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ARGUMENTO SOCIOLÓGICO Y TEORÍAS DE LA INTERPRETACIÓN: ¿LA SOCIOLOGÍA COMO TÉCNICA INTERPRETATIVA? *

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El tema que se me ha propuesto tratar –el argumento sociológico y las teorías de la interpretación– presenta varias dificultades preliminares que no sé si logre superar.

La primera es que las teorías de la interpretación jurídica no necesariamente se interesan en los argumentos, sean los que sean, que utilizan los juristas al interpretar los textos o el derecho en general. Las teorías de la interpretación jurídica se interesan, por lo general, en la “naturaleza” de la interpretación del derecho. Y el debate presenta tres posiciones distintas: quienes ven la interpretación como una operación del conocimiento (interpretar es conocer o descubrir el significado de un texto jurídico o el sentido exacto de una norma); quienes la ven como una operación de la voluntad (interpretar es atribuirle significado a un texto o también extraer una norma de un texto) y los que la consideran una combinación de ambas. Evidentemente, esta tripartición es discutible y la discusión es objeto de ciertas aproximaciones metateóricas1. También existen teorías que se interesan a los argumentos y técnicas que utilizan los intérpretes jurídicos para tomar sus decisiones o –según el punto de vista que se adopte sobre la naturaleza de la operación interpretativa– para justificarla.

Esas teorías presuponen o se fundan en una teoría de la interpretación jurídica, pero son teorías de la argumentación jurídica. Esas teorías pueden ser descriptivas de los argumentos utilizados, o normativas –y prescriben tal o cual argumento o tipo de argumentos– o las dos a la vez2. Así, según la opción inicial que se haya tomado, nos interesaremos por los argumentos de los intérpretes (para mostrar la variedad o la uniformidad), o buscaremos identificar los argumentos que deban utilizar (porque pensamos que son legítimos, razonables, etc.) o también combinaremos ambas modalidades de análisis. Cuando nos preguntamos sobre el lugar que ocupa el argumento sociológico entre las teorías de la interpretación, nos situamos del lado de la teoría de la argumentación.

Entonces surge una nueva dificultad: entre todas las teorías de la argumentación desarrolladas en los últimos años, ninguna le da el mínimo lugar al argumento “sociológico”3. A la inversa, si las teorías atadas a la naturaleza de la operación de interpretación no le dan un lugar específico al argumento identificado como “sociológico”, todas se dedican a mostrar (según diversas proporciones que dependen de lo que presuponen) el lugar que toman las consideraciones “no jurídicas” o “extrajurídicas” en la interpretación.

La tercera dificultad radica en la ambigüedad –¿oscuridad?– de la expresión “argumento sociológico”. No es que la expresión “argumento jurídico” sea de las más claras. Porque muy seguido los llamamos así solo por razones formales. Pero precisamente: esto deja entrever un prejuicio formalista bastante expandido y ampliamente compartido, según el cual es “jurídico” el argumento extraído de un texto de ley, de un contrato o de un tratado, o mejor, de una decisión de justicia o de una disposición de la Constitución. ¿Y el argumento sociológico, qué sería? La expresión puede ser entendida en varios sentidos, según si se designa un argumento que haya sido formulado por una teoría o análisis sociológico y que fuera utilizado por un argumento jurídico, o si designa un argumento formulado por el derecho mismo pero cuyo objeto fuera la sociedad o las relaciones sociales. ¿Luego no decimos que un argumento es “económico” cuando proviene de una teoría económica, justamente? E inversamente, ¿no se le exige al derecho y a quienes lo aplican tomar en consideración las realidades sociales?

La objeción que surge es que, tomada como “ciencia”, la sociología –como la economía, la historia o cualquier otra disciplina– formula teorías y análisis, aun a partir de resultados de investigaciones, pero no formula “argumentos” propiamente dichos. Por otro lado, si imaginamos que una argumentación jurídica adopta tales argumentos, sabemos que –y es una observación que la sociología del derecho podría hacer– el derecho transforma en derecho todo lo que toca4. Por lo tanto, los argumentos inicialmente sociológicos serían argumentos “no jurídicos” o “extrajurídicos” al servicio de una argumentación “jurídica”.

