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EL RAZONAMIENTO JURÍDICO: ¿UNA PRÁCTICA ESPECÍFICA?
ОглавлениеMuy a la moda desde los años ochenta, la expresión “razonamiento jurídico” (juristische o también juridische Argumentation, ragionamento giuridico, legal reasoning) solo fue empleada en muy rara ocasión hasta los años sesenta. La expresión no existe tal cual es en autores principales como Hart, Kelsen o Ross, para solo mencionar algunos. Se expandió verdaderamente en la literatura científica en los años sesenta (pensamos sobre todo en Wasserstrom1, quien influirá mucho en Hart2, y también en Edward Levi3 o en Julius Stone y William Zelermyer, y, un poco antes, en Norberto Bobbio4; la expresión estuvo primero presente durante un coloquio en agosto de 1953 sobre la prueba del derecho en Bruselas) y apareció más claramente a principios de los años setenta5.
Notemos también que en francés se habla de razonamiento jurídico para designar al mismo tiempo el razonamiento de los juristas y el de los jueces (y sobre todo el de los jueces), pero otros idiomas distinguen entre razonamiento jurídico y razonamiento judicial (así sea cierto que los libros titulados “razonamiento jurídico” traten principalmente del razonamiento judicial).
Sin embargo, sabemos que los juristas del common law no dejan de discutir desde hace tiempo –en el sentido filosófico del término– sobre la cuestión de la especificidad del razonamiento jurídico. La referencia “definitiva” acá es la famosa frase de Coke sobre la “razón artificial” del derecho: “reason is the life of the Law, nay the common law itself is nothing else but reason, which is to be understood of an artificial perfection of reason, gotten by long study, observation, and experience, and not of every man’s natural reason”6.
El argumento fue severamente criticado por Thomas Hobbes, quien en el Diálogo entre un filósofo y un legista del common law inglés le hace decir al filósofo:
This does not clear the place, as being partly obscure, and partly untrue. That the reason which is the life of the law, should be not natural, but artificial, I cannot conceive. I understand well enough, that the knowledge of the law is gotten by much study, as all other sciences are, which when they are studied and obtained, it is still done by natural, and not by artificial reason. I grant you, that the knowledge of the law is an art; but not that any art of one man, or of many, how wise soever they be, or the work of one or more artificers, how perfect soever it be, is law. It is not wisdom, but authority that makes a law. Obscure also are the words legal reason. There is no reason in earthly creatures, but human reason. But I suppose that he means that the reason of a judge, or of all the judges together without the King, is that summa ratio, and the very law: which I deny, because none can make a law but he that hath the legislative power7.
Inversamente, en los países de tradición civilista prevaleció el racionalismo (cercano a Hobbes) y con él la idea de que el derecho debe ser el resultado de una demostración geométrica –lógica– como en todas las demás ciencias (sobre todo en matemáticas). El nombre que conviene invocar aquí es el de Jean Domat, para quien el método llamado del “mos geometricus” aparecía como “infalible y susceptible de ser aplicado en todas las ramas del derecho”8.
Todavía hoy, nos esforzamos por mostrar que el razonamiento jurídico en el contexto del common law no tiene nada que ver con el de los juristas del civil law (o con el que llama la aplicación de los “statute law”): mientras que el segundo está dominado por la subsunción y el planteamiento deductivo, el primero es un asunto de analogía y precedente y, para decirlo, de casuística (las referencias son innumerables; nos limitaremos a Brett Scharffs y Lloyd Weinreb9 quien compara los juristas a los artesanos como el carpintero, el alfarero, etc. Y como habría que esperarse, esta tesis despierta vivas críticas, aun dentro de los juristas del common law (pero sin que necesariamente busquen demostrar que hay una gran proximidad entre los dos sistemas jurídicos). Así, en un libro reciente, Larry Alexander y Emily Sherwin trataron de mostrar que el razonamiento jurídico no era cosa distinta a un razonamiento ordinario aplicado a problemas jurídicos10. De su lado, Frederick Schauer rechazó la idea de que existiera una forma de razonamiento específicamente jurídico y desarrolla una posición más matizada según la cual ciertas formas de razonamiento, sin ser propias del derecho, en las que la generalización y la autoridad cumplen un gran papel (el razonamiento a partir de reglas, de precedentes, la justificación por las razones), se encuentran más en el derecho que en otras partes, de manera que sería justificado hablar de un razonamiento específicamente jurídico11.
Desde el punto de vista de la teoría general del derecho, podemos, sin gran dificultad, rechazar la idea de que habría dos maneras de razonar según el sistema jurídico en el cual nos encontremos. Sin embargo, conviene distinguir dos cuestiones detrás de la que en apariencia es simple y uniforme: “¿cómo razonan los juristas?”.
