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CAPÍTULO 5
ОглавлениеSoñar con agua turbia: Se siente desbordado por una situación o por sus sentimientos. Si sueña que hay una inundación significa que se enfrenta a luchas y emociones difíciles.
Dejo a Muriel en la cama, se ha quedado dormida, y bajo a ver si ha llegado Inés con la compra. Teresa está sentada en el sofá con la niña en brazos y, cuando me ve, la aprieta contra su pecho como si pensara que se la voy a quitar. Me siento a su lado y permanecemos mudas las dos, porque no sabemos qué decirnos. La niña empieza a llorar y Teresa le canta una nana mientras la mece en sus brazos. Hay tanta ternura en lo que dice o, mejor dicho, en cómo lo dice, que siento que no puedo obligarla a deshacerse de ella. Cuando llega Inés le digo que prepare un biberón. Mientras, yo lleno el barreño de la ropa con agua calentita, no quiero meter a la niña en la bañera; es muy pequeña. Lo coloco encima de la mesa del comedor y voy a buscar unas toallas y un muñeco que tengo encima de mi cama para quitarle la ropa, no quiero ponerle lo que ha traído Inés sin lavarlo antes.
La niña es preciosa, qué lástima que la hayan abandonado, con la de gente que quiere tener hijos y no puede. La vida es injusta.
—Amparo, tenemos que ponerle nombre.
—¿Un nombre? ¿Para qué? Sabes que no podemos quedarnos con ella.
—De todas formas, tenemos que llamarla de alguna manera mientras esté con nosotras. Tiene que ser un nombre que signifique algo para nosotras. ¿Cómo se llamaba tu madre?
—¿Mi madre? Justina. Descartado. ¿Y la tuya?
—La mía, Blanca —dice mirándome muy seria.
Nos entra una risa floja, son los nervios contenidos que se escapan en forma de carcajada. Teresa tiene una risa contagiosa. Se ríe con todo el cuerpo.
—Casi prefiero Justina —dice Teresa sin parar de reír. Río y lloro al mismo tiempo, de miedo por lo que ha pasado y de alivio al volver a tener a Muriel con nosotras, que nos encuentra de esa guisa al entrar al comedor.
—Hola, cariño —digo limpiándome las lágrimas—. Siéntate, que te preparo algo de comer. —Quiero actuar como si no hubiera ocurrido nada, aunque no sé si lo consigo. La miro de manera diferente, como si buscara señales en su cuerpo que me expliquen qué ha hecho esos dos días que ha estado fuera. Ella tampoco está como siempre, esconde la cara debajo del pelo y mira hacia el suelo. Se acerca a nosotras y, al ver a Teresa con la niña, casi vuelve a ser la misma.
—Abuela, ¿qué hace aquí América?
—¿América?
—Sí. Es la hija de Dakota. La conozco de la casa —dice esto último en voz tan baja que casi no la oigo.
—Dakota, ¿qué clase de nombre es ese? —dice Teresa.
Tenemos que pensar qué haremos con América, ahora que sé su nombre no sé si me gustaba más Blanca.
Muriel se sienta en el sofá, más bien se esconde, porque recoge las piernas y se abraza las rodillas, como si quisiera desaparecer entre los huecos de los cojines. Al oír a Inés, que nos pregunta algo sobre la cantidad de leche en polvo que tiene que poner, no levanta la vista, sigue mirándose la punta de los pies como si acabara de descubrir que los tiene.
La niña se toma el biberón en un momento, estaba hambrienta y no sabemos si deberíamos darle más, ¿cuántos meses tendrá? Sé que no podemos quedarnos con ella, pero también sé que no podemos devolverla a aquel lugar, sería como dejarla morir. Todavía no me explico cómo está viva, si no hubiéramos ido hoy nosotras, ¿qué hubiera sido de ella? Interrogamos a Muriel y nos cuenta que la madre es joven, cuando le pregunto cómo de joven nos dice que más mayor que ella, pero no tanto como Inés. Entre veinte y treinta, calcula. No sabe si tiene novio, porque la ha visto con varios chicos. Cuando tiene dinero se lo gasta en alcohol y marihuana. Hace hincapié en que nunca había visto a la niña sola y que la cuidan entre todos. Evito hacer ningún comentario. Sus ojos delatan algo que no se corresponde con la edad que tiene, es como si hubiera madurado de repente. Defiende a esa mujer como si quisiera justificarla, no quiere que la juzguemos como madre porque no la conocemos.
