Читать книгу Las maletas del olvido - Pilar Mayo - Страница 5

CAPÍTULO 2

Оглавление

Ge­mi­nis: Si quie­res que se arre­gle una si­tua­ción fa­mi­liar que te per­tur­ba ten­drás que po­ner de tu par­te. Con­tro­la tu ge­nio para que todo vuel­va a la nor­ma­li­dad.

No de­be­ría leer el ho­rós­co­po, al me­nos no cuan­do hay algo que no mar­cha bien, por­que si me dice algo malo me paso todo el día es­pe­ran­do que su­ce­da. Tiro del ca­ble de la plan­cha y la dejo en­ci­ma del már­mol para que se en­fríe sin ha­ber plan­cha­do nada, lo que aca­bo de leer me an­gus­tia.

Que con­tro­le mi ge­nio, dice. Bas­tan­te me guar­do, a ve­ces son tan­tas co­sas que pien­so que, si no las suel­to, aca­ba­rán aho­gán­do­me. Cuan­do Mu­riel baje a desa­yu­nar ha­bla­ré con ella; no quie­ro ni pen­sar cómo debe sen­tir­se y lo que le ron­da­rá por la ca­be­za. Con quien de­be­ría ha­blar tam­bién es con Inés, no pue­de se­guir así, está su­frien­do y yo con ella.

No es la pri­me­ra mu­jer a la que aban­do­nan, aun­que sí una de las po­cas a las que de­jan el día an­tes de la boda. Fue te­rri­ble, lo re­cuer­do como si fue­ra ayer. El ves­ti­do de no­via col­ga­do en la lám­pa­ra del co­me­dor para que no se arru­ga­ra. Ella tan con­ten­ta, tan ilu­sio­na­da. Siem­pre tuvo buen ca­rác­ter, no se pa­re­ce en nada a Ele­na, no pue­den ser más di­fe­ren­tes. Pa­re­ce que la es­toy vien­do, pa­sean­do por casa con el pi­ja­ma y los ta­co­nes para que no le hi­cie­ran daño al día si­guien­te. Le hi­cie­ron daño, pero no fue­ron los za­pa­tos.

No en­tien­do por qué él es­pe­ró al día an­tes para de­cir­le que no se ca­sa­ba, qué co­bar­de. Aun­que, pen­sán­do­lo bien, po­dría de­cir­se que rom­per con ella an­tes de em­pe­zar un ma­tri­mo­nio que los ha­bría he­cho in­fe­li­ces a am­bos fue un ges­to va­lien­te. Aho­ra la úni­ca in­fe­liz es Inés, y me cam­bia­ría por ella para evi­tar ver­la así. Ese día, mi pe­que­ña no per­dió solo a su pa­re­ja, per­dió la au­to­es­ti­ma, la ilu­sión, la con­fian­za... Des­pués per­dió mu­cho más: se que­dó sin tra­ba­jo, sin ami­gas… Al prin­ci­pio la es­cu­cha­ban, pero todo el mun­do se can­sa, ade­más, se ais­ló, no sa­lía de casa y no con­tes­ta­ba al te­lé­fono.

Está hun­di­da, pero no quie­re sa­lir del pozo, se pasa el día en pi­ja­ma o en chán­dal, con esa cha­que­ta lar­ga de pun­to que pa­re­ce un abri­go y que tie­ne un agu­je­ro en la man­ga. Me en­tran ga­nas de arras­trar­la a la ba­ñe­ra para la­var­le el pelo, ese pelo gra­so pe­ga­do a la cara que lle­va suel­to todo el día como si qui­sie­ra es­con­der­se de­ba­jo de él.

