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Francia, verano de 1781

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El castillo del marqués de Villedreuil era la referencia para todos los aristócratas que hacían de la frivolidad su modus vivendi. No ser invitados a aquella magnífica mansión donde incluso sus Majestades habían sido hospedadas, significaba ser un noble provinciano.

El salón donde tenía lugar la recepción era lujoso y luminoso. El techo, lleno de frescos llevaba la firma de una escuela pictórica italiana, reproducía temáticas bucólicas que daban al ambiente un estilo refinado. En las paredes, tapicería de damasco rojo. Desde el techo colgaban arañas con varios círculos superpuestos, donde los cristales de prisma reflejaban la luz de las velas colocadas alrededor.

La duquesa Flavienne llevaba puesto para la ocasión un vestido de color rosa intenso orillado de organza azul turquesa mientras que el conde Mathis Armançon llevaba un traje color tabaco. El joven, desde hacía tiempo, se relacionaba con la noble Flavienne de Beaufortain, poderosa y rica dama de mediana edad.

Aquella tarde una multitud de personas abarrotaban la mansión del señor Jean-Baptiste de Villedreuil, una construcción de origen medieval con modificaciones de varias épocas. El esplendor de los mármoles, molduras, piedras labradas y ornamentos miniados, consagraban el orgullo y la gloria de la poderosa familia que lo habitaba. El linaje Villedreuil se enorgullecía de su descendencia nobiliaria que incluía valientes generales involucrados en batallas y guerras al lado de los reyes de la dinastía Capeto. Un noble de esta dinastía era recordado por haber estado entre aquellos que salvaron al soberano Luis IX del rapto tramado y dirigido por el conde de Bretagna.

– Conde, ¿vislumbráis a la marquesa de Créquy? ―preguntó madame Flavienne a su acompañante acariciándole la mano.

–No, desde aquí no consigo verla, os dejo un momento para buscarla.

La duquesa, que se había agenciado una copa de Chablis, lo degustaba complacida, encantada por aquel suave néctar obtenido de uvas amarillentas de Borgogna.

El conde llegó hasta su benefactora avisándole de la llegada de la marquesa.

Las dos amigas, después de efectuar los saludos de rigor, se pusieron al día.

–Duquesa, estoy muy contenta de volveros a ver y de tener la oportunidad de hablar con vos. Soy la embajadora de mi amado primo el cardenal de Rohan que os hace oficial la invitación a su castillo de Saverne para conocer al Gran Maestro Cagliostro, su invitado de honor. Como ya hace tiempo habéis solicitado, seréis recibida dentro de un mes. Su Excelencia ha hecho de todo para organizaros una semana en compañía de las personas que vos deseáis y de Alessandro Cagliostro.

La dama tomó de manos de la marquesa la invitación tan esperada para luego dársela al conde Mathis.

Las dos damas continuaron conversando placenteramente para, a continuación, unirse a los otros huéspedes y proseguir la velada en su compañía.

El conde guardó cuidadosamente en el bolsillo de la casaca la invitación para Saverne del cardenal y en la primera ocasión que tuvo a solas con la duquesa, durante la velada, volvió a retomar la conversación:

–Al final habéis conseguido alcanzar el objetivo que desde hacía tanto tiempo os habíais prefijado, me complace. Ahora os esforzaréis para llevar a cabo los diversos proyectos que más os preocupan. Pero, decidme, ¿qué sabéis de Cagliostro?

–Poseo alguna información sobre él, es huésped en el castillo de Saverne de mi amigo el cardenal Rohan desde hace un año y se esfuerza para sanar a las personas. Con sus artes y sus experimentos satisface las expectativas de mi amigo.

La duquesa miró a su alrededor derrochando sonrisas de circunstancia a los invitados que le demostraban su benevolencia y con un movimiento de la cabeza les respondía satisfecha.

Respondió el conde con un gesto de desilusión:

–Las noticias con respecto a él, comprendidos los diversos chismes, son las que todos saben, me muero de ganas de conocerlo ―exclamó con una mirada cómplice en dirección a Mathis.

–¿Habláis así porque querríais aprovecharos de sus poderes por alguna razón?

–Es verdad, conde, no os equivocáis, es más, estoy meditando una estratagema para poder rehacerme de un intolerable incumplimiento.

El conde levantó una ceja intuyendo las astutas intenciones de la duquesa. Cambiando de tema señaló a una dama que llamaba su atención.

–¿Habéis notado el entusiasmo de madame de Lamballe? Sus ojos están brillantes de felicidad...