Dejo a Muriel y a Inés con la niña y salgo a caminar con Teresa, tenemos que hablar. El barrio es el mismo de siempre y el trayecto es idéntico al de otros días cuando salimos a pasear, porque aquí no hay a dónde ir, pero nosotras nos sentimos diferentes, caminamos como si no conociéramos las calles, como si anduviéramos perdidas y nos diera miedo no saber qué vamos a encontrar al doblar las esquinas.
—Teresa, ¿qué vamos a hacer? No puedes quedártela, su madre estará buscándola. Irá a la policía.
—Ya lo sé, pero no podemos llevarla allí. Hay que pensar otra cosa, porque tampoco creo que la solución sea llamar a la policía. La dejarán en un centro de adopción, la burocracia es muy lenta, irá de casa en casa de acogida, eso en el mejor de los casos, y dudo mucho que su madre vaya a la policía a reclamarla. ¿Tú has visto lo que había en esa casa?
—Pues ya me dirás qué hacemos.
—Se me ha ocurrido algo —dice y me coge del brazo mientras caminamos—. A lo mejor te parece un disparate, pero yo pienso que puede salir bien, y me equivoco pocas veces, ya lo sabes. No digas nada hasta que termine de hablar, después decidiremos entre las dos. He pensado que lo mejor es que vayamos a buscar a la madre, le decimos que tenemos a la niña y le ofrezco que se venga a mi casa con ella. Yo las cuidaré con una condición: tiene que rehabilitarse; si no accede, llevaremos a la niña a la policía. Si quiere a su hija dirá que sí. Si dice que no, no merece tenerla con ella.
Ha terminado de hablar y yo estoy asimilando todo lo que me ha dicho.
—¿No dices nada? No es una mala idea, ¿a qué no? —Se detiene y se pone frente a mí—. Tú tienes a tus hijas y a tu nieta, yo no tengo a nadie. Siempre te digo que las cosas pasan por algo, si el destino ha puesto a esta niña en mi camino será con un propósito. Tú ahora tienes la motivación de luchar por recuperar a Inés. Yo no tengo a nadie —repite esto último como si la culpa fuera mía.
¿Cómo sabrá que voy a intentar por todos los medios que Inés se recupere? No le he dicho nada de mis conversaciones con Dios.
La verdad es que me parece una idea un poco descabellada. Muriel nos ha dicho que esa chica se droga y no sabemos cómo es y si anda metida en algo peligroso.
—Teresa, la vida no es un cuento de hadas. No sabes nada de esa mujer. ¿Y si te hace algo? ¿No te da miedo meterla en tu casa? No todo el mundo es tan bueno como tú. ¿Qué harás cuando tengas que salir?, ¿la encerrarás? Si consume drogas tendrá que ir a un centro de rehabilitación, y no sabemos si querrá pasar por eso. Es más complicado de lo que parece. En caso de que aceptara no puedes quedarte sola con ella, yo no estaría tranquila, me da miedo que pueda hacerte algo… —No sé si me arrepentiré de lo que voy a decirle, pero creo que es lo que debo hacer, a lo mejor esta idea absurda sale bien; a lo peor, salimos todas heridas. Al final claudico—: De acuerdo, iremos a hablar con ella. Si dice que sí, te ayudaré y te apoyaré; si dice que no, llevaremos juntas a la niña a la policía. Si esa mujer se viene con nosotras y supone una amenaza, yo misma me encargaré de que desaparezca de nuestras vidas.
—Sabía que dirías que sí, te conozco, sé que podemos conseguirlo, será un reto. Tú con Inés, yo con América y su madre. —Me abraza y ahora que no puedo verle la cara me susurra al oído—: No sabes lo triste que es no tener a nadie por quien levantarse cada mañana.
Me da una pena enorme y deseo que esta locura salga bien. Volvemos a casa, hay que ponerse manos a la obra, no podemos dejar pasar más tiempo. Lo primero que hago es llamar a la comisaría para decir que Muriel ha aparecido. No hace ni un minuto que he colgado cuando vuelve a sonar el teléfono.
—¿Sí?
—Buenos días, ¿la señora Amparo Vega?
—Sí, soy yo.
—Hola, la llamo de la comisaría. Soy el inspector Rafael Velasco, hablé con usted ayer. Me ha dicho un compañero que ha llamado para decir que ha aparecido su nieta.
Por la voz, reconozco al agente que me atendió ayer; al agradable, no al otro energúmeno. Qué poca sangre, ni siquiera salió de esa pecera en la que estaba metido y desde donde me miraba con cara de besugo. Lo salvó el cristal. No puedo evitar sonreír al recordar la cara con que me miraba, debió pensar que estaba loca.