A ve­ces pien­so que está tras­tor­na­da. Ha en­gor­da­do un mon­tón de ki­los, está obe­sa y le da igual, por­que no para de co­mer. Y aun­que es des­cui­da­da con su as­pec­to nun­ca deja de pin­tar­se los la­bios de rojo. Da ver­da­de­ra pena ver­la con esa ropa, ese pelo y esos la­bios ro­jos. Se pasa el día hun­di­da en el sofá o acos­ta­da es­cu­chan­do mú­si­ca, siem­pre las mis­mas can­cio­nes de desamor, me las sé de me­mo­ria. El ves­ti­do de no­via si­gue col­ga­do de­trás de la puer­ta de su ha­bi­ta­ción. Al prin­ci­pio no qui­se qui­tar­lo de ahí, pen­sa­ba que ne­ce­si­ta­ba un tiem­po de due­lo, pero ya está du­ran­do de­ma­sia­do. Echo tan­to de me­nos a mi hija, esta no es ella, es una ré­pli­ca, una co­pia ba­ra­ta y de mala ca­li­dad. Está amar­ga­da. Lo peor que te pue­de pa­sar es vi­vir amar­ga­da, es­tar tris­te es malo, pero sen­tir ren­cor es ho­rri­ble.

Lla­man por te­lé­fono y dejo que sue­ne cua­tro ve­ces an­tes de co­ger­lo, es otra ma­nía, pien­so que si lo cojo an­tes será una mala no­ti­cia. Pro­pa­gan­da de te­le­fo­nía, pen­sa­ba que se­ría Ele­na; cómo pue­de des­cui­dar así a su hija; yo mo­ri­ría por las mías y a ella pa­re­ce que no le im­por­te, no en­tien­do cómo pue­de ser así.

—Bue­nos días, abue­la.

—Bue­nos días. —Al gi­rar­me veo a Mu­riel en la puer­ta de la co­ci­na y pien­so en lo me­nu­da que se ve en pi­ja­ma. Sin gota de ma­qui­lla­je es una niña, aun­que se em­pe­ñe en dis­fra­zar­se de adul­ta—. ¿Has des­can­sa­do?

—No mu­cho, la tía Inés ha es­ta­do llo­ran­do toda la no­che, y me daba tan­ta pena… Ya ha pa­sa­do mu­cho tiem­po, y ese tío era un gi­li­po­llas, ya de­be­ría es­tar bien. He in­ten­ta­do ha­blar con ella, pero no me con­tes­ta. ¿Por qué tie­ne el ves­ti­do de no­via col­ga­do de­trás de la puer­ta?

Saca una bo­te­lla de Ca­cao­lat de la ne­ve­ra y bebe a mo­rro.

—No lo sé, por más vuel­tas que le doy no en­cuen­tro ex­pli­ca­ción, y ella no ha­bla de eso. Una vez lo guar­dé mien­tras se du­cha­ba y, cuan­do se dio cuen­ta de que no es­ta­ba, se vol­vió loca. Voy a ver si baja a desa­yu­nar con no­so­tras.

Hace nada que me he le­van­ta­do y ya es­toy ago­ta­da. Subo la es­ca­le­ra para ir a la ha­bi­ta­ción de Inés arras­tran­do los pies, como si lo que lle­vo a cues­tas pe­sa­ra de­ma­sia­do. Odio esta casa y pien­so que nos trae mala suer­te. Lla­mo a la puer­ta, Inés no con­tes­ta y, en cuan­to oye que en­tro, se tapa la ca­be­za con la sá­ba­na. Me sien­to en el bor­de de la cama y le pon­go una mano en el hom­bro.

