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Valencia, Aviñón y entre medio

Que Vicente Ferrer naciera en 1350 es probable, pero no del todo seguro. En 1357 se dijo de él que «ahora» –con el «ahora» haciendo pensar en un hecho reciente– tiene tonsura clerical; para recibir la tonsura debía tener 7 años. El primer momento en que aparece como miembro de la orden de los predicadores, la orden religiosa fundada por Domingo de Guzmán a comienzos del siglo XIII, es en 1368, una fecha que cuadra bien con una fecha de nacimiento datada en 1350. Las constituciones de la orden dominica exigían a los nuevos hermanos tener al menos 18 años, aunque el cumplimiento del requisito de edad nunca fue total y se volvió cada vez más difícil tras la Peste Negra de 1347-1351, cuando las muertes de tantos frailes crearon vacantes que los dominicos se tuvieron que esforzar por cubrir.1 Vicente nació sin duda en la ciudad de Valencia, situada en la costa oriental de España; sus principales oficiales municipales, los jurats, se referían a Vicente en 1387 como «natural d’aquesta ciutat».2 La ciudad de Valencia era la capital del Reino de Valencia. Dicho reino, el Principado de Cataluña, el Reino de Aragón y otros reinos y territorios conformaban la Corona de Aragón medieval. El rey Jaime I de Aragón había tomado la ciudad de Valencia en 1238, acabando con cerca de quinientos años de dominio musulmán casi continuo, y completó la conquista del Reino de Valencia en 1245.

El padre de Vicente fue un notario llamado Guillem, tal y como recordaba un mercader valenciano que testificó en Nápoles en la encuesta para la canonización del propio Vicente. Guillem, Vicente y su hermano Bonifacio aparecen en una serie de documentos de las décadas de 1350, 1360 y 1370 pertenecientes a beneficios obtenidos por miembros de la familia Ferrer.3 Vicente convenció a Bonifacio para convertirse en monje cartujo –y acabaría siendo jefe de la orden de los cartujos– tras la muerte de su esposa –como recordaba el hermano cartujo Jean Placentis, cuyo camino se había cruzado con el de Vicente en más de una ocasión y en la encuesta de canonización realizada en Bretaña mostró un considerable conocimiento de la carrera del predicador–.4 Placentis también conoció al hermano mayor de Vicente, Pere, casado, mientras que un canónigo agustino valenciano conoció a una de las hermanas de Vicente, llamada Agnés.5 En total, parece que Vicente tuvo siete hermanos. Predicando en Chinchilla en 1411, habló de un hombre valenciano y su esposa –aparentemente sus padres– que tuvieron ocho hijos, cinco de los cuales habían muerto ya en aquella fecha y estaban, según contó a sus oyentes, en el cielo, donde seguro que terminarían también los tres que seguían vivos.6

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De las experiencias vitales de Vicente antes de entrar en la orden dominica no hay información directa y fiable. Pero crecer en la Valencia de 1350 y 1360 no debió de ser fácil. Al notar tristemente la despoblación de su ciudad y su reino en la década de 1370, los valencianos culpaban a las guerras y la peste.7

La Peste Negra golpeó Valencia en mayo de 1348. Dicho año miles de valencianos murieron en sus camas o dondequiera que estuvieran, en ocasiones con los cuerpos repletos de la glànola –el nodo linfático hinchado, o bubón, que acompañaba a la peste bubónica–.8 Temiendo la propagación de la enfermedad, el Gobierno municipal de Valencia pagó carreteros a principios de junio para sacar fuera de la ciudad los cuerpos de los muertos y moribundos. A finales de aquel mes los valencianos acudieron en manada a los notarios para dictar testamento y, los que pudieron, huyeron de la ciudad.9 Los cronistas sugieren que la cifra de muertos alcanzó los 300 cada día.10 Julio fue igual de malo que junio; murió tanta gente junto a sus herederos que Valencia quedó repleta de bienes y propiedades sin dueño. Los oficiales municipales se dispusieron a asegurar dichas propiedades, por temor a que se perdieran.11 A mediados de agosto, por el momento, lo peor había pasado.12 Se desconoce hasta qué punto afectó la peste a Valencia en 1349, 1350 y 1351, años en que asoló la mayor parte de Europa, pero la ciudad habría sido excepcional y afortunada en caso de no haber sufrido la epidemia de una manera similar durante aquel periodo. Si Vicente nació en 1350, llegó al mundo en medio del acontecimiento más letal de la Europa medieval.

No hay forma de conocer exactamente cuántos valencianos murieron durante la Peste Negra. No obstante, algunas piezas dispersas de información indican la magnitud de las pérdidas. Al menos la mitad de las parroquias de Valencia perdieron a su párroco durante la peste. Cuando murió el párroco titular de la parroquia de San Esteban, fue sustituido; cuando murió el sustituto, el sustituto fue sustituido; cuando murió el sustituto del sustituto, también fue sustituido, y entonces murió igualmente el cuarto titular –todo ello durante 1348–.13 Estimaciones razonables de la población de Valencia en 1355, generadas a partir de listas fiscales de aquel año, la sitúan entre los 21.000 y los 28.000 habitantes; unos pocos años antes habría habido sustancialmente menos habitantes, dado que la migración desde el campo ya había compensado algunas pérdidas.14 Pero no hay documentos valencianos con los que aventurar una estimación razonable de la población en 1347, antes de que golpeara la peste.

Los que sobrevivieron a la mortandad reconocieron que su mundo había cambiado. En 1349 los jurats de Valencia recomendaron al consejo de la ciudad, el Consell, que aumentara el salario de su notario y escribano, Pere Rovira, de 60 a 75 libras, porque el propio Pere no podía pagar los salarios más elevados que ahora exigían sus ayudantes y sirvientes, dada la escasez de mano de obra. Aunque el nuevo salario era «mucho mayor de lo que han acostumbrado a pagar», los jurats de Valencia advertían «que la presente época no se parece al pasado» y que aquella práctica del pasado era de poca utilidad para los que vivían en un presente claramente diferente e inimaginado.15

Para diferenciar la Peste Negra de 1348 de episodios anteriores de alta mortalidad, los supervivientes la llamaron la gran mortaldat, es decir, la Gran Mortandad. La peste regresó una y otra vez durante los siglos XIV y XV. Al hacerlo, la Gran Mortandad pasó a ser recordada como la Mayor Mortandad y los brotes posteriores se fueron numerando; la segona, la terça, la quarta, la quinta y la sisena mortaldat siguieron a la gran mortaldat hasta 1401. La peste, obviamente, no fue la responsable de todas las fatalidades de aquellos sucesivos brotes, pero las referencias a los bubones son lo suficientemente frecuentes como para indicar que la peste bubónica continuaba trabajando.16 La Segunda Mortandad golpeó en 1362, viajando de norte a sur a través de Cataluña y el Reino de Valencia; como la Gran Mortandad de 1348, duró cerca de tres meses, comenzando ya a finales de abril, más que en mayo, y provocando de nuevo huidas de la ciudad. Especialmente letal para los niños, la Segunda Mortandad también fue conocida como la mortaldat dels infants.17 La Tercera Mortandad golpeó Valencia en octubre de 1374, tras tres años angustiosos en los que la peste estuvo activa en otras zonas de la Corona de Aragón (especialmente en Cataluña) pero no en Valencia, que había controlado la situación. Durante el invierno de 1374-1375, los magistrados de la ciudad tenían la esperanza de que el creciente número de muertos no reflejara más que unas recurrentes malalties e morts como las anteriores a la peste, pero para febrero de 1375 estaban convencidos de que Valencia se enfrentaba sin duda a una mortaldat general. En abril de 1375 los jurats –dos de los seis acababan de morir– observaron que la cifra de muertos estaba «creciendo terriblemente». Por junio los jurats admitieron que aquella Tercera Mortandad no había obviado en absoluto a Valencia e indicaron que el nuevo brote se mostraba especialmente mortal con los niños otra vez.18 Los documentos del Hospital d’En Clapers de Valencia, una institución caritativa, permiten vislumbrar las tasas de mortalidad que impresionaron a los jurats. En un año habitual morían de diez a veinte de los residentes del hospital, pero en mayo y junio de 1375, en el tramo final de la Tercera Mortandad, murieron casi 60 residentes durante un periodo de dos meses.19 Un brote de peste de junio a agosto de 1380 no fue lo suficientemente grave como para ser incluido dentro de las mortandades numeradas, pero la Cuarta Mortandad fue de noviembre de 1384 a julio o agosto de 1385, la Quinta Mortandad de marzo de 1395 a septiembre de 1395, y aún siguieron más brotes en 1401, 1403 –posiblemente una continuación del brote de 1401–, 1410-1411 y 1414.20 La peste, el recuerdo del último brote y el temor del próximo fueron siempre los compañeros de Vicente y sus acompañantes. Era uno de los peligros de los que algunos querían que Vicente los librara.

