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Gloria

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Me llamo Gloria del Carmen. Nací un jueves de mayo a las cinco de la tarde (la hora de la verdad, según los cánones taurinos y como buena tauro, que dicen los aficionados a los horóscopos) hace casi cincuenta años en la preciosa capital de la Costa de la Luz.

Mis padres vivían con mis abuelos maternos en una casa pequeña de un barrio humilde. Mi abuelo y mis tíos, todos hombres y todos mayores que mi madre, que fue la única niña, tuvieron una gran afición a eso de empinar el codo. Es de imaginar lo complejo que debió de ser para ella crecer en ese ambiente en plena posguerra, con mi abuela anulada, pasando hambre y sometida a la tiranía de tanto hombre. No les conocí, o al menos no les recuerdo, pero mi padre me hablaba a menudo de lo difícil que fue tratar con su familia política.

Mi vida consciente comienza aproximadamente recién cumplidos los seis años. De ahí para atrás no recuerdo absolutamente nada. Cuando contaba apenas quince meses mis padres se trasladaron a Benaocaz, un pueblecito de la serranía de Cádiz. Allí tenían su casa y allí nacieron dos de mis hermanos. Por cuestiones laborales y económicas se vieron obligados a dejar la casa del pueblo. El entonces presidente de la Cruz Roja les ofreció trabajo en Mijas. A mi padre de guarda y jardinero de un chalet (residencia de verano de este señor) y a mi madre de asistenta. Como los niños obstaculizábamos el trabajo de mis padres, aprovechando sus influencias nos internó en un colegio a los tres hermanos, el niño en Torremolinos y las niñas en Torre del Mar.

El primer recuerdo que tengo es del día en que mi padre me dejó en el recibidor del colegio. Una monja vestida de negro riguroso me cogía de una mano y me adentraba por un largo pasillo de losetas blancas y negras. Mientras nos alejábamos miraba para atrás, viendo cómo mi padre se iba y me decía que no me preocupara, que al día siguiente vendría a verme. El gran portón de madera y hierro se cerró y al día siguiente mi padre ya no volvió. Las galerías y pasillos eran asépticos, interminables y muy fríos, pero en medio había un gran jardín, el jardín del centro le llamábamos, cargado de rosas de preciosos colores e intenso olor, que le daba calidez y vida al entorno.

Mi padre venía a visitarnos una vez al mes (¡menuda la excursión que tenía que organizar, teniendo en cuenta los medios de transporte y las carreteras de entonces!) y todo esto para pasar un rato del domingo con sus hijos. Primero recogía a mi hermano y, ya en Torre del Mar, comíamos juntos los cuatro. Mi madre, creo recordar, tan solo vino en una ocasión y fue el día de mi primera comunión. Se quedaba en el chalet, sobre todo porque en los cuatro años siguientes nacieron mis otros dos hermanos, los más pequeños. En algunas ocasiones pudimos disfrutar de un par de semanas de vacaciones todos juntos. Esos recuerdos son muy entrañables y me vienen a la memoria como los mejores de mi infancia. Era a la salida del verano cuando los dueños se marchaban a Madrid y, antes de empezar las clases, pasábamos un par de semanas con mis padres. Nos íbamos al chalet, que se encontraba en un enclave envidiable. Corríamos y jugábamos por aquellos jardines, que mi padre cuidaba tan bien, y disfrutábamos de la piscina como privilegiados que nos sentíamos entonces. Para los juegos siempre tuvimos el apoyo de mi padre y la negativa de mi madre. Era y es muy miedosa. No nos dejaba hacer prácticamente nada; nos quería tener cerca de ella, sentados, sin movernos y bajo su control.

Pasados cinco años mis padres volvieron a Benaocaz. Estos señores ya no querían más niños, mi madre ya no podía atender las tareas y mi padre no podía hacerse cargo de todo. No obstante, el delegado de turno que regentaba el colegio permitió que siguiéramos en el internado a pesar de que ya no nos correspondía por vivir en otra provincia. Esto propició que las visitas de mi padre se espaciaran un poco más en el tiempo. Recuerdo que cuando venía a vernos debía hacer noche en el camino. ¡Cómo han cambiado las comunicaciones! Actualmente, en algo más de dos horas se puede uno desplazar de un extremo a otro.

De alguna manera, nos fuimos acostumbrando. A mi madre y a mis hermanos pequeños les veíamos en verano durante un par de semanas y poco más. En ese tiempo que pasábamos con ella lo habitual es que estuviera pegando voces, chillándonos y amenazándonos con la chancla en alto. Buenos momentos que recuerdo de esos meses de vacaciones en el pueblo son los juegos de noche en la calle con los hijos de las vecinas. Hacía mucho calor y era cuando únicamente mi madre salía a la calle y podíamos salir nosotros también. El resto del día nos dejaba encerrados; es por esto que pasaba mucho tiempo asomada a la ventana, viendo a la gente pasar y mirando cómo las niñas de mi edad jugaban y se divertían. No entendía por qué yo no podía estar con ellas. Mi contacto con el exterior y mi vía de escape fueron las cartas. Me aficioné pronto a cartearme con las compañeras del colegio. Esperaba ansiosa al cartero cada día y no había nada que me alegrara más que el cartero vociferando mi nombre para que bajara a recoger una carta. En aquella época, al menos en mi pueblo, no existían los buzones.

En líneas generales, desde la perspectiva del tiempo y dadas mis circunstancias familiares, seguir en el colegio fue lo mejor que me pudo pasar. Los primeros años me sentía mal y vomitaba cuando volvíamos de casa al colegio. Al final las vomiteras y diarreas se sucedieron cuando me debía marchar del colegio a mi casa. Mi vida en el internado transcurrió sin muchos traumas. Me adapté bien, seguí las normas y pasaba desapercibida. Fui una niña obediente, más o menos aplicada. Las monjas nos inculcaron el espíritu de sacrificio a fuego. Creo que básicamente me movía por ese estímulo. Por el contrario, había algo que me encantaba hacer. Me gustaba hacerme notar, pero con público: actuar, cantar, bailar, organizar actividades y hasta leer la epístola en misa. Me sentía importante porque tenía a la gente pendiente de mí. Y como solía hacerlo bien hasta me felicitaban.

Recuerdo con especial cariño las Navidades y la Semana Santa. La mayoría de las niñas se iban a su casa de vacaciones, aunque yo no podía. A mí me gustaba quedarme en el colegio. Éramos pocas y nos «mimaban» un poco más. Hacían menús especiales, nos daban regalos y hacíamos representaciones relativas a la Navidad. En Semana Santa me incluyeron en la coral del pueblo. No es que tuviera mucha voz, pero tenía buen oído. Los cantos de los oficios religiosos de entonces, cantados a cinco o seis voces, me transportaban al cielo directamente. De aquello me quedó una gran afición a la música sacra y coral. Precisamente, ahora que escribo estoy escuchando unas cantatas de Bach.

