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Más allá de la técnica:

La actitud de los y las profesionales de ayuda

Maria Carme Hernández

Hace algún tiempo ya me pidieron que preparara una ponencia para la clausura del Máster de Mediación organizado por el Ilustre Colegio de Abogados de Valladolid y yo decidí hablar sobre la actitud de los y las profesionales de la mediación. En estos momentos me vuelvo a plantear el tema y me doy cuenta de que, aunque a lo largo de estos años he ido incorporando nuevas herramientas a mi profesión, la esencia sigue intacta: lo que marca la diferencia, lo que aporta verdaderamente excelencia no es el qué sino el cómo y, sobre todo, el desde dónde. No es la técnica que aplicamos sino cómo la aplicamos -y muy especialmente desde qué lugar lo hacemos- lo que nos convierte en buenos y buenas profesionales. A eso es a lo que he denominado actitud, y lo que voy a presentar en este escrito es una reflexión sobre el cómo y sobre el desde dónde, es decir, sobre la actitud.

Debo aclarar antes de empezar que, aunque en muchos momentos, por enfocarme en uno de los colectivos con los que trabajo, hable de mediación, lo que voy a exponer es absolutamente aplicable y extensible a cualquier profesión de ayuda, por supuesto la terapia y, desde luego, el trabajo sistémico y de constelaciones. Así que, en adelante, cada vez que aparezcan las palabras “mediador o mediadora”, “mediación” o “mediar”, invito a los y las profesionales que lo lean a trasladarlo a su propio ámbito de trabajo.

En primer lugar me parece interesante destacar que, cuando pensamos en aprender a mediar, normalmente en lo que estamos pensando es en la técnica. Y una vez acabada la formación, lo que nos suele preocupar es si sabremos aplicarla: si podremos encontrar las preguntas adecuadas, si seremos capaces de sacarlos de las posiciones para descubrir los intereses y las necesidades, etc. Sin embargo, hay toda otra parte que no se suele enseñar y que se deja ahí apuntada para que cada uno la trabaje como pueda. Me refiero a la actitud de la persona mediadora, desde mi punto de vista, la clave de la mediación. La técnica se aprende con relativa facilidad estudiando, leyendo, asistiendo a seminarios y practicando pero, una vez la conoces, ya está, la puedes perfeccionar, desde luego, pero no hay tantas cosas nuevas que aprender. Sin embargo, la actitud hay que cultivarla (que no es lo mismo que aprenderla) y, sobre todo, hay que sentirla, no se puede imitar, no se puede ir a un taller y decir “me encanta la actitud que tiene este profesional, esta noche me la estudio y mañana la aplico en mi sesión”. No es tan sencillo: la actitud se capta, se siente, se interioriza y va calando poco a poco, se llega a través de un proceso. Por eso, desde mi punto de vista, es mucho más difícil tener una buena actitud que una buena técnica y yo diría, a riesgo de que algunas personas puedan no estar de acuerdo, que más importante también.

Así que vamos a reflexionar un poco aquí sobre la actitud ante una sesión de mediación y durante la sesión de mediación, y también daremos algunas pistas sobre cómo cultivarla.

