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CAPÍTULO 5

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So­ñar con agua tur­bia: Se sien­te des­bor­da­do por una si­tua­ción o por sus sen­ti­mien­tos. Si sue­ña que hay una inun­da­ción sig­ni­fi­ca que se en­fren­ta a lu­chas y emo­cio­nes di­fí­ci­les.

Dejo a Mu­riel en la cama, se ha que­da­do dor­mi­da, y bajo a ver si ha lle­ga­do Inés con la com­pra. Te­re­sa está sen­ta­da en el sofá con la niña en bra­zos y, cuan­do me ve, la aprie­ta con­tra su pe­cho como si pen­sa­ra que se la voy a qui­tar. Me sien­to a su lado y per­ma­ne­ce­mos mu­das las dos, por­que no sa­be­mos qué de­cir­nos. La niña em­pie­za a llo­rar y Te­re­sa le can­ta una nana mien­tras la mece en sus bra­zos. Hay tan­ta ter­nu­ra en lo que dice o, me­jor di­cho, en cómo lo dice, que sien­to que no pue­do obli­gar­la a des­ha­cer­se de ella. Cuan­do lle­ga Inés le digo que pre­pa­re un bi­be­rón. Mien­tras, yo lleno el ba­rre­ño de la ropa con agua ca­len­ti­ta, no quie­ro me­ter a la niña en la ba­ñe­ra; es muy pe­que­ña. Lo co­lo­co en­ci­ma de la mesa del co­me­dor y voy a bus­car unas toa­llas y un mu­ñe­co que ten­go en­ci­ma de mi cama para qui­tar­le la ropa, no quie­ro po­ner­le lo que ha traí­do Inés sin la­var­lo an­tes.

La niña es pre­cio­sa, qué lás­ti­ma que la ha­yan aban­do­na­do, con la de gen­te que quie­re te­ner hi­jos y no pue­de. La vida es in­jus­ta.

—Am­pa­ro, te­ne­mos que po­ner­le nom­bre.

—¿Un nom­bre? ¿Para qué? Sa­bes que no po­de­mos que­dar­nos con ella.

—De to­das for­mas, te­ne­mos que lla­mar­la de al­gu­na ma­ne­ra mien­tras esté con no­so­tras. Tie­ne que ser un nom­bre que sig­ni­fi­que algo para no­so­tras. ¿Cómo se lla­ma­ba tu ma­dre?

—¿Mi ma­dre? Jus­ti­na. Des­car­ta­do. ¿Y la tuya?

—La mía, Blan­ca —dice mi­rán­do­me muy se­ria.

Nos en­tra una risa flo­ja, son los ner­vios con­te­ni­dos que se es­ca­pan en for­ma de car­ca­ja­da. Te­re­sa tie­ne una risa con­ta­gio­sa. Se ríe con todo el cuer­po.

—Casi pre­fie­ro Jus­ti­na —dice Te­re­sa sin pa­rar de reír. Río y llo­ro al mis­mo tiem­po, de mie­do por lo que ha pa­sa­do y de ali­vio al vol­ver a te­ner a Mu­riel con no­so­tras, que nos en­cuen­tra de esa gui­sa al en­trar al co­me­dor.

—Hola, ca­ri­ño —digo lim­pián­do­me las lá­gri­mas—. Sién­ta­te, que te pre­pa­ro algo de co­mer. —Quie­ro ac­tuar como si no hu­bie­ra ocu­rri­do nada, aun­que no sé si lo con­si­go. La miro de ma­ne­ra di­fe­ren­te, como si bus­ca­ra se­ña­les en su cuer­po que me ex­pli­quen qué ha he­cho esos dos días que ha es­ta­do fue­ra. Ella tam­po­co está como siem­pre, es­con­de la cara de­ba­jo del pelo y mira ha­cia