Valencia respondió mediante formas que en ocasiones eran tradicionales y en otras ocasiones nuevas, pero siempre ineficaces. La más tradicional de las respuestas era celebrar procesiones religiosas pensadas para aplacar la ira de Dios, la fuente principal de la peste. Una vez que aquella ira se aquietara, acabaría el sufrimiento. El Gobierno de Valencia organizó procesiones penitenciales de forma casi rutinaria, exhortando a los participantes a confesar sus pecados de antemano, a vestir apropiadamente con ropas de duelo, a portar velas y a ayunar. Las procesiones se desplazaban desde la catedral de Valencia a alguna de las casas religiosas de la ciudad, donde los sacerdotes oficiaban misa y predicaban, tras lo cual las procesiones regresaban a su punto de partida.21 Cuando la plaga llegaba pese a dichas procesiones, Valencia celebraba su fin aún con más procesiones.22

La ciudad también contrató a médicos municipales para atender a los enfermos, como, por ejemplo, en 1362, quizá en previsión de la Segunda Mortandad, que entonces se abría paso hacia Valencia. Pero recurrir a ellos fue de poca ayuda, ya que los médicos no podían ni siquiera salvarse a sí mismos y, por lo tanto, mucho menos a los demás. Murieron tantos médicos y apotecarios en el brote inicial de 1348, reemplazados por gente de dudosa o desconocida cualificación, que el Consell de Valencia intervino, examinando a todos los nuevos médicos y apotecarios antes de permitir que continuaran con sus prácticas. Que en ocasiones los médicos valencianos cogieran a sus familias y huyeran cuando estallaba la peste, como ocurrió en 1401 durante la Sexta Mortandad, no podía inspirar mucha confianza en sus servicios.23

Una respuesta más novedosa, y con consecuencias, fue el pogromo contra los judíos de Valencia que tuvo lugar en 1348, al parecer una reacción instintiva ante la primera aparición de la peste, ya que durante las posteriores mortandades no hubo más pogromos en Valencia. Los arqueólogos han localizado y excavado una fosa común del siglo XIV ubicada dentro del cementerio judío de Valencia. Las posiciones irregulares de los cuerpos indican un entierro apresurado e improvisado antes de que apareciera el rigor mortis. La desigual distribución de los cuarenta cuerpos por sexo y edad hace pensar en muertes no naturales –entre aquellos cuyo sexo puede determinarse, los hombres superan a las mujeres en una proporción de más de dos a uno y la mayor parte eran adultos de mediana edad, entre 20 y 49 años–, como ocurre también con la gran cantidad de cráneos rotos y hechos pedazos que se encuentran entre los enterrados en la fosa. Cerca de un tercio de los cuerpos tienen cráneos y otros huesos rotos antes de morir por golpes recibidos desde arriba. La identidad exacta de los enterrados se desconoce, pero lo más probable es que fueran víctimas del pogromo de 1348.24

Los que participaron en el pogromo de Valencia aquel año y en otros pogromos de toda la Corona de Aragón parecen haber considerado los ataques como actos expiatorios y sacrificatorios que aplacarían la ira de Dios, más que como actos preventivos o vengativos que surgieran de los temores de un envenenamiento masivo.25 Dos o tres años después del pogromo de 1348, el obispo de Valencia –entre otros– afirmó que la proximidad física de los judíos y los musulmanes a los cristianos que vivían cerca o incluso dentro de los barrios musulmán y judío de Valencia, y los pecados que surgían de dicha proximidad, habían enfurecido a Dios y llevado la peste a la ciudad. Apelaron al Consell de Valencia para separar a los cristianos de los judíos y los musulmanes.26 Pero el obispo predicaba a los convencidos, puesto que el Consell de Valencia ya había ordenado en 1349 a los cristianos salir de dichos barrios.27 Más tarde, Valencia trató de mantener a raya la peste separando a los pecadores cristianos de la ciudad. En los tensos años de 1371 y 1372, cuando la peste estaba cerca de Valencia, y de nuevo en 1395, cuando la acababa de golpear, la ciudad reunió y exilió a los jugadores, las prostitutas y otras personas como chulos y proxenetas involucrados en el comercio sexual.28

La peste, no obstante, continuó regresando. Incapaces de ponerse a salvo, los valencianos se esforzaron por conseguir la rápida entrada en el cielo de los que ya habían perecido y de los que lo harían pronto. Ello significaba asegurar indulgencias, especialmente las plenarias que perdonaran todas las penalidades temporales debidas al pecado (penitencia en este mundo, el purgatorio en el siguiente). Durante la Segunda Mortandad de 1362 Valencia pagó a un emisario para viajar a Aviñón y obtener del papa una indulgencia para todos los muertos por la plaga en la diócesis valentina. En 1370 llegaron noticias de que la peste había golpeado en Barcelona y otras partes de Cataluña al Consell de Valencia, que a su vez solicitó al papa una nueva indulgencia que incluyera a todos los que se esperaba que murieran en Valencia durante los siguientes uno o dos años. Valencia escapó de la peste en 1370, 1371 y 1372, pero no en 1373, de manera que la ciudad continuó obteniendo indulgencias para los que perecían, como una en 1375 que incluía las muertes que tuvieran lugar durante un periodo de tres meses –un periodo de tiempo demasiado corto, según se quejaban los jurats, que pidieron que se ampliara a seis meses–.29

Una guerra entre la Corona de Aragón y la vecina Castilla coincidió con la peste y agravó el sufrimiento de Valencia durante aquellas décadas: la guerra de los Dos Pedros, que toma su nombre de los reyes beligerantes. A finales de verano de 1356, Castilla atacó la Corona de Aragón.30 La guerra de los Dos Pedros se pareció en muchos aspectos a la más famosa guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, con la que se entrecruzó en ocasiones. Fue un conflicto intermitente, en que los periodos de intensa lucha se alternaron con largos periodos de tregua inquieta (uno desde la primavera de 1357 a la primavera de 1358, otro en la primavera de 1361 y otro de julio a diciembre de 1363), negociados por un legado papal enviado para evitar que dos reinos cristianos se destrozaran el uno al otro. Ambos bandos emplearon mercenarios extranjeros con propensión a la violencia contra las poblaciones civiles locales.31 Durante la guerra de los Dos Pedros se produjeron numerosos ataques relámpago contra un mundo rural indefenso. Los atacantes devastaron cosechas, ganado, árboles, edificios y personas, con el fin de destruir la voluntad de resistir del enemigo.32 Lo peor llegó entre 1361 y 1364, cuando las fuerzas castellanas invadieron la mitad sur del Reino de Valencia; en diciembre de 1363 iniciaron un infructuoso asedio de la ciudad de Valencia que duró cuatro meses.33 Las invasiones castellanas desataron una oleada de refugiados que huían de las áreas afectadas, llevando consigo hambrunas. Incluso existen informaciones creíbles de canibalismo.34

Militarmente, Castilla era más poderosa que la Corona de Aragón, pero el rey Pedro IV de Aragón logró obtener la delantera política sobre Pedro I de Castilla, gracias al espectacular éxito de una de sus tramas contra el monarca castellano. Cuando estalló la guerra de los Dos Pedros, el hermanastro de Pedro I, el conde Enrique de Trastámara, se encontraba en Francia, exiliado de Castilla y con las miras puestas en el trono. El rey de Aragón estableció contacto con Enrique y le animó a regresar a Castilla, donde su presencia lograría –o eso esperaba el monarca aragonés– distraer a Pedro I y debilitar el esfuerzo bélico castellano.35 Así, en marzo de 1363, durante un periodo de éxitos militares castellanos, Pedro IV de Aragón reconoció el derecho de Enrique al trono de Castilla.36 Desde otoño de 1365 y durante el invierno de 1366 Enrique derrotó a su hermanastro de una manera tan absoluta que lo acabó derrocando del trono, siendo el propio Enrique coronado como rey de Castilla en marzo de 1366. Aunque no capturó y liquidó a su contrincante hasta 1369, el control castellano sobre las regiones ocupadas en Valencia se desvaneció con el cambio de dinastía.37 El ascenso de los Trastámara en Castilla complicaría la historia dinástica interna de la Corona de Aragón –y con ello también la vida de Vicente–. Pero en la década de 1360 aquella complicación posterior quedaba todavía lejos.

