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Capítulo 1
ОглавлениеDurante el viaje hacia Alsacia, Mathis pensó en muchas cosas, sobre todo en la duquesa que le había cambiado la vida y que lo había introducido en Versalles.
El joven conde era consciente de su atractivo, de aquel poder de seducción que el destino le había concedido. El regalo era tangible. Sus ojos y su rostro perfectos le habían abierto muchas puertas.
El conde se dedicó a la lectura, ciertos cuentos lo llevaron más allá de los lugares conocidos. Fantaseaba con la mansión del famoso cardenal. El castillo de la familia Rohan estaba situado un poco antes de la frontera con la antigua Prusia.
El viaje proseguía con paradas y momentos de tranquilidad que permitían al noble quedarse dormido.
Cerca de la pequeña ciudad el conde fue avisado por su guardaespaldas Andràs, sentado al lado del conductor. Faltaba poco tiempo para entrar en la ciudad. El conde, curioso, comenzó a escrutar las construcciones que, poco a poco, se estaban materializando ante sus ojos, al principio casas aisladas, luego cada vez más numerosas hasta llegar a un centro urbano. La carroza llegó hasta las proximidades de una cuesta sobre la que se elevaba una estructura de notables dimensiones. La entrada conducía a un viejo edificio adyacente que, tiempo atrás, era el núcleo central del castillo de Saverne, destruido por un incendio hacía dos años.
En cuanto llegó al castillo alto el conde descendió de la carroza mirando a su alrededor. Mientras su equipaje era descargado y llevado a las habitaciones a él destinadas, Mathis quiso bordear la estructura yendo hacia la otra parte de la mansión para comprender mejor la magnitud de lo sucedido Después de llegar al gran descampado pudo imaginar la belleza de la que había sido una de las más prestigiosas residencias de Francia.
Mathis encontró, supervisando los trabajos, al abad Georgel, el vicario general de su Excelencia. El conde fue hacia él mientras lo saludaba con cordialidad buscando su atención. El brazo derecho de Rohan saludó a Mathis demostrando estar disponible.
–Abad, soy el conde Mathis Armançon.
–Os esperábamos, ¿habéis tenido un buen viaje?
–Creo que sí.
El joven, sintiendo curiosidad por los papeles que tenía en la mano el religioso, echó un vistazo a los diseños.
–Son los proyectos del nuevo castillo, todavía hay mucho trabajo que hacer, pero como podéis ver vos mismo se trabaja sin descanso.
Mathis echó una ojeada a la nueva estructura que se entreveía entre los andamios donde los obreros trabajaban a un gran ritmo. El castillo había sido medio destruido, ahora se estaba intentando reconstruir aquella ala que no se había salvado.
El conde se dirigió hacia una mesa que formaba parte del mobiliario que había pertenecido a la mansión, refinada, pero quemada por diversos sitios. Allí, unos cuantos folios habían sido bloqueados con unas piedras.
–Estos son los planos completos –comentó el abad señalando los folios.
–Ya veo pero estoy observando la mesa.
–Estaba en uno de los salones, el fuego la ha desfigurado.
–Pero todavía es útil –Mathis seguía sintiendo curiosidad –Ha debido ser horrible.
–Yo estaba y os puedo asegurar que todavía hoy no consigo olvidar lo que sucedió –Georgel suspiró –Venid, os quiero mostrar algo.
El abad condujo a Mathis hacia un cobertizo cubierto con algunas telas enceradas y con un ademán veloz descubrió los restos de aquella noche. Una pila de utensilios informes, vigas y otros materiales indefinidos. El hombre cogió un poco de tierra y comenzó con su historia:
–La fachada y la parte central estaban iluminadas por llamas altas, lenguas de fuego que salían de las ventanas. Grupos de chispas caían por todas partes mientras que, en el interior del edificio, se escuchaban los derrumbes y ruidos sordos. Estancia tras estancia, local tras local, el fuego había tomado el control. Las paredes caían livianas, las habitaciones, privadas del techo, eran agujeros. Muchos, aquel día, se habían lanzado en medio de aquel infierno para salvar lo que podía ser salvado. Hombres valientes, intoxicados por los vapores mientras sentían aumentar el calor, la piel del rostro encendida, las sienes que latían y la respiración fatigosa: el orgullo de Rohan estaba quemándose, la suntuosa mansión estaba siendo devorada. Tapices valiosos que se enroscaban sobre si mismos, marcos que se quemaban, obras de arte sustraídas para siempre a la atención del mundo.