Proceso, proceso, proceso…

Pero antes me gustaría apuntar muy a grandes rasgos cuál es mi visión del conflicto, los cimientos sobre los que construyo lo que sería una actitud adecuada de la persona mediadora. Y es relativamente simple: partimos de que la vida es un proceso de evolución y aprendizaje y de que todo lo que nos sucede es parte de ese proceso. Y el conflicto no solo forma parte de él sino que es un proceso en sí mismo. Quizás podríamos visualizarlo como una línea con principio y fin en la que van incidiendo diferentes factores y, conforme va evolucionando, podemos ir aplicando distintas estrategias para avanzar. Algunas estrategias serán más terapéuticas y quizás hagamos una constelación o iniciemos un viaje de autoconocimiento. Otras afectarán a nuestros hábitos diarios y a lo mejor cambiamos de trabajo. Quizás decidamos ser más drásticos y poner una demanda judicial o puede ser que busquemos la ayuda de una persona mediadora que nos ayude a comunicarnos mejor y abordar el conflicto desde el diálogo y el entendimiento. Y todas ellas están bien, forman parte del proceso de cada persona y solo ella sabe lo que más le conviene. Así, la mediación, como cualquier otra herramienta que decidamos implementar, puede llegar en diferentes momentos de esa línea imaginaria y, dependiendo del momento, tendrá un efecto u otro sobre el mismo. De manera que puede ser que llegue cuando queda aún una buena parte del camino por recorrer y, en ese caso, probablemente no se resolverá del todo, pero seguramente la intervención aportará algún elemento nuevo. También puede ser que una buena parte del proceso esté ya cubierta y, en ese otro caso, tendríamos muchos puntos para que, con una intervención adecuada, el tema se resolviera. Por ejemplo, en un conflicto sencillo en el que el problema es, supongamos, únicamente una comunicación difícil entre las partes, una buena intervención probablemente lo resuelva, pero en un conflicto muy complejo, con muchos factores en juego, la mediación llegará a buen término o no en función del momento en que se encuentre el proceso.

Para que se entienda un poco mejor, yo lo compararía con el curso de las enfermedades: dos pacientes con la misma enfermedad no responden igual a un tratamiento idéntico, sea del tipo que sea. Unos se curan, otros mejoran un poco y a otros apenas les hace efecto. ¿Y depende del tratamiento? Pues probablemente no. El mismo tratamiento tendrá uno u otro efecto en función del momento en que se encuentre la persona enferma, ya que hay infinidad de factores que influyen en la salud: físicos, emocionales, ambientales, sistémicos, etc. La enfermedad casi siempre tiene una función, pensemos por ejemplo en algo relativamente común: niños que enferman para no ir al colegio. El antibiótico o el paracetamol resolverán el problema puntualmente, pero, si la causa persiste, volverá a recaer porque el síntoma responde a un propósito que la medicación no soluciona. Si el niño o la niña tienen importantes razones para no querer ir a la escuela, su cuerpo volverá a hablar y será difícil que renuncie a la enfermedad si esa es su manera de llamar la atención sobre lo que le está sucediendo.

De igual manera sucedería con el conflicto: si mi intervención llega en un momento de las vidas de mis clientes en que el terreno está abonado para que una solución sea posible, perfecto, pero si solo contribuye a dar un pequeño paso, perfecto también. En términos lúdicos, si mi intervención es la última pieza que le faltaba al puzle, el puzle se resuelve y, si no es la última, no se resolverá, pero quizás sea la pieza en la que se encaje la siguiente y la siguiente y la siguiente hasta llegar al final.

Y ¿por qué es importante tener esto en cuenta en relación con la actitud? Pues porque yo, como profesional, no soy en absoluto responsable de mis clientes y mucho menos de sus vidas. Yo únicamente soy responsable de mí misma, y eso significa que me voy a tomar muy en serio cada caso y voy a hacerlo siempre lo mejor que pueda, pero, a partir de esa premisa, lo que suceda con el proceso ya no es mi responsabilidad y lo suelto, confiando en que la vida les hará llegar justo lo que necesiten para el siguiente paso. Pero que nadie se confunda: yo no estoy diciendo que, como la vida es sabia, da lo mismo lo que yo haga porque al final todo se arregla, ¡en absoluto! Lo que yo estoy diciendo es que me responsabilizo de hacer mi trabajo lo mejor posible con los elementos que tengo y con lo que sé, y me despreocupo del resultado, que ya no depende de mí porque yo solo soy un factor entre muchos otros.

Y, por lo tanto, como consecuencia de lo anterior, cuando una mediación acaba en acuerdo no pienso que soy una gran mediadora, pero, si no tiene un final feliz, tampoco pienso que soy un desastre como mediadora. En ambos casos reviso el trabajo realizado para comprobar qué puede haber funcionado y qué, no, sabiendo que soy únicamente una pieza del puzle, no importa cuál, y en esa idea me relajo con humildad.

La actitud ante la mediación

Y partiendo de esta concepción del conflicto, podemos avanzar al segundo punto, que es la actitud ante la mediación. Y aquí me gustaría poner el énfasis en tres cuestiones.