¿Y de qué argumentación jurídica estaríamos hablando? Aquí también se impone una distinción muy conocida, pues el término puede señalar por lo menos dos tipos de discursos: una argumentación “descriptiva” e incluso “científica” en el sentido débil del término, digamos doctrinal, por un lado, y, por otro lado, una argumentación que por comodidad calificaríamos de “prescriptiva”. La primera buscaría defender una tesis, hacer crecer el conocimiento, elucidar una cuestión teórica, eventualmente hacer el inventario de los argumentos pro o contra, invocados o invocables en tal o cual solución, distinguiendo si es el caso la naturaleza de cada uno (jurídica, sociológica, histórica, económica…). La argumentación prescriptiva buscaría convencer una jurisdicción de lo bien fundada de tal o cual solución sin azorarse con un análisis exhaustivo sobre la naturaleza de los argumentos. La diferencia entre estas dos formas de argumentación es importante, pues cambia el sentido que se le dé al término “argumento”: en la argumentación “descriptiva”, un argumento es un elemento de razón que apoya una demostración. En la argumentación prescriptiva, un procedimiento retórico busca provocar la adhesión del interlocutor. Los juristas son familiares a esos “argumentos” y a ellos se reducen los métodos de interpretación.

Entonces, podemos comprender de otra forma la expresión “argumento sociológico”. Por “argumento” los juristas designan un “método de interpretación” de los textos jurídicos, y por “sociológico” designan lo que estiman ser prácticas sociales, morales, hábitos, una normativa “de hecho”, en definitiva alejada de lo que la sociología misma consideraría. La argumentación sociológica en derecho sería, entonces, el método de interpretación de un texto, extraído, inspirado o fundamentado en la observación de las prácticas humanas o más ampliamente, de los hechos sociales.

A este respecto, resulta incontestable que los juristas, los jueces, los abogados… recurren a argumentos de ese tipo. Pero los utilizan en el marco de una interpretación jurídica para justificar opciones interpretativas, sea que la interpretación verse sobre hechos o sobre textos aplicables a esos hechos. Dicho de otro modo, buscan disimular muchas veces el argumento formalmente no jurídico detrás de un argumento perfectamente identificado como jurídico desde el punto de vista interno, por ejemplo el suyo propio. Es poco refutable el que muchas teorías de la interpretación han promovido ese tipo de argumentos, o mejor digamos métodos de aplicación e interpretación del derecho. A esas teorías se les conoce como “teorías sociológicas del derecho” e históricamente aparecieron al final del siglo XIX y tuvieron su hora de gloria al final del siglo XX. Pensamos evidentemente en el movimiento de la libre investigación en derecho, muy influyente en Alemania, Francia y Estados Unidos5.

Pero concretamente hablando –nueva dificultad–, estas teorías no se presentan como teorías de argumentación jurídica o de interpretación en derecho. Lo que designamos bajo el rubro de “teorías sociológicas del derecho” es muchas veces un conjunto de opiniones doctrinales opuestas al formalismo –o textualismo– defendidas en su tiempo por la escuela de la exégesis y los pandectistas alemanes. Ese formalismo igualmente inspiró a ciertos juristas en los Estados Unidos que eran favorables a la creación de un “derecho como ciencia”6. En cambio, teorías descriptivas no identificadas bajo el apelativo de “teorías sociológicas” buscaron mostrar la importancia heurística y epistemológica de una aproximación sociológica del derecho. Si esas teorías se apoyan sobre una teoría de la interpretación, no se reducen a eso; tampoco le consagran un lugar específico a lo que sería un “argumento sociológico”. Ponen en evidencia el hecho de que los juristas, y sobre todo los jueces, recurren a lo que algunos llaman el “método sociológico” –que en realidad le debe muy poco a la sociología– pero sin promoverlo más que a otro o, mejor todavía, mostrando que ese método no era en realidad ningún método.

Presentadas todas esas dificultades, ¿qué hacer? Sin duda, presentar el problema de otra manera. En vez de preguntarse qué lugar tiene dentro de las teorías de la interpretación una teoría que simplemente no existe, mejor hay que preguntarse por qué, a pesar de sus críticas encarnizadas del “formalismo”, las teorías de la interpretación llamada “sociológica” nunca pudieron imponer un “argumento sociológico” en el discurso jurídico. Un inicio de explicación podría radicar en la relación contradictoria que los juristas (si se puede hacer esa universalidad) tienen justamente con el “formalismo” jurídico. Pero antes de adentrarnos en esta hipótesis, resulta conveniente retomar algunas teorías de la interpretación jurídica que a veces calificamos de “sociológicas” –asumiendo la porción de arbitrariedad y la falta de exhaustividad a la que estamos condenados por carecer de espacio–. El punto común inicial a las diversas teorías de la “interpretación sociológica” es la afirmación de la libertad de los jueces, quienes son vistos como legisladores. Pero aquí también se impone hacer una distinción: unos piensan la libertad del juez dentro del marco de una teoría de la justicia social; otros piensan la libertad del juez dentro de un marco de una teoría de la interpretación.