–¡Dios Míos! –exclamó atemorizado Mathis.
–Sí, y es a Él que hemos devuelto las almas de las víctimas. Hoy queda sólo el castillo alto donde os alojaréis junto con otros huéspedes.
–¿Y el cardenal?
–Su Excelencia se ha retirado al ala posterior de esta zona del edificio salvada de las llamas, destinada a su servidumbre y a las cocinas. En este espacio han sido almacenados todos los objetos que se han librado del incendio.
Conmocionado, Mathis tocó el hombro del religioso despidiéndose apesadumbrado.
Mientras paseaba por el parque, entre los setos geométricos de hoja perenne, reencontró la paz. Entre las espesas hileras de boj enano con los bordes a ras de tierra, intercalados con arbolillos de alheña podados continuamente, encontró el pabellón chino y a lo lejos reconoció el invernadero. Al levantar la vista, desde esa distancia vislumbró la construcción del castillo alto con una torreta que se elevaba sobre toda el área y al lado una iglesia de dimensiones medianas.
Volviendo atrás, Mathis pasó de nuevo por delante del edificio. La mirada recayó sobre trozos de vigas y sobre los muros ennegrecidos mientras que una camarera lo recibió con amabilidad y una reverencia.
–Bienvenido, conde, por favor seguidme a vuestros aposentos.
El noble aceptó la invitación de buen grado y en silencio recorrió los largos pasillos, advirtiendo un especie de soledad que pesaba sobre aquellos muros.
–Señor conde, estas son vuestras estancias. La cena está prevista para las siete en el salón de los querubines que se encuentra en la planta baja.
Con aquellas palabras la muchacha se despidió de Mathis.
El joven le dio las gracias con poco entusiasmo, luego, observando la habitación admiró el mobiliario. Cansado del viaje se dejó caer sobre el lecho. Mientras los ojos contemplaban el horizonte pintado en el cuadro enfrente de la cama, el sueño le ganó la batalla a los pensamientos de la misión que le había encargado su duquesa.
Antes de las siete, el joven aristócrata, estaba ya en el salón de los querubines.
Dos señoras: madame de Morvan, la noble nombrada por la duquesa Flavienne y otra dama desconocida, estaban hablando amablemente.
–Mathis, bienvenido entre nosotros –el saludo de Sylvie de Morvan fue alegre y amigable.
La marquesa, de mediana edad, era fascinante y propicia a pensamientos amables, incluso con alguna que otra arruga bien mantenida podía rivalizar con mujeres más jóvenes. Su presencia servía de apoyo a Mathis.
El joven hizo una reverencia a ambas damas esperando ser presentado.
–Conde Armançon, os presento a la condesa Cagliostro.
–Os conozco de algunas historias y lo más interesante es que todas las habladurías os describen como muy hermoso, y lo sois.
–Señora, la mujer de un gran hombre es por fuerza una mujer excepcional –replicó Mathis engreído por la apreciación. –La descripción que hace de vos Giacomo Casanova es la pura verdad.
La mujer sonrió graciosamente cubriéndose una parte del rostro con el abanico.
Seraphina Cagliostro tenía 27 años: la cabellera dorada, los ojos azul claro y las largas cejas resaltaban sobre un rostro de rasgos amables. Las formas generosas la convertían en apetecible.
–¿Vuestro marido está ahora en el castillo? –preguntó el conde.
–Está pero no se deja ver… siempre así, cada vez que se llega a un lugar nuevo, su preocupación es la de encerrarse en el laboratorio a trabajar. Sinceramente, no sé si conseguiréis conocerlo, su vida mundana es muy reducida.
El cardenal, acompañado por otro huésped, entró riendo por varias tonterías. El joven aristócrata, con una gran sonrisa, se acercó al Príncipe de la Iglesia que le tendía la mano, exhibiendo su anillo cardenalicio. Mathis, en señal de devoción, se inclinó para besar el zafiro.
–Conde Armançon, por fin habéis llegado –exclamó monsieur de Rohan.