La primera es que yo soy lo que soy y como soy y, cuando tengo que trabajar como mediadora, no intento convertirme en otra persona. Además, necesito sentirme muy cómoda trabajando y eso solo lo consigo siendo yo misma. Es decir, que yo tengo unos puntos fuertes (todos los tenemos) y esos son los que optimizaré cuando trabajo, ya sea como mediadora, como abogada, como docente o como consteladora. Primer paso, pues, conocer mis puntos fuertes. Y entonces vemos que para algunas personas será el humor, otras serán más cariñosas y cercanas, algunas tendrán una gran capacidad para ponerse en el lugar de los demás, otras serán muy buenas ordenando ideas, etc. Así que, si soy una persona cercana, eso va a ser una muy buena herramienta para mí, pero, si no lo soy, no intentaré fingirlo sino que buscaré qué hay de bueno en mí que pueda serme útil en mi trabajo, y ese será mi filón. Entonces, ante una pregunta muy frecuente en las formaciones como por ejemplo: ¿el humor es bueno en una sesión de mediación?, yo respondo que por supuesto que lo es, pero si el humor no es una de mis aptitudes, no lo utilizaré jamás como estrategia porque, con total seguridad, resultaría forzado y no tendría ningún efecto positivo. Ser fiel a uno mismo y ser uno mismo es fundamental en cualquier actividad que llevemos a cabo, pero muy especialmente en la mediación o en la terapia, en las que no hay caminos prefijados ni ciertos. Estamos siempre en la improvisación y, para improvisar, hay que estar muy cómodo y sentirse muy seguro, y eso solo podemos conseguirlo siendo lo que realmente somos.

La segunda cuestión, también muy importante, es que yo no pienso nunca que vaya a salvarle la vida a nadie, sencillamente porque yo no soy más que nadie. Yo tan solo tengo determinadas herramientas y recursos, ganas e ilusión, y los pongo al servicio de otras personas por si ellas consideran adecuado utilizarlos. Para mí es clave la idea de que estamos al servicio de nuestros clientes y clientas. No somos alguien que sabe mucho y que les va a resolver su conflicto, su problema o su vida, somos alguien que sabe cosas y se las ofrecemos por si les sirven. Y eso significa que internamente me sitúo en un segundo plano, teniendo muy claro que los protagonistas son ellos y ellas y yo solo estoy ahí para servir.

Finalmente, cuando me encaro a una mediación, siempre pienso que no tengo absolutamente nada que perder sino mucho que aprender: de mis clientes, de la propia situación, de la vida, de mí misma... Y con eso me sacudo de alguna manera el miedo a hacerlo mal porque la peor consecuencia de hacerlo mal es que, gracias a eso, aprenderé a hacerlo mejor. De hecho, cuando me llama algún cliente o clienta, en el ámbito que sea, lo primero que pienso es “a ver qué me traerá esto, qué voy a ver, a entender o a aprender con esto”. Ni se me pasa por la imaginación pensar si el tema será muy difícil o si sabré resolverlo. Para nada. Y siempre hay algo que ver, que entender y que aprender. Mis clientes y clientas forman parte de mi proceso de aprendizaje en la vida y están ahí para enseñarme. Y así, en esa interacción en la que yo aprendo de ellos y ellos aprenden de mí (siempre es recíproco), ambos crecemos y avanzamos hasta donde sea posible.

La actitud durante la sesión

Y con esto llegamos ya a la actitud durante la sesión. Y las claves de esa actitud, según mi criterio, se podrían resumir en dos puntos.