—Inés, ven a desa­yu­nar con no­so­tras, anda, Mu­riel ne­ce­si­ta com­pa­ñía y yo soy ma­yor, no en­tien­do de co­sas de jó­ve­nes. Te ven­drá bien ma­dru­gar un po­qui­to, des­pués po­de­mos ir al cen­tro co­mer­cial, ne­ce­si­tas ropa, y así te dis­traes. —El bul­to que hay de­ba­jo de la sá­ba­na y que se su­po­ne que es mi hija no se mue­ve ni con­tes­ta, es como si ha­bla­ra con la pa­red. —Está bien, haz lo que quie­ras, pero te vas a arre­pen­tir del tiem­po que es­tás des­per­di­cian­do, ti­rán­do­lo a la ba­su­ra. El tiem­po es lo más va­lio­so que te­ne­mos, no vuel­ve nun­ca, no po­drás re­cu­pe­rar­lo ja­más. ¿Por qué te em­pe­ñas en ser in­fe­liz? Tu ac­ti­tud es ma­so­quis­ta, ¿te acuer­das de cómo eras an­tes? De­rro­cha­bas ale­gría, igual ago­tas­te tus re­ser­vas y por eso aho­ra no te que­da nada. Na­die se me­re­ce este su­fri­mien­to, Inés. Si ese hom­bre no que­ría es­tar con­ti­go, peor para él. Tú es­tás aquí, de­ján­do­te la vida, es­con­di­da de­trás de ese pi­ja­ma vie­jo, mon­ta­ñas de do­nuts y ese pin­ta­la­bios rojo, y él se­gu­ra­men­te no se acuer­da de ti ni un se­gun­do del día. Dé­ja­me ayu­dar­te, no sa­bes lo que su­po­ne para mí ver como des­apro­ve­chas tu vida de esta ma­ne­ra ab­sur­da.

Me da la sen­sa­ción de que se ha en­co­gi­do. Me due­le ha­blar­le así y aca­bo ca­llan­do; le di­ría mu­chas más co­sas, pero no quie­ro ha­cer­le más daño. Es­pe­ro unos ins­tan­tes en los que Inés no se mue­ve, casi pa­re­ce que no res­pi­re, como si ade­más de es­tar muer­ta por den­tro lo es­tu­vie­ra tam­bién fí­si­ca­men­te. Me le­van­to de la cama y sal­go de la ha­bi­ta­ción sin ob­te­ner res­pues­ta. Me dan ga­nas de en­trar de nue­vo, arras­trar­la es­ca­le­ras aba­jo y echar­la a la ca­lle para no te­ner que ver en lo que se ha con­ver­ti­do. ¿Qué cla­se de ma­dre soy que me veo in­ca­paz de ayu­dar a mi hija?

Des­pués de desa­yu­nar acer­co a Mu­riel, que se ha dis­fra­za­do de nue­vo, al ins­ti­tu­to. Esa ropa y ese ma­qui­lla­je para pa­re­cer más dura no en­ga­ñan a na­die. Ten­go hora en la pe­lu­que­ría para po­ner­me el tin­te y ella me dice que vol­ve­rá a casa con una ami­ga, que no me preo­cu­pe. Al des­pe­dir­nos me da un abra­zo, sien­to su cuer­po me­nu­do en­tre mis bra­zos y pien­so que es tan frá­gil que la vida po­dría des­tro­zar­la de un zar­pa­zo en un sus­pi­ro. Es­pe­ro en el co­che has­ta que la pier­do de vis­ta, por­que se ca­mu­fla en­tre un mon­tón de ado­les­cen­tes, y me sien­to vie­ja, como si la vida ya no tu­vie­ra sen­ti­do para mí por­que no me tie­ne nada nue­vo re­ser­va­do.

En la pe­lu­que­ría ten­go que es­pe­rar un poco y la ca­be­za no deja de dar vuel­tas. Ten­go una re­vis­ta en las ma­nos, aun­que no leo nada, es­toy es­cu­chan­do a la mu­jer que está sen­ta­da a mi lado y no sé si reír­me o llo­rar. Está ha­blan­do con la pe­lu­que­ra, dan­do lec­cio­nes de cómo ser una bue­na ma­dre y una per­fec­ta ama de casa. Me pa­re­ce in­creí­ble.