–Sí, Eminencia, pero con un poco de retraso.
–Perfecto, perfecto… quiero presentaros al vizconde Ignace-Sèverin du Grépon. Ya veo que os habéis familiarizado con las otras señoras, por lo tanto demos comienzo a la cena –pontificó Su Eminencia.
Rohan caminó hacia el salón invitando a sus amigos a sentarse a la mesa.
La servidumbre puso sobre la mesa una gran cantidad de botellas y bandejas rebosantes de caza y verduras, mientras que encima de un alambicado mueble rococó desplegaban crostate d’albicoche2 , dulces de pasta de almendra recubiertos de chocolate espeso y fruta exótica, una visión golosa para los invitados. A la cabeza de aquella mesa rectangular, el dueño de la casa estaba sentado en una butaca con un alto respaldo tallado y ribeteado de oro con el emblema de la familia esculpido. Desde su trono, Rohan observó a sus huéspedes. Los aristócratas sentados alrededor estaban ocupados en distintas conversaciones con su vecino de mesa, quien con argumentos fútiles y quien menos. Una discusión sobresalía entre las otras.
–Cagliostro ha arruinado la vida profesional de muchos médicos –tronó categórico el vizconde dirigiéndose al puesto de honor de la mesa.
–Vizconde du Grépon, por la buena amistad que nos une y por la estima que siento hacia Alessandro, intentaré hablar con moderación, orientándome hacia la utilidad y el beneficio social. Considero a Cagliostro un benefactor. –Después de esta afirmación el cardenal echó una mirada a cada uno de los comensales y una amable inclinación de cabeza hacia donde estaba la bella esposa del conde Cagliostro, para a continuación seguir con el elogio del marido –Cagliostro, decía, es un benefactor. Produce beneficios en provecho no sólo del individuo sino de toda la comunidad. Nuestro magnánimo amigo cura a todos indistintamente sin conocer ni el nombre, ni la proveniencia, ni la riqueza.
Al enésimo resoplido del vizconde por las palabras del Gran Limosnero3 , el tono del prelado se hizo más incisivo como queriendo atacar al escéptico aristócrata.
–Ya se trate de un hombre noble o de humilde origen, los prodigios y las virtudes los prodiga sobre todos. La obra milagrosa y los distintos fenómenos han sido siempre puestos al servicio de la humanidad, jamás por propio interés.
Rohan defendió con insistencia a su nuevo amigo, intentando acallar al vizconde. Ignaze-Sèverin du Grépon se volvió, entonces, a la consorte de Cagliostro.
–Condesa Seraphina, soy del parecer de que vuestro marido no puede permitirse curar a los enfermos gratuitamente, un gran amigo mío médico está furioso por su comportamiento.
Al ser sacada a colación la condesa rebatió tanta arrogancia:
–¿Cómo podéis afirmar que curar a los indigentes sin solicitar honorarios sea una acción vergonzosa? Además querría haceros notar mi desprecio con respecto a esos doctores que no se preocupan tanto por los enfermos sino más bien de las ganancias. Alessandro se ha formado espiritualmente allá donde han nacido las fes milenarias del mundo, a la sombra de las majestuosas Pirámides, bajo la mirada enigmática de la Esfinge. Además, ha profundizado en el estudio de las religiones y ciencias como la astrología, la nigromancia y muchos otros saberes.
El cardenal, en el momento en que iba a morder un muslo de faisán, volvió a sus obligaciones, yendo en socorro de la dama.
–Vizconde, ayudar a los pobres es el deber de todo buen cristiano y creo que vuestras palabras son dignas de reprensión. Os invito a que hagáis una atenta reflexión sobre las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo por lo que respecta al bien hecho al prójimo.
Convencido admirador de Cagliostro, el cardenal de Rohan continuó a exaltar de él las alabanzas:
–Os informo de que Cagliostro, en este período, está colaborando incluso con un remedio para la pelagra. Ha sido consultado por los más expertos con respecto a este descubrimiento del médico español Gaspar Casal. Mi amigo Alessandro está contribuyendo a la investigación y ha remitido a los expertos algunos de sus descubrimientos. En el laboratorio ha producido un compuesto derivado de elementos naturales simples. Frapolli, un médico italiano, ha alabado sus méritos. El emperador Giuseppe II de Ausburgo está interesándose en el estudio de esta enfermedad y tiene la intención de abrir un hospital en Italia, la ayuda de Cagliostro será fundamental. Esto, señores, os debería hacer reflexionar sobre sus intenciones y su altruismo.