En primer lugar, como no sé con lo que me voy a encontrar, mi actitud debe ser totalmente receptiva, sin ideas preconcebidas, sin planes, sin estrategia. Aunque me hayan derivado la mediación judicialmente y me hayan explicado el caso, aunque las propias personas interesadas me hayan explicado por teléfono cuál es el problema, yo empiezo siempre de cero, sin ningún tipo de planificación. Y a partir de ahí, estoy presente para ellas, escucho y confío: por una parte, confío en que ellas, como dueñas del proceso, son las que mejor saben lo que necesitan y ya me irán dando pistas sobre cómo conducirlo y, por otra parte, confío en que tengo los recursos y los conocimientos suficientes para gestionar lo que vaya surgiendo. Y no pienso si ahora toca una pregunta circular o si es mejor reflejar o sintetizar, simplemente confío en que sé cosas (aunque no lo sepa todo) y en que, cuando sea necesario, saldrán. Y me relajo, y desde esa relajación puedo estar totalmente presente para ellas. Si mientras ellas hablan, yo estoy preocupada en lo siguiente que voy a decir, pierdo la conexión con ellas y conmigo misma. Mediar o trabajar como consteladora significa improvisar continuamente y, para eso, necesito estar muy atenta a ellas y a mí misma. Y, claro, eso implica muchas veces saber esperar, no tener prisa y no ponerme nerviosa si no sucede nada o si suceden tantas cosas que no sé cómo abordarlas. Yo estoy ahí para ellas y sostengo el proceso sin presión ni estrés porque solo así puedo escuchar mi interior, que es el que sabe perfectamente cuándo debo intervenir y cómo.

Y vaya este ejemplo como una pequeña muestra de lo que acabo de exponer. Hace unos días, en una sesión de mediación, las partes se encontraban totalmente enrocadas en sus posiciones, no había manera de avanzar. Yo estaba escuchándolas discutir, empezando a considerar incluso la posibilidad de cerrar la sesión cuando, de pronto, me escuché a mí misma diciendo en voz alta: “Me gustaría hablar con cada uno de vosotros por separado 10 minutos, ¿os parece bien?” Y digo que me escuché a mí misma porque esta es una práctica que yo no suelo hacer, y menos aún en medio de la sesión, así que estaba como desdoblada entre una parte mía que me andaba diciendo: “pero qué haces, si así no es como trabajas, si no va a servir de nada…” Y la otra que se había adelantado a pedir algo ciertamente inusual. Pero como ya lo había verbalizado, seguí adelante con ello. Pues gracias a ese movimiento, se desbloqueó la sesión y pudimos seguir trabajando. Y explico esto porque, si yo hubiese planificado una estrategia, es muy poco probable que hubiera considerado una interrupción en medio de una sesión, sencillamente porque no es lo que suelo hacer. Sin embargo, para mi propia sorpresa, eso fue lo que salió, desde el vacío, desde la presencia, desde la escucha y desde la confianza. La magia solo se puede dar cuando generamos el espacio y ese espacio solo podemos generarlo cuando nos entregamos y confiamos.

La segunda cuestión fundamental en la sesión es sentir un profundo respeto por las partes, sean como sean, hagan lo que hagan, digan lo que digan. Y para ello es importante conocer un poquito más a fondo cómo funcionamos las personas, porque así nos damos cuenta de que, en realidad, en la vida hacemos siempre lo que podemos y lo mejor que sabemos. Por ejemplo, un padre que le da una pequeña bofetada a su hijo porque ha salido corriendo con el semáforo en rojo está haciendo en ese momento lo único que sabe y que puede. Y yo no me planteo si está bien o mal lo que hace, en mi “actitud mediadora” yo me planteo simplemente qué le debe de estar pasando, cómo se debe de estar sintiendo: quizás tenga mucha rabia porque se lo hace diez veces al día y probablemente tenga mucho miedo porque sienta que la vida de su hijo corre peligro. Y me quedo con eso y no valoro ni juzgo la acción porque a lo mejor ese padre ha sido educado así o a lo mejor está cansado de decírselo por las buenas y piensa que ese es el único recurso que le queda y, en definitiva, está en juego la vida de su hijo, quién sabe el porqué. Y quizás a mí no me guste porque yo tengo otros criterios, porque me han educado de otro modo o sencillamente porque mis hijos no me lo han hecho nunca y no puedo saber lo que se siente, pero lo que es fundamental es ser muy consciente de que lo que yo piense no importa en absoluto, lo importante es que yo sepa que hay motivos para que él actúe de ese modo, y buscarlos. Posiblemente captar el miedo que ha sentido el padre en ese momento nos ayude a entender la situación, a respetarlo y a no juzgarlo, aunque pensemos que actuaríamos de otro modo, pero si no consigo entender lo que lo mueve porque me falta información o porque no sé verlo, entonces hago un esfuerzo aún mayor y lo respeto de todos modos porque sé con total certeza que las cosas siempre, siempre, siempre, las hacemos por algo.