La una es esencialmente normativa puesto que se orienta a identificar el “buen” razonamiento jurídico, presuponiendo una cierta concepción de este último, aquella según la cual el razonamiento jurídico es justamente un arte –en papel craft– que supone tiempo y experiencia (véase a Scharffs, para quien “a good legal reasoning is a combination of practical wisdom, craft, and rhetoric”)12.
La otra cuestión, descriptiva, consiste en preguntarse sobre la manera como en efecto razonan los juristas y, en vez de buscar el “buen” razonamiento jurídico o aun lo que sería una esencia del razonamiento jurídico (el razonamiento “verdaderamente” jurídico), se ponen en evidencia las diversas maneras de razonar de los juristas.
A este respecto, la influencia de los realistas estadounidenses y escandinavos está lejos de ser insignificante, y sin pretender agotar las causas de ese retorno (o de esa aparición) del tema del razonamiento jurídico en el debate jurídico, no podemos dejar de atribuirle una parte importante de responsabilidad. Esa parte es a la vez directa e indirecta: al enfocar el proyector sobre el rol del juez e insistir en el peso de su “idiosincrasia” (pensamos sobre todo en Frank13) o por lo menos en los determinismos no jurídicos y ubicados por fuera de las reglas y de los precedentes y que se añadían a las reglas (Llewellyn y Felix Cohen14), los realistas provocaron un movimiento crítico oriendado a mostrar los excesos de algunas de sus tesis. El papel de Hart merece ser aquí resaltado puesto que fue uno de los primeros críticos (y de los más pertinentes). Pero, una vez más, la historia no termina en Hart: su crítica de los realistas contribuyó a alimentar la tesis según la cual el derecho es, primero, una práctica social y el análisis del razonamiento jurídico debe consistir en el análisis de esta práctica (pensamos sobre todo en Dworkin y Viola15).
En una palabra, lo que dice la tesis es que el razonamiento jurídico es una práctica que incluye varios actores complementarios: no podemos entonces decir que los jueces crean el derecho, así como no podemos afirmar que todo el derecho está contenido dentro de las normas. En realidad, el derecho sería el producto de una interacción y de una colaboración entre varios actores. Se habría superado así la oposición clásica entre autoridad y razón y el debate entre Coke y Hobbes.
Esta tesis agrupa hoy un gran número de juristas, al punto que parece ser la tesis dominante. Y como ocurre siempre con las tesis dominantes o consensuales, también suscita la curiosidad del escéptico.
Hart presenta muy serios argumentos en contra de los realistas, principalmente estadounidenses, en cuanto que estos buscaron mostrar –como una prolongación de Holmes– que el derecho no era una cuestión de lógica sino de experiencia y que, a pesar de las apariencias, la lógica solo desempeña un papel débil o se le cuenta entre otros elementos de racionalidad, y hasta en la versión más extrema, que la lógica no cumple ningún papel puesto que las decisiones de los jueces son puramente arbitrarias (Hart)16. Pero, explica Hart, pese a su aparente simplicidad, la afirmación según la cual la lógica no desempeña ningún papel en la decisión es “oscura y ambigua”17. Su argumento es doble. En la lógica, distingue tres objetos que derivan de tres actividades diferentes: de una parte, las aseveraciones sobre lo que los jueces hacen habitualmente y que dependen de la psicología; las recomendaciones sobre lo que deberían hacer, que dependen del arte de juzgar; los estándares de apreciación de las decisiones de los jueces, que dependen de la justificación de las decisiones.
Una vez distinguidos esos niveles, podemos descartar la idea de que la deducción o la lógica no desempeñan ningún papel en el fallo puesto que, si bien no es del orden de lo que habitualmente hacen los jueces ni de las recomendaciones sobre el arte de juzgar, sí concierne los estándares de apreciación: “la presencia o la ausencia de la lógica al momento de la apreciación de la decisión puede ser una realidad, así la decisión haya sido el resultado de un cálculo deductivo o de una mera intuición”18. Esta era ni más ni menos la tesis defendida por Wasserstrom: la lógica no determina la interpretación de los términos ni la extensión de las clasificaciones; tampoco sirve para tomar decisiones pero sí para justificarlas19. Hart aborda entonces la cuestión de los “casos claros” y de las reglas indeterminadas. Por una parte, al definir un caso claro cuando entra dentro del campo de aplicación de una norma, Hart reconoce que las reglas no se aplican solas, al igual que las situaciones de hecho no esperan que se les aplique la regla que les convenga. Siempre interviene un acto humano20. Por otra parte, rechaza por simplista la –a priori seductora– tesis según la cual los casos claros serían así en virtud de convenciones linguísticas porque nada garantiza que esas convenciones puedan también ser válidas para el derecho. Por consiguiente, hay que atarse a la cuestión de la interpretación. Entonces, sobre este punto, Hart explica que la alternativa entre lo arbitrario (realismo) y la deducción (formalismo) es engañosa: en realidad, cuando una regla no alcanza a determinar un resultado único, los jueces no recurren a sus preferencias personales sino que “formulan razones como si fueran principios, como objetivos de política jurisprudencial o de estándares, y esas razones incluyen gran variedad de intereses individuales y colectivos, metas políticas y sociales y estándares de moralidad y de justicia”21.