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En 1368 Vicente había ingresado en la orden dominica y progresaba a través de su sistema de enseñanza. En 1366 el maestro general de la orden estableció directrices para los colegios de la provincia de Aragón, a la que pertenecía Vicente. Todos los que se unieran a los dominicos debían tener un conocimiento de gramática latina tan absoluto que, al entrar en la orden, pasarían inmediatamente al estudio de la lógica y después al de la «filosofía natural» (que en aquel contexto era más o menos la lógica, aunque con otro nombre). Después de dominar dichos campos, los frailes de Cataluña marchaban a Lérida para realizar dos años de estudios teológicos, tras los que enseñaban filosofía natural en los prioratos de la orden; entonces los mejores iban a Barcelona para realizar más estudios teológicos. Tras completarlos en Barcelona, los frailes podían enseñar teología en la provincia o estudiar en un studium generale fuera de ella. De los centros extranjeros el de París era el más prestigioso –el maestro general ordenó que solo los que hubiesen estudiado en París podían enseñar en Barcelona las Sentencias de Pietro Lombardo, que eran el manual esencial de estudio teológico (aunque a falta de un académico educado en París, podía ser sustituido por otro teólogo)–. En cuanto a los frailes de Aragón y Navarra, seguían la misma progresión de materias, pero llevaban a cabo sus estudios teológicos en Zaragoza en vez de Lérida y Barcelona.38

Las directrices dictadas por el maestro general se correspondían aproximadamente con la organización de las escuelas dominicas de la provincia de Aragón. La principal divergencia era la relativa a la gramática. Reclutar frailes que supieran suficiente gramática latina para saltar directamente a la lógica no parecía posible; cuando el capítulo provincial de cada año asignaba estudiantes a diferentes prioratos, a la mayoría de casas se les asignaban estudiantes para estudiar gramática. La formación insuficiente en gramática era un problema antes de la Peste Negra, pero tras ella se convirtió en un problema todavía mayor, al introducir nuevos frailes para remplazar a los muertos. En 1350 los estudiantes asignados a estudiar lógica superaban a los asignados a estudiar gramática, como había sido casi siempre el caso con anterioridad; pero en 1351, 1352 y 1353 los estudiantes asignados a estudiar gramática superaban a los asignados a estudiar lógica, y el capítulo provincial de 1371 asignó a casi uno de cada tres estudiantes al estudio de la gramática.39

El capítulo provincial de 1368 asignó a Vicente al priorato de Barcelona para estudiar lógica, mientras que el capítulo provincial de 1369 le asignó al studium naturarum de la orden en Lérida.40 Las actas del capítulo provincial de 1370 no mencionan a Vicente, pero el capítulo de 1371 le asignó a Lérida como maestro de lógica.41 Vicente volvería después a convertirse en estudiante, asignado por el capítulo provincial de 1372 al studium generale de la orden en Barcelona, para estudiar la Biblia, y asignado de nuevo a Barcelona por el mismo motivo en 1373.42 Regresó a Valencia en 1376, cuando sirvió como testigo de una sentencia arbitral dictada por su hermano Bonifacio y puesta por escrito por su padre Guillem.43 El capítulo provincial de 1376 asignó a Vicente al studium generale dominico de Toulouse.44 Se desconoce cuándo regresó a la Corona de Aragón, pero para 1389 ostentaba ya el título de maestro en teología.45

Lo más probable es que fuera durante su periodo de enseñanza en Lérida en 1371 y 1372 cuando Vicente compuso dos tratados, la Questio de unitate universalis y el Tractatus de suppositionibus, ambos sobre cuestiones del campo de la lógica. Vicente definió la materia de la lógica como «el propósito de actos del intelecto». Es decir, los lógicos no debían preocuparse de la gramática y la sintaxis de cualquier oración concreta ni de los procesos mentales que dan origen al pensamiento, sino más bien de la conexión entre las dos y del grado en que las palabras expresan lo que la mente quiere que expresen, lo que Vicente llamaba el intellectus.46 Como artifex intellectualis, el lógico analizaba, según la formulación de John Trentman, «proposiciones desconcertantes en relación con su intellectus» o, dicho de forma más elaborada, desempeñaba «un papel activo en reconstruir proposiciones cuya gramática o expresión lingüística conducían a rompecabezas y dificultades en relación con el intellectus que pudieran expresar».47 Al definir la lógica de dicho modo, Vicente rechazaba cualquier intento de definir el objeto apropiado de estudio del lógico «como palabras o como procesos de pensamiento». Explícitamente, consideraba las primeras como tarea del gramático más que del lógico e, implícitamente, consideraba los segundos como la tarea de lo que podría llamarse la psicología.

Vicente definió el intellectus como una «propiedad de las proposiciones» y todas las proposiciones estaban formadas por términos.48 Los propios términos tenían diversas propiedades, incluyendo significación, una «propiedad psicológico-causal de un término... un término significa aquello en lo que hace pensar a una persona, de manera que, a diferencia del significado, la significación es una especie de la relación causal» o, dicho de otra forma, es «la presentación de una forma a la mente». Cuando uno ve u oye el término silla, y ver u oír la palabra hace que uno piense en una silla, es la propiedad significante del término silla la que hace que la mente piense en una silla.49 Otra propiedad de los términos es la suposición, que era el tema del Tractatus de suppositionibus de Vicente.

Como plantea Terence Parsons, «una palabra significativa (que significa) puede ser empleada en una proposición para representar algo o algunas cosas. Dicha “representación” es la relación medieval de la suppositio. La suposición es una relación que una palabra ya significante tiene dentro de una proposición».50 Y la existencia de múltiples tipos de suposición era uno de los pocos puntos en los que coincidían los lógicos medievales. Pero qué eran dichos tipos de suposición, qué era lo que dichos términos representaban y cómo dichos términos lo hacían ocasionó muchos debates.

Tómense, por ejemplo, las siguientes tres oraciones, que están entre los ejemplos del propio Vicente sobre cómo funciona la suposición: homo est animal; homo est species; homo est bisyllabum.51

En la primera oración, «[el o un] hombre es un animal», el término homo representa un hombre individual, como el propio Vicente. En la segunda oración, «el hombre es una especie», el término homo no representa a cada hombre individual, sino al hombre en general como un concepto o una forma –podría decirse de los hombres individuales que Vicente es un animal pero no que Vicente sea una especie–. En la tercera oración, «hombre/homo es bisílaba», el término homo no representa ni a cada hombre individual ni al hombre en general, sino una palabra de cuatro letras que tiene dos sílabas. En la teoría de la suposición medieval, la primera clase de suposición, en la que el término representa a un individuo, se conocía generalmente como suposición personal; la segunda clase de suposición, en la que el término representa un concepto o una forma, se conocía generalmente como suposición simple; mientras que la tercera clase de suposición, en la que el término representa una colección de letras que forman una palabra (es decir, cuando se representa a sí misma), se conocía generalmente como suposición material.52

La suposición personal tiene varios modos y «un modo de suposición es algo como una especie de estatus cuantificacional. Es un estatus que tiene un término en una proposición basado en dónde ocurre en la proposición y qué palabra cuantificadora se da con él».53 Los modos de suposición personal incluyen la suposición determinada, la suposición confusa y distributiva, y la suposición meramente confusa (la última de las cuales resuena sin duda en todos los que tratan de abordar la teoría de la suposición medieval). Algunos lógicos del siglo XIV argumentaban en contra de la existencia de una suposición simple; otros argumentaban que existían cuatro modos de suposición personal, y no tres; otros argumentaban que las suposiciones simple y material, al igual que la suposición personal, tenían varios modos que debían diferenciarse los unos de los otros.54 Puesto que Vicente sostenía que «existe una correspondencia entre la estructura lógica del pensamiento y la estructura del mundo», el problema de los universales, que son las formas o conceptos extralingüísticos significados por las palabras y cuya naturaleza y existencia provocaba tantos debates entre los escolásticos, figura tanto en su Tractatus de suppositionibus como en su Questio de unitate universalis, según indica su propio título.55

Vicente parece haber escrito el Tractatus de suppositionibus para rellenar un hueco en los escritos de su predecesor dominico, Tomás de Aquino, y para proporcionar una alternativa tomista a las ideas planteadas por Guillermo de Ockham y Walter Burley sobre la suposición y los universales.56 En las primeras líneas de su Tractatus de suppositionibus, Vicente rechaza de forma explícita la concepción de los universales tanto de Ockham como de Burley, atribuyendo a Ockham la consideración de que «lo universal no es de ninguna manera real» y a Burley la consideración de que «lo universal es una cosa real, independiente de cualquier acto mental» –en realidad, unas caracterizaciones bastante toscas de las posturas reales de Ockham y Burley sobre los universales–.57 De la misma forma que entendían mal la naturaleza de los universales, Ockham y Burley entendían también mal (según la estimación de Vicente) la suposición. La correcta comprensión tanto de los universales como de la suposición, de acuerdo con Vicente, solo podía lograrse adhiriéndose a las ideas de Aquino, que representan un camino intermedio entre las dos posturas extremas de Ockham y Burley. Lo universal existe, pero no tiene una existencia física separada, independiente de la mente. La definición de Aquino era también, según Vicente, la de San Alberto Magno, Boecio, Avicena y Averroes.58 Asimismo, su Questio de unitate universalis apoya el mismo concepto de los universales que se encuentra en el Tractatus de suppositionibus, según el cual, como indica Trentman:

La humanidad (o cualquier naturaleza similar) solo tiene universalidad en la medida en que existe en una mente, dado que es «racional». Existe, no obstante, algo en los diversos individuos diferentes que puede ser naturalmente representado por el concepto universal de humanidad en un acto mental. Por lo tanto, la universalidad no es simplemente una cuestión de actos mentales.59

La profesión de lealtad de Vicente hacia Aquino no es ninguna sorpresa. Los capítulos generales de la orden dominica de 1309 y 1313 requerían a todos los maestros y estudiantes seguir las enseñanzas de Aquino y prohibían a los maestros enseñar cualquier cosa contraria a él. Los capítulos generales posteriores repetían dichas órdenes.60 El capítulo provincial aragonés de 1368 prohibía igualmente a los dominicos postular cualquier idea o doctrina que no fuera de Aquino. Los capítulos provinciales de las décadas de 1370 y 1380 repetían la advertencia y prohibían explícitamente a los dominicos enseñar la lógica de Ockham.61