Otro de los buenos recuerdos que tengo de la época del colegio es mi pandilla. Éramos seis chicas y a lo largo de siete años allí dentro nos hicimos inseparables. Nos hacíamos llamar las Melódicas. Teníamos nuestras propias normas. Había una líder, que nunca fui yo. Nos apoyábamos, jugábamos, nos lo contábamos todo. Esa era la familia que no teníamos. De aquella pandilla conservo la amistad con Eugenia, mi mejor amiga. Cuarenta y cinco años de amistad. A una de ellas la vemos de tarde en tarde, pero no perdemos el contacto. De las otras no volvimos a saber nada más. Recuerdo como entrañables y divertidos los actos de rebeldía cuando adolescentes, las escapadas al campo para fumar, no sin antes jugarnos la expulsión comprando tabaco en los kioscos vestidas con el uniforme. Ahí estaba yo para esos casos. Tenía que demostrar que estaba a la altura. En otras ocasiones organizábamos verdaderas batidas para ir a la cocina y saquear la despensa. Pasábamos un hambre canina. Tuvimos algún que otro castigo ejemplar por ello.

A los doce años me enamoré perdidamente de un niño alemán; se llamaba Klaus y tenía mi edad. No podíamos hablar, no nos entendíamos. A través de la reja del colegio nos veíamos y cuando nos dejaban salir al parque nos sentábamos en un banco y no hacíamos otra cosa más que mirarnos. Como anécdota, resaltar que hasta hace unos años, cuando desmantelaron el parque y cambiaron los bancos, en uno de ellos, donde nos sentábamos Klaus y yo, podía verse todavía un corazón con las letras K y G en el respaldo de madera. Esa experiencia me descolocó; no comía, no dormía, no estudiaba. No importaba nada más, solo mirar aquellos ojos azules y aquel pelo tan rubio que me tenían abducida.

Llegó la menstruación y llegaron los miedos. Este tema era tabú y algo impuro. Me desarrollé rápidamente y con catorce años ya tenía un cuerpo casi de dieciocho. Las chicas en general podíamos llegar a ser bastante crueles. Creo que nadie era consciente del daño que podíamos hacernos unas a otras. Uno de los juegos favoritos era hacer concursos de cualquier cosa. Había uno en el que ganaba (y eso que no me presentaba, pero daba igual: a mí me «nominaban» siempre). Como yo, había dos chicas más que tenían una talla considerable de sujetador. Bueno, pues el premio a la más tetona me lo adjudicaban en cada certamen. Ahí empezó mi «reinado» y comenzaron mis complejos. Usaba un par de tallas menos, me llegué a poner hasta vendas para apretar los pechos y parecer más plana, dejé de ir a la playa por no enfundarme el traje de baño. Iba a todos lados de brazos cruzados y encorvada. Los complejos me acompañaron desde entonces.

Otro dato importante para mí en aquel momento fue la decisión de las monjas a la hora de enviarnos a estudiar BUP o FP. Más tarde entendí que lo hicieron de forma que las niñas que no teníamos posibilidades de seguir estudiando una vez nos marcháramos del colegio hiciéramos FP y las que tenían más recursos en su casa y pudieran enganchar una carrera hicieran BUP y COU. Me sentí discriminada. Yo hice FP y Eugenia, BUP. Nos separaron. Hoy lo agradecemos; mi amiga consiguió terminar su carrera y la ejerce y yo trabajo de administrativa en un organismo de la Junta.

Cuando cumplí quince años mi pandilla se había deshecho. Eugenia hizo otras amigas y las otras chicas ya no estaban. Recuerdo que me quedé un poco desubicada. Posiblemente como consecuencia de eso, me entró una vocación religiosa difícil de explicar. La madre superiora, con la que hablé de ello, se quedó encantada con la idea. Hacían falta vocaciones, decía ella. Pero me advirtió de que antes debía conocer lo que había en el exterior y si al año siguiente seguía queriendo ser monja ella sería la primera en prepararme el camino.

Me introdujo, de la mano de la hermana Teresa, en la parroquia de Torre del Mar. Esta mujer era alegre, entregada, generosa y muy servicial con la gente de este pueblo. Les ayudaba a estudiar, a buscar trabajo, a resolver problemas sociales y de otra índole. Los domingos después de comer tenía permiso para irme con ella a la parroquia, donde después de misa se cerraba el altar con una mampara y se organizaban bailes. Eso era lo mejor. Me enamoré de uno de los monaguillos. Se llamaba Valentín y tenía diecinueve años, cuatro más que yo. Hasta tres misas llegué a oír algunos domingos (por supuesto, leyendo mi epístola) simplemente porque él era el monaguillo. No importaba; luego llegaba mi recompensa. Mis primeros bailes fueron con él. El cosquilleo, los temblores, el rubor, ese acercarse peligrosamente, rozando la cara y los labios, la sensación de vivir algo tan placentero… ¡Uf! Mientras sucedía todo eso, una voz interior me recordaba que aquello era un acto impuro. Me preguntaba qué había de pecaminoso en aquel acto, máxime cuando Dios estaba tan cerca y nos estaba viendo.

El caso es que no dejé de bailar, mentalmente hablando, prácticamente hasta que me fui del colegio. Esa sensación me acompañaba a todos lados. Me quedaba en Babia recordando. Ni que decir tiene que la vocación religiosa desapareció de manera fulminante. Esto duró más o menos un par de años, prácticamente lo que quedaba para dejar el internado. Esta etapa fue importante para mí, se acercaba el final.

Mientras que mis compañeras celebraban el final del curso y la salida definitiva del colegio, yo recuerdo aquellos momentos como angustiosos. No estaba contenta, yo no quería irme de allí. Aquella era mi casa y sentía que me iba a un sitio extraño y ajeno a mí. Encima, me sentía culpable porque no estaba alegre como el resto de las chicas y porque tampoco deseaba vivir con mi madre, a la que se suponía que debía querer y respetar por encima de todo. Además de fingir esa alegría, me sentía culpable también por no tener esos sentimientos hacia mi madre.

Llegó el momento. Dieciséis años recién cumplidos tenía cuando me fui del colegio con un manual de instrucciones debajo del brazo, del que muy pronto advertí que era totalmente incompatible con la realidad de la calle. Angustiada, un poco asustada, desorientada, con muchos tabúes y complejos, ajena totalmente a lo que me esperaba fuera e ignorante en todos los sentidos; así me di de bruces con la vida adulta. No sabía nada de sexo ni de relaciones. Hasta entonces siempre había hecho lo que me habían dicho. ¿Quién me iba a decir a partir de entonces lo que tenía que hacer? No me veía en mi casa. Ya no estaban mis amigas ni la madre superiora. Recuerdo que aquello me provocaba una sensación angustiosa muy desagradable, como náuseas psicológicas.

Las monjas sabían del problema económico que había en mi casa; por eso, para empezar y arrancar, me buscaron un trabajo como empleada interna en una casa, donde vivía un familiar de una de ellas. Durante los meses de julio y agosto estuve en Cádiz cuidando de cinco niños, limpiando más zapatos que un limpiabotas, levantándome a las siete de la mañana y acostándome a la una de la noche. Allí superé mi primera prueba de fuego. A media mañana debía bajar a la playa con los niños. No sé cómo me las arreglé, pero siempre tenía una excusa para no ponerme el bañador, sobre todo porque el hijo mayor tenía un año menos que yo y ya me miraba con otros ojos.

Pasado el verano, pasé de puntillas por mi casa y al poco tiempo volví a trabajar en otra casa, también recomendada por las monjas. Esta vez fue en Mérida. Aquí había dos niños. Uno de ellos era un verdadero potro. Me tenía las piernas llenas de cardenales de las patadas que me daba. ¡Qué manera de trabajar! Por seis mil pesetas de entonces tenía que estar disponible todo el día, para todo. Incluso me enseñaron a cocinar para que lo hiciera también. Me obligaban a salir a la calle con el uniforme de chacha, como nos llamaban entonces. Aquello no me gustaba. Igualmente, se empeñaron en que debía matar un pavo que le regalaron a la familia por Navidad y que durmió cerca de mí la noche antes. ¡Por ahí no pasaba! Soy incapaz de matar una mosca. Lo mató una vecina y… ¡vaya muerte cruel que tienen los pavos! No me quedó otra que ser testigo, ya que tuve que limpiar los restos de la matanza.