–Creo que sé porqué están tan radiantes. Está a punto de organizar una fiesta que, como de costumbre, hará de tapadera a los deseos de la reina.

–¿Esperáis una invitación también para nosotros dos? ―replicó inmediatamente el conde.

–¿Por qué dudáis todavía de mi indiscutible comportamiento, mi dedicación a la Corte, como mis relaciones de salón, no os han hecho entender lo que yo represento? Sabéis bien quién soy, no lo olvidéis. La protección de la soberana me interesa mucho.

La duquesa se acercó a los otros nobles para rendir homenaje a la princesa María Teresa Luisa de Savoia - Carignano, viuda de Luigi Alessandro di Borbone, príncipe de Lamballe, en ese momento amiga íntima de la reina María Antonietta.

Mientras tanto la sala había sido enriquecida con nuevas personalidades prominentes y los dos cómplices se mezclaron con los otros huéspedes, la duquesa se informó sobre los acontecimientos de moda durante la estación, el conde emprendió una conversación sobre la literatura inglesa con algunas damas.

La condesa Chalons, amiga de la duquesa, después de haber expresado su opinión sobre los nobles que intervenían en la fiesta, con su elocuencia, puso en conocimiento de la amiga un último chisme.

–Me han dicho, querida amiga, que el conde Cagliostro se quedará en la mansión del cardenal Rohan durante mucho tiempo y que os invitará a pasar unos días en su compañía en Saverne.

–¿Cuándo debería ocurrir eso que afirmáis?

–Perdonad, pero no he acabado, debéis saber también que la recepción de la princesa de Lamballe, por encargo de la reina, se desarrollará en los mismos días en que el emperador Giuseppe II estará en Francia.

–¿El hermano de nuestra reina estará en la corte?

–Sí, ha sido confirmado. Sin embargo, pienso que para vos será complicado escoger entre la reina y Rohan, no se le puede decir no a ninguno de los dos.

La observación de la condesa llamó la atención de su interlocutora que, en ese momento, fue asaltada por un increíble dilema y, para no ser tomada por sorpresa, respondió:

–Confiad en mí, querida amiga, no cometeré errores diplomáticos. La circunstancia me obligará a una elección pero, no lo dudéis, escogeré de la mejor manera.

Después de decir esto, la duquesa y la condesa se separaron. Pero, mientras tanto, la angustia se había introducido en la cabeza de la noble dama. Ella no podía estar en dos lugares al mismo tiempo, de todas formas creyó que sabría cómo actuar.

La velada transcurrió alegremente entre manjares soberbios y bebidas añejas. El conde Mathis se entretuvo con el dueño de la casa conversando de esgrima. Jean-Baptiste se enorgullecía de una prestigiosa colección de armaduras y, vanidoso como era, quería mostrárselas al joven. Las dos salas del tesoro incluían una miríada de panoplias y corazas dispuestas sobre un lado de la pared, una serie de yelmos con cimeras y otros de tipo barbuta1 . Los pertrechos completos, pertenecientes a personajes ilustres de la historia, se apoyaban sobre tapices provenientes de Savonnerie.

El marqués de Villedreuil, como sus antepasados, amaba la confrontación en el campo, las campañas militares, pero también las reuniones mundanas y los bailes, subyugado por aquella vanidad de la que no podía sustraerse.

A última hora de la tarde, después de las diversiones y los juegos de cartas, Mathis y la duquesa decidieron tomar el camino de vuelta a casa. Durante el trayecto en la carroza la mujer, más resuelta que nunca, pidió al joven que cumpliese una misión en su nombre.

–Conde, sabéis perfectamente cuánto me fío de vos, por desgracia debo poneros al corriente de que, durante los días de fiesta de la princesa de Lamballe, no estaremos juntos...

–Madame, ¿vais a dejarme sólo en vuestro castillo?

–No he dicho esto, vos no vais a estar solo en mi mansión. Es más, tendréis mucho que hacer, trabajaréis para mi demostrándome vuestra lealtad.

El joven insistió:

–¿Qué queréis decir exactamente?

–Esos días vos iréis al castillo de Saverne y, justo en ese lugar, conoceréis a muchas personas entre las que se encuentra el conde Cagliostro. Lo que quiero es un informe detallado de lo que ocurra y, sobre todo, desearía también poseer algunas de sus pociones para mis fines.

El conde se quedó en silencio escuchando con solicitud las instrucciones de la mujer, comprendiendo que la duquesa había decidido no aceptar la invitación de Rohan.