La influencia de Aquino en los tratados de lógica de Vicente es del todo clara. En su Tractatus de suppositionibus, Vicente le citaba explícitamente treinta y nueve veces. El único autor al que citaba con más frecuencia que a Aquino era a Aristóteles; aparte de Aristóteles, citaba a Aquino más a menudo de lo que citaba al resto de autores combinados.62 Aunque la Questio de unitate universalis carece de cualquier referencia explícita a Aquino, «tanto la idea general de sus conclusiones como algunos argumentos particulares son claramente tomísticos, y parte de lo que atribuye a Aristóteles parece haber provenido de forma más inmediata de los comentarios de Aquino».63 Tal vez para destacar mejor su tomismo, Vicente no hace referencia a ninguno de los tratados de lógica más conocidos que circulaban durante su vida: los de Lambert d’Auxerre, Pedro Hispano y William of Sherwood.64

En todo caso, es discutible que sus tratados fueran tan puros en su adherencia a Aquino y tan completos en su rechazo a Ockham y Burley como él mismo sostenía. En la Questio de unitate universalis se han detectado presuposiciones ockhamistas.65 Por otro lado, en algunos puntos específicos las opiniones de Vicente coincidían con las de Burley hasta tal punto que parece probable una influencia directa, al mismo tiempo que puede haber tomado prestados de Ockham algunos de sus argumentos contra Burley.66 Además, pese a las afirmaciones del fraile de lo contrario, autores modernos han encontrado en los tratados de Vicente originalidad e innovación, especialmente en su argumento de que solo el sujeto de una proposición, y no el predicado, puede poseer suposición.67 Un autor entusiasta incluso le ha llamado «uno de los mayores genios de la lógica y de la filosofía del lenguaje».68

Cuando Pietro Ranzano compuso su vida de Vicente en la década de 1450, justo tras la canonización, conocía el Tractatus de suppositionibus.69 De hecho los tres manuscritos que han sobrevivido datan del siglo XV; uno de ellos es sin duda de origen italiano y otro probablemente también, lo que indica que el tratado circuló más allá de la península ibérica.70 Sin embargo, las ideas que los autores modernos han identificado como las más innovadoras de Vicente fueron también las más ignoradas, incluso durante la propia vida del fraile.71 Oxford y París eran los dos centros de innovación más importantes en el campo de la lógica, pero Vicente nunca estudió ni enseñó en ninguno de los dos, lo que le situaba en los márgenes del campo de los estudios.72 Los tres manuscritos citados del Tractatus de suppositionibus no son un número que impresione, pero cuando menos son el triple de los que han sobrevivido de la Quaestio de unitate universalis, cuyo único manuscrito existente es probablemente una copia abreviada de una versión que ya no existe. (En la segunda mitad del siglo XV, el filósofo judío Elijah ben Joseph Chabillo y el filósofo cristiano Petrus Niger –Peter Schwartz– citaron explícitamente la Questio de unitate universalis a fondo, pero los pasajes que mencionaban no se encuentran en el manuscrito existente del texto, lo que sugiere que ambos autores trabajaron con una versión diferente y más larga).73 Habiendo circulado a una escala modesta durante el siglo XV, los escritos de lógica de Vicente cayeron después en el olvido. Los lógicos españoles citaban sus tratados en el siglo XVI, pero ya no más tarde; de hecho, en el siglo XIX los académicos consideraban la Questio de unitate universalis y el Tractatus de suppositionibus obras perdidas. Solo se redescubrieron ya en el siglo XX.74

El detalle con el que los lógicos medievales analizaban términos y su relación con realidades extralingüísticas puede parecer hoy extravagante, y sus resultados demasiado exiguos y abstrusos como para justificar tal esfuerzo. Sin embargo, lo que estaba en juego era la propia naturaleza del conocimiento. Aquellos autores concebían la lógica como «una herramienta (organon) de razón teórica universal en busca de la verdad y la evitación del error» y, como herramienta universal, la lógica medieval abarcaba materias que generalmente se consideran separadas de la lógica actual, como «la metafísica, la psicología cognitiva, la lingüística, la filosofía de la ciencia y la epistemología».75 Sin una comprensión de lo que conocemos, cómo lo conocemos, y cómo expresamos dicho conocimiento, no podría existir ninguna otra ciencia.

Sea como fuere, el siguiente tratado fechable de Vicente fue menos esotérico que sus dos obras sobre lógica. Trataba sobre la cuestión práctica de cómo determinar cuál de los dos papas rivales era el legítimo y sobre las obligaciones de los cristianos durante una época de cisma pontificio.

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Durante los tres primeros cuartos del siglo XIV, los papas raramente residieron en Roma. Por el contrario, siete papas sucesivos residieron en lo que hoy es el sur de Francia, haciendo paulatinamente de Aviñón su residencia principal y la sede de la curia pontificia. Dichos papas consideraban Francia y Aviñón más seguros que Roma, donde clanes rivales como los Orsini, los Colonna y los Gaetani se enfrentaban violentamente entre ellos y trataban de obtener el cargo papal para sus propios miembros y partidarios. Aquellas rivalidades, al desgarrar el Colegio Cardenalicio hasta el punto de que nadie que estuviera afiliado a dichas familias podía obtener la mayoría de dos tercios que se necesitaba para ser elegido papa, contribuyeron a la elección en 1305 del gascón Bertrand de Got. Con el nombre de Clemente V, fue el primero de los siete que pasó su pontificado lejos de Roma.76 La ubicación de Aviñón también la hacía recomendable. Situada al norte de los Alpes y sobre el Ródano, era mejor ciudad que Roma para las frecuentes comunicaciones con los diversos reinos y territorios que conformaban la Cristiandad latina.

En 1305 Aviñón pertenecía al conde de Provenza, pero estaba situada en el límite occidental del Condado Venaissin, que era territorio papal. Clemente pasó largos periodos de tiempo en Aviñón desde 1309 hasta su muerte en 1314. Tras ello, el Colegio Cardenalicio, cuyos miembros incluían ahora una cantidad considerable de gascones nombrados por Clemente, eligió como papa a Jacques Duèse, el obispo de Aviñón. Con el nombre de Juan XXII, pasó todavía más tiempo que Clemente en la sede de su antigua diócesis. Para acomodar una presencia que era cada vez más frecuente y a punto de convertirse en continua, en 1336 Benedicto XII comenzó la construcción de un palacio papal en Aviñón que pudiera albergar a la curia pontificia y sus diversos departamentos. En 1339 hizo llevar los archivos papales y en 1348 el papado acabó adquiriendo el señorío de la propia ciudad de Aviñón.77

Diversos grupos y personas protestaron por la reubicación del papado. Tras la elección de Clemente VI en 1342, Roma envió una embajada al nuevo pontífice, felicitándole pero también urgiéndole a ir allí. Clemente rechazó la propuesta, argumentando su necesidad de estar más cerca de Francia e Inglaterra durante un periodo de guerra entre ambos reinos y mencionando también las parcialidades familiares que hacían de Roma un lugar poco seguro. Brígida de Suecia (posteriormente canonizada) estableció su residencia en Roma en 1350 y anunció que no se marcharía hasta que el papado regresara a su hogar legítimo. Asimismo, en la década de 1370 Catalina de Siena viajó a Aviñón y exigió el regreso del papa a la Ciudad Eterna.78

Las razones de dichas protestas eran tanto materiales como eclesiológicas. Para la gente de Roma, la reubicación de la curia papal en Aviñón era económicamente dañina; la curia pontificia ya no atraía el dinero de toda la Cristiandad latina para gastarlo en Roma. Además, en tanto en cuanto los sucesivos papas nombraban cada vez más nativos de sus propias regiones como cardenales, menguaba la influencia de las familias romanas sobre las elecciones pontificias. El Colegio Cardenalicio no eligió a un solo nativo de Roma, ni siquiera de Italia, entre 1305 y 1378; por el contrario, los siete papas que sirvieron durante aquel periodo de tiempo fueron todos nativos de diversas regiones francesas. Los reyes de Francia, por otra parte, veían con buenos ojos la proximidad a su propio reino del papado de Aviñón, lo que avivó el resentimiento en el resto de reinos más allá de la propia Francia.

Para Brígida de Suecia y Catalina de Siena el problema eclesiológico era de mayor importancia. Las reclamaciones de la primacía papal descansaban sobre la primacía petrina y el estatus de los papas como obispos de Roma. Jesús había designado a Pedro como jefe de la Iglesia; Pedro había sido el obispo de Roma; los papas eran los sucesores de Pedro como obispos de Roma y, por lo tanto, los papas eran los jefes de la Iglesia. Pero si los papas eran ahora obispos de Roma solo nominalmente, ¿por qué se les debía continuar considerando jefes de la Iglesia? Además, los reformistas consideraban el absentismo clerical un abuso que interfería en el cuidado de las almas. Algunos obispos y otros prelados no vivían en los lugares que se les habían confiado, residiendo en cambio en sitios más agradables, y sin embargo obtenían los ingresos de unas diócesis y parroquias en las que apenas ponían un pie o no lo hacían nunca. La lejanía física dificultaba a los clérigos ausentes abordar las necesidades espirituales de aquellos de quienes eran responsables. ¿Cómo podían los papas denunciar el absentismo cuando ellos mismos estaban ahora ausentes?