En ese tiempo, los jueves por la tarde, que los tenía libres, me iba a bailar a las discotecas de moda. Me volvía loca bailando toda la tarde. Después de seis meses en esa casa empecé a darme cuenta de que no era aquello lo que deseaba. No tenía ni idea de lo que quería, pero continuar en otro internado seguro que no.

Poco antes de cumplir los diecisiete años volví al pueblo, a casa de mis padres. Allí estábamos todos. De esa etapa, principio del verano, aparte de los eternos enfrentamientos con mi madre, recuerdo a mi hermana lavando a mano la ropa en una pila. No teníamos lavadora todavía y mis hermanos eran aún muy pequeños. Mojaban la cama casi a diario y no existían cubrecolchones entonces. Si alguien podía echar una mano a mi madre en las tareas de casa, era mi hermana. A mí no me dejaba; como mucho, solo a cargar las bolsas de la compra y a estar pendiente de los niños.

A mi padre solo le veíamos algunos fines de semana. De lunes a vier-nes trabajaba en la construcción por las urbanizaciones de la Costa del Sol. La convivencia con mi madre y mis hermanos se hizo insostenible. Todo lo que me habían enseñado en el colegio (disciplina, horario, orden) no era compatible con la forma de vida impuesta por mi madre. Los gritos y las palizas eran habituales y casi todos los palos me los llevaba yo. No soy consciente de haber sido una chica imposible, aunque sí bastante rebelde y contestona. Los buenos modales que me enseñaron los perdía cuando me enfrentaba a mi madre. No podía soportar que me chillara ni que me pegara, y encima sin explicaciones. Alguna que otra vez no pude evitar devolverle el golpe. Nunca entendí por qué se ensañaba conmigo.

Empecé a salir con las chicas de mi barrio a la discoteca y a los bares de moda. Una de estas chicas tenía muy mala reputación, aunque creo que no se salvaba ninguna mujer joven en el pueblo de tenerla, y me presentó a Román, un chico casado y diez años mayor que yo. Me enamoré. De un par de morreos prolongados no pasó la cosa. El caso es que este chico, que iba detrás de mi amiga, me presentó a su amigo José Antonio, casado y también diez años mayor que yo. Su familia estaba en un pueblo de Jaén y él se encontraba en Benaocaz por motivos de trabajo. Me volví a enamorar. ¡Jo! Y es que me enamoraba de cualquiera que pasaba por mi lado, ahora que lo pienso. Este fue algo más serio y salimos más veces. Justo quedamos un sábado que mi madre me castigó, ¡vete tú a saber por qué! Como no quiso dejarme salir por las buenas, inventé alguna excusa y me fui. Ya no volví a casa. Me escapé a Mérida con José Antonio. Narrando esto con detalle y reviviéndolo, independientemente de cómo fueron mis relaciones con mi madre, aquello tuvo que ser duro para ella. Su hija desaparece y no da señales de vida hasta el otro día. No lo pensé. Como en los cuentos… ¿Quién se resistía a la tentación romántica de escaparse con su enamorado? Ahí descubrí el significado de «y comieron perdices», en el crudo despertar del otro día. ¡Uf! Esa noche me estrené. No fue ni agradable ni romántico y al día siguiente este hombre se fue a Almería y me dejó en la estación con doscientas pesetas en el bolso y sin poderme sentar apenas.

Tenía muy claro que no volvería a mi casa. Primero, por mi madre; tenía miedo de su reacción. Segundo, porque pensé que si conseguía un trabajo me perdonarían. Llamé por teléfono a una señora que tenía una tienda cerca de casa de mis padres para que avisaran a mi hermana. Solo hablaría con ella. Y eso fue lo que le dije, que me había ido de casa para buscar trabajo y que volvería cuando lo encontrara.

Era domingo por la mañana. Después de hablar con mi hermana me fui a buscar a una amiga que trabajaba en el mismo edificio donde yo estuve meses atrás. No estaba. Paré en una cafetería del barrio para tomar algo y se me acercó un vecino que decía conocerme de haberme visto por allí. Se llamaba Javier, tenía unos cuarenta años y estaba de rodríguez. Me invitó a comer algo y a descansar en su casa. Subí. La verdad es que no tenía otra alternativa a mano.

No me desagradaba ese hombre, tenía una voz muy interesante. Ya en su casa, intentó propasarse, como se decía entonces. No sé por qué, aunque no quería ir a más, me sentí halagada. Todavía estaba dolorida por lo de la noche anterior, así que le pedí un rato para descansar y que me invitara después a bailar en la discoteca. Así lo hizo. ¡Qué obsesión tenía con las discotecas! ¡Daba igual cómo estuviera, solo quería bailar! Era la discoteca más en boga de Mérida. Me divertí y bailé hasta agotarme. Bien entrada la madrugada llegó la hora de irse y Javier se marchó solo. No recuerdo si me presentó a un conocido antes de marcharse o si se fue sin más. El caso es que conocí a alguien de quien no recuerdo su nombre, solo que era un chico gitano y que de alguna manera hizo de mi ángel de la guarda. Preocupado por dónde iba a pasar la noche, porque yo era menor de edad, no tenía dónde ir y estaba sin dinero, no se lo pensó dos veces y me llevó a casa de su hermano, que estaba casado y tenía dos hijos pequeños. Vivían en un piso de un barrio humilde y bastante descuidado, con apenas unos pocos muebles. Me dejaron dormir en un colchón que tenían en el suelo y del que desde dentro se oían ruidos de bichitos que anidaban en su interior. Agradecida por el acogimiento, correspondí a su hospitalidad limpiando y colaborando en lo que podía. Durante ese tiempo, unas tres semanas más o menos, no me faltaron un techo y un plato para comer. Como pasaban los días y necesitaba un trabajo que me diera para vivir, pagar un alquiler y enviar dinero a mi casa, pensaron en presentarme a una señora que me podía ayudar.

Este hombre era muy buena persona, pero se relacionaba con personas que vivían rozando las lindes de lo establecido. Ahora entiendo que por esa particularidad difícilmente podía buscarme otro tipo de trabajo. Maruja se llamaba la señora que me presentó y me ofreció un empleo, pero al ser menor (entonces la mayoría de edad era a los veintiuno y yo tenía diecisiete años) debía contar con la autorización de mi padre por si la policía me pillaba trabajando. El local se llamaba La Maison y era un bar de alterne. No tenía ni idea de lo que era eso ni de lo que allí se cocinaba, pero Maruja decía que no tendría que esforzarme mucho. Seguro que podría ganar suficiente dinero para todo lo que necesitara. Mi trabajo consistiría en atender a los clientes, en ser amable con ellos y en darles conversación. La verdad es que no recuerdo de qué puñetas podría hablar con esos hombres entonces. No tenía que ir «más allá», me decía Maruja. No me enteraba de nada, estaba en la inopia más absoluta, hasta el punto de que para trabajar utilizaba mi propia ropa, la que me ponía recién salí del colegio: faldas escocesas de cuadros, jersey de pico, pantalones vaqueros… Al principio, mis compañeras se metían conmigo por mi atuendo, pero cuando la jefa empezó a comprobar el éxito que tenía adopté este estilo como propio y lo exploté como pude.