–Sí, haré como ordenáis, pero no os escondo la desilusión que me provoca el alejarme de vos.

–Mi queridísimo Mathis, después de todo sólo deberéis ser paciente durante unos días.

–¿Unos días? –exclamó desesperado el noble

–Sí, lo habéis entendido, pero no os angustiéis, veréis como la diversión no os va a faltar, sin embargo, cuidado, debéis recordar siempre que estaréis allí para desempeñar una misión que es muy importante para mí.

Catorce días más tarde

–Conde, os diré los nombres de los invitados que encontraréis con Su Excelencia cuando seáis su huésped. El príncipe de la Iglesia Louis René Edouard de Rohan, puesto que está emparentado con los Borbone y los Valois, aquí en Francia tiene un gran prestigio. El purpurado es un hombre exagerado, no se preocupa de las críticas, seguro de su poder. Es el ídolo de los salones de Francia, es amable y galante con las mujeres, pero vanidoso y narcisista como nadie y quiero aprovecharme de su debilidad.

La duquesa, sin apartar la mirada de Mathis, se acomodó en el asiento ajustándose el corpiño a la vez que movía el escote.

–Monsieur Seguret, es el hijo de un primo mío y tiene unos diez años más que vos.

Al oír pronunciar aquel nombre el conde se sobresaltó.

–¿No me digáis que también él estará presente?

–Sí, uno o dos días solamente. Conozco la antipatía que tenéis por Faust Seguret, pero no quiero comentarios por vuestra parte. ¿Lo entendéis? Os hará feliz conocer a la marquesa Sylvie de Morvan, dama de la corte y mujer ingeniosa.

–Un espíritu libre y una mujer particularmente hermosa –subrayó el conde interrumpiendo a la duquesa.

–Monsieur Armançon, respetad a una dama noble como la marquesa de Morvan –exclamó la duquesa fulminando al joven con una mirada. –Continuamos, el vizconde Ignace-Sèverin du Grépon. Es un hombre de una honestidad única, puntilloso, estará allí para cuestionar y criticar al conde Cagliostro. A pesar de su edad, es realmente adverso a ocultistas y magos, la alquimia y las ciencias alternativas le dan miedo, convirtiéndolo en agresivo.

La dama miró fijamente al joven con complicidad, preocupándose por aconsejarle:

–Os sugiero que lo convirtáis en vuestro amigo, de objetar lo menos posible a sus provocaciones y de permanecer neutral. Sed astuto y casi adulador, una fría pero meditada diplomacia es lo que distingue a los hombres sabios.

Cuando acabó de hablar, la duquesa miró fijamente a los ojos al joven.

–¿Qué sucede, conde? Os veo confuso. ¿Las personas que os he nombrado os dan miedo? Todos ellos son, de distinta manera, amigos míos, gracias a mí ya os han aceptado y tendréis la ocasión de haceros conocer y cabe esperar que lo hagáis de la mejor manera.

–Os puedo asegurar que no temo a ninguno de ellos, os temo a vos. Ambos sabemos que tendré problemas para permanecer indiferente a las provocaciones de ese balón inflado que es el barón Seguret y debido a esto os desilusionaré. Nos detestamos mutuamente y estoy seguro de que habrá algunos enfrentamientos entre él y yo.

Después de escuchar las inquietudes del conde, la mujer con un tono suave contradijo a Mathis:

–Vos conocéis perfectamente las sutilezas de la sinceridad y hacéis un buen uso de ella pero conmigo debés tener cuidado. Os estáis justificando por cosas que pensáis hacer, yo no os daré mi aprobación. También yo tengo personas que me desagradan, envidiosos preparados para quitarme de en medio con sus informaciones. En la Corte se vive a diario una competición a veces difícil, se sale adelante gracias a las alianzas y resisten hasta que se consigue la benevolencia de nuestros reyes. Os mando a Saverne por mi cuenta, os estoy confiando un trabajo importante. Necesito el apoyo de Rohan y de Cagliostro, vuestra enemistad con Faust, sinceramente, no me importa nada.

–Perdonad mi egoísmo.

Las excusas del joven conde eran sinceras y la dama suavizó el tono intentando tranquilizar a su protegido:

–Conde, tengo una gran confianza en vos y no es por casualidad que estáis a mi lado desde hace unos años, no me desilusionéis.

Los ojos de la duquesa decían, con su mirada, que sus deseos no podían ser malinterpretados. Mathis estaba obligado a seguir sus órdenes.

Veneficus El Embaucador

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