Mathis había estado atento durante la discusión pero, al escrutar a los invitados, observó el rostro de la marquesa de Morvan que lo miraba con curiosidad.
Acabada la cena, el prelado pidió hablar a solas con Mathis:
–Jovencito, estáis aquí porque así lo quiere una amiga mía, la duquesa de Beaufortain, y hablaréis con Cagliostro en su laboratorio. Este privilegio exclusivo no se le concede ni siquiera a los adeptos de su masonería, consideraos afortunado.
–¿Cuándo deberá ocurrir todo esto?
–A su debido tiempo, no os preocupéis.
La conversación confidencial entre los dos hombres fue interrumpida por la irrupción de la marquesa de Morvan.
–¡Eminencia, os lo ruego, confesadme inmediatamente! He tenido pensamientos libertinos sobre un joven.
El cardenal, que conocía a su amiga, no dio importancia a sus palabras, pero esto no impidió que la mujer continuase hablando.
–Realmente sois tremendo, Mathis.
–¿Por qué me decís esto, señora?
–Vos no hacéis nada, son mis pensamientos los que os llevan a mis brazos.
–Si es sólo un abrazo no es un crimen. Para cumplir con mi deber de confesor, os dejo delinquir –el prelado se alejó riendo.
–Venid, conde –los dos se pusieron a caminar y la marquesa continuó hablando divertida –Mathis vos tenéis tantas cualidades: belleza, audacia, fuerza y virilidad, pero la mejor es la inteligencia.
–Os doy las gracias, madame. ¿A qué se deben todas estas lisonjas?
La marquesa de Morvan tenía intención de responder una vez que estuviesen en la biblioteca, en cuanto entraron el estupor del joven no se lo consintió.
–¡Que maravilla! ¡Un santuario de la cultura! ¿Estará al segundo puesto sólo por encima de la biblioteca de Alejandría en Egipto?–mientras se acercaba a los estantes comenzó a acariciarlos con las manos –Madame, mirad estos volúmenes encuadernados en piel roja y verde y también estos otros de delicadísima piel de cabra. Increíble la rebuscada elegancia de estas incisiones heráldicas en oro...
–Más que elegancia a mi me parece un gesto de megalómano. ¡Ha impreso incluso el emblema de familia en cada uno de sus libros!
–Marquesa, si os gustan las comedias antiguas aquí he encontrado una obra de Aristófanes, Las Tesmoforiantes.
–Amigo mío, si os debo ser sincera, encuentro las comedias griegas divertidas en los diálogos pero tediosas por sus continuas alternancias cantadas.
Habiendo comprendido el escaso interés de la marquesa de Morvan por el teatro helénico, Mathis volvió a poner el libro en su sitio.
–Conde, me estoy aburriendo –exclamó con un suspiro la noble dama –Os lo suplico, hablemos de otra cosa –dijo cerrando con llave la puerta de la biblioteca.
Mathis secundó a la mujer con una mirada cómplice.
–Durante la cena, cuando el vizconde du Grépon estaba contradiciendo al dueño de la casa sobre Cagliostro, vos no habéis dicho ni una palabra. ¿Estáis a favor o en contra?
–Soy sincero, marquesa, he oído hablar mucho de él pero no me he hecho una idea concreta. Estoy aquí para conocerlo.
–Conde, sed menos diplomático. Conozco los planes de Flavienne. Estáis aquí con el fin de codearos con Cagliostro y con la complicidad de Rohan visitar su laboratorio.
–¡Qué va! ¿Cómo se os ha ocurrido semejante cosa?
–Mathis, os lo ruego, no insultéis vuestra inteligencia y tampoco a la mía. La mentira no os pega.
El joven conde se puso tenso y en sus ojos apareció un destello de cólera. La marquesa levantó los hombros en un gesto de excusa.
–Sí, es verdad –Mathis fue categórico al responder provocando a la marquesa –¿no os gusta?
–Claro que sí.
–¿Pero...? –preguntó Mathis instigándola.