Varios de esos principios, objetivos y estándares son necesarios y pueden entrar en conflicto, de suerte que los jueces deben ponderarlos. Así, hay sin duda una parte de poder discrecional pero, según Hart, no arbitrario. Una tal presentación provoca un primer interrogante: ¿a qué nivel pertenece? ¿Deriva de la psicología judicial, las recomendaciones relativas a las maneras de juzgar o incluso de la justificación de las decisiones? En otras palabras, ¿es descriptiva de una práctica o prescriptiva de una conducta o descriptiva de un discurso o prescriptiva de ese discurso? Es difícil decirlo. A priori pareciera que Hart tratara de describir unas prácticas. Pero esas prácticas son puramente discursivas. Es cierto que Hart las describe, pero adoptando el mismo punto de vista de aquellos que adoptan esas prácticas. En otros términos, no dice lo que realmente hacen sino que repite lo que ellos dicen que hacen. ¿Eso todavía será descripivo? ¿O meramente iterativo?
Otra pregunta: ¿Logra Hart demostrar que los jueces pueden escapar de la arbitrariedad? Se debe aquí prestar interés a la naturaleza de los “principios, estándares, objetivos” que Hart invoca. ¿A qué registro del discurso pertenecen? Sobre esto, Hart no dice nada, pero claramente no está en su afirmación que esos “principios…” dependan de la política y de la moral o, más ampliamente, de lo que hemos llamado la ideología de los jueces. Sin duda alguna, la alternativa deducción/artitrario puede parecer excesiva si nos conduce a decir que, sin deducción, los jueces son unos tiranos que deciden la suerte de los demás según sus caprichos. Pero al decir que los jueces se refieren a una ideología o a ideologías, que pueden formular esas ideologías en términos de principios, objetivos, estándares, ¿qué nos está diciendo Hart de diferente de lo que decían los realistas? La dificultad aquí es, como sucede siempre con ese tipo de términos, que el “realismo” abarca una realidad más heterogénea de lo que se piensa, y Hart reconocía eso sin problema22. Pero el hecho es que uno de los aspectos comunes a los realistas (estadounidenses) –además de la crítica de la “mechanical jurisprudence”– es la idea de que los jueces disponen del poder para decidir fundándose en lo que les parece “justo”, y no sobre las reglas mismas. De ahí la idea de Llewellyn de sacar a la luz las “real rules” que utilizan los jueces sin limitarse a las que invocan, detrás de las cuales disimulan sus concepciones personales de la justicia23 que estudia el rigor con el cual los jueces de Nueva York aplicaron, entre 1804 y 1873, la regla según la cual todo comprador que rechaza el envío hecho por su vendedor indicando formalmente sus objeciones renuncia a cualquier otra objeción. Llewellyn había notado que la regla se aplicaba a casos en los cuales el comprador ni siquiera se encontraba en medida de conocer los vicios del producto y el vendedor, en cuanto a él, no estaba en medida de repararlo. Entonces el rigor con el cual esa regla era aplicada se explicaba, según Llewellyn, por el hecho de que en cada caso, la oferta era superior a la demanda, de manera que lo que en realidad pasaba era que los compradores buscaban sustraerse a sus obligaciones contractuales rechazando el envío (bajo cualquier pretexto, de manera que una vez que los jueces verificaban la invalidez de la razón invocada, declaraban que sí había habido venta). Así, la norma comercial –los compradores deben cumplir con sus compromisos aun cuando las condiciones del mercado hayan cambiado– era puesta en ejecución por las cortes mediante una aplicación aparentemente rigurosa de la regla sobre el rechazo de la venta. Las decisiones de las cortes estaban entonces determinadas por un análisis judicial de las prácticas comerciales.
En otras palabras, las reglas son racionalizaciones ex post de preferencias personales en un sentido amplio y el término no solo abarca la idiosincrasia a la Frank (y como nos invita Brian Leiter, hay que resistir a la tentación de la reductio ad Frankum del realismo estadounidense) (véase Fisher III, Morton y Reed24, quienes distinguen dos corrientes del realismo: el realismo de inspiración sociológica, y aquel que ellos califican de idiosincrásico. La distinción es retomada por Brian Leiter y William A. Edmundson25, quienes hablan de “Frankification of Realism”). Así, la descripción de Hart es muy ambigua: o bien está defendiendo una tesis realista (pero en ese caso hay que ir hasta el final y decir que hay arbitrariedad), o bien consiste en una reiteración del discurso de justificación de los jueces (y entonces es más inútil que falsa).