Conseguí la firma de mi padre y pronto pude empezar a mandar dinero a mi casa. Mis padres nunca me preguntaron por mi trabajo ni por el sueldo. Creo que se fiaban de mí, aunque tampoco podían plantearse si me convenía o no este trabajo. No tenían medios para desplazarse y mi madre demandaba constantemente la presencia de mi padre en casa. Ella no salía para nada a la calle.

Mi padre se quedó parado y ya no volvió a tener trabajo. A partir de ese momento, yo hacía y deshacía y les contaba lo que me parecía. Reconozco que mi imagen siempre ha sido de chica formal, por lo que, unido al aspecto que tenía, es posible que mis padres no pudieran ni imaginárselo. Lo cierto es que las chicas de alterne tenían otra imagen muy diferente.

Poco a poco me fui introduciendo en ese mundo. Dos años intensos llevaba ya y llegó un momento en que me importaba todo un bledo, menos la droga, porque el primer porro que me fumé me sentó fatal. Si no, no sé hasta dónde hubiera llegado. Probé casi de todo y lo que hacía lo sentía como lo más natural del mundo. No recuerdo haberlo vivido como traumático. Al principio quizá me costó romper el hielo, pero luego todo entraba como la seda, sobre todo desde que me acostumbré a acompañar estos encuentros con un par de whiskys.

Allí conocí a Julián. Yo tenía ya dieciocho años y él, posiblemente, treinta y tantos más. Los viernes se los dedicaba a él. No iba a trabajar; él me compensaba con el equivalente a lo que pudiera sacar en una noche, pero así me tendría en exclusiva. Me enamoré de él. Fue una relación morbosa, con tintes sadomasoquistas, y duró un año. Me gustaba el juego de dominación, morbo y sumisión al que me tenía sometida. Pasados los años, llegué a la conclusión de que posiblemente necesitara un castigo por lo que estaba haciendo, algo que a todas luces no estaba bien. Así me redimía. Julián estaba casado, tenía una amante con la que tenía una hija y además me tenía a mí. Llegó un momento en que aquello se fue apagando y apareció Manuel, más joven y más guapo, ajeno al mundo del club, que estaba casado también. Dejé a Julián y durante unos seis meses tuve una relación con Manuel despreocupada, alegre y muy divertida.

Cuando entré de lleno en este mundo me enfrenté a algo a lo que le tenía mucho miedo: desnudarme y enseñar mis senos. Solamente con dos copas me desinhibía del todo, pero no puedo olvidar el comentario de un cliente insatisfecho que no quiso pagar porque yo no había conseguido excitarle, pues no le gustaban mis «tetas caídas». Esa maldita frase me ha perseguido toda la vida y ha contribuido a alimentar mis complejos.

Dos años más tarde conocí a Mateo, casado, con cuatro hijas a las que quería con locura. Este hombre se encaprichó conmigo. Afortunadamente, yo tenía un margen de libertad para decidir con quiénes me acostaba y con quiénes no, aunque fuera por dinero. Y Mateo entraba en ese lote. Un año estuvo detrás de mí; casi todos los días venía al club a verme, se tomaba un par de copas y se marchaba, pero me dejó muy claro que hasta que no se acostara conmigo no me iba a dejar en paz. Se me hacía vomitivo tanto acoso, tanto que me fui de Mérida huyendo de él.

Durante los dos años que estuve trabajando en el club nunca tuve conciencia de estar haciendo nada malo, pero lo más curioso me sucedió fuera del club. Llegó un momento en que no supe distinguir trabajo de placer personal. Me entregaba de igual manera, fingiendo y procurando hacer las cosas bien y agradando al de turno. Si yo quería procurarme placer tenía que hacerlo a solas. De hecho, nunca conseguí antes un orgasmo con nadie.

Me tiraba a todo hombre que se me ponía a tiro, dentro y fuera del club. Me gustaba comprobar que les gustaba, que me deseaban, y por agradarles estaba dispuesta a hacer lo que me pidieran.

Huyendo de Mateo me fui a Cáceres. Me ofrecieron trabajo en otro club, con un contrato y seguridad social. Era algo más selecto. Aquí solo se admitía el alterne; si alguien quería algo más, había que negociarlo fuera. La contrapartida era que había que alternar con mucha imaginación para que el cliente consumiera y gastara más. Estuve seis meses trabajando en esas condiciones. Después de tener a Mateo detrás de mí tanto tiempo empecé a echarle de menos. No podía imaginarme cuánto. No sé cómo se las ingenió, pero me buscó y me localizó. Cuando me vio me secuestró, me sacó del club, me subió al coche y nos fuimos a Oporto. Fue uno de los fines de semana más apasionados que viví en aquellos años.

Desde ese momento Mateo se propuso que tendría que abandonar el club y ser solo para él, así que volví a Mérida y me alquiló un apartamento. Mateo seguía casado. Nunca dejaría a su mujer, ni por mí ni por nadie. Allí viví un año de locura, por y para él. Fui lo que, según el argot de la época, era una mantenida o querida. Él era el dueño de mi corazón, de mi cuerpo y de la llave del apartamento, que a veces se llevaba para dejarme encerrada y que no tuviera la tentación de salir a tontear con otros. Era bastante celoso y esto me enloquecía. Sentir que había un hombre que me quería solo para él era una emoción indescriptible. Con él aprendí a amar y a sentirme amada. Con él conseguí por primera vez disfrutar del sexo sin la sensación de estar trabajando. Sinceramente, si pudiera volvería a firmar donde fuera por vivir otro año como aquel. Resumiendo, era como una esclava sexual, encerrada en una jaulita de oro, pero era feliz. No me cuestionaba nada más. En ese contexto transcurrió mi mundo en la época del golpe de Tejero.

Tras un año intenso de confinamiento amoroso y de obsesivo apasionamiento, Mateo consideró que esa historia no podía continuar, había que volver a la realidad. Por supuesto, él no iba a consentir que volviera al club. La verdad es que no sabía qué haría a partir de entonces, pero volver al alterne seguro que no.

Mi amiga Eugenia, la de Málaga, con la que nunca perdí el contacto y la que conoce de mis andanzas desde el principio, me ofreció su casa para alojarme hasta que consiguiera un trabajo. Su madre me abrió los brazos y las puertas de su casa. La llegué a considerar mi segunda madre. Mientras estuve conviviendo con ella, me trató como a una más de sus hijas. Allá dónde esté, le envío el más emocionado recuerdo y mi eterna gratitud.

Apenas pasó un mes y me ofrecieron trabajo en un bingo. Ya tenía veintidós años. Estaba acostumbrada a trabajar de noche y lo encajé bien. Estaba contenta; tenía un trabajo en el que ganaba dinero y no me obligaban a acostarme con nadie. Salía por las noches y me divertía mucho. Unos ocho meses de descoque duró esta etapa. Pude alquilar un piso para mí y esa sensación me gustaba y me sigue gustando hoy, la de vivir sola. Respecto de Mateo, mantuvimos la relación tres años más. Iba a Mérida a menudo y hablábamos por teléfono casi a diario, hasta que la distancia se encargó de darle muerte a nuestra historia. Lo último que me dijo y recuerdo fue: «Gloria, te he querido mucho y siento un cariño inmenso por ti. Estoy orgulloso de haber conseguido alejarte del club. Me voy tranquilo, te dejo en el mundo del que nunca debiste salir».