–Querría vuestra colaboración para una empresa mía. A los servicios que vais a hacer a Flavienne podríais añadir mis necesidades.
–¿Qué serían...?
La marquesa, con aire malicioso, se sentó en el sofá, invitando al conde a ponerse a su lado.
–Mathis, mis peticiones son muy sencillas. Cuando estéis en el laboratorio de Cagliostro deberéis recoger alguna prueba de que es un charlatán.
–¿Qué tipo de pruebas?
–Escritos, notas, venenos y todo cuanto pueda ser usado contra él.
–Marquesa, ¿pero con qué fin hacéis esto?
–Cagliostro tiene muchos amigos poderosos, no es por casualidad que se encuentra aquí en la mansión de Rohan, pero tiene también muchos enemigos. Yo y el vizconde de Grépon formamos parte de un grupo que lucha contra este embaucador sin escrúpulos.
–Durante la cena, igual que yo, no habéis dicho una palabra contra Cagliostro.
–En toda guerra que se respete, hay siempre el frente y la retaguardia. El primero ataca y la segunda organiza los refuerzos y los abastecimientos. Se actúa con astucia.
–¿Yo qué gano con todo esto?
–Mi amistad.
–Entonces, consiento sin dudarlo.
–Perfecto, estamos de acuerdo, haréis todo lo posible también por mí, secundando los deseos de nuestra amiga la duquesa, pero esto ella no deberá saberlo.
–¡Marquesa! Os pido sólo que me hagáis entender lo que me es difícil comprender en toda esta historia –añadió Mathis con una voz en la que se advertía una nota de sufrimiento –Vos y la duquesa de Beaufortain parecéis ser amigas pero, en esta ocasión, actuáis a sus espaldas, usáis sus medios para alcanzar vuestros objetivos, este es un comportamiento típico de un hipócrita –acabó de decir el conde sonrojándose un poco.
–Yo y Flavienne nos conocemos desde hace tiempo; no siempre pensamos lo mismo o nos gustan las mismas personas, y cuando esto ocurre no nos entrometemos. Nos toleramos. Para sobrevivir en este mundo son necesarias las alianzas y la nuestra funciona a pesar de todo. Y, de todas formas, ¿quién os dice que no conozca ya mis intenciones?
Mathis sonrió con tranquilidad, tenía otras preguntas para la marquesa:
–Habéis hablado de un grupo contra Cagliostro; ¿cómo es posible que el cardenal no esté al corriente? Y sin embargo, vos y el vizconde sois sus huéspedes, y el anciano Ignace-Sèverin no ha sido suave con el Gran Maestro.
–No subestiméis al cardenal, también él sabe jugar bien a este juego –la afirmación de la marquesa de Morvan encendió la curiosidad en el joven que levantó una ceja mirándola fijamente a los ojos. –Du Grépon es el ojo de lince, el oído atento del rey. Rohan lo sabe y ha aceptado de buen grado la presencia de este noble que conoce desde hace mucho tiempo; si el rey hubiese mandado a uno de sus generales de confianza o al vizconde de Narbonne, para Su Eminencia hubiera sido peor. El cardenal ha escogido el mal menor.
La marquesa, visiblemente satisfecha, se dejó ir.
–Antes habéis hablado con sinceridad, así que, decidme conde, ¿qué os han dicho sobre mi persona?
–Marquesa, es innegable que vuestras detractoras os describen como una comehombres. Las calumnias contra vos se refieren al campo de la conquista, de la seducción, del embaucamiento. Los difamadores os pintan como una irresistible Circe y una inagotable seductora. Marquesa, no debería ser yo quien os debe recordar que en Versalles la reputación de una persona es ridiculizada o degradada según los casos.
El conde leyó en el rostro de su interlocutora una mezcla de complacencia y una velada tristeza.
–Sin embargo, al mismo tiempo, está el juicio benévolo de mi amada duquesa que, al describiros, ha usado sólo palabras de elogio, de estima y de respeto. Por lo tanto, creo que es sumamente difícil juzgaros sin haber tenido el placer de conoceros.