Por tanto, ir un poco más allá y saber y entender por qué cada persona actúa de una manera y no de otra, es básico en nuestra profesión, muy especialmente de cara a conseguir la tan codiciada “imparcialidad”. En realidad, si yo respeto profundamente a las partes, la imparcialidad ya no me preocupa en absoluto, aunque me sienta más cercana a la manera de actuar de una de ellas.

Y, por supuesto, durante la sesión no olvido en ningún momento mi actitud de servicio: me sitúo internamente en ese segundo plano y así no tengo la tentación de pensar que soy importante para el proceso.

A partir de ahí, si utilizo el humor o no lo utilizo, si soy más o menos cercana, si dejo o no dejo que alcen la voz, etc., eso ya depende de la manera de ser de cada profesional, de nuestras propias limitaciones y de las circunstancias, y seguramente irá cambiando con la experiencia, pero el respeto, la presencia y la actitud de servicio no pueden faltar en ningún caso.

¿Cómo?

Y, claro, ¿cómo se consigue todo esto?

Pues, para empezar, con mucha calma, poco a poco, es un proceso que hay que disfrutar. No va de hacer un intensivo de tres meses sobre actitud y listos. Quizás también esté bien ir al intensivo, pero, sobre todo, de lo que se trata es de observarse, de disfrutar con los avances y de aprender de los supuestos errores que, en realidad, nunca lo son porque son simplemente fases del proceso de aprendizaje.

Pero, a efectos prácticos, desgraciadamente no es habitual recibir formación sobre cómo trabajar la actitud y se suele dejar al criterio y a la voluntad de cada cual.

En mi caso particular puedo decir que utilizo, practico e intento perfeccionar algunas herramientas que hace años que conozco y que me resultan muy útiles para dar fuerza a esa actitud y a esa mirada.

En primer lugar, por ejemplo, la meditación me ayuda a fortalecer la presencia. En mi caso era una asignatura pendiente porque lo intentaba y lo intentaba y no había manera de conseguirlo hasta que di con una modalidad más adecuada para mí. Hay personas que tienen la capacidad (admirable, desde mi punto de vista) de sentarse en silencio y meditar, sin más. Otras, como es mi caso, necesitamos un poquito más de acción y existen algunos tipos de meditación que prevén una pequeña etapa de movimiento seguida de unos minutos de quietud. Hay muchas técnicas de meditación y cada persona debe escoger la que más le encaje, pero, si no queremos entrar en técnicas, simplemente cocinar, limpiar o pasear con la atención puesta en lo que hacemos, es más que suficiente. Se trata simplemente de conseguir estar pendiente de lo que está pasando, de lo que estoy haciendo: cocino disfrutando con lo que hago, concentrada en los ingredientes, en los olores y sabores, pendiente exclusivamente de eso y sin pensar si debería estar lavando o preparando un informe o haciendo los deberes con mis hijos. Solo cocino. Y cocinar solo es un ejemplo. Esta mañana, sin ir más lejos, estaba en el gimnasio un rato, en una máquina, y me había propuesto trabajar media horita. Y a mí no me gusta escuchar música ni mirar pantallas en el gimnasio, así que simplemente miraba la sala, me fijaba en cómo se sentían mis piernas y, en un momento dado, he recordado una bonita meditación que me enseñaron hace unas semanas en Montserrat y me la he ido repitiendo. Luego he subido a la piscina y me he sentado en el borde a ver el agua y los niños jugando y bañándose, sin hacer nada, solo sintiendo el agua y viendo a los niños jugar. Y me he sentido absolutamente privilegiada de poder disfrutar de esa horita antes de volver al trabajo. Y he vuelto de otra manera, completamente en paz. Hacer cosas así en la vida diaria es un entrenamiento perfecto para aprender a mantenerse presente en las sesiones de trabajo.