Sin duda, el término “arbitrario” le causa miedo a Hart porque espontáneamente ve el peligro de que los jueces se comporten como tiranos26. Pero es una apreciación moral que omite una distinción entre dos formas de tiranía –la de los buenos y los malos sentimientos– y dos formas de tiranos: los que por su bien quieren nuestro mal y los que quieren nuestro bien por su bien. El segundo lo conocemos, pues vivimos en un mundo que piensa sin cesar en nuestra seguridad, nuestro confort, nuestra salud… lo cual no nos da garantías contra los accidentes, las poluciones, las incomodidades. Simplemente no es cierto que todo individuo que tenga poder sobre otros busque transformarlos en esclavos y reducirlos a nada. Decir que los jueces deciden arbitrariamente es decir que tienen el poder de utilizar los recursos argumentativos de derecho para hacer prevalecer una concepción personal de la política, de la sociedad, de las relaciones individuales, etc., y nada más.
Solo queda de ese análisis que Hart influyó profundamente la teoría general del derecho en materia de interpretación y más ampliamente, del razonamiento jurídico.
II. EL PUNTO DE VISTA HERMENÉUTICO O EL DERECHO COMO PRÁCTICA SOCIAL
La tesis del derecho como práctica social fue ampliamente desarrollada bajo la influencia de Dworkin, pero la idea no le es propia27. Existe una versión iusnaturalista de esta tesis y otra versión positivista –por lo menos prima facie–. Por “derecho como práctica social” entendemos no que el derecho sea un conjunto de normas o al menos no solo que lo sea, sino también y sobre todo un conjunto de “prácticas”. El concepto de “práctica social” no siempre es claramente definido (muchas veces nos referimos a MacIntyre28, para quien “By a ‘practice’ I am going to mean any coherent and complex form of socially established cooperative human activity through which goods internal to that form of activity are realized in the course of trying to achieve those standards of excellence which are appropriate to, and partially definitive of, that form of activity, with the result that human powers to achieve excellence, and human conceptions of the ends and goods involved, are systematically extended”).
La mejor explicación la encontramos en Dworkin o Viola, para quienes decir que el derecho es una “práctica social” es igual a admitir que el objeto del derecho no es un objeto dado de una vez por todas, sino que es un entramado de procedimientos, instituciones y reglas, que tienen todas una finalidad propia y que son ellas mismas objeto de interpretaciones29.
Apreciamos lo que esta tesis debe a la distinción que Dworkin contribuyó a difundir entre las “teorías semánticas” y las “teorías interpretativas”30: las teorías semánticas se ocupan de identificar los criterios de validez del derecho, por ejemplo la definición del derecho y las condiciones de veracidad de las proposiciones jurídicas: están infectadas por el dardo semántico que les conduce a imaginar que existe un solo sentido de la palabra derecho utilizado por todo el mundo y que los desacuerdos entre juristas sobre los fundamentos del derecho son pura ilusión31.
Para las teorías semánticas, el objeto del derecho existe sin que sea necesario interpretar nada para encontrarlo. Por el contrario, las teorías interpretativas parten de la idea de que el conocimiento del objeto del derecho supone justamente una interpretación de esas prácticas. Una teoría interpretativa es entonces una interpretación de los usos de los conceptos interpretativos de la práctica jurídica. Los desacuerdos entre los participantes de esa práctica no son un diálogo de sordos debido al hecho de que las personas emplean una misma palabra en sentidos diferentes, sino que están provocados por el hecho de que la palabra misma denota un concepto interpretativo: los desacuerdos corresponden a diversas interpretaciones de un mismo fenómeno, de una misma práctica, que tiene un sentido para quienes la practican y a la cual cada uno quiere dar el mejor sentido observándola desde la mejor perspectiva32.
Por “interpretación” entendemos la actividad que consiste en darle un sentido a un complejo conjunto de fenómenos (como ocurriría en la interpretación de una obra de arte). Para describir una práctica social hay que identificar los valores sobre los que se fundamenta. Las reglas son elementos constitutivos de esa práctica social. La idea se inspira en la tesis del segundo Wittgenstein, quien rechaza la concepción empirista del conocimiento como reflejo de la realidad defendida sobre todo por el Círculo de Viena, él mismo bajo influencia del primer Wittgenstein. El conocimiento ya no consiste en describir de manera neutral la realidad física sino en describirla con la idea de que esa descripción procederá de opciones específicas, sobre todo de opciones de valor, y, entonces, que el conocimiento también es evaluativo y no únicamente descriptivo. En síntesis, no hay conocimiento absoluto ni neutral sino siempre parcial y hay opciones en marcos de referencia.