La continua presión para lograr el regreso del papado a Roma surgió finalmente efecto. En 1367, tras la pacificación militar de los Estados Pontificios italianos por parte del cardenal Albornoz en la década de 1350 y durante un periodo de paz entre Francia e Inglaterra, Urbano V y una porción de la curia papal regresaron a Roma. Sin embargo, cuando se reanudó la guerra entre Inglaterra y Francia, Urbano y aquella parte de la curia que le había acompañado a Roma regresó a Aviñón en 1370. Más tarde el papa Gregorio XI, con parte de la curia, abandonó Aviñón en 1376 y entró en Roma en 1377, donde murió en 1378. Debido a ello, la siguiente elección papal se celebró en la propia Roma y a ella siguió un cisma pontificio –el Gran Cisma, para los contemporáneos–.79

Dieciséis cardenales, la mayoría de ellos nativos de diversas regiones francesas y casi la mitad del Lemosín, se reunieron en Roma unas dos semanas después de la muerte de Gregorio XI para elegir a su sucesor. Los habitantes de Roma se manifestaron en las calles, demandando la elección de un romano o, al menos, de un italiano. Temiendo un ataque, los cardenales accedieron a los deseos de los romanos y eligieron a un italiano que había ocupado altos cargos en la curia papal: el arzobispo de Bari, Bartolomeo Prignano. Incluso tras elegir al arzobispo de Bari, los cardenales temieron defraudar a la multitud congregada en el exterior con su elección de alguien que no era romano. En consecuencia, los cardenales vistieron con la indumentaria papal a uno de los suyos, un romano, y lo presentaron públicamente a la multitud esperando que asumieran que era el nuevo papa. Pero la farsa no engañó a la multitud, que, no obstante, aceptó la elección del arzobispo italiano de Bari.80 Prignano adoptó el nombre de Urbano VI.

Ya durante la elección de abril, el Colegio Cardenalicio mostró preocupación sobre la legitimidad de la elección. Cualquier elección eclesiástica que se celebrara bajo coerción era canónicamente inválida; una multitud armada y agitada se aglomeraba cerca de los cardenales mientras deliberaban y votaban. Quizá para prevenir futuras recusaciones de la elección, los cardenales tomaron la inusual decisión de celebrar, además de la elección inicial, al menos otra y probablemente dos elecciones más el 8 y 9 de abril, votando de nuevo cada vez a Prignano, pero con la multitud más alejada y más pacífica.81 No obstante, el intento de los cardenales de salvaguardar la elección pontificia contra cuestionamientos procedimentales no tuvo éxito. Los propios cardenales que eligieron a Prignano (o cuando menos una mayoría de ellos) fueron los que acabaron cuestionando y negando su validez.

Cabe decir que los papas no elegían sus nuevos nombres al azar, y tres papas previos que habían tomado el nombre de Urbano eran franceses. Al elegir el nombre de Urbano, tal vez Prignano estaba realizando un gesto conciliador hacia Francia. De ser así, fue el último gesto conciliador que tuvo con nadie más. Urbano VI fue pronto conocido por sus indigestas diatribas, a menudo dirigidas contra los mismos cardenales que lo habían elegido y en ocasiones seguidas de un puñetazo lanzado en dirección a algún cardenal. El papa recién elegido cargó especialmente contra los confortables estilos de vida y los grandes séquitos de los cardenales. Así, para el verano de 1378 algunos de los cardenales que habían elegido unos pocos meses antes a Urbano afirmaban abiertamente que la Iglesia carecía en aquel momento de papa, ya que la elección de abril había sido canónicamente inválida.82

La seriedad de la fisura se hizo aparente cuando trece cardenales se reunieron en Anagni para ponderar su próximo movimiento. Tres cardenales italianos que inicialmente habían permanecido en Roma se unieron a sus colegas en Anagni, buscando negociar una solución a aquel impasse entre el papa y los cardenales rebeldes, pero sus esfuerzos de mediación no obtuvieron resultado. Por el contrario, en agosto uno de los cardenales disidentes, Pierre Flandrin, escribió con la ayuda de sus colegas un tratado defendiendo la posición de los cardenales rebeldes con respecto al hombre al que ya no reconocían como papa, Urbano VI, sino al que llamaban simplemente Bartolomeo Prignano. Habiendo perdido el apoyo de la mayoría de los cardenales que lo habían elegido en abril, Urbano nombró veinticinco nuevos cardenales, casi todos de ellos italianos, el 18 de septiembre. Dos días después, los dieciséis cardenales (ahora en Fondi) celebraron una nueva elección papal. Los cardenales italianos mediadores se abstuvieron, mientras que los otros trece cardenales eligieron papa a uno de los suyos, Robert de Genève –Roberto de Ginebra–, que tomó el nombre de Clemente VII. El objetivo inicial de Clemente era tomar Roma y validar su pretensión al papado mediante una victoria militar, pero sus fuerzas fueron derrotadas en abril de 1379 y se trasladó a Aviñón dos meses después.83

Unas elecciones papales en litigio y procedimentalmente cuestionables no eran algo nuevo a la altura 1378. No obstante, las circunstancias hicieron que la doble elección de aquel año fuera altamente problemática. Con anterioridad a 1378 el individuo que lograba y mantenía el control de Roma, y del aparato administrativo pontificio ubicado allí, era papa. El que no lograba controlar Roma veía desvanecerse su apoyo y, por lo tanto, pasaba a la historia como un antipapa. Pero en 1378 grandes porciones de la administración papal (incluyendo sus importantísimos archivos) estaban todavía en Aviñón. Así, Clemente tomó posesión de dicha maquinaria administrativa y pudo contar con el reconocimiento y el apoyo francés.84 En consecuencia, el control de Roma por parte de Urbano no fue suficiente para acabar con dicho cisma.

Tras la elección de Clemente, ambos papas enviaron embajadores a las cortes europeas, reclamando el reconocimiento del papa que les remitía. El resultado de la diplomacia era geopolíticamente predecible. Francia reconoció al papado de Aviñón. Inglaterra, buscando frenar la influencia francesa, reconoció al papado de Roma. Escocia y la Irlanda gaélica, buscando frenar a los ingleses, reconocieron al papado de Aviñón. Portugal, a menudo aliada con Inglaterra, reconoció finalmente al papado de Roma, como también haría el Sacro Imperio Romano Germánico. Pero los reinos no eran monolíticos e, independientemente de qué papa aceptaba un rey, las divisiones entre los partidarios de Urbano y los de Clemente penetraron en cada territorio, cada región, cada ciudad, cada diócesis, cada orden religiosa e incluso cada casa religiosa individual.85

Por lo tanto, el cisma papal afectó a Vicente como súbdito de la Corona de Aragón, como valenciano y como dominico. En diciembre de 1378 Clemente envió al cardenal Pedro de Luna, nativo de Aragón, a la península ibérica para buscar el apoyo de sus reyes y reinos; el cardenal no volvería a salir de España hasta 1390. Tanto el rey de Castilla como el rey de Aragón se tomaron el cisma seriamente y procedieron con cautela. Juan I de Castilla envió oficiales a Aviñón y Roma para reunir información sobre las elecciones; los oficiales entrevistaron a testigos y llevaron los materiales recopilados de regreso a Castilla, donde en noviembre de 1380 el rey inauguró una asamblea en Medina del Campo. Las sesiones de la asamblea permanecieron en marcha durante seis meses, examinando pruebas y escuchando a los representantes tanto de Urbano como de Clemente (y Pedro de Luna estaba entre los que hablaban por los clementistas). Finalmente, en mayo de 1381, más de dos años y medio después de las elecciones de 1378, Juan otorgó su lealtad a Clemente.86

De manera similar, el todavía rey de Aragón Pedro IV abrió una investigación sobre las elecciones. Su comisión operó en Barcelona desde mayo hasta septiembre de 1379, momento en que anunció que su postura era neutral: ni reconocía ni rechazaba a ninguno de los dos papas. A pesar de las acusaciones realizadas tanto durante su propia vida como por historiadores modernos de que eligió la neutralidad buscando obtener ganancias rápidas –embargó las rentas pontificias en sus dominios aduciendo que ninguno de los dos pretendientes tenía derecho a ellas–, parece que Pedro adoptó la neutralidad tanto por motivos pragmáticos como idealistas. La expansión de la Corona de Aragón hacia el Mediterráneo central inclinaba al rey hacia la neutralidad; controlaba Cerdeña y Sicilia, donde el sentimiento en favor de Urbano era fuerte, y el rey no deseaba mostrarse antagónico a los habitantes de ambas islas. Pero su neutralidad no era solo el resultado de una realpolitik regia. Siendo un monarca anciano (cuando estalló el cisma ya había reinado durante más de cuarenta años) con un fuerte sentido de la ritualidad regia (de aquí su apodo de Pedro el Ceremonioso), realmente deseaba que terminara el cisma. Comprendía igualmente que lograr una solución sería más difícil si los reyes se comprometían abiertamente con un papa u otro. En este sentido, era razonable esperar que negar las rentas pontificias a ambos pretendientes minaría sus posturas. Así, pese a ser ocasionalmente parcial hacia Urbano de vez en cuando, Pedro mantuvo su política de neutralidad durante el resto de su vida.87 Sin embargo, para que su política pudiera haber sido eficaz, otros dirigentes también deberían haberla adoptado. Nadie lo hizo, excepto el rey de Navarra, y, en consecuencia, la neutralidad de la Corona de Aragón se convirtió en una excentricidad.