I. LA LIBERTAD DEL JUEZ FUNDADA SOBRE LA TEORÍA DE LA JUSTICIA SOCIAL

Si existe un nombre al cual podamos asociar esta concepción, es el de Roscoe Pound, quien denunció la “mechanical jurisprudence” de los juristas formalistas encantados con el “derecho científico”, para oponerles su famosa “sociological jurisprudence”7. Ese adjetivo se impuso ante él bajo la influencia de los padres de la sociología americana (Albion Small, Lester Ward, también E. A. Ross, de quien fue compañero en la Universidad de Nebraska de 1901 a 1906)8, pero también de Holmes9 y de los juristas alemanes, de quienes era ávido lector.

En sus primeros artículos, Pound señala la dimensión social y la función social del derecho. Desde 1905 comenzó a traer una nueva filosofía del derecho, fundada sobre una buena comprensión de los elementos de la ciencia política y de la ciencia social10. Para Pound, como lo fue antes para Holmes, el derecho es una serie de experiencias que hacen parte de la vida humana. De querer comprenderlo, el jurista debe, por supuesto, estudiar lo que dicen las cortes pero también las circunstancias y las condiciones sociales y económicas de sus decisiones y de aquellas en las cuales se aplican los principios. Pound aboga entonces por una mejor toma en consideración de los hechos sociales y de las situaciones individuales. Vitupera en contra de los “monjes del derecho”, quienes, encerrados en el derecho puro, son incapaces de crear “principios prácticos” susceptibles de ser aplicados a un mundo en movimiento hecho de carne y de sangre11. Así es como insistirá en la distinción –que persistirá– entre law in books y law in action. Esta distinción se orienta a señalar la importancia de los factores sociales en la manipulación de las categorías jurídicas. Pero esta concepción también contiene una teoría prescriptiva de la función de juzgar según la cual el juez está investido de la misión de adaptar el derecho a las situaciones individuales.

El análisis de Pound es que se hubo un cambio y que la sociedad pide desde entonces a los jueces responder a la demanda social, satisfacer las necesidades y no solo contentarse con aplicar mecánicamente las leyes. Así, en 1907, Pound escribió: “Courts must decide cases; they must decide them in accord with the moral sense of the community so far as they are free to do so”12. El año siguiente retomará esa idea al insistir sobre el hecho de que el rol del juez es “darle vida a un principio” no por deducción sino por la ejecución concreta de ese principio: “[T]he task of a judge is to make a principle living, not by deducing from it rules […] but by achieving thoroughly the less ambitious but more useful labor of giving a fresh illustration of the intelligent application of the principle to a concrete cause, producing a workable and a just result”13.

Toma los elementos de esta teoría que hace de los jueces unos garantes de la justicia social, de los autores de la “freie Rechtsfindung” (que más tarde serán algunos traducidos al inglés). El punto de partida de esos autores es, según dice, “filosófico o sociológico” y lo esencial es, según ellos, que una solución justa y razonable sea aportada a cada litigio individual. En esas condiciones, “la ley es considerada una guía para la acción del juez, que lo conduce hacia un resultado equitativo pero el juez permanece libre –dentro de límites amplios– de adaptar la ley a situaciones individuales con el fin de satisfacer la demanda de justicia que ha sido expresada por las partes y conciliar la razón y el sentido moral de los ciudadanos del común”14.