También se acabó el trabajo del bingo y a través de una hermana de Eugenia me citaron para hacer unas pruebas en una asesoría fiscal ubicada en el centro de Málaga. Superé las pruebas y me contrataron. Tenía veintitrés años. Me pagaban poco, pero tenía que aguantar el tipo y resistir. Intuía que allí estaba mi sitio. Los comienzos fueron duros, de trabajar algunos sábados hasta la una de la madrugada, pero mereció la pena y aprendí muchísimo. Para sacar un sueldo medio digno y poder pagar el alquiler y seguir tirando tuve que llevar tres trabajos al mismo tiempo. La asesoría por la mañana y por la tarde, dos veces en semana limpiaba unas oficinas vecinas a la hora de comer y los fines de semana echaba horas en un bingo de Torre del Mar. Mi jefe de entonces, Aurelio, me decía que era la alegría de la oficina, que estaba siempre como unas castañuelas. Y es que realmente era feliz, tenía una vida decente. Ahora solo faltaba conocer a un buen compañero, a ser posible soltero.

A medida que me iba reinsertando en la vida normal empezaba a darme cuenta y a ser consciente de que lo que hacía antes era cualquier cosa menos normal. Claro que conocía el rechazo de los demás y sabía que no podía hablarlo con todo el mundo, pero nunca tuve la sensación de estar haciendo algo anormal.

Al poco tiempo nos mudamos a otro despacho más grande, con la consiguiente ampliación de socios, un equipo que a fuerza de trabajo y tesón consiguió elevar el nivel de la asesoría y conseguir una buena cartera de clientes. Me renovaron el contrato a indefinido, me subieron el sueldo y a partir de entonces trabajé en exclusividad para ellos. Se fue incorporando gente nueva: Regina, una economista con la que hice amistad; y Nacho, al que le quedaba una asignatura para acabar la carrera, que era guapo y simpático y con el que empecé a salir en noviembre de ese mismo año. Yo ya tenía veinticinco años.

Vivía entonces en un apartamento pequeño, ubicado en el centro de Málaga. No pasó mucho tiempo y Nacho se vino a vivir conmigo, no con el beneplácito familiar precisamente. Este hecho enturbió las relaciones con su madre, una mujer autoritaria y a la que en principio no le entré muy bien. Ella esperaba, según palabras textuales que recuerdo, que su hijo algún día saldría de su casa «para casarse como Dios manda, con una chica bien, de su brazo y con toda la pompa que la ocasión se merecía» y no que hiciese todo lo contrario, «salir por la puerta de servicio y a hurtadillas para encamarse con una cualquiera». ¡Uf! ¡Y eso que no conocían, ni conocieron, a qué me había dedicado antes! A mí también me habría gustado que Nacho me hubiera pedido matrimonio. No recuerdo muy bien cómo surgió lo de convivir sin casarse. Entonces mi discurso era que no quería ataduras ni papeles. No sé por qué lo decía. Me gustaba hacerme la liberal y la moderna; en definitiva, la interesante. Es posible que antepusiera esa coletilla precisamente por el miedo a la negativa. Antes de que nadie me dijera que no quería casarse conmigo, me negaba yo. Mi familia, como siempre, se mantuvo al margen de mis decisiones y yo agradecida por ello. Esto era una decisión mía, de adulta, consciente y libre.

Llevábamos poco tiempo viviendo juntos y mi hermano hizo acto de presencia. Vino huyendo del pueblo y de mi madre. Le acogimos en casa una temporada, pero la convivencia se hizo insostenible con Nacho. Me vi obligada a decirle a mi hermano que buscara otro sitio para alojarse. Mi relación estaba en peligro. Aquello me produjo mucha tristeza e hizo que me sintiera francamente mal. Mi hermano estaba pasando una racha muy complicada. A día de hoy me alegro de haber tomado aquella decisión. Él supo salir adelante, se rodeó de buena gente, consiguió un buen trabajo que conserva todavía y una pareja con la que compartió un hogar feliz.

La familia de Nacho poco a poco se fue dando cuenta de que lo nuestro iba haciéndose más sólido y, como muestra de aceptación de nuestra relación, nos hizo un regalo. Nos amuebló el piso, que habíamos alquilado vacío y que estaba muy cerca del despacho. Agradecí el gesto, aunque hubiera preferido pedir un préstamo para comprar los muebles y pagarlos a medias con él. Apenas pude decidir sobre la decoración. Me costó sentir que esa casa era mía, me veía como de prestada.

Era la primera experiencia de convivencia en pareja de ambos y fue una verdadera escuela de aprendizaje. Nacho era un chico inteligente, extrovertido, encantador con la gente y muy divertido, pero algo inmaduro, poco constante, obstinado y débil cuando la madre hacía acto de presencia. Respecto de mí, por aquellos tiempos en cuanto a mi forma de ser y de mi carácter no recuerdo gran cosa. Era mucho menos habla-dora que ahora, más reservada y muy susceptible. Pensaba que el cristal por el que miraba la vida era el correcto y que era el mismo cristal por el que miraba todo el mundo; por eso daba por hecho que la gente que me conocía tenía que saber qué pasaba por mi cabeza. Me enfadaba a menudo cuando no me gustaba algo, me callaba y sacaba un careto de medio metro. Al mismo tiempo era una chica confiada, sin maldad ni malicia, honesta, honrada, con un alto sentido de la responsabilidad y de la justicia, cualidades que en la misma medida exigía a los demás.

Con Nacho llegué a pensar que podía tener esa familia con la que llevaba algún tiempo soñando. Con él, de alguna manera, se iban cumpliendo las metas a las que me había propuesto llegar, las de ser una chica normal y decente. Tenía casa, trabajo, un chico que me quería y con el que estaba a gusto. Me faltaba un hijo. Se lo propuse abiertamente y me dijo que no estaba preparado para ser padre. Ambos teníamos ya veintisiete años. Aquello fue un jarro de agua fría. Aunque no he sentido nunca que tuviera instinto maternal, pensé que podría ser un buen momento. También acababa de nacer mi primera sobrina y la idea de un bebé en casa me seducía. Alguien me llegó a insinuar que si yo hubiera querido podría haber tenido ese hijo. Con artimañas y engañando nunca he querido conseguir nada. O había hijo consensuado o no lo habría.

Uno de los escollos importantes de la convivencia fueron las tareas del hogar. Nacho se negaba en redondo a colaborar. Y otro más que lo que empezó siendo pura diversión de fin de semana, como beber unas copas y esnifar alguna rayita, terminó abriendo una brecha importante entre nosotros, porque además le alteraba el comportamiento.

No sé cómo lo hice, pero lo logré después de muchas horas de charlas y de alguna que otra bronca. Recuerdo que estas cosas me las tomaba como algo personal, como si estuviera obligada a enmendarle la plana a mi pareja, a corregirle para que no se saliera del camino. El caso es que Nacho se convenció de que había que rectificar, consiguió dejar los hábitos de fin de semana y se preparó esa asignatura que tenía atravesada hasta que en la última convocatoria la aprobó.

Recién cumplidos los veintiocho, Nacho ya estaba en el buen camino y subiendo enteros en el despacho. Justo en esos momentos dos de los socios andaban a la greña y decidieron separarse. Uno de ellos quería quedarse conmigo y el otro con Nacho. Al final sus dotes persuasivas consiguieron que ambos nos quedáramos con el mismo socio. Así se hizo: cambiamos de despacho, que estaba más cerca de nuestra casa, y además permanecimos juntos. Ya llevábamos algún que otro año compartiendo las veinticuatro horas del día.