—Sí, gracias a Dios está todo solucionado.
—¿Le importa que me pase por su casa para hacerle unas preguntas a su nieta?
No puede venir aquí, no puede ver a la niña. ¿Qué querrá preguntarle a Muriel?
—Ahora no es un buen momento —digo, intentando quitármelo de encima.
—Entonces mañana, es una cuestión de protocolo —insiste.
—No sé si estaré.
—No se preocupe, llamaré antes de ir.
Vaya mala suerte, ¿para qué querrá venir? Si no hay nada que contar.
—Teresa, que dice el agente que viene mañana —digo después de colgar.
—¿Mañana? ¿Y para qué?
—No lo sé. Se ha empeñado, quería venir hoy. Tenemos que solucionar cuanto antes lo de América, cuando venga no conviene que vea nada extraño.
Le explico por encima a Inés lo que vamos a hacer, me dice que viene con nosotras, pero no podemos llevar allí a Muriel y no quiero que se quede sola. Me mira y no dice nada, concentra la mirada en la niña que tiene en brazos y deja escapar un suspiro de resignación.
—Tened cuidado —dice al cabo de un momento—, si en una hora no habéis vuelto, llamaré a la policía.
He de confesar que tengo miedo porque no sé lo que nos vamos a encontrar. ¿Y si nos agreden? Ya somos mayores y el chico que había allí nos dejó claro que no quería volver a vernos. Meto en el bolso un bote de desodorante en espray y le doy otro a Teresa, por si acaso los necesitamos para defendernos, y miro el reloj para saber cuánto tiempo nos queda.
Llegamos a la casa abandonada y, al bajarnos del coche, noto un nudo en la boca del estómago. Tengo miedo, estamos locas, cómo nos hemos metido en este lío. Esta vez no tenemos que gritar, hay un chico en el patio cuidando las plantas. Qué raro, todo abandonado y lleno de porquería y él regando las macetas. Por suerte no es el mismo de antes.
—¡Hola! Venimos a hablar con Dakota.
—No está. ¿Para qué queréis hablar con ella? ¿Y quiénes sois? —nos dice sin dejar de regar.
—Su abuela y su tía —dice Teresa.
—Joder con las yayas, su abuela, dice. —El jardinero suelta la regadera y se acerca a nosotras sonriendo—. Dakota no está —dice echándonos el humo del cigarro en la cara a través de la verja.
—Dile que salga, no somos policías —suelta Teresa, y pienso que ha perdido el juicio.
—Joder, joder, qué buena. —El chico se ríe ahora a carcajadas, mientras se da palmadas en la pierna—. ¿Y cómo sé que no sois policías?
—Tendrás que fiarte de nosotras.
—Teresa, por Dios, cállate.
Ya no sabemos qué más decirle, pero estamos decididas a no movernos de allí. Por suerte, justo en ese momento, sale de la casa una mujer y se acerca a nosotras. Supongo que será Dakota, porque es igual de negra que la niña. Está muy delgada, la ropa que lleva le va grande y está sucia, camina como si estuviera cansada, arrastrando los pies. No sabría decir qué edad tiene. No es una adolescente, pero podría tener veinte o treinta años. Se deja caer en una silla vieja de mimbre y nos mira como si supiera que tenemos a su hija. Está como ida, parece sopesar qué hacer con nosotras. Teresa empieza a hablarle, le explica lo que ha pasado, que su hija está bien y que quiere que ambas vivan con ella. Yo creo que la chica no entiende nada de lo que mi amiga le está diciendo, ni siquiera pestañea.
Al cabo de un rato, no sabemos aún por qué, se ha levantado, ha salido de la casa y se ha montado en el coche sin rechistar. Tengo el presentimiento de que esto no va a salir bien. Dakota —si es que ella es Dakota, porque aún no ha abierto la boca— debe de estar bajo los efectos de alguna droga, dormita con la cabeza apoyada en la ventanilla. Además, hace un día horrible, las nubes se han empeñado en no dejar pasar el sol, tampoco ayuda que en esa casa no hubiera más que gatos negros, a montones. Me he fijado y todo lo que había en ese patio era impar: una silla, tres bombonas de butano, un carro de supermercado, trece macetas, cinco perros. Eso tiene que ser una señal, todavía estamos a tiempo; no quiero que Teresa sufra.