Conviene detenerse un poco en la teoría de la interpretación legislativa que Pound encuentra en Josef Kohler (y que ayuda a dar a conocer en los Estados Unidos15). En su Lehrbuch des bürgerlichen Rechts16, Kohler escribe17:

Hasta ahora, lastimosamente, no nos hemos interesado en el significado sociológico de la fabricación del derecho. Mientras hemos adquirido la convicción de que no es el individuo el que hace la historia sino el conjunto del pueblo, en la fabricación del derecho le hemos reconocido eficacia solo a la persona que hace el derecho. Nos desinteresamos del hecho de que quien hace el derecho es un sujeto de su época, totalmente impregnado del pensamiento de su momento, habitado de la cultura que le rodea, que trabaja con los puntos de vista que recoge de su esfera cultural, que habla con palabras que tienen un siglo de existencia, y cuyo significado fue fijado por el proceso sociológico de un millón de años de desarrollo lingüístico y no por la personalidad de un solo individuo. La opinión según la cual la voluntad del legislador domina la interpretación legislativa solo es un ejemplo del trato no histórico de los hechos de la historia del mundo y debiera desaparecer completamente de la teoría del derecho. De ahí este principio: las reglas del derecho no se deben interpretar según lo que ha pensado o querido el legislador sino que se deben interpretar sociológicamente, como la producción del pueblo entero del que el legislador se ha convertido en un órgano18.

Así, Kohler pretende conferirle al juez el poder de sustraerse al sentido literal para adaptar el texto escrito –y antiguo– a las preocupaciones contemporáneas de los individuos –de la sociedad– a quienes les será aplicado. Y esa “adaptación” debe, en ciertos casos, introducir un nuevo significado. Como rechaza la interpretación literal, Kohler admite que varias interpretaciones de una ley sean posibles, entre las cuales hay que escoger la más racional y la más eficaz19. O también, seleccionar entre las diferentes interpretaciones posibles, aquella que le da a la ley su significado más razonable y más ventajoso y que producirá los efectos más benéficos. Hay que precisar que la originalidad de Kohler no está en el hecho de sostener una concepción más “subjetiva” de la interpretación de la que se refiere a la intención del legislador, sino, por el contrario, en el retorno que hace a Hegel20 al hacer una hipótesis de una razón colectiva susceptible de ser aplicada por el juez. Así haya podido parecerle original a Pound –y sin duda contribuyó ampliamente a su doctrina sobre el “balance de los intereses” que posteriormente desarrollara–, esta teoría reposa sobre postulados muy clásicos. Por una parte, Kohler no esconde que, según él, la interpretación consiste en un “descubrimiento” del sentido y del significado. La única diferencia con las precedentes doctrinas radica en el objeto de esos descubrimientos, que ya no es más la intención de una persona sino “lo que está realmente dicho”21. Por otra parte, Kohler permanece atado a la idea de que el intérprete debe llegar al significado “correcto” o “exacto” o hasta “verdadero” del texto de ley que “descubrirá”22. En fin, Kohler razona considerando que la ciencia jurídica le presta un apoyo al intérprete otorgándole los medios para identificar el significado del texto que resulte ser más benéfico para la sociedad23. A este respecto, si el juez no está ligado por la literalidad del texto ni por su espíritu, Kohler no lo percibe como investido de un poder discrecional susceptible de ser arbitrario. Los límites de su poder de interpretación son, según él, múltiples: “It appears, therefore, that in interpreting a statute one should first look to its reason, then to its logical consistency, and finally to the history of social movements”. En este momento existe la tentación de identificar a Kohler con Gény, quien, como sabemos, militó arduamente por una concepción evolutiva o sociológica de la interpretación jurídica24.

Sin embargo, aparte de su filiación hegeliana, lo que diferencia a Kohler de Gény es que basa la necesidad de la interpretación en una teoría del lenguaje relativamente compleja, tomada sin lugar a dudas tanto de Hegel como de Savigny y Jhering. Según Kohler, nuestro pensamiento no es tanto personal como social. Es el fruto de un largo proceso histórico; está ligado a un número infinito de otros pensamientos, de manera que la legislación también es el resultado de una historia y de una sociedad. Pero ocurre que así Kohler se esfuerce en precisar los elementos que el intérprete debe seleccionar para llegar al verdadero sentido de la ley, esos famosos elementos –“its reason, then to its logical consistency, and finally to the history of social movements”– son muy poco empíricos y no tienen que ver gran cosa con la sociología. Toda esa doctrina o teoría de la interpretación procede de otra doctrina, la del significado sociológico de la producción jurídica, o dicho de otro modo, de los “fines sociales del derecho”, que no dependen tanto del derecho como de quien, pretendiendo describirlo, busca influirlo, modificarlo, darle forma. En la misma época, otra perspectiva es propuesta.