Dice que no hay que apun­tar a los ni­ños a ac­ti­vi­da­des ex­tra­es­co­la­res, que es me­jor es­tar con ellos, que hay pa­dres que los apar­can allí para qui­tár­se­los de en­ci­ma. Nada de pre­co­ci­na­dos, a ella le gus­ta co­ci­nar. Para ce­nar, ver­du­ra y pes­ca­do a la plan­cha; si al­gún día toca piz­za, como un ex­tra, no por nor­ma, la masa la hace ella. La co­mi­da no se sir­ve en la co­ci­na, aun­que sea más in­có­mo­do hay que lle­var la sopa al co­me­dor, con una so­pe­ra. Hay que de­di­car tiem­po a los hi­jos, dice, por­que si no, lue­go te sa­len mal. La miro con des­ca­ro y ella me son­ríe, como si pen­sa­ra que le es­toy dan­do la ra­zón. Me fijo en que luce una ma­ni­cu­ra per­fec­ta y que va pin­ta­da como una puer­ta, por lo que se ha te­ni­do que pa­sar un buen rato de­lan­te del es­pe­jo. Ade­más va ves­ti­da de ma­ne­ra im­pe­ca­ble, no me la ima­gino ha­cien­do todo eso que pre­di­ca. Me es­toy po­nien­do en­fer­ma. Qué mier­da de ma­dre y ama de casa he de­bi­do de ser. Ade­más de ha­ber­lo he­cho tan mal nun­ca he te­ni­do una so­pe­ra.

La ma­dre per­fec­ta no exis­te, aun­que para mí es­ta­ría más cer­ca de ser­lo la que cría a sus hi­jas sola por­que su ma­ri­do des­apa­re­ce para siem­pre des­pués de de­ci­dir que quie­re vi­vir la vida y que le vie­ne gran­de el ofi­cio de pa­dre. La que se le­van­ta a las cin­co de la ma­ña­na para de­jar la co­mi­da pre­pa­ra­da por­que tra­ba­ja tan­tas ho­ras en una mier­da de fá­bri­ca que si no co­ci­na­ra de ma­dru­ga­da no ten­dría tiem­po para es­tar con ellas des­pués. La que no se da un ca­pri­cho nun­ca por­que el di­ne­ro no al­can­za y, a ra­tos, está tan ago­ta­da que le mo­les­tan has­ta sus hi­jas. Y lle­ga in­clu­so a plan­tear­se si no hu­bie­ra sido me­jor no te­ner­las, para arre­pen­tir­se en­se­gui­da de esos pen­sa­mien­tos que ha­cen que se sien­ta una mala per­so­na y una ma­dre ne­fas­ta. Esa mis­ma que mien­te a lo gran­de y les dice que su pa­dre se ha te­ni­do que ir a tra­ba­jar fue­ra, que no vie­ne a ver­las por­que está muy le­jos y tra­ba­ja mu­cho para que no les fal­te de nada, por­que su papá las quie­re más que a nada en el mun­do. Des­pués, de no­che, a es­con­di­das, es­cri­be car­tas que echa al co­rreo para que ellas pien­sen que se las ha es­cri­to él.

Los re­cuer­dos due­len, a pe­sar del tiem­po que ha pa­sa­do, y por un ins­tan­te pien­so que me echa­ré a llo­rar, por­que ellas no eli­gie­ron a su pa­dre, la cul­pa­ble fui yo, que no supe ele­gir. La mu­jer de la ma­ni­cu­ra per­fec­ta me ha es­tro­pea­do el día, si­gue ha­blan­do sin pa­rar, no se ca­lla y me está dan­do do­lor de ca­be­za. In­ten­to no es­cu­char­la, cosa que me re­sul­ta muy di­fí­cil. Las ga­nas de llo­rar aprie­tan y pien­so en que a lo me­jor si hu­bie­ra te­ni­do una so­pe­ra y hu­bie­ra he­cho to­das esas co­sas que dice mi ma­ri­do no se hu­bie­ra ido con otra.