Recuerdo lo que le pasó hace años, se trajo a casa a una indigente que dormía en el cajero del banco por el que pasaba cada mañana de camino al trabajo. Al principio la invitaba a un café, después le compraba un bocadillo, le llevaba ropa… Hasta que se la llevó a casa, consintió en llevarse también al perro, un animal medio salvaje lleno de pulgas y garrapatas, ató el carro lleno de trastos y ropa vieja en la puerta de su jardín con un candado de bicicleta. Aunque dudo que alguien quisiera llevarse lo que había en ese carro, además podrían haberlo hecho simplemente metiendo la mano. Entonces, ¿para qué encadenarlo?, era absurdo, aunque nadie decía nada. Fingíamos que era algo lógico y normal. Estuvo viviendo a costa de ella hasta que se largó, llevándose todo lo que encontró de valor.
A Teresa no le dolió que le robara el dinero y las joyas, me decía que lo que le dolió fue el fracaso, no haber sido capaz de salvarla de esa vida de miseria y soledad. Ahí me di cuenta de que la que necesitaba ser salvada era ella.
Elena e Inés eran pequeñas, yo vivía estirando las horas para poder llegar a todo, haciendo tratos con mis hijas cuando había que cambiar los planes por culpa de algún imprevisto. No podía permitirme el lujo de perder el tiempo. A ella le sobraba. Estaba sola. La soledad, si es elegida, está muy bien, pero ella no la eligió.
Alguien que no la conozca no se da cuenta de la tristeza que esconden sus ojos, pero yo sí soy capaz de verla, enmascarada, agazapada, pero presente. Después de aquello tan terrible que cambió su vida para siempre hemos vivido muchas cosas juntas, hemos pasado por situaciones que nos han hecho llorar de risa, pero siempre, en algún momento del día, Teresa tiene un instante para recordar, un momento en el que la nostalgia la inunda, es como si se castigara recordando, como si no tuviera derecho a ser feliz.
Llegamos a casa y detengo el motor. Ninguna de las dos nos movemos, la zombi de atrás sigue dormida.
—Teresa, esto no va a salir bien. Vamos a darnos un plazo de tres meses y volvemos a replantearnos la situación, ¿qué te parece? Te prometo que durante ese tiempo no diré nada, te apoyaré, pero si transcurrido el tiempo la cosa no pinta bien, de un modo u otro tendremos que rectificar.
—Tres meses es muy poco tiempo, pero voy a poner tanto empeño que va a salir bien, ya lo verás.
Mientras habla acaricia un colgante que no se quita nunca. Es una piedra negra, un amuleto que dice que le da suerte, cómo puede decir eso después de lo que le pasó. Nos bajamos del coche y, al abrir la puerta de atrás, Dakota casi se cae, pero recupera el equilibrio y nos sigue. Espero que estemos haciendo lo correcto.
Inés
Hace bastante rato que se han ido y empiezo a estar preocupada, no debería haberlas dejado ir solas. Miro el reloj y descubro que, en realidad, no ha pasado tanto tiempo. Le he tenido que dar otro biberón a la niña, lloraba, y debía de ser de hambre, porque se durmió enseguida después de tomárselo. He hablado con Muriel, dice que van a esa masía a beber y a fumar, pero que nunca habían visto a América sola, al menos cuando ha ido ella con sus amigos. América, qué nombre, no me sale llamarla así, me suena raro, me parece un nombre demasiado grande para una niña tan pequeña. Estoy en el sofá con ella, me encanta la sensación de tenerla en brazos y el calor que desprende. ¿Seré madre algún día? Siento que se me escapa el tiempo, ya sé que es culpa mía, solo yo soy dueña de mi vida, si me empeño en desperdiciarla, no puedo culpar a nadie.
Muriel no quiere hablar de los dos días que ha estado fuera, ya me lo explicará cuando quiera, sé que terminará haciéndolo, solo ha insistido en que Dakota trata bien a su hija. Cuando dice eso pienso en mi hermana y en que hay muchas formas de abandono, me parece que mi sobrina quiere dar a entender lo mismo. Se debe sentir desamparada. Sentirse querida no consiste en tener el último modelo de móvil o que nunca te nieguen nada material. Elena me enferma, ¿cómo ha podido largarse y dejar a Muriel aquí? Le ha bastado con llamar para ver cómo está. No puedo evitar compararla con mi madre, que dejó su vida aparcada y se desvivió por nosotras. Cuando mi padre desapareció, ella nos dijo que se había ido a trabajar fuera de la ciudad. Nos leía unas cartas que llegaban puntuales cada mes, en las que nos decía cuánto nos quería y cuánto nos echaba de menos. Cuando empezamos a hacernos mayores no pudo seguir con la farsa: la letra de mi madre, el matasellos de Barcelona… Además nos parecía muy raro que no viniera nunca a vernos ni nos llamara por teléfono, así que decidió que lo mejor era matarlo.