Pasó poco tiempo cuando el jefe le hizo un hueco en la oficina a su mujer, que era abogada, para trabajar con nosotros. Se conoce que ella había tenido problemas en el anterior bufete. Con la incorporación de esta mujer mi volumen de trabajo se vio incrementado, ya que ella utilizaba todos los recursos disponibles en el despacho, incluida yo. Traía una considerable cartera de clientes, en vista de lo cual tuve la osadía de pedir un aumento de sueldo para compensar al menos las horas que echaba de más. La negativa fue rotunda. A partir de entonces, con mil y una argucias, me hicieron la vida imposible. Malas caras, Regina dejó de hablarme, no contaban conmigo para reuniones ni en las comidas de despacho. Incluso con Nacho la cosa se puso bastante tensa, porque él estaba en medio. Vomitaba casi todas las mañanas antes de ir a trabajar, iba con miedo (aquello fue lo más parecido a lo que hoy se conoce como mobbing), supongo que somatizando todo esto. La ansiedad que me generaba esta situación me descolocó totalmente. Me hicieron pruebas digestivas y de cardiología, pero todo estaba bien. No dejaba de llorar. Mi médico de entonces, dadas las circunstancias, consideró que un par de meses fuera de la zona de conflicto me ayudarían.

El caso es que no veía el momento de remontar y de enfrentarme a aquella gente otra vez, pero pasados los dos meses me levanté una mañana, me miré al espejo y me vi hecha una piltrafa. Como la Escarlata de Lo que el viento se llevó, me juré que nadie conseguiría hundirme. Tenía que coger las riendas de mi vida, que llevaban ya algún tiempo en poder de otros. Así que temblando como un flan me dirigí a la oficina. Cuando entré, en mi mesa de trabajo había una chica de dieciséis años golpeando la máquina de escribir eléctrica con dos dedos. Entré en el despacho del jefe y le dije que venía a pedir el alta para incorporarme a trabajar. «Muy bien. Vete al archivo y ordena las facturas que están encima de la mesa», me contestó él. El archivo estaba en el hueco de unas escaleras, donde apenas había luz, y encima de la mesa encontré cinco carpetas AZ con cientos de facturas ya ordenadas. ¡Joder! Eso era demasiado. Me eché a llorar otra vez. Me puso a ordenar facturas que ya estaban ordenadas. ¡Se acabó! Volví a su despacho y le dije aquello de: «Fulano, prefiero morir de pie a vivir eternamente de rodillas. Me voy». Abrió el cajón de su mesa y sacó los papeles que ya tenía preparados para firmar la baja voluntaria. Salí de allí con la cabeza muy alta.

La catarsis total se completó cuando hablé con Nacho y le dije que había dejado el trabajo y que también le dejaba a él. Había llegado la hora de empezar de nuevo en todos los sentidos. El otro socio, Hilario, que se quedó en el otro despacho, se enteró de que me había quedado parada e intentó rescatarme de nuevo. Le agradecí la oferta y la reiteración de su confianza, pero estaba decidida a romper con todo lo que me recordara a la asesoría. Era necesario. Estaba muy tocada, sin trabajo, sin pareja, sin casa… Todo mi mundo, en el que empezaba a sentirme segura, se me había desplomado. Y otra vez consideré que antes de que ellos me lo echaran abajo del todo lo tiraba yo. Me sentí liberada, la presión que tenía en el pecho desapareció. Se acabó el llanto. No tenía ni idea de lo que iba a hacer ni para dónde iba a tirar. De momento, lo que me preocupaba era recomponer de nuevo el puzle de mi vida, que contaba con infinidad de piezas, y no quería que me llevara mucho tiempo terminarlo.

De todo esto me quedé con la confianza de Hilario y con la gratitud de la madre de Nacho, que al final me aceptó de buen grado, se encariñó conmigo, me dio las gracias por todo lo que había hecho por su hijo y sintió muchísimo que se acabara nuestra relación.

La nueva andadura comenzó cuando acababa de cumplir los vein-tinueve. Una amiga de mi hermano me alquiló una habitación en su casa. No pasó mucho tiempo y encontré trabajo de administrativa en una constructora. No le veía mucho futuro, entre otras cosas porque el constructor gastaba más que ganaba y terminó echando abajo la empresa. No obstante, estuve contratada durante un año y medio, pero aproveché las noches para ir a una academia y prepararme unas oposiciones. Pensé en la seguridad que proporcionaría trabajar para la Administración.

Aquellos años fueron duros; tuvimos una crisis nacional importante y el trabajo escaseaba, así que lo mejor que podía hacer, una vez parada, era formarme. Me recluí durante todo ese tiempo, incluidos los fines de semana, y estudié a conciencia. Hasta me resultaba divertido. Me gustaba mucho el temario, aunque a algunos les pareciera un auténtico ladrillo. El estudio de la Constitución, el Estatuto de nuestra comunidad y los entresijos de la Administración en general me parecían apasionantes. Mozart me acompañó siempre y me lo puso muy fácil. Doy fe de que la música clásica estimula las neuronas y las hace más receptivas a la hora estudiar. Al menos a mí me funcionó. En plena Expo-92 aprobé la convocatoria para auxiliares administrativos de la Junta de Andalucía. Saqué un 9,75. ¡Poco orgullosa que estaba yo! Lo había sudado y lo merecía. Lo que pasó es que el premio estuvo muy repartido; los interinos tenían tantos puntos que era imposible competir en buena lid con ellos. No obstante, por la nota que tuve pude ocupar una plaza en interinidad otro año y medio en un organismo de la Consejería de Servicios Sociales.

Respecto de los hombres, desde que terminé con Nacho no tuve ninguna relación duradera en esos años, solo alguna que otra historia de unos pocos meses. En general, recuerdo aquella como una época de sequía entre trabajo y estudio. Lo cierto es que no tenía mucho tiempo para relacionarme.

También ese mismo año fue cuando mis padres vinieron a vivir a Málaga, concretamente a Mijas, que es donde vivo en la actualidad. Ya se estaban haciendo mayores y mis hermanos y yo pensamos que iba siendo hora de tenerles cerca por si necesitaban cuidados. Aquello abrió una brecha entre nosotros. Curiosamente, el exmarido de mi hermana y la exmujer de uno de mis hermanos, que viven en otras provincias, pusieron todas las pegas del mundo para que mis padres no fueran a vivir a su lugar de residencia, así que no entramos en disputas. Siempre tuve claro que, llegado el momento, había que hacer algo por ellos y por parte de mis hermanos había problemas. Yo me haría cargo de mis padres. Lo primero fue buscarles una casa. Mi hermano, el mayor de los varones, que es un buen hombre y generoso, contribuyó económicamente a ello. Mi hermano menor vivió con ellos hasta hace tres años, cuando se casó. Desde entonces, sobre todo y entre otras tareas, de los temas médicos me encargo yo.

En enero del siguiente año la Junta echó a la calle a cientos de interinos. Me tocó ese premio. A los treinta y dos años y después de todo lo que llevaba vivido me vi obligada a volver a casa de mis padres, a su recién estrenada casa en Mijas. Se me hizo cuesta arriba, pero aprendí a convivir con mi madre. De vez en cuando teníamos alguna bronca, por la que podíamos estar hasta una semana sin hablarnos, pero no eran tan cruentas como las que tuvimos durante mi adolescencia.