Le digo a la pe­lu­que­ra que no me en­cuen­tro bien, que ven­dré otro día, y me voy a casa. Me sien­to de­rro­ta­da y me pre­gun­to si la si­tua­ción que es­tán vi­vien­do aho­ra mis hi­jas es una con­se­cuen­cia del aban­dono de su pa­dre y de ha­ber te­ni­do una ma­dre a ve­ces au­sen­te, por­que no po­día lle­gar a todo, y a ve­ces ab­sor­ben­te por el mis­mo mo­ti­vo, y no sé si to­das es­ta­mos to­ca­das psi­co­ló­gi­ca­men­te ni has­ta cuán­do se­re­mos ca­pa­ces de so­por­tar esta si­tua­ción.

Inés

Ya se han ido. ¿Por qué no me de­ja­rán tran­qui­la? Qué pe­sa­da que es mi ma­dre. Sé que se preo­cu­pa por mí, pero a ella no la de­ja­ron plan­ta­da el día an­tes de su boda con el piso mon­ta­do ni tuvo que lla­mar a los in­vi­ta­dos para anu­lar la ce­re­mo­nia sin sa­ber qué de­cir. ¿Qué ex­pli­ca­ción po­día dar? ¿Que el no­vio ha­bía des­cu­bier­to que es­ta­ba enamo­ra­do de otra mu­jer, a pe­sar de que el día an­tes ha­bía he­cho el amor con la que es­ta­ba a pun­to de con­ver­tir­se en su es­po­sa y con quien iba a com­par­tir el res­to de su vida?

A ra­tos lo dis­cul­po di­cién­do­me a mí mis­ma que fue ho­nes­to: no me que­ría y no hu­bié­ra­mos sido fe­li­ces. Pero la ma­yo­ría del tiem­po lo odio por lo que me hizo: no ha­bía ne­ce­si­dad de es­pe­rar tan­to, de­bió ha­ber­me de­ja­do an­tes. Y esa ma­ne­ra co­bar­de de de­cír­me­lo, por te­lé­fono, sin atre­ver­se a dar la cara.

¿Cómo es que no me di cuen­ta an­tes? Me mar­ti­ri­zo pen­san­do eso, en lo cie­ga que es­tu­ve. Qui­zá si no hu­bie­ra sido tan in­ge­nua no lo hu­bie­ra pa­sa­do tan mal des­pués. Per­der algo que no es per­fec­to no due­le tan­to, aun­que para mí él lo era y nues­tra re­la­ción tam­bién. Lo peor de todo fue te­ner que ir a re­co­ger mis co­sas al piso en el que íba­mos a vi­vir. Me dio la sen­sa­ción de es­tar va­cian­do los ar­ma­rios de un di­fun­to. Me ha­bía ima­gi­na­do lo do­lo­ro­so que de­bía ser des­ha­cer­se de las per­te­nen­cias de un ser que­ri­do cuan­do fa­lle­ce; y ahí es­ta­ba yo, sa­can­do co­sas de los ca­jo­nes, lle­nan­do ca­jas y ma­le­tas sin po­der pa­rar de llo­rar; con mi ma­dre ayu­dán­do­me e in­ten­tan­do ani­mar­me a su ma­ne­ra, que no siem­pre es la me­jor. Ten­dría que ha­ber­le he­cho caso y ha­ber lle­na­do una ma­le­ta de re­cuer­dos y de pa­sa­do, como si todo lo que viví con él no hu­bie­ra exis­ti­do, ce­rrar­la y ti­rar la lla­ve. Pero ¿cómo se hace eso? «Inés, deja una ma­le­ta va­cía y llé­na­la de las co­sas que quie­ras ol­vi­dar, tó­ma­te tu tiem­po y mete todo lo que no quie­ras re­cor­dar por­que te hará daño. La de­ja­re­mos ti­ra­da por el ca­mino, así, cuan­do ten­gas la ten­ta­ción de re­cor­dar, pen­sa­rás en que es me­jor ol­vi­dar, mete lo que due­le en una ma­le­ta y aban­dó­na­la». No qui­se de­cir­le que no, aun­que me pa­re­cía ri­dícu­lo. Es­ta­ba tan he­cha pol­vo que todo me daba igual. Lo que a cual­quie­ra le pa­re­ce­ría un dis­pa­ra­te, en mi ma­dre es lo más nor­mal del mun­do. Me dejó sola en una ha­bi­ta­ción con una ma­le­ta va­cía abier­ta, una li­bre­ta y un boli, para que hi­cie­ra una lis­ta con todo de lo que que­ría des­ha­cer­me. La ti­ra­mos en un con­te­ne­dor an­tes de lle­gar a casa. Lás­ti­ma, por­que aban­do­né la ma­le­ta allí, pero tra­je con­mi­go lo que ten­dría que ha­ber­se que­da­do en su in­te­rior y no soy ca­paz de ha­cer que des­apa­rez­ca.