En esas condiciones, describir el derecho como una práctica social supone rendir cuentas de la forma como se percibe y practica el derecho, de la misma manera como se informaría sobre las reglas de un juego. El razonamiento jurídico se encuentra encerrado en una dimensión institucional y en una práctica que lo hace ser menos libre e irracional de lo que los realistas parecen decir. Su análisis es ante todo un análisis de argumentos o justificaciones que apoyan las decisiones de los jueces o también los alegatos de los abogados33.
Entonces el razonamiento jurídico es específico porque abarca prácticas específicas y obedece a una lógica específica. Esta tesis explica la difusión de lo que se llamó “el punto de vista hermenéutico”34, que se presenta en varias materias: (a) el derecho es una práctica social; (b) existen casos difíciles en los cuales los jueces tienen un poder discrecional pero no arbitrario; (c) la interpretación jurídica no consiste en un acto de voluntad sino en un acto de conocimiento o de voluntad según sea el caso o, mejor aún, en una actividad, una práctica, que nos obliga a salir de la alternativa voluntad/conocimiento; (d) aun en los casos difíciles, el poder discrecional está limitado por la obligación de dar razones, lo cual conduce a una forma de discusión racional y argumentativa que priva a los jueces de ese poder casi legislativo que equivocadamente se les otorga; (e) la descripción del razonamiento jurídico debe adoptar un punto de vista interno o al menos, dar cuenta de él. Los partidarios de la tesis del derecho como práctica social insisten en la importancia de la argumentación en derecho como un factor de limitación del poder discrecional de los intérpretes y de la irracionalidad jurídica. Los elementos constitutivos de esta práctica son, primero, la necesidad de justificar una decisión, de dar las razones y también argumentar en los casos difíciles.
III. EL RAZONAMIENTO JURÍDICO COMO ARGUMENTACIÓN PRÁCTICA
¿Dar las razones será siempre una garantía contra lo arbitrario? Todo hace pensar que si doy las razones estoy construyendo un razonamiento que me obliga a hacer el vínculo entre mi decisión y las razones que estoy dando en mi decisión. Como dice Schauer, “When the voice of authority fails, the voice of reason emerges”35.
Hay primero que entenderse el concepto de “razón” y distinguir: (1) las razones subjetivas o explicativas que se identifican a los motivos; éstas son combinaciones de deseos y creencias (p. ej.: “la razón por la cual mató a su esposa es porque lo engañaba”); (2) las razones objetivas o justificativas: no sirven para ejecutar una acción sino para juzgarla, evaluarla, con el fin de determinar si es o no justa, si es buena o mala, según un punto de vista moral, jurídico o estratégico, en síntesis, hacia un fin (p. ej.: “que una mujer engañe a su marido no es una razón para matarla”36). En derecho o en toda justificación de una actividad práctica, las razones que se dan son generalizaciones37. Son “buenas” si son susceptibles de aparecer como fundamento de soluciones posteriores. Una razón consiste, así, como es lógico, en una proposición susceptible de incluir el mayor número de casos que la solución para la cual fue dada; es más general que la solución particular de la que es la razón.
B. POR QUÉ LAS RAZONES SON VINCULANTES
Resaltamos las múltiples vinculaciones que la justificación por las razones parece implicar. Así, de un lado, dar razones es comprometerse en favor de una solución más que de otra. Y aquí todo parece militar en favor de un cognitivismo psicológico que implicaría que la acción de un individuo esté conforme a la justificación que ese individuo le da a su acción38. Si, por el contrario, no se compromete, corre el riesgo de ser deshonesto y de ser considerado carente de sinceridad o de contradecirse. Ese compromiso puede acompañarse de presiones físicas: puedo excusar mi ausencia a una conferencia que debía dictar diciendo que estoy enfermo, y en ese caso me condeno a quedarme en casa o por lo menos a evitar ser visto y entonces a hacer como si estuviera realmente enfermo. Y eso me obliga también a futuro. Si la razón que di era que estaba enfermo, debo esperarme a que me pregunten si estoy mejor. Y entonces no puedo invocar un cáncer súbito, una enfermedad incurable… Queda que ese compromiso no es inviolable39. Pero sustraerse a él supone dar nuevas razones, hay de algún modo una espiral de razones que limitan la libertad de opción y de acción de aquel que justifica sus decisiones como la telaraña que limita la libertad de la mosca.