II. LA LIBERTAD DEL JUEZ COMO RESULTADO DE LA INTERPRETACIÓN

En 1914, en un artículo con fuerte influencia de Holmes y Gray, en el cual reconoce su deuda con las teorías de la “libre creación o de la interpretación sociológica” (de las cuales imputa la paternidad a Jhering, Kohler y Gény), el filósofo Morris Cohen –el padre de Felix– critica lo que él llama la “phonograph theory of judicial function”25 y hace una prolongación del análisis de John Chipman Gray según la cual, como simplemente no existe el derecho antes de la intervención de los jueces, los jueces hacen el common law y también las leyes escritas: el derecho se reduce entonces a las interpretaciones de las cortes26.

Para sustentar su tesis, Cohen presenta tres argumentos. Primero, los jueces hacen derecho al “encontrarlo”. Esa afirmación puede dar lugar a confusión porque hace pensar que el derecho preexiste a la decisión de los jueces. Pero, explica Cohen, los jueces encuentran el derecho a partir de reglas existentes y son sus interpretaciones las que permiten fabricar toda una serie de reglas novedosas y hasta regímenes jurídicos completos. Segundo, los jueces también hacen derecho al interpretarlo: esta actividad no consiste ni en descubrir el verdadero sentido de la regla, ni en buscar la intención del legislador –que solo es ficción–. Además, añade Cohen, sería caer en la ilusión de un sentido literal que se podría seguir, independientemente de las consecuencias, por absurdas que sean, a las que conduciría la interpretación literal27.

La interpretación es, pues, una creación jurídica. Por último, tercer argumento, los jueces hacen el derecho aplicándolo: Cohen afirma que no es posible aplicar el derecho sin interpretarlo y que la distinción entre aplicación e interpretación reposa sobre una falsa premisa: que las categorías jurídicas serían pequeñas cajas dentro de las cuales se pueden encajar los hechos. Entonces los jueces deben tomar en consideración las especificidades de las situaciones de hecho al tiempo que deben jerarquizar los principios que les son aplicables. De manera que deben ir a buscar otras consideraciones diferentes de las que ofrece el derecho. ¿Será entonces que esta creación es puramente subjetiva? Y de no serlo, ¿dónde se encuentran los límites a esta subjetividad? Para Cohen, la creación judicial se hace “a la luz de las demandas sociales”: no solo las de las partes sino las de la comunidad dentro de la cual se encuentra el juez.

Así, Cohen se acerca de Kohler y Pound: la acción de los jueces es (y debe ser) responder a la demanda social. No obstante, los razonamientos son muy distintos. Mientras que para Pound la satisfacción de los jueces a la demanda social (su toma en consideración) corresponde a una teoría de la justicia que deriva de una teoría sociológica del derecho, para Cohen la conclusión deriva de una teoría de la interpretación jurídica. En otras palabras, como no existe ninguna regla científica que permita descubrir o la intención del legislador o el verdadero significado de las palabras, hay que reconocer que lo que puede guiar a los jueces son las máximas de política pública y de las preferencias sociales28.

Podemos apreciar mejor la originalidad de Cohen –o la radicalidad de su posición– si se le compara con Kohler. Cohen no se basa en una teoría sobre el significado sociológico del derecho en general, y su óptica es más empírica: Como la interpretación de los textos de ley es una condición de su aplicación, los jueces tienen libertad en su interpretación y el único límite que vemos no es teórico sino depende de la política jurisprudencial que desean tener y que pueden alimentar de diversas consideraciones29.

Es tentador también identificar a Morris Cohen en lo que escribirá años más tarde Benjamin Cardozo30. Aquí también lo que merece ser resaltado son las diferencias. Si Cardozo sigue a Gray y a Holmes en su rechazo del formalismo, en definitiva defiende una posición que es más mesurada que la de Morris Cohen retomando bastante a Gény. Así, adhiere a la idea según la cual es ante el silencio o la inadecuación de la ley que el juez debe crear derecho y actuar en la búsqueda de los objetivos que el propio legislador hubiere perseguido en caso de haber intervenido.

Entonces defiende una posición “media”, y es que situándose a media distancia entre los adeptos de un juez “no legislador” y los de un juez “puro legislador”, explica que el juez puede crear derecho de manera “intersticial” (en los intersticios que le deja el derecho positivo). Por otro lado, esta creación intersticial es la puesta en marcha de un poder y no de un derecho –dicho de otro modo, un poder sometido a la obligación de no abusar de él.