Cuan­do lo ana­li­zo, pien­so que ya de­be­ría sen­tir­me bien, pero el amor es irra­cio­nal. Cada vez es­toy más gor­da, todo me que­da pe­que­ño y, como sal­go po­quí­si­mo, ni me vis­to. Lo úni­co que con­ser­vo de mi vida an­te­rior son los la­bios pin­ta­dos de rojo. Esa boca que tan­to le gus­ta­ba a él. Siem­pre me de­cía que mis la­bios es­ta­ban he­chos para ser be­sa­dos. Cuan­do me miro al es­pe­jo es lo úni­co bo­ni­to que veo. La cara me ha en­gor­da­do y la pa­pa­da me tapa el cue­llo has­ta un pun­to que pa­re­ce ha­ber des­apa­re­ci­do; sin em­bar­go, no pue­do de­jar de co­mer. Como no ten­go bas­tan­te con mi ma­dre, ano­che Mu­riel me hizo sen­tir fa­tal.

«Tita, no pue­des es­tar así, ese tío era un gi­li­po­llas. ¿No veías cómo le mi­ra­ba las te­tas a mi ma­dre? De­be­ría dar­te igual que te de­ja­ra, hay más hom­bres y más gua­pos. Es­tás muy gor­da, con lo gua­pa que eras. ¿Por qué no lla­mas a tus ami­gas? No sa­les nun­ca. Ade­más, a ve­ces es me­jor es­tar sola. Mira, mi ma­dre no quie­re a mi pa­dre ni él la quie­re a ella, eso es peor que que te de­jen. Cuan­do sea ma­yor, si me caso, no quie­ro es­tar con una per­so­na que no me quie­ra, pre­fie­ro que me deje, como te pasó a ti. ¿Para qué es­tar con un hom­bre que no te quie­re? Eso es en­ga­ñar al otro aun­que no le pon­gas los cuer­nos. Mis pa­dres no ha­cen nada jun­tos, no se quie­ren ni se so­por­tan. A mí tam­po­co me quie­ren. —Sus­pi­ró y es­pe­ró un poco an­tes de se­guir ha­blan­do—. Les da igual lo que haga, no se preo­cu­pan si me voy a casa de una ami­ga el fin de se­ma­na y no los lla­mo, ellos no me lla­man para nada, no sa­ben si es­toy bien o si me ha pa­sa­do algo. Al­gu­na vez he lle­ga­do a casa bo­rra­cha des­pués de una no­che de fies­ta y ni si­quie­ra me han re­ñi­do, han he­cho como que no han vis­to nada. A ti la abue­la te quie­re y se preo­cu­pa por ti, qué suer­te, y tú llo­ran­do por ese im­bé­cil. ¿Por qué no te des­car­gas una app para bus­car pa­re­ja? —Ahí le cam­bió la voz, es­ta­ba emo­cio­na­da con su ocu­rren­cia y noté cómo se in­cor­po­ró en la cama—. Po­ne­mos una foto fal­sa por si te en­cuen­tras a al­gún co­no­ci­do, a lo me­jor co­no­ces a al­guien in­tere­san­te, aun­que sea para ha­blar, pue­de ser di­ver­ti­do. Esta no­che te lo pien­sas y me di­ces algo. Tita, te quie­ro. Mu­cho. Bue­nas no­ches».