Además, desde hace ya algunos años estudio Astrología, y la Astrología es una bonita disciplina que, entre otras muchas cosas, muestra muy claramente que cada uno de nosotros ve la vida a través de sus propios filtros, que no hay una única realidad, que no hay una verdad, que lo único que hay son infinitas maneras de ver y entender la realidad. Y eso a mí me centra muchísimo y le da mucha fuerza a mi mirada.

Y, por supuesto, la sistémica. Hace muchos años que me formo y me ejercito en el trabajo sistémico y ello me ha permitido ver que, detrás de cada cosa que hacemos o de cómo somos, siempre hay una razón que muchas veces es sistémica y que, por tanto, ni siquiera podemos conocer y controlar. Eso me ayuda a entender y a respetar a las personas, a no pensar quién tiene razón ni a plantearme la vida en términos de buenos y malos, porque todos nosotros tenemos buenas razones para ser como somos y actuar como actuamos. Y, junto con el trabajo sistémico, los conocimientos de psicología y de terapias diversas me permiten entender mejor a las personas y me enseñan también recursos muy efectivos para aplicar en mis sesiones.

Pero me gustaría profundizar un poco más en cómo esa mirada sistémica ayuda muchísimo en este trabajo, dando solo unas pequeñas pinceladas sobre cómo podemos trasladar los órdenes del amor a esta o a cualquier otra profesión de ayuda. Alguna de las ideas ya se han ido apuntando a lo largo del texto pero, aun así, me gustaría recogerlo aquí más específicamente.

Veamos, pues, qué pasa con la pertenencia, la jerarquía y el equilibrio entre el dar y el recibir en relación a las y los profesionales de la ayuda. Y voy a empezar por el equilibro porque es ese equilibrio el que me permite pensar que, cuando me encuentro en una sesión de mediación, no hay alguien que da y otro alguien que recibe sino que hay dos partes (clientes / profesionales) que dan y que reciben. Y eso me ayuda a situarme en esa posición humilde y de estar al servicio de la que hablaba anteriormente. Mis clientes y clientas me pagan, por supuesto, pero no solo eso: ellos y ellas me aportan sabiduría, experiencia de vida y aprendizaje. Y yo, a cambio, les doy mi tiempo, les ofrezco mis herramientas y les aporto también mi sabiduría, mi experiencia de vida, y aprendizaje. Simplificando un poco, se podría decir que yo lo vivo como en dos niveles: por una parte, su dinero paga mi tiempo y ahí ya se establece un primer equilibrio. Pero eso no es lo más importante, para mí lo más importante es lo que aprenden ellos de mí y yo de ellos, y la manera como avanzamos juntos. Y eso es muy diferente a pensar que el equilibrio se produce entre su dinero y mi “sabiduría”. La sabiduría es exactamente la misma en ellos y en mí, se manifieste como se manifieste. Ellos y ellas me enseñan a mí y yo, estando a su servicio, les enseño también, y así crecemos. Y cuántas y cuántas veces al final de un trabajo nos queda la sensación de que, en realidad, hemos obtenido mucho más nosotros de nuestros clientes y clientas que ellos y ellas de nosotros.