–Me alegro. Ser mujer es un arte, ser una amante es sublime. Pensad en la gloria de la seducción, en las numerosas batallas de los placeres carnales y en la alegría al ver la propia victoria en los rostros de nuestros adversarios. Ser la rival de otras mujeres y prevalecer sobre ellas y vencer, es una satisfacción única en el mundo. Si en mí no fuese innata esta voluntad, hoy no estaría aquí, delante de vos, alabando los elogios de este delito para mí tan querido. El hecho delictivo, para mí, es siempre único, fatal y en ese instante que acompaña al orgasmo de los sentidos de la víctima escogida, que estará para siempre en mi poder. En mi caso, el hombre con el que me he casado es el que íntimamente conozco menos. Sabed, conde, he visto siempre la lujuria como una comilona y yo adoro comer.
–Estoy de acuerdo con vos, las pasiones deben ser secundadas, perseguidas y conducidas a buen fin.
–Entonces, ¿me autorizáis a que os seduzca?
Con aquella salida alegre, la dama acogió el pensamiento expresado por Mathis como una invitación para proceder a su conquista.
Los dos explotaron en una risotada común y cómplice.
La marquesa era un mujer ingeniosa, débil ante la belleza, maleable a las pasiones. Ardía en los mismo deseos pecaminosos que Mathis y esto los hacía sentirse próximos.
El conde comprendió el interés por parte de la dama. Sus miradas se volvieron coquetas.
–Sois una maldita intrigante, vuestra edad no corresponde con vuestra seducción.
El placer recíproco los arrastró a un beso apasionado. La marquesa se concedió aquella evasión con deleite, gozando de los labios sensuales del joven que, como un maestro, dieron placer a la noble dama.
–La fechoría se ha consumado, ahora, de verdad, tengo que ir a confesarme con el cardenal.
Ante esta broma, los dos rompieron a reír y la marquesa, bromeando, volvió a hablar al conde.
–Silencio, no demos pábulo a más habladurías a nuestra cuenta. Contención.
Los dos volvieron a su habitual conducta
–Trahit sua quemque voluntas –dijo Mathis.
–La sensualidad acompaña siempre al vicio –añadió la marquesa.
Cuando llegaron los otros huéspedes que, mientras tanto, se habían juntado en otra sala, interrumpieron la conversación.
–¡Bienvenidos! –exclamó el vizconde du Grépon –¿Os habéis perdido en los meandros del castillo?
–En realidad, en la biblioteca. Antes de iros deberéis pasar algunas horas en ese salón, veréis sorpresas maravillosas.
Después del breve cambio de palabras, el vizconde se despidió para retirarse a sus aposentos.
También la condesa de Cagliostro decidió retirarse y el vizconde se ofreció a acompañarla a sus habitaciones. La marquesa de Morvan pestañeó hacia Mathis, invitándolo a hacer lo mismo. Después de dejar a la dama en su alojamiento, el joven se dirigió, sin detenerse, hacia su habitación para liberarse de su indumentaria y para comenzar con la escritura de la carta a su duquesa, como había prometido hacer al acabar cada día.
Mi amada duquesa:
Os mando fielmente mis impresiones sobre Saverne y sus huéspedes. Pongo en vuestro conocimiento mi preocupación por lo que respecta al conde Cagliostro. Su consorte, la condesa Seraphina, me ha informado de que mi encuentro con el alquimista, tan deseado por vos, podría resultar arduo por culpa de sus muchas obligaciones.
He reflexionado sobre esto, pensando que la condesa no estuviese al corriente del encuentro programado con el marido, ya que si fuese así, el cardenal me lo habría dicho, y pienso también que deben permanecer secretas vuestras peticiones al Siciliano.
La jornada ha transcurrido en armonía, he sido presentado a todos los nobles convenidos. La marquesa de Morvan, vuestra querida y estimada amiga, es una mujer de intensa profundidad que me ha acogido de manera calurosa y ha animado mi introducción en el castillo de Rohan.
El vizconde du Grépon, por su manera directa de hablar, podría resultar poco simpático pero, personalmente, creo que es un hombre interesante e independiente de pensamiento.
El cardenal de Rohan se está mostrando muy amable conmigo.
Con la esperanza de haberos hecho un servicio agradable, prometo escribiros de asuntos que han acabado bien y de apetitosas charlas, a las cuales tendré atento el oído y que os harán feliz cuando los leáis.
Vuestro Mathis.