De otra parte, la justificación ejerce una presión sobre quien justifica su decisión y expone esta última a la crítica. Así, la justificación tiene un “efecto retroactivo”40 que puede conducir a modificar una decisión tomada bajo el efecto o el poder de una intuición. El juez que justifica su decisión debe velar por ser, no solo comprensible sino también coherente y, más todavía, debe velar por que su justificación sea apropiada al caso que le es sometido, de manera que esa justificación limita lo arbitrario de su decisión41.
Si hasta el juez de buena fe debe motivar su decisión, entonces las limitaciones de la justificación se ejercerán en todo su vigor y conducirán al que decide a repasar sus intuiciones. Este argumento es, irrebatiblemente, una piedra en el jardín de aquellos que (como los realistas estadounidenses) tienden a presentar la decisión judicial de manera radicalmente irracional: un “hunch”42 que se podría justificar libremente (y para el cual se buscan justificaciones pragmáticas43). Se trató de utilizar la distinción entre contexto de decisión y contexto de justificación para justificar esta manera de proceder44. Pero si la justificación tiene un efecto retroactivo sobre la decisión, esta diferencia no se soporta. Dicho esto, también hemos podido mostrar que dar muchas razones podría conducir a una forma de obstrucción y crear confusión45. La justificación puede entonces operar como un test: una vez sometida al test de la justificación y de la racionalidad, la decisión tomada de forma irracional puede parecer racional y correcta. Y en la medida en que una decisión pueda ser públicamente comentada, criticada y debatida (en caso de apelación, por ejemplo), es el contexto de la justificación el que es decisivo, los argumentos presentados en ese contexto y no el contexto factual de la decisión (la psicología, etc.).
C. LOS VALORES INSTITUCIONALES
En fin, como el sistema jurídico está fundado en un valor –el legalismo o el formalismo–, no puede ser ignorado por quien se interesa en los sistemas jurídicos, podemos explicar por qué los jueces no hacen cualquier cosa y por qué la justificación de una decisión no consiste en la expresión de emociones personales o en la invocación de razones personales46. Entonces la objeción de los Critical Legal Studies según la cual “todo es política” no tiene acogida: decir que todo fallo es un asunto de política nada nos dice sobre los sistemas jurídicos. Al contrario, si queremos comprenderlos hay que situarse en la racionalidad que los anima y que permite restituir a los comportamientos de unos y otros su significado más pertinente.
Es lo que explica también la importancia de la deducción en los casos simples: las deducciones forman un elemento significativo de la justificación jurídica en toda concepción o sistema de derecho en el cual sea la preeminencia del derecho (rule of law) o el Estado de derecho es aceptado como una forma de gobierno ideal o un ideal que se debe alcanzar (governing ideal)47.
Como lo explica Massimo La Torre, ya que la decisión del juez debe ser formulada semánticamente, se puede reconstruir el contexto de la decisión como un conjunto de relaciones lógicas entre entidades semánticas, y entonces como un contexto de justificación. Y de resto, el significado de un concepto y el significado de un enunciado resultan de las inferencias lógicas que ese conjunto permite48. Así el problema no es tanto el carácter lógico de la inferencia como el fundamento del proceso argumentativo y deductivo: las premisas deben ser aceptables en el ámbito de la deliberación judicial. Entonces una premisa compuesta de una sola aversión personal no sería aceptable. No sería una cuestión de lógica sino de razón preliminar e institucional.
D. LA ARGUMENTACIÓN EN LOS CASOS DIFÍCILES
Podemos mostrar que el razonamiento jurídico obedece a una racionalidad específica, prudencial, que no es ni inductiva ni deductiva49. Escapamos entonces del emotivismo, de lo irracional o lo arbitrario si los fallos jurídicos se ubican dentro de una forma de justificación intersubjetiva. Entonces es porque negamos la fuerza de la racionalidad práctica específica que llegamos al irracionalismo. En derecho, las reglas no regulan su propia aplicación, como lo decía Hart después de Wittgenstein; son defectibles (defeasible), cierto, pero no irracionales. Se debe entonces abandonar el silogismo y adoptar el modelo de la argumentación50. Aquí llegamos al problema fundamental para los juristas: en la aplicación de la ley, esta última puede contener varias normas para un mismo caso. La cuestión es entonces saber por qué razón escogemos tal norma o tal combinación de normas. Entonces las razones de esa escogencia son consecuencialistas. La racionalidad jurídica es una racionalidad de propósito51. Y cuando, a la inversa, no disponemos de norma explícita que sea aplicable, solo podemos encontrar una a través de un razonamiento moral52.
