma nobilitas que tanta hostilidad mostró a Flaminio.

[1] Todas las fechas de este libro están referidas a sucesos ocurridos antes de Cristo, anteriores, por tanto, a la era cristiana.

La Sombra de Anibal

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