Me acuerdo perfectamente de ese día. Cuando salimos del colegio estaba esperándonos, era muy raro, porque ella salía más tarde del trabajo. El camino hasta casa lo hicimos casi en silencio y nos extrañó que contestara a nuestras preguntas con monosílabos. Al llegar, nos indicó que nos sentáramos en el sofá y nos dijo que nuestro padre había tenido un accidente: «Mañana no iréis al colegio, vuestro padre ha muerto». Hacía años que no lo veíamos y él se había ido cuando éramos muy pequeñas. Su recuerdo se había ido diluyendo con los años… No es que nos causara un trauma, pero tampoco fue una noticia fácil de asimilar. Mientras estuvo en casa fue cariñoso con nosotras y, después, mi madre jamás nos dijo nada malo de él; al contrario. Sin embargo las ausencias pesan y te dan licencia para olvidar sin remordimientos.
Al día siguiente fuimos las tres al cementerio. Nos acompañó Teresa. Como éramos pequeñas y nunca habíamos pasado por algo así, no podíamos saber que lo normal es ir primero al tanatorio, y no quedarnos allí como pasmarotes, esperando a que llegara el coche fúnebre. Me impresionó, tan grande y brillante; el vehículo más elegante que había visto jamás y que trasladaba el cuerpo del que se suponía que era mi padre.
Mi madre no lloró y eso sí que me extrañó, lloraba con las películas, cuando leía algunos libros y cada vez que daban alguna mala noticia en la televisión, lo hacía como si conociera a los protagonistas de la tragedia, en cambio, ese día se limitó a intercambiar miradas con Teresa, que también estaba muy rara. Pese al frío, a mi madre no paraban de sudarle las manos, se las restregaba contra el abrigo una y otra vez para volver a agarrarme con tanta fuerza que me hacía daño en los dedos. Tuve envidia de mi hermana, porque a ella la sujetaba de un hombro.
Nunca olvidaré el ruido del ataúd al deslizarse dentro del nicho. Mi padre se quedaría para siempre allí dentro, solo, en ese sitio tan oscuro y estrecho. Sentí pavor, no tanto por él, sino porque por primera vez tomé consciencia de mi propia muerte, de que algún día sería yo la que estuviera ahí dentro, tan sola, y que no habría manera de salir para ir al cielo con las estrellas, como me había contado mi madre. Que lo único que podría esperar era pudrirme y desaparecer. Años después, al crecer, me di cuenta de que era imposible que aquel hombre que enterramos fuera mi padre.
Hace unos meses por fin fui capaz de preguntárselo a Teresa directamente y lo que me contó, me sirvió para querer aún más a mi madre:
—Tu madre se dio cuenta de que no podía seguir con esa farsa, os estabais haciendo mayores y pronto empezarían las preguntas. Fue tonta, ese empeño suyo en hablaros de él, que sintierais que continuaba estando ahí, evitó que lo olvidarais.
Una compañera suya de la fábrica tenía una hermana que trabajaba en una residencia de ancianos. Algunos no tenían familia, nadie que los despidiera. Quedaron en que la avisaría cuando alguno de los residentes en esas circunstancias muriera para decirle dónde lo enterrarían. Cuando recibimos su llamada fuimos a hablar con el enterrador. Resultó ser un hombre con un corazón enorme. Al escuchar la historia de tu madre, nos dijo que nos ayudaría a seguir la comedia, que no hacíamos daño a nadie. Incluso preparó para ese día unas coronas que cogió de otros nichos para hacerlo más real. Aquel difunto no tenía familia y tu familia no tenía difunto, con el apaño todos salíamos ganando. Así que allí nos fuimos las cuatro, al cementerio, a enterrar a un muerto que no nos pertenecía.
»Tu madre ha vivido siempre con el temor de saber que tarde o temprano descubriríais el engaño. Me cansé de decirle que no había hecho nada malo, que era un acto de amor hacia sus hijas. Tu padre se largó sin preocuparse de lo que sería de vosotras, jamás llamó a tu madre para saber cómo estabais. Él sí que os enterró sin necesidad de ceremonia ni flores.