A este respecto, resulta divertido observar que, casi cincuenta años antes de Dworkin, Cardozo se basa en la decisión Riggs v. Palmer (115 N. Y. 506) para ilustrar su concepción del “judicial process”, es decir, que los jueces tienen el poder de ponderar las disposiciones legales con principios de justicia y, de este modo, oponerse a la demanda de un heredero que ha sido reconocido como un criminal y que reclamaba su parte de la herencia fundamentándose en el testamento de su propia víctima. Mejor todavía, Cardozo considera el principio –nadie puede beneficiarse de su propia torpeza– como un principio filosófico y no jurídico. Y así como existen principios “filosóficos”, existen, según él, principios de justicia social o “sociológicos” que guían al juez en su actividad de creación “intersticial”.

En cuando a Gény, a quien Cardozo hace tanto caso, conviene destacar que su razonamiento continúa admitiendo el prejuicio formalista de la “intención del legislador” y del “verdadero sentido” del texto. La propuesta que hace de una libre búsqueda de la regla de derecho por el juez en ejercicio de su poder discrecional no concierne sino ciertas hipótesis muy limitadas, como es la ausencia de una regla o de la costumbre aplicable, una ambigüedad del texto, una eventual incoherencia. Al propugnar por la libre investigación, favorece la autonomía del derecho pero no busca crear un desorden jurídico y no se deshace de la idea según la cual el derecho debe ser un orden estructurado31. Hipótesis con las que ni Gray, ni Cohen ni Holmes se molestan, al igual que los realistas posteriores a ellos.

Justamente, los realistas retoman el estribillo holmesiano que dice que los jueces deben decidir sobre el fundamento del conocimiento agudo y completo de la realidad social contemporánea. Esto no quiere decir que esos mismos jueces tengan vocación de lanzarse en consideraciones “sociológicas” a lo Pound o Kohler, que les conduzcan a preguntarse sobre los fines sociales del derecho. Por el contrario, más que proferir juicios que porten sobre el contenido sustancial del derecho positivo, Llewellyn y los otros exigen que los jueces sigan el contexto social en el cual los justiciables evolucionan. Ese es el único modo de adquirir “sentido la situación” que permite juzgar los litigios y tener en cuenta la finalidad que tienen los textos teniendo en cuenta también la situación concreta en la cual éstos son invocados, situación que ha podido generar cierto tipo de expectativas de parte de las personas involucradas32.

Entonces si Llewellyn concibe que los jueces puedan adaptar o hasta cambiar las reglas, ese poder no puede ser el resultado de un capricho ni de ninguna “buena intención” sino el resultado de una necesidad: la de responder a los cambios de valores que sufre toda sociedad. Sin embargo, para él los valores no son los mismos que para la “sociedad” entendida ésta como una entidad dotada de razón. Esos valores son los de los grupos sociales que tienen y desarrollan prácticas que les son propias y que el “sentido de la situación” permite identificar33.

Si los realistas conciben la posibilidad de un intervencionismo así, no es en aplicación de cualquier teoría que haga del juez una especie de gran legislador racional. Es porque se apoyan en un análisis del racionamiento jurídico marcada por la indeterminación que ya había sido resaltada por Holmes: ninguna solución única puede ser justificada por las reglas del derecho. Por otro lado, a partir del momento en que deben tomar en consideración los hechos, los jueces razonan conforme a esquemas-tipo que vuelven las decisiones poco previsibles. Esas teorías no han permitido nunca que emerja un “argumento sociológico” en el seno de la argumentación jurídica ni han hecho desaparecer una posición textualista siempre presente.

III. EL PREJUICIO FORMALISTA Y SU CRÍTICA

Aquí debemos regresar al prejuicio formalista de los juristas que les permite distinguir entre lo jurídico y lo no jurídico, prejuicio que puede ser reforzado y debatido. Es lo que explica que desde hace tiempo los juristas se opongan entre los que sostienen una concepción formal del derecho y los que reivindican una concepción, si no material, por lo menos no formal o “antiformalista”.

Ciertamente, por “formalismo” podríamos sólo designar la corriente nacida en el siglo XIX bajo el imperio de la codificación y al cual ligamos la escuela de la exégesis. El término entonces nos remite una teoría –una concepción– general del derecho que contiene, entre otras, una teoría de la interpretación. Esta última está íntimamente ligada a los postulados de integridad y de coherencia del derecho el cual está, como sabemos, reducido al código, él mismo identificado a la voluntad del legislador.