El rey Pedro fue neutral, pero no así Elias Raymond, el maestro general de la orden dominica. Reconoció a Clemente y, a petición de dicho papa, ordenó a los dominicos de la provincia de Aragón que rompieran lazos con sus cofrades urbanistas; Elias Raymond también nombró vicario general de la provincia a otro clementista, Gombau d’Oluja. Otros dominicos de la provincia también pertenecían al bando clementista, siendo el más notable el inquisidor general de Aragón, Nicolau Eymerich. Eymerich estaba en Roma durante la elección de Urbano, se unió al Colegio Cardenalicio en Anagni e, incluso antes de la elección de Clemente, escribió obras que atacaban a Urbano y argumentaban que su elección no era canónica.88

La promoción de la causa clementista en la provincia de Aragón por parte de Elias Raymond chocaba tanto con la neutralidad del rey como con las simpatías urbanistas de algunos de sus compañeros frailes, incluyendo al provincial (o jefe) de la provincia dominica de Aragón, Bernat Armengol, quien en enero de 1379 buscó la protección real contra el mandato de Elias Raymond de que los dominicos obedecieran a Clemente. Confrontado al cisma que se abría también entre los dominicos, Pedro IV trató de mantener el statu quo. En septiembre de 1379 ordenó a los miembros de la orden de sus dominios continuar reconociendo al clementista Elias Raymond como maestro general y al urbanista Bernat Armengol como provincial. Además, el rey les ordenó no predicar sobre las elecciones papales ni sobre el cisma. También escribió a Elias Raymond y a Gombau d’Oluja, informándoles de que había tomado bajo su protección a los seguidores de Urbano.89

Pese a las órdenes de Elias Raymond y Pedro IV, la orden dominica y la provincia dominica de Aragón se dividieron en una facción clementista y otra urbanista, cada una con su propio dirigente y sus propias reuniones capitulares. En 1380 Elias Raymond presidió un capítulo general dominico clementista en Lausana, pero aquel mismo año los dominicos urbanistas celebraron su propio capítulo general en Bolonia y eligieron a su propio maestro general, Raimondo da Capua, confidente y hagiógrafo de Catalina de Siena. A nivel provincial la división en el seno de la orden dominica era lo suficientemente seria como para incitar al habitualmente indiferente cronista Pere d’Arenys. Señaló que el capítulo provincial que se reunió en Xàtiva en 1379 fue el último en el que participaron frailes tanto urbanistas como clementistas. Los urbanistas continuaron reconociendo como provincial a Bernat Armengol, que presidió un capítulo provincial en Barcelona en 1380, pero los clementistas celebraron un capítulo provincial por separado en Zaragoza aquel mismo año y eligieron como provincial a Gombau d’Oluja. De aquí en adelante dos capítulos provinciales diferentes se reunieron anualmente en la provincia de Aragón; el provincial urbanista presidía uno, mientras que el provincial clementista presidía el otro. Pere d’Arenys también señaló que existía un componente regional y étnico en la división de su orden, con los hermanos aragoneses y navarros por un lado y los catalanes por el otro –aunque, como apunta Claudia Heimann, no se molestó en explicar a qué papa apoyaban los aragoneses y navarros y a qué papa apoyaban los catalanes–.90 Las localizaciones de las reuniones de los capítulos provinciales rivales proporcionan, sin embargo, una pista. Los clementistas se reunieron principalmente en Aragón (Zaragoza, Huesca, Calatayud), mientras que los urbanistas lo hicieron principalmente en Cataluña (Barcelona, Lérida, Tarragona) –y en el propio Reino de Valencia–.91

En este sentido, aunque la casa dominica de Valencia parece que fue urbanista, Vicente se volvió rápidamente partidario de Clemente. Algunos autores han sugerido que, al apoyar la causa clementista, Vicente seguía los ejemplos de Elias Raymond, Nicolau Eymerich y el cardenal Pedro de Luna. Aragonés de ilustre familia nobiliaria, Pedro de Luna estuvo entre quienes eligieron a Urbano en Roma y más tarde a Clemente en Fondi. Llegó a la Corona de Aragón en junio de 1379; el rey, siguiendo su política de neutralidad, aceptó recibirlo como nativo del reino pero no como legado papal. Así, de junio a diciembre de 1379 Pedro de Luna permaneció en la Corona de Aragón, tratando sin éxito de obtener el apoyo del rey para la causa clementista.92

En algún momento durante la visita de Pedro de Luna en 1379 a la Corona de Aragón se encontró con Vicente, que se había convertido en prior de la casa dominica de Valencia. En diciembre de 1379 los jurats de la ciudad escribieron al rey sobre las recientes actividades del prior Vicente, que unos días antes había llegado a Valencia desde Barcelona llevando una carta de comisión que le había entregado Pedro de Luna, así como también una carta del mismo Pedro de Luna a los jurats y el Consell, solicitando su permiso para que Vicente se dirigiera a ellos sobre la elección de Clemente. Los jurats, al menos tal y como lo contaron al rey, respondieron a la petición de Pedro de Luna con una pregunta propia para Vicente: ¿poseía una carta del rey autorizándole a hablarles del cisma? Vicente respondió que no tenía dicha carta, pero que no la necesitaba «per quant aquest fet era spiritual e no temporal, o semblants paraules». A falta de la autorización real y teniendo en cuenta la neutralidad del monarca, los jurats de Valencia le dijeron a Vicente que no podían permitirle dirigirse a los jurats y al Consell para tratar sobre el cisma.

Pero no era la petición de Vicente de dirigirse a los jurats lo que les preocupaba; hablaron de dicha petición al rey como una información de contexto (y cabe imaginar, además, que para demostrar su adhesión a la política de neutralidad). La preocupación real de los jurats, y el motivo por el que escribían a Pedro, era que Vicente, que había estado defendiendo en «reuniones privadas» la legitimidad de la elección de Clemente, tenía ahora intención de viajar a lo largo de la Corona de Aragón haciendo lo mismo. Al conocer esto, los jurats indicaron a Vicente que él y otros «hermanos notables» del convento valenciano debían parar de intentar convencer a otras personas de la legitimidad de cualquiera de los dos papas hasta que los jurats hubieran consultado con el rey. Vicente accedió a la moratoria y los jurats solicitaron al monarca nuevas instrucciones.93

La intención de Vicente de hacer pública su defensa del papado de Aviñón alarmó a los jurats, y seguramente contrarió al rey, pero Vicente tenía como defensor al hijo mayor del rey. En enero de 1380 el clementista infante Juan escribió al gobernador real y a los jurats de Valencia expresando su consternación por cómo estaba siendo tratado Vicente. Algunas personas –que desafortunadamente Juan no nombraba– habían calumniado y maltratado al fraile. Juan, por lo tanto, ordenó al gobernador y a los jurats defender a Vicente para que no volviera a ser denigrado o dañado de otra manera.94 El apoyo abierto de Vicente a Clemente, y la hostilidad que suscitó por ello, fueron tal vez responsables de su cese como prior. El capítulo provincial clementista de Estella en 1381 excomulgó al sustituto de Vicente en Valencia, tachándolo de «antiprior».95

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No se sabe nada más del plan de Vicente de predicar abiertamente a favor de Clemente, lo que hace pensar que el dominico acató la petición de los jurats de cesar y desistir de él.96 Pero se mantuvo devoto a la causa clementista, como resulta evidente en su Tractatus de moderno ecclesie scismate («Tratado sobre el cisma moderno de la Iglesia») de 1380.

En su Tractatus Vicente trató el cisma de la misma manera que había tratado la suposición menos de una década antes o, lo que es lo mismo, como un problema que debía ser solucionado mediante el método escolástico. Organizó su nuevo y tal vez último tratado alrededor de tres preguntas que se seguían de forma lógica la una a la otra. Vicente preguntaba primero si, en un tiempo de cisma, era necesario aceptar un único papa verdadero o si se podían aceptar ambos o ninguno. Habiendo establecido en la respuesta a la primera pregunta que se debía aceptar a Urbano o a Clemente como papa, Vicente planteaba entonces la segunda pregunta, a saber, cuál de los dos hombres elegidos por el Colegio Cardenalicio era el verdadero papa.

Habiendo establecido que solo la elección de Clemente era válida, Vicente preguntaba después si dicha verdad debía ser predicada y revelada a los cristianos. A cada una de las tres preguntas principales, además, el fraile asignaba cinco preguntas adicionales.97 Vicente respondía a las quince preguntas dentro de un marco escolástico: exponía su respuesta, citaba sus argumentos racionales (rationes) y sus autoridades (principalmente a Aquino, nombrado en diversas ocasiones, y la Biblia, con algunas referencias a San Agustín y Aristóteles), planteaba objeciones a sus propios argumentos y tras ello refutaba las objeciones.