Esta tesis del razonamiento jurídico como argumentación práctica tiene, sin embargo, varias objeciones. Por un lado, como bien lo explica Bulygin, “los enunciados internos son prescripciones escondidas”, ciertamente no crean derecho pero son siempre prescriptivos53. El “punto de vista interno” es pues, en realidad, un discurso prescriptivo que da la apariencia de la descripción. Es como decir “esto es obligatorio en tal sociedad porque la ley puede ser descrita diciendo exactamente eso”. Pero la afirmación resulta de la interpretación de un texto o práctica y disimula, o nada dice, del hecho de que otras interpretaciones sean posibles o hasta sean efectivamente practicadas.
Por otro lado, la tesis estudiada parece confundir dos cosas distintas: la importancia de la opción moral en el razonamiento jurídico y la conformidad a la moral del razonamiento jurídico. En efecto, el análisis realista del derecho que insistió tanto (y todavía sigue insistiendo) sobre la indeterminación ineluctable e indefectible del lenguaje jurídico ha conducido a mostrar que todo razonamiento jurídico supone una opción moral de aquel que participa: la opción de aplicar el derecho positivo más que de invocar un derecho “natural” o también la opción de aplicar el derecho positivo con miras de hacerle perseguir ciertos valores u objetivos “democráticos” más que otros54. Pero otra cosa es saber si la moral limita la opción del juez55. Entonces, decir que más allá de la moral individual que podría guiar a los actores del derecho existe un conjunto de creencias que la práctica de una actividad produce y que liga y determina las acciones de esos actores y profesionales, dicho de otro modo, una moral institucional, es un argumento muy distinto, que no se funda ya sobre un análisis del lenguaje normativo sino sobre un objetivismo moral ante el cual uno puede tomar distancia.
Extraer algún argumento con base en esa “moralidad” del derecho (para parafrasear a Fuller) y afirmar la especificidad del razonamiento jurídico es un poco falaz por cuanto esa moralidad del derecho es en realidad una moralidad de los jueces. Por muy seductora que sea, la tesis hermenéutica es claramente una tesis moral. Y así su moral sea democrática, sigue siendo moral. Ciertamente, en esta concepción, la interpretación es democrática en cuanto no es autoritaria ni completamente sabia sino colectiva y orientada hacia fines mayoritariamente compartidos, pero es hacer de la democracia una moral en sí misma.
Por otro lado, no se puede guardar silencio sobre el argumento de autoridad que, en derecho, presenta visiblemente la ausencia de justificación: así, una jurisdicción que dispone de un poder en virtud de una norma –que establezca por ejemplo el poder modular el efecto de las decisiones en el tiempo– puede perfectamente dejar de utilizarlo sin justificar por qué no lo utiliza. O también, la misma jurisdicción puede justificar mínimamente esa decisión dejando en la sombra todo un conjunto de razones jurídicas que la doctrina sacará a la luz. Y eso sin contar las eventuales lagunas axiológicas… Decir esto no alcanza aún la tesis de Raz de que el derecho es a veces una razón revestida por sí misma de autoridad, tesis que consiste en reconocer que, en efecto, puede pasar que la sola autoridad del derecho pueda ser considerada como la razón para actuar56. Nino había controvertido esta idea buscando demostrar que reposaba sobre un error lógico: el derecho positivo es un hecho del cual no podemos inferir ninguna norma en sí misma puesto que toda norma deriva de otra norma. La autoridad viene de la norma moral según la cual debemos obedecer al derecho57. Pero Nino hacía una mala interpretación de la tesis positivista de Raz sobre las fuentes factuales del derecho o el carácter empírico de las normas, tesis que exige que las normas sean producidas por un acto humano58. Podría asimismo añadir que el punto de vista interno sobre el cual reposa la tesis hermenéutica vuelve ciego o al menos miope, al prohibir sacar a la luz la manera como los jueces logran maquillar preferencias personales en derecho. Y esto también puede dar lugar a predicción, como es el caso dentro de la Corte Suprema sobre cuestiones de políticas públicas, donde la experiencia muestra que los votos de los jueces cotejan las opiniones políticas de los presidentes que los han nombrado (según Cass Sunstein, “For all the high-flown talk about the Constitution’s original meaning, the role of precedent, and the virtues and vices of the ‘living Constitution’ [the idea that the meaning of the Constitution changes over time], the fact is that the views of Republican and Democratic appointees on questions of constitutional law tend to overlap with the views of Republican and Democratic presidents on questions of public policy”59. Lo cual en ningún momento significa que el derecho no cuente60).
En fin, la concepción hermenéutica hace un análisis debatible de la interpretación jurídica atenuando en exceso la parte volitiva de esta actividad y acentuando también en exceso la parte cognitiva –a la inversa de los realistas a quienes se les reprocha el privilegiar la parte volitiva–. A este respecto, debemos señalar que la necesidad de abandonar la concepción silogística del razonamiento jurídico es muy antigua y fue defendida mucho antes de manifestarse la “corriente hermenéutica”.