Seguí preparando otras oposiciones y en septiembre de ese año me presenté a la convocatoria de una empresa pública ubicada en la Costa del Sol. Superé todas las pruebas (menos mal que aquí no había interinos con los que competir) y desde entonces hasta la fecha ahí continúo. Afortunadamente, el tema laboral quedó resuelto.

A los pocos días de incorporarme conocí a Emilio, otro administrativo contratado. Empecé a salir con él. Me entró con lo siguiente: «Ya tengo trabajo. Ahora busco casa y novia para casarme». En fin, pensé que podía ser una oportunidad. En principio, no era un hombre que me desagradara. Diez años duró esta relación. Alquilamos un piso para convivir y a los tres meses dejó este trabajo. Ese fue el momento en que debí dejarle yo a él también. Mi vida habría sido muy diferente, o no… ¿Quién lo sabe?

Hasta que conocí a Emilio me las había dado de liberal y de tener relaciones sin ataduras, pero fue con él con quien descubrí el grado de dependencia emocional que me ataba a los hombres. No hablábamos a menos que Emilio tuviera un par de copas. Con él era prácticamente imposible tener una conversación. Se alteraba rápidamente. Vivía permanentemente a la defensiva. No se relajaba ni en casa.

De esos diez años, los dos primeros la relación fue de sexo puro y duro. Estos encuentros eran bastante primitivos. No recuerdo que fueran totalmente libres, deseados ni satisfactorios, pero los necesitaba. Pienso que a través del sexo tanto él como yo canalizábamos nuestra frustración, posiblemente inconsciente. Era nuestra vía de escape y la única forma en la que nos comunicábamos. Había muchas trabas que me impedían abrirme totalmente, pero con el sexo hallé una vía compatible que me ayudaba a desfogar, con la que salía nueva de aquellas sesiones.

Los años de convivencia fueron difíciles y nos pusieron a cada uno en su sitio. Emilio era un tipo más o menos educado, aseado, ordenado y se organizaba bien como amo de casa. Serio, rígido e inflexible, poco comunicativo, tímido, de mal carácter, inseguro. No se hablaba con la familia, no les conocí. Era incapaz de mantener un puesto de trabajo. Resultaba agresivo en su modo de hablar y de expresarse. Al principio se acercó a conocer mi entorno, a mi familia, pero poco después se aisló de él. Y me costó que no me aislara a mí también. Me sentí maltratada con su lenguaje, sus golpes y sus gestos. Como habitualmente no tenía trabajo, de alguna manera dependía de mí. No contaba con nadie más y me sentía responsable de su situación y culpable de pensar que, si le dejaba, no tendría donde ir. De hecho, me reprochó en ocasiones que él vivía en Málaga por mí, que en otro sitio habría encontrado trabajo y estaría mejor que conmigo. Me sentí chantajeada y culpable casi todo el tiempo. Me producía tanta tristeza que estuviera tan solo…

Mi carácter desde que conocí a Emilio se volvió agrio y copié mucho de su comportamiento. Hasta que no sentí el rechazo de la gente no me di cuenta de lo que me había mimetizado por y para estar con él. ¿Qué puñetas hacía yo entonces con un hombre así? Al hacerme esa pregunta y mantener la relación cinco años más pese a ello, me convencí de que la que tenía el problema, y grave, era yo. Lo positivo que saco de esa historia es que me empujó a plantearme qué papel jugaba yo con los hombres, a preguntarme qué era lo que quería de ellos, a cuestionarme si mi forma de relacionarme era sana y si me hacía feliz o no.

A raíz de entonces empecé a documentarme y a leer todo lo que caía en mis manos sobre el comportamiento humano. Libros de ayuda que trataban de la falta de autoestima, sobre la dependencia emocional, el sentimiento de culpa, etc. Básicamente, buscaba respuestas a la forma equivocada de ser y de comportarme. Poco a poco fui entendiendo. Me ayudó muchísimo escribir; aprendí a mirar dentro de mí, rastreando y hurgando en mis entrañas para perderle el miedo a lo que me encontraba: complejos, envidias, frustraciones y otras miserias. La lectura y la escritura me ayudaron a enderezarme. Pensé que había que hacer algo, dejar atrás una vida que no me hacía feliz. Toda mi energía la dedicaría a buscar estrategias para dejar a Emilio. El simple hecho de imaginarme que tendría que hablarlo con él me producía taquicardias, sudor en las manos, se me quedaba la mente en blanco. Por eso la única manera de hacerlo era despacio y con un plan meditado que nos fuera distanciando sin que lo pareciera. Debía marcharme sin dar portazos y sin hacer ruido.

Como mis padres empezaban a necesitar constantes cuidados médicos encontré la excusa perfecta para mudarme a Mijas, aunque me costó dos años prepararlo. De nuevo volvía a casa de mis padres. Aprovechando que estaba con ellos me abrí una cuenta vivienda y ahorré para poder comprarme el apartamento en el que vivo actualmente.

Emilio se mudó a un estudio más pequeño en otro pueblo cercano. Nos veíamos los fines de semana en su casa. Aunque no me resultaba agradable visitarle, seguía yendo. Formaba parte del plan de desconexión.

Por fin Emilio encontró trabajo cerca de Algeciras y se mudó a vivir allí. En principio, parecía que estaba a gusto. Yo me relajé, me envalentoné y me decidí a salir con José Luis, director del centro donde mi amiga Eugenia trabajaba y al que ella me presentó, entre otras cosas para darme un empujoncito con el tema de Emilio. José Luis acababa de separarse, pero seguía enamorado de la que fue su mujer durante treinta años. Me volví a enamorar y Emilio nunca se enteró. Esta historia duró seis intensos meses. Tengo la habilidad de preparar a los hombres para casarse con otra o para volver con la que estaban. Emilio, como en ese tiempo me sentía ausente, hizo méritos para reconquistarme. Se mostraba más cariñoso y más relajado. Aquí no había nadie emparejado: Emilio estaba por mí, yo estaba por José Luis, José Luis por su mujer y su mujer por un compañero de trabajo, la causa de ruptura con su marido. En este estado de cosas corté definitivamente con José Luis, pero seguía con Emilio, que los últimos meses me sirvió de colchón para consolarme.

Se acababa el verano y una de mis amigas me habló de CITA2, una página de contactos en Internet. Me inscribí y conocí a varios hombres. Una experiencia nueva e incluso divertida. Me propuse que a partir de ese momento las nuevas relaciones serían diferentes a las pasadas, a mi manera, basadas en el respeto, el diálogo, la igualdad y la libertad. Por fin le pude decir adiós definitivamente a Emilio. ¡Menuda liberación que sentí ese día! Me temblaba todo el cuerpo, hasta los pensamientos… ¡Pero lo conseguí!

Una tarde, rastreando CITA2, la página de contactos, me encontré en línea a un chico con cara de bueno y aplicado, con un anuncio atractivo y que despertó mi curiosidad. Era Gonzalo, que se hacía llamar Enigmático. No había tratado antes con nadie más joven (tenía siete años menos que yo), pero me dio por visitar su perfil y enviarle un saludo con algún comentario sobre su anuncio. No contestó. Normalmente, no le daba importancia a ese gesto. Era habitual que la gente recibiera mensajes y no contestara, así como que los enviara y tampoco recibiera contestación, pero a mí me molestó que me ignoraran en esta ocasión.