Dentro de ese contexto, interpretar es reencontrarse con esa voluntad, reputada fuente exclusiva del derecho. La “teoría” de la interpretación consiste entonces en algunos “métodos” capaces de alcanzar la significación correcta y justa o verdadera del texto: cuando el texto es claro, la interpretación debe ser literal; cuando varios textos entran en conflicto, se debe privilegiar el más reciente; cuando los textos son contemporáneos o cuando el texto no es claro, debemos buscar el espíritu de la ley, lo que Jhering llamaría “la interpretación lógica” y las cortes inglesas llamarían la “ratio legis”34.

Lo que esos métodos garantizan es la objetividad de la operación de interpretación –la interpretación presentada por el intérprete– para que el resultado de esta en ningún caso sea expresión de su voluntad. Evidentemente, la forma suprema del racionamiento que debe seguir el juez es el silogismo judicial. En otros términos, el derecho debe ser considerado una ciencia, y como en toda ciencia, el racionamiento jurídico debe ser deductivo y lógico.

Luego de haber sido enunciado, el formalismo fue ampliamente denunciado35 sobre todo bajo la influencia de Jhering, Holmes y Gény, seguidos por numerosos juristas en Alemania, Francia y Estados Unidos. Las primeras críticas denunciaban el “conceptualismo” de sus predecesores o lo que Gordley identifica como tres ideas “racionalistas”36, a saber, que los conceptos son eternos e inmutables; que las soluciones jurídicas surgen lógicamente y entonces deductivamente de los conceptos jurídicos; que se pueden (y se deben) analizar los conceptos independientemente y sin tener en cuenta las finalidades institucionales a los que esos conceptos se refieren.

Pero ese conceptualismo fue después denunciado de “formalismo”.

Ya dijimos que Roscoe Pound creó su reputación al denunciar la “mechanical jurisprudence”37. En Cardozo, el formalismo es asociado a la vez a la idea de que el derecho es un sistema de reglas deducidas unas de las otras38 y, al igual que en Llewellyn, a una confianza excesiva en la forma canónica del lenguaje jurídico39. En Hart, el formalismo consiste en un rechazo a reconocer la necesidad de que el intérprete deba escoger40. Richard Posner estipula el término para designar el uso de la lógica deductiva en la derivación de una solución de los hechos del caso a partir de las premisas aceptadas como fundamentadas41. Para Frederick Schauer el formalismo se define como la práctica consistente en privilegiar el sentido literal de un texto42. Para Edward Rubin el formalismo está asociado a la idea de que existen normas objetivas43. Y Brian Leiter lo identifica con dos tesis principales: (a) el derecho es “racionalmente” determinado, es decir, la clase de razones jurídicas legítimas susceptibles de darle al juez una motivación para su decisión permite, en todos o en gran parte de los casos, justificar una y solamente una solución; y (b) el razonamiento judicial es autónomo de otras formas de racionamiento, por ejemplo que el juez pueda llegar a la decisión sin haber recurrido a consideraciones normativas no jurídicas extraídas de la moral o de la filosofía política44.

No queda menos que estas tesis, que tienen todo de una ideología más que de una teoría descriptiva, son evidentemente necesarias para los intérpretes jurídicos por apariencias de imparcialidad y neutralidad que las formas permiten preservar. Libres de manipular las categorías jurídicas en función de los hechos que se les presentan, libres también de reinterpretar las situaciones de hecho para poder entenderlas mediante categorías de derecho positivo, los jueces no tienen opción distinta de razonar con la ayuda de las formas que el derecho les impone si desean mantener la ilusión de que las reglas determinan sus acciones y sus decisiones –o la necesidad de hacer evolucionar esas formas o crear otras nuevas siempre afirmando que les son impuestas.

Las técnicas de interpretación, o lo que llamemos con ese nombre, son la prueba de la gran creatividad de la que son capaces los jueces. Pero nadie podría contestar que pretenden apoyarse todas sobre escritos tangibles, sobre precedentes ciertos, sobre un pasado verificable más que sobre consideraciones extraídas de la sola evolución de la demanda social. Por ello no es concebible forjar un “argumento sociológico” autónomo y distinto de todo argumento “específicamente jurídico”. Esto también explica que la “sociología” invocada siempre por los juristas antiformalistas haya tenido poca relación con la que practicaban los sociólogos de la época, y mucho menos con la que practican hoy45.

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Para un análisis del discurso jurídico

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