En segundo lugar tenemos la jerarquía. Pero ¿qué jerarquía? ¿Quién es más que quién en una relación profesional? ¿Quién llegó antes? Por supuesto, nadie llegó antes y nadie es más que nadie. Así que lo que hago, para no correr el riesgo de situarme donde no me corresponde, es visualizarlos a ellos con sus familias, con sus padres, sus abuelos, sus ancestros, y los veo completos, como adultos, con toda la fuerza de su sistema que los apoya y bendice. Y yo también me coloco a mi propio sistema detrás: mis padres, mis abuelos y mis ancestros, todos sosteniéndome y aportándome su amor y su sabiduría. Y desde ahí, ellos con toda su fuerza y yo con toda mi fuerza, nos podemos mirar desde un buen lugar, de adulto a adulto, de adulta a adulta, y aprendemos y avanzamos. Así que, en realidad, en una sesión de mediación nunca estamos solos los clientes y los profesionales, están sus sistemas y está el nuestro también porque, cuando estamos trabajando con un conflicto ajeno, en realidad estamos resolviendo conflictos propios, siempre es así. Y situarme en un buen lugar no solo me permite ayudarlos a ellos sino que me permite ayudarme a mí misma. Ocurre con muchísima frecuencia que tengo un conflicto con mi hermano y todas las mediaciones que llegan son sobre hermanos, y tengo un conflicto con mis hijos, y todos los casos que llegan implican hijos. Y claro que es así, no puede ser de otra manera porque nuestros procesos de crecimiento y aprendizaje se realizan en gran medida a través de nuestras profesiones, de manera que, cuando estamos trabajando supuestamente para los demás, en realidad estamos trabajando para nosotros mismos. Así que coloco a su sistema y coloco a mi sistema para que, en esa interacción, pueda haber sanación, de lo que sea, al nivel que sea.

¿Y qué ocurre con la pertenencia? Evidentemente no me atrevería a decir que en todos, pero seguro que en un número muy elevado de conflictos se manifiesta alguna exclusión. De entrada, en un conflicto cualquiera entre dos personas, ambas se están excluyendo mutuamente, así que ¿cuál sería mi función como abogada o como mediadora o como terapeuta con mirada sistémica? Para empezar, cada vez que una de las partes habla de la otra, yo incluyo a esa otra parte en mi corazón y, aunque sus posiciones estén muy lejos, yo las mantengo unidas en mí de modo que, cuando están criticando o juzgando a la otra parte, esa inclusión les pueda llegar de algún modo. Incluso, lejos de darles la razón, les manifiesto mi empatía, por supuesto, pero inmediatamente les muestro cuál puede ser la visión o los sentimientos de la persona con la que están en conflicto. Pero siempre, más allá de los argumentos verbales, las mantengo unidas en mi corazón porque mi función es unir, no separar aún más. Y a partir de ahí, si mis conocimientos y los hechos que exponen me permiten verlo, puedo además trabajar con alguna exclusión que sea clara pero, de entrada, no permito que ellas se excluyan, así que internamente las mantengo unidas todo el tiempo. En la mediación a la que me refería anteriormente, en esos diez minutitos con cada uno, pude ver inmediatamente que la vida de ella, la madre, había sido muy difícil y que no quería que sus hijas pasaran por lo mismo, así que, como las niñas manifestaban que querían estar con ella, aun arriesgándose a perderlo todo, decía: “Quizás lo pierda, pero al menos lo habré hecho todo por ellas”. Y él, el padre, en ese ratito me dijo: “Mi padre me abandonó cuando tenía tres años y no he sabido nunca nada más de él, y a mis hijas no les va a pasar lo mismo, no me voy a permitir perderlas”. En este caso los excluidos rápidamente saltaban a la vista y se podía hacer un bonito trabajo de constelación (de hecho, lo hicimos), pero, si no soy capaz de verlo, al menos las incluyo a ellas, a las partes en conflicto, y ya dará su fruto en algún momento. No sabemos nunca cómo la vida va a mover los hilos, así que no importa si no lo acaban de resolver ahora, yo me conformo con haber hecho lo mejor que sabía y haber colocado una semillita. Quizás más adelante, quizás cuando llegue el momento adecuado en el proceso del conflicto, esa semillita se convierta en una bonita flor.

Y todo esto es lo que me sirve a mí. Son herramientas que he ido encontrando por el camino, que me han fascinado y que me resultan muy útiles, pero lo cierto es que nunca me las planteé como estrategia ni las planifiqué, simplemente seguí mi impulso y fui haciendo y estudiando a cada momento lo que me apetecía y llamaba mi atención. Y al final todo se ha encajado perfectamente. En realidad, al final todo siempre acaba encajando porque, cuando decidimos cuál va a ser nuestra mirada, la vida ya se encarga de aportarnos las herramientas adecuadas y necesarias para que la podamos sostener. Se trata, simplemente, de decidir cómo queremos mirar.

La buena práctica en las constelaciones sistémicas

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