Al abordar no solo la validez canónica de las elecciones papales de 1378, sino también las obligaciones que incumbían a los cristianos durante un tiempo de cisma, Vicente elaboró un tratado cuya orientación era más teológica y eclesiológica que jurídica.98 Mencionaba con poca frecuencia a juristas y textos jurídicos, aceptando estratégicamente su autoridad cuando le convenía y rechazándola cuando no. Refutaba a aquellos que, citando el Decretum de Graciano, afirmaban que los cristianos debían exigir que el Colegio Cardenalicio celebrara una tercera elección. Sin embargo, Vicente también citaba el Decretum en defensa de los cardenales que, antes que dejar que los mataran, habían elegido a Urbano fingiendo hacerlo de grato cuando en realidad estaban aterrorizados; como muestra el Decretum, había un precedente bíblico que ofrecía una «simulación útil».99

El Tractatus es tanto polémico como dialéctico. Vicente escribía para convencer a Pedro IV de que Clemente era el papa legítimo y de que el rey debía reconocerlo como tal. El argumento del dominico a favor de Clemente era sencillo, directo y derivaba en gran medida de los escritos de otros clementistas como Nicolau Eymerich y el cardenal Flandrin.100 El Colegio Cardenalicio elegía papas. El Colegio Cardenalicio había notificado a la Cristiandad que la elección de Urbano se había celebrado bajo coerción y era canónicamente inválida; por lo tanto, Urbano nunca fue papa. El Colegio Cardenalicio había elegido a Clemente y comunicado que la elección era canónica; por lo tanto, Clemente era papa.

Para Vicente, el temor de los cardenales durante la elección de Urbano estaba fuera de toda duda –al respecto, todos los cristianos estaban obligados a creer «simple e infaliblemente» a los cardenales, que tenían la misma autoridad que tuvieron los apóstoles en vida de Jesucristo–.101 La experiencia de los cardenales en relación con la crueldad de los romanos era larga y personal:

Ya desde la antigüedad el mundo entero ha sabido que los romanos siempre han estado acostumbrados a hacer el mal, dispuestos a montar en cólera, imprudentes en sus conspiraciones, temerarios en sus destrozos y asesinatos. ¡Querido Dios, cuántos papas y santos cardenales; cuán a menudo y cuántos santos mártires, hombres y mujeres, jóvenes y viejos; cuán a menudo y cuántos buenos reyes, pontífices y emperadores, han sido tratados de manera indecente, irreverentemente atacados y cruelmente asesinados por el orgullo y la maldad de los romanos! Ciertamente esto no puede ignorarlo nadie que haya leído las crónicas e historias de dicho pueblo.102

Otro pensador medieval hostil a las nuevas corrientes intelectuales de su tiempo, el cisterciense del siglo XII Bernardo de Claraval, también tenía pocas cosas agradables que decir de los romanos en su obra De consideratione, escrita para preparar a un antiguo pupilo, recientemente elegido como papa, para la vida en Roma. En consecuencia, Vicente citó con extensión las críticas de Bernardo a los romanos.103

De hecho, Vicente entendía y describía el cisma tanto en términos étnicos como religiosos. El profeta Daniel había predicho el cisma con una visión en la que contemplaba cuatro bestias terribles, cada una de las cuales representando uno de los cuatro grandes cismas que habían afligido a la Iglesia. El primero era el «cisma de los indios» que había ocurrido bajo el legendario Preste Juan, el segundo era el «cisma de los sarracenos» bajo Mahoma, y el tercero era el «cisma de los griegos» bajo el emperador de Constantinopla. El cisma papal estaba, como los otros tres, arraigado en la etnicidad, puesto que era el «cisma de los romanos bajo Bartolomeo».104

Las sospechas étnicas también apuntalaban las objeciones de Vicente hacia la convocatoria de un concilio general de la Iglesia para acabar con el cisma. Según el fraile, dos cardenales exigían tal concilio. Pero ambos cardenales eran italianos y no se equivocaban al confiar en que en cualquier concilio general de la Iglesia los italianos dominarían los procedimientos; los asistentes italianos superarían en número al total combinado de los naturales de cualquier otra parte del mundo. Además, para Vicente había base eclesiológica y logística para rechazar una solución conciliar. El Colegio Cardenalicio ya había realizado su trabajo; convocar después un concilio general sería cuestionar la legitimidad del Colegio Cardenalicio. Asimismo, dadas las guerras que enfrentaban a los príncipes cristianos y la diversidad de opiniones respecto al cisma, no había lugar seguro donde pudiera reunirse un concilio de aquellas características.105

A pesar de su obsequioso prefacio, el Tractatus ataca las políticas de Pedro IV y cuestiona al rey, si no nombrándolo, sí extensa y directamente. La conclusión del segundo capítulo afirma de modo acusador que «de lo anteriormente mencionado, es evidente que aquellos que afirman ser neutrales (indifferentes) en esta cuestión, y no aceptan como papa ni a uno ni a otro, están muy equivocados». Negar obediencia al verdadero papa –estas palabras perseguirían más tarde a Vicente– y apoyar a un falso papa eran grandes peligros para el alma del cristiano.106 Todos los cristianos estaban obligados a defender a Clemente espiritualmente mediante la oración, oralmente mediante el debate y materialmente mediante donaciones monetarias en beneficio de su causa y, si fuera necesario, también mediante las armas y la guerra.107 Los predicadores, además, tenían una responsabilidad especial, en tanto que el Tractatus afirma que, mientras que no todos los cristianos estaban obligados a hacerlo, los predicadores tenían que hacer saber públicamente la verdad –ya que no podían permitir que otros continuaran estando equivocados–.108 Los predicadores debían cumplir su obligación de predicar públicamente en beneficio de Clemente, mientras que los cristianos debían cumplir su obligación de defenderlo con oraciones, con debates o con la guerra, incluso cuando sus gobernantes temporales les hubieran prohibido hacerlo.109

El Tractatus concedía que no todos los que no reconocían a Clemente como papa eran igualmente censurables, pero Vicente parece haber redactado los criterios para determinar los diferentes grados de culpabilidad con el rey Pedro IV en mente. Entre los más censurables, aquellos cuya culpa era tan grande que cometían un pecado mortal e incurrían en la excomunión ipso facto, estaban los que ocupaban unos cargos más importantes que otros y los que «conociendo la verdad, no la desean reconocer por la riqueza que obtienen de ello, ya que durante el cisma ingresan las rentas eclesiásticas».110 Esta última acusación apuntaba a Pedro por secuestrar los ingresos papales.

Al confiar en la dialéctica escolástica para revelar la verdad obturada por el cisma, Vicente rechazaba explícitamente otras formas mediante las que se podría haber descubierto dicha verdad. Su décima pregunta era si la identidad del verdadero papa debía determinarse según «los profetas modernos o los milagros aparentes, o incluso por las visiones declaradas».111 En 1380 aquella no era una pregunta hipotética. Al igual que el papado de Aviñón había provocado visiones que llevaban a quienes las habían tenido a urgir a los papas a regresar a Roma, también el comienzo del cisma ocasionó visiones; los visionarios afirmaban que les había sido entregada la respuesta y la solución al cisma. Un visionario de especial importancia para la Corona de Aragón fue el hermano Pedro de Aragón, tío de Pedro IV y franciscano que había tenido visiones sobre el regreso del papado a Roma en las décadas de 1360 y 1370, las cuales continuaron tras el estallido del cisma. Como era de esperar, dado que sus visiones anteriores indicaban la necesidad del regreso del papa a Roma, las visiones de Pedro de Aragón posteriores a 1378 indicaban que el papa romano, Urbano, era el legítimo.112

En su tratado de agosto de 1378, Nicolau Eymerich rechazaba la idea de que las visiones proféticas pudieran proporcionar una base para determinar al papa verdadero y en esto Vicente siguió también a su compañero dominico.113 Una ley inmutable había gobernado a los pueblos cristianos desde el propio comienzo de la Iglesia y ninguna visión que fuera contraria a dicha ley era legítima –ni siquiera un pronunciamiento de un ángel de Dios podía aceptarse si era contrario a la ley eclesiástica–.114 Las visiones podían tener un origen demoníaco más que divino y cualquier milagro alegado en favor de Urbano debía ser un engaño diabólico.115 Los partidarios de Urbano podían afirmar que la dulzura llenaba su espíritu y la devoción sus corazones durante sus contemplaciones religiosas, pero de ello no se infería automáticamente que la dulzura y la devoción provinieran del Espíritu Santo.116 Aunque Vicente animaba a los cristianos a levantarse en armas a favor de Clemente, al mismo tiempo les prohibía tratar de demostrar su legitimidad mediante un juicio por combate con la esperanza de que Dios obrara un milagro, ya que lo milagroso no podía tener ningún papel en el fin del cisma. Por el mismo motivo, Vicente prohibía a los cristianos someterse a cualquier tipo de ordalía, ya fuera por fuego u otros medios, en nombre de Clemente.117

Si alguna vez había habido una época en que desconfiar especialmente de los profetas, las visiones y los milagros, dicha época era el presente, escribió Vicente. Los autores del Nuevo Testamento previnieron a sus contemporáneos contra los pseudoprofetas y las señales engañosas que confundían a los fieles. Dichos engaños eran un problema en aquel entonces, pero todavía eran un problema mayor en el presente, dado que Vicente y sus contemporáneos vivían más cerca del tiempo del Anticristo que aquellos autores bíblicos. Los falsos profetas, las falsas visiones y los falsos milagros serían comunes durante la época del Anticristo: «Por ende, no hemos de tomar de aquí [de las nuevas profecías, visiones y milagros] ningún argumento en lo que toca a la fe o a la Iglesia».118 Esta última afirmación era sin duda fuerte. En 1380 Vicente rechazó el valor probatorio de las profecías y visiones contemporáneas no solo en lo referente al cisma, sino a cualquier otra cuestión de eclesiología o creencias.