Al día siguiente volví a verle en línea. Le envié otro mensaje, que además llevaba tirón de orejas. Esta vez respondió y se disculpó. Chateamos un ratito y nos intercambiamos los teléfonos. Me llamó y justo dos días después me operaban de rodilla. Las semanas de convalecencia y rehabilitación me impidieron hacer una vida normal y salir de casa, pero las aproveché para hablar por teléfono con Gonzalo. Horas y horas. Recuerdo algunos días que de una sentada podíamos estar hablando hasta seis horas seguidas. No nos cansábamos y esperábamos con ilusión al día siguiente para continuar. En ese mes y medio intenso hablamos de todo: de nuestra infancia y adolescencia, de nuestras familias, de las exparejas, de política, de sexo, de nuestras ilusiones y frustraciones, de lo que esperábamos de la vida, de la amistad, de nuestros miedos, complejos… Quedaron muy pocas parcelas por tratar. Recuerdo aquella etapa como muy divertida. Gonzalo sabía estimular mi imaginación y a menudo sacaba esa niña ingeniosa que dormía dentro de mí. Como le gustaba jugar, para mantener despierta su curiosidad elaboraba algunos juegos excitantes hechos expresamente para nosotros. Exprimimos al máximo esa situación, sacándole partido y disfrutando de ella en lo posible. Esas largas horas de charlas nos permitieron mostrarnos tal cual éramos y expresar lo que pensábamos abiertamente. Estar parapetados detrás del teléfono ayudó y facilitó la labor de desnudarse. La confianza fue creciendo y algo se iba gestando entre nosotros. Teníamos la sensación de conocernos bien aunque solo nos hubiéramos visto en algunas fotos y vídeos que intercambiamos.

Se acercaba el momento de conocernos en persona. Quedamos el último sábado de mayo en su casa y preparamos minuciosamente ese encuentro. Gonzalo dejó la llave bajo el felpudo del portón de la entrada y hasta que yo llegué se quedó en la calle haciendo tiempo. Entré en la casa, me encontré una nota de bienvenida y a Pink Floyd sonando de fondo. Eché un vistazo rápido a lo que alcanzaba mi vista desde el sofá del salón, donde le esperé sentada. Recuerdo aquel momento de lo más excitante y temblaba como una adolescente en su primer baile, convencida de que este hombre me gustaba tanto por dentro que me daba igual cómo fuera el envoltorio. Así que, para demostrárselo, le recibí con los ojos vendados. A los pocos minutos apareció Gonzalo y nos besamos apasionadamente. Quería sentirle, saborearle y olerle antes de verle. Retiró el pañuelo que cubría mis ojos y ahí empezó esta aventura. Luego necesitamos un tiempo para encajarnos en los moldes respectivos que nos habíamos prefabricado. El perfil virtual había que acoplarlo en la foto real. Descubrimos la otra parte que nos quedaba por conocer: los gestos, las miradas, el tono de voz, los olores… Si interesante fue conocernos delante de un ordenador, detrás de la pantalla las posibilidades fueron inagotables.

Como acordamos en un contrato previo, firmado por ambas partes, vivíamos cada uno en su casa. Decidimos ser novios de forma indefinida y matrimonio a tiempo parcial. Los fines de semana y un par de días laborales nos los reservaríamos para nosotros. Se fue redefiniendo lo individual, lo común, lo que queríamos compartir y lo que no, cómo nos organizaríamos, el trato con las familias… Todo se desarrollaba bajo un clima de permanente negociación. Nunca nos levantamos la voz ni nos faltamos al respeto. Incluso en los momentos más difíciles (que, por supuesto, los hubo también) supimos hablarnos y escucharnos sin sentirnos agredidos. La tolerancia y la comprensión estuvieron siempre en lo alto de la mesa. La convivencia nos puso a prueba en muchos sentidos. Su forma de vida, más o menos anárquica e improvisada, frente a la mía, ordenada, disciplinada y muy apegada a la rutina, nos obligaba a renegociar continuamente para poder hallar puntos y espacios intermedios. La rigidez con la que he podido tratar algunos asuntos tal vez haya podido abrir brecha entre nosotros. Recuerdo etapas de Gonzalo en las que pasaba de un estado de euforia a otro de melancolía en cuestión de minutos, hecho que hacía difícil convivir con él en esos momentos.

Aparentemente, Gonzalo está en un polo y yo estoy en el opuesto, somos muy diferentes. Desde fuera había quien no daba un duro por nosotros y, por el contrario, quien pensaba que nos moriríamos juntos. Lo que ha posibilitado que esta pareja haya funcionado han sido esos espacios invisibles que solo Gonzalo y yo veíamos, donde realmente se desarrollaba nuestra vida en común y que dieron sentido a nuestra historia, tales como una profunda complicidad, una entrañable amistad, una vida sexual satisfactoria, una fuerte compenetración, incansables diálogos, desinhibición, ausencia de complejos, aceptación de las limitaciones de cada uno…

Evidentemente, en el haber también tuvimos nuestros más y nuestros menos. En Irlanda Gonzalo me dio la primera sorpresa. Incumplió una de las cláusulas de nuestro particular contrato. Estaba de vacaciones con él en Dublín, donde vivió durante un año, y descubrí que me había sido infiel un par de meses antes. Adelanté mi viaje de vuelta a Málaga y rompí con él. Podía entenderlo y comprenderlo todo, excepto la infidelidad. Para mí es importantísimo que mi pareja sea fiel. El hecho físico de acostarse con otra mujer escuece, pero lo que realmente lacera es el engaño, la deslealtad y la pérdida de confianza. Aquel momento fue tremendamente doloroso. De Gonzalo era del último hombre que me podía esperar algo así. Aunque conocía sus antecedentes, hasta ese momento no me dio muestras para pensar lo contrario. Además, lo último que puedes imaginar cuando estás tan enamorada de alguien y convencida de que de ti también lo están es que te harán de menos con otra mujer. ¡Qué ingenua!

Un par de meses más tarde, por aquello de que todos merecemos una segunda oportunidad, lo intentamos de nuevo. En ese caso, Gonzalo buscó trabajo en Málaga y se vino para acá en noviembre de ese mismo año. Retomamos la relación. La verdad es que me costó volver a confiar de nuevo en él. Hubo de jurarme que no me engañaría más y que si conocía a alguien me lo diría y acto seguido romperíamos. El regreso de Gonzalo a España coincidió con mi etapa premenopáusica. Ahí los momentos difíciles los aporté yo: cambios de humor, dolores de huesos, depresión, insomnio, sofocos, ausencia de libido… ¡Una racha de órdago, vamos! Valoré enormemente su actitud conmigo. Fue paciente, comprensivo, siempre dispuesto a escucharme y a demostrarme su cariño. Momento también importante para mí fue cuando le descubrí a Gonzalo a lo que me había dedicado de jovencita. Con él desenterré ese fantasma, lo necesitaba, y con él sentí que se evaporó. Hasta el punto de que hemos aprendido a sacarle partido a esta historia. Hemos incorporado a nuestras fantasías las vivencias pasadas. Me siento liberada con respecto a aquello y reconozco que Gonzalo contribuyó a ello. Con él me he sentido querida, respetada, deseada, amante, niña, amiga, madre, libre para hacer y deshacer, para ir y venir, para expresarme sin miedo. Todas estas cosas, entre otras, son las que han inclinado mi balanza para seguir manteniendo y apostando por esta relación.

Gloria en el infierno

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