Esta concepción silogística a la que estaban atados los juristas formalistas resultaba de un punto de vista interno del derecho y de un presupuesto no discutido según el cual la norma estaría inscrita en el texto y no sería producida por quien se sirve del texto61. Resaltar otro modelo –según el cual los principios deberían ser puestos en una balanza– no significa ser más realista desde que se considera que esos principios se imponen a quien debe operar el balance entre ellos62. La raíz del problema se sitúa claramente en la idea errada de que las normas jurídicas se confunden con los enunciados –los textos– de los cuales son extraídas63.
Así, para conocer la norma que expresa un texto hay que leerla e interpretar las palabras según una cierta convención lingüística que es muy evolutiva y variable64. De ahí la paradoja que hace Wittgenstein según la cual una regla no puede por sí misma determinar ninguna manera de actuar y que nos deja con la duda: ¿podemos comprender una regla sin interpretarla? Para quienes tienen una respuesta positiva, existen maneras de comprender una regla que no son interpretaciones de esa regla. Deberíamos entonces guardar el vocablo “interpretación” para los casos en los que sustituyamos la expresión de una regla con otra.
En esas condiciones, Wittgenstein podría servir para justificar que en ciertos casos –los casos claros– en que existe un acuerdo sobre la regla ese acuerdo no depende de la opinión de unos y otros sino de una forma de vida. Pero esta tesis, que encontramos también en filigrana en Hart, es muy debatible porque presupone una identidad completa y no demostrada entre los contextos de la comunicación ordinaria –donde ninguna autoridad está a priori designada para solucionar los eventuales desacuerdos interpretativos– y el contexto de la comunicación jurídica que instituye precisamente una autoridad que está encargada no tanto de solucionar los desacuerdos como de imponer una significación.
Desde esta perspectiva, si el complejo debate entre exégetas de Wittgenstein y Kripke debiera llevarse a cabo entre juristas, Kripke sería el más pertinente: en derecho, atribuir un significado es expresar una norma y no describir un hecho. No existe hecho semántico jurídico que pueda garantizarnos que tal significado exista objetivamente65: la normatividad de la significación depende de las prácticas de la comunidad, pero esa comunidad se limita mucho a las autoridades nombradas por el sistema jurídico para imponer los significados.
Así mismo, sobre el fundamento de esa tesis, podemos contestar la distinción entre los casos fáciles y los casos difíciles que hacen pensar que los jueces tienen poder creador solo cuando el caso es difícil. Eso sería pensar que la dificultad del caso se impone ante los jueces, únicos facultados para apreciar esos casos. En otras palabras, no hay casos fáciles o difíciles: lo que hay son casos llamados “fáciles” (que se pueden resolver utilizando una norma existente) y otros llamados “difíciles” (para justificar el uso o la creación de una norma nueva).
Sin embargo, sigue habiendo un elemento común en el razonamiento de los juristas: todos tienen el objetivo principal de mostrar que están siguiendo una regla, que tal interpretación existía desde antes (1); o es nueva pero coherente con el conjunto dentro del cual se integra (2); o es nueva y poco coherente pero necesaria en vista de las circunstancias (3). En otros términos, el derecho no es el resultado de la voluntad de quien lo dicta, sino que esa voluntad es un instrumento que está al servicio de un orden preestablecido que la presiona y al cual está irremediablemente subordinada. En definitiva, la pregunta que merece ser formulada es: ¿por qué necesitamos que el derecho sea una “práctica social” en lugar de un “conjunto de normas”?
En realidad, decir que el derecho es una “práctica” deja de lado el papel de las normas y la dimensión prescriptiva y autoritaria del lenguaje del derecho, insistiendo por el contrario en la dimensión práctica y racional de la discusión jurídica. Entonces, decir que el derecho es una práctica social y que por consiguiente es compartida no toma en cuenta la especificidad de las posiciones de cada uno dentro de esa práctica: los jueces no proponen interpretaciones sino que escogen significaciones, la doctrina jurídica propone pero no puede escoger, solo puede influir; los abogados pueden influir pero no pueden escoger… En esas condiciones es difícil concluir que los diversos participantes de la práctica jurídica sean complementarios66.
Una vez admitido que los jueces ejercen un poder, ¿qué hemos dicho?: ¿que la democracia está en peligro?, ¿que hay que declarar impedidos a los jueces? Ciertamente, no. Los jueces a veces no sirven para nada, de hecho esto es lo que los defensores de la tesis hermenéutica no quieren obstinadamente ver. Los jueces ciertamente tienen un poder pero ese poder, es débil en extremo y claramente no puede hacer de ellos el fundamento de la democracia.
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