Me dio mu­cha pena por ella y por mí. Pen­sar que tus pa­dres no te quie­ren debe de ser ho­rri­ble, aun­que no fui ca­paz de de­cir­le que yo tam­bién la quie­ro. Es­tu­ve es­pe­ran­do a que apa­ga­ra la luz de la lam­pa­ri­ta, pero ni que­dán­do­nos a os­cu­ras me sa­lió de­cír­se­lo. Me sen­té en la cama y me que­dé un rato así, es­pe­ran­do a ver si era ca­paz de de­cir­le que no es­ta­ba sola y que la que­ría. Me hu­bie­ra gus­ta­do me­ter­me en su cama y abra­zar­la, pero pen­sé que no ca­bría­mos las dos, por­que es­toy muy gor­da, y que yo igual le daba asco. Solo un abra­zo, eso me hu­bie­ra gus­ta­do, acom­pa­sar mi res­pi­ra­ción a la suya. ¿En qué me es­toy con­vir­tien­do? Quie­ro a esta niña como si fue­ra mía, a ve­ces pien­so que la quie­ro más que su pro­pia ma­dre. Cuan­do era pe­que­ña pa­sa­ba mu­chas tem­po­ra­das en casa; sus pa­dres via­ja­ban mu­cho, es lo que tie­ne ser rico. Mi her­ma­na está cie­ga. ¿No se da cuen­ta de que toda esa re­bel­día es para lla­mar la aten­ción? Ella está fe­liz de la vida solo con que Agus­ti­na le diga «se­ño­ra esto, se­ño­ra lo otro». ¡Qué ri­dí­cu­la! No la en­vi­dio para nada, hay co­sas que el di­ne­ro no pue­de com­prar.

Saco un pa­que­te de dó­nuts de cho­co­la­te y me sien­to con la caja en el re­ga­zo. Pa­seo la vis­ta por la co­ci­na y veo todo per­fec­ta­men­te or­de­na­do, no hay nada fue­ra de su si­tio: los bo­tes de las es­pe­cias con la eti­que­ta ha­cia de­lan­te; los pa­ños de co­ci­na do­bla­dos to­dos igual, per­fec­tos; las bol­sas de plás­ti­co den­tro de un ta­rro de cris­tal, me­ticu­losa­men­te do­bla­das. Me chu­po los de­dos an­tes de co­ger otro dó­nut. A mi her­ma­na le po­nen en­fer­ma las ma­nías de mi ma­dre; a mí me dan igual, la mu­jer no hace daño a na­die. Se cree me­jor que no­so­tras. No vie­ne casi nun­ca y, cuan­do lo hace, me mira con cara de asco, debe de odiar a los gor­dos; ella luce cuer­pa­zo de gim­na­sio y te­tas ope­ra­das.

Si hu­bie­ra algo que me de­vol­vie­ra las ga­nas de vi­vir… Ne­ce­si­to un em­pu­jón, yo sola no pue­do. Al prin­ci­pio es­ta­ba hun­di­da, algo des­pués hice un es­fuer­zo, pero ya me fue im­po­si­ble. Sé que por mu­cho tiem­po que pase y, aun­que me re­cu­pe­re, nun­ca vol­ve­ré a ser la mis­ma: algo se rom­pió den­tro de mí el día que me dejó. El pa­sa­do no deja de ve­nir a vi­si­tar­me, me lle­va de pa­seo, me mon­ta en el tren de los re­cuer­dos, un tren del que no me quie­ro ba­jar, y poco im­por­ta que aban­do­na­ra esa ma­le­ta en el ca­mino, la tris­te­za via­ja li­ge­ra de equi­pa­je.

Las maletas del olvido

Подняться наверх