Tal y como indica su rechazo a las nuevas profecías y visiones, la llegada del Anticristo ya figuraba en el pensamiento de Vicente en aquella fase todavía temprana de su vida y carrera. Al enumerar las diversas cosas buenas que resultaban del cisma y demostraban así la continua dirección de la Iglesia por parte del Espíritu Santo, Vicente incluía que «los fieles de Cristo son avisados e instruidos con mayor claridad para el tiempo del Anticristo, a fin de que nadie se aparte de ninguna manera de la verdadera fe a causa de la multitud o la grandeza de los príncipes, los prelados, los doctores u otros».119 Adherirse a la fe correcta cuando los poderosos y doctos estaban disipándose era una buena práctica para las pruebas mucho más duras que aún estaban por llegar.

No obstante, el Tractatus no es un texto apocalíptico y en 1380 Vicente no puede ser interpretado como apocalíptico en otro sentido que en el del resto de cristianos: el Anticristo llegaría algún día, habría un Juicio Final y después el mundo acabaría. Cuando el Tractatus señala que Vicente y sus contemporáneos estaban más cerca del apocalipsis de lo que lo habían estado los autores bíblicos, constataba una verdad obvia que no era tanto religiosa como matemática. Declarar que el cisma preparaba a la gente para el Anticristo tampoco era objetable para Vicente. El Tractatus no expone en profundidad el apocalipsis; no pide a sus contemporáneos modificar su comportamiento debido a la inminencia del apocalipsis; y no insinúa que fuera más probable que el apocalipsis se produjera durante su vida y la de sus contemporáneos que en otro tiempo futuro. Más adelante, Vicente trató el cisma como un hecho relacionado con el apocalipsis, y por lo tanto secundario a él. En el Tractatus hizo lo contrario al tratar el apocalipsis como un hecho relacionado con el cisma, y por lo tanto secundario a él –el cisma era su principal preocupación, mientras que el apocalipsis lo era solo de manera secundaria–. Citó el Libro de las Revelaciones no para preparar a sus lectores para asombrosas visiones y terrores que ellos mismos sufrirían, sino para demostrar una cuestión bastante más mundana, concretamente que la Iglesia debía tener un líder. Dicha cuestión mundana era simplemente un preámbulo a su argumento principal, esto es, que Clemente era el único papa legítimo.120

Así como Vicente se posicionó contra los visionarios que afirmaban que la revelación divina les había mostrado la identidad del verdadero papa, también se posicionó contra los que asemejaban las condiciones de aquel momento a las que se darían en el final de los tiempos, o contra los que identificaban el cisma como una señal de la inminente llegada del Anticristo. A los que pensaban que, durante aquel tiempo de cisma, la Iglesia era como una puerta que había sido completamente arrancada de sus bisagras, Vicente respondía que no era totalmente seguro afirmar o pensar tal cosa, porque durante el tiempo del Anticristo, con toda su tribulación y apostasía, no se daría la verdad de la Iglesia.121 Lejos de vincular el cisma al advenimiento del Anticristo e instar a sus lectores a prepararse para el fin del mundo, el fraile mencionaba el apocalipsis solo para asegurar a sus lectores que el presente no podía ser tan malo como afirmaban.

Al final de su tratado Vicente preguntaba si la Biblia vaticinaba el cisma y respondía que la Biblia lo hacía en dos lugares: en la Segunda Carta a los Tesalonicenses de Pablo y en el Libro de Daniel, ambos textos cruciales para el apocalipticismo cristiano. En el primer texto Pablo (aunque la carta podría ser apócrifa) urgía a los tesalonicenses a no esperar pronto la segunda llegada de Cristo, porque antes se debía producir una gran disensión. Vicente identificaba el cisma con la disensión de la que hablaba Pablo, «y cabría temer notablemente que dure hasta la llegada del Anticristo y el fin del mundo».122 Por lo que respecta al Libro de Daniel, Vicente identificó a las cuatro bestias con cuatro cismas; y aquí también el dominico planteaba la posibilidad y el temor de que el actual cisma pudiera perdurar hasta el Juicio Final.

Pero si Vicente planteaba la posibilidad de que el cisma perdurara hasta el tiempo del Anticristo, no se comprometía con ello. Hablando de las cuatro bestias de la visión de Daniel –un león, un oso, un leopardo y otra bestia diferente a cualquiera que el profeta pudiera nombrar–, Vicente concluía su tratado de la siguiente manera:

Es de temer en gran manera que dicha bestia cruel, el actual cisma de los romanos, viva y perdure hasta el fin, por lo que Daniel, hablando de la cuarta bestia, añadía: «Y mientras yo miraba, se colocaron tronos y el Anciano de Días se sentó. Pero el Señor Jesucristo –nuestro David, quien, con la mano fuerte y el semblante poderoso, mató al león y al oso– es suficientemente poderoso para matar también a esta bestia cruel y para extirparla completamente de las fronteras de su amada Iglesia, para alabanza y gloria de su sagrado nombre y para beneficio de todos los fieles cristianos. Amén».123

Si Jesús no fuera lo suficientemente poderoso para matar a la cuarta bestia, entonces el cisma podría en efecto durar hasta el fin del mundo, cuando el Anciano de Días ocuparía su asiento y juzgaría a todos. Pero Jesús era lo suficientemente poderoso como para matar a la cuarta bestia, lo que prefiguraba el cisma papal. Y si Jesús era lo suficientemente poderoso como para matar a la cuarta bestia, ¿se abstendría de hacerlo? Vicente, de forma un tanto elíptica pero aun así confiada, expresaba su previsión de que Jesús acabaría con el cisma antes de la llegada del Anticristo. El cisma, en definitiva, no era ni necesario ni una señal probable de la inminencia del apocalipsis.

* * *

El apoyo de Vicente a Clemente desafiaba a Pedro IV, pero le ganaba la simpatía de los hijos clementistas del rey, los infantes Juan y Martín. En una carta fechada solo con el «día de San Matías» (24 de febrero), pero relacionada con los movimientos del fraile en 1381, Vicente agradecía a Martín por invitarle a pasar la Cuaresma con él en Segorbe y le prometía salir hacia aquella localidad el lunes posterior al siguiente domingo, en que el fraile tenía un compromiso para predicar.124 Por otra parte, por febrero de 1383 Vicente se había convertido en el confesor de la esposa de Juan, Violante de Bar, y el propio Juan le buscó un nombramiento episcopal. En concreto, Juan pidió a Clemente que no nombrara a nadie como siguiente obispo de Huesca, ya que pronto, mediante un canónigo de Barcelona, enviaría al mismo papa una petición formal para que el cargo fuera otorgado al confesor de su esposa, Vicente Ferrer. La reina también apoyó el nombramiento de Vicente como obispo, escribiendo directamente al canónigo de Barcelona que había de transmitir la petición de Juan.125 No obstante, la intercesión de Juan no logró obtener para Vicente la sede de Huesca. Clemente nombró en su lugar a Berenguer d’Anglesola, uno de sus partidarios y también favorito del rey Pedro, que ya había obtenido con anterioridad puestos eclesiásticos para Berenguer y que presionó a su favor para que obtuviera la sede de Huesca (que ocupó solo un año, antes de trasladarse a la de Gerona –y tampoco entonces Vicente logró ser nombrado obispo de Huesca–).126 Los nobles y obispos también estimaban a Vicente. El señor de Almenara, en 1382, y el señor de Boil, en julio de 1383, le nombraron ejecutor de sus testamentos, con el segundo explícitamente identificando a Vicente como confesor de Violante de Bar.127 Asimismo, en diciembre de 1385 el obispo de Valencia confió a Vicente la tarea de enseñar teología en la escuela catedralicia de Valencia, asignándole un beneficio eclesiástico.128

Vicente, por su parte, actuó como mensajero entre los infantes reales Juan y Martín. En 1387 Juan acusó recibo de una carta de Martín que el fraile había llevado consigo. Igualmente, los hermanos realizaron peticiones a Vicente, como una críptica solicitud en la que Martín pidió al fraile que le enviara una «ordenanza» sin especificar de un «señor» sin especificar.129 Vicente también se escribía con los hermanos, agradeciendo a Martín su intercesión ante el rey en beneficio de la casa dominica de Valencia. Como gesto de gratitud, Vicente prometió componer un libro de sus propios sermones y enviarlo, junto con una carta de dedicatoria en lugar del prólogo o de otra introducción, a Martín, que sería, recalcaba, la primera persona en recibir semejante colección de sermones del dominico.130

San Vicente Ferrer, su mundo y su vida

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