»¿Sabes que tu madre sigue yendo a ponerle flores a la tumba de ese hombre? Dice que se lo debe. He pasado muchas cosas con ella, ¿te acuerdas de aquellos cromos que había por toda la casa y que cogíais a escondidas? Los metíamos en sobres que luego había que llevar en unas cajas enormes que nos costaba la vida meter en el coche, era una manera de sacar un dinero extra por si había algún imprevisto. El sinvergüenza que le proporcionó ese trabajo era un cerdo usurero, pagaba una miseria, se comía a tu madre con los ojos y la castigaba asignándole las tareas peor pagadas, porque ella no cedía ante sus insinuaciones. Siempre corriendo para llegar a todo y para que no notarais que os faltaba nada. Por eso me duele tanto cuando veo a tu hermana avergonzarse de ella, ¿qué más da la ropa que se ponga o que se entretenga con los programas del corazón? ¿Eso la hace peor persona? Créeme que a veces me dan ganas de decirle cuatro cosas, pero quiero a tu madre demasiado, no me perdonaría nunca que os hiciera ningún reproche.
Qué selectiva es la memoria, cómo cambian mis recuerdos cuando Teresa los despoja del disfraz que mi madre les puso para que no dolieran. Mi hermana es una egoísta. No le decimos nunca nada, porque nos da miedo, siempre está enfadada y, a veces, nos trata con desprecio. Yo me limito a no ser, a no estar, huyo de los enfrentamientos, pero parece que ella los necesita. Como si a fuerza de librar batallas fuera a desprenderse de su frustración. Si no viene mañana a buscar a Muriel la llamaré, tengo que hacer algo para ayudar, porque mi dejadez no solo me afecta a mí, y eso no está bien. ¿Cuándo se rompió la relación que nos unía?
Ya están aquí. El sonido de la puerta al cerrarse me devuelve al presente. Al ver entrar a mi madre, a Teresa y a la que supongo que será la madre de América no puedo evitar apretar a la niña en mi regazo en un gesto de protección. Pero cómo se les ha ocurrido traerse a esta mujer, está tan drogada o tan borracha que camina con los ojos cerrados, es un milagro que llegue al sofá sin darse un golpe contra algún mueble.
—Inés, esta es Dakota —dice Teresa—. Me ha prometido que se va a quitar de todo y que, cuando esté bien, va a buscar un trabajo.
Dudo mucho que le haya prometido nada y, aunque así fuera, dudo aún más que vaya a cumplir su palabra. Dakota abre un poco los ojos, me mira y sonríe. Me giro hacia mi madre, que me hace un gesto pidiéndome que no diga nada. Por una vez, tengo que darle la razón a Elena: esto es una locura.
—Vamos a comer algo, ha sido una mañana muy complicada —propone mi madre, que cree que casi todo se soluciona con comida.
Va camino de la cocina cuando suena el timbre.
—Abre, Muriel —dice—, será tu madre.
—Abuela, preguntan por ti —grita Muriel desde la entrada.
Veo a mi madre desandar el camino, desde donde estoy no se ve quién es y no se me ocurre nadie que venga a hacernos una visita; a los vecinos no los conocemos apenas.
—Agente, qué sorpresa. —Su voz suena demasiado alta, como si quisiera avisarnos de su presencia, y en un tono tan falso que cualquiera, aunque no fuera policía, se habría dado cuenta de que esconde algo.
Oigo como se cierra la puerta y los veo aparecer en el comedor. Mi madre, que va detrás de él, se encoge de hombros y abre las manos, como diciendo: «No he tenido más remedio que hacerlo pasar».
—A Teresa y a mi hija ya las conoce, esta es Muriel, mi nieta —dice cogiéndola del hombro y atrayéndola hacia ella—, y estas son Dakota y América.
¿Por qué lo llamará «agente»?, me hace gracia escucharla. Hay un momento de silencio. Dakota ha dejado caer la cabeza en mi hombro, sigue dormitando. A mi lado aún parece más delgada y más negra y yo más blanca y más gorda.
—Le haré unas preguntas y me marcho, no quiero molestar.
—Qué tontería, no es molestia.
—Muriel, vente a la cocina con nosotros —dice mi madre.
Muriel la sigue con la cabeza baja, supongo que estará un poco asustada. ¿Qué habrá pensado el policía? El cuadro que se ha encontrado es de todo menos normal y mi madre parece que está representando una obra de teatro: habla demasiado fuerte y pone demasiado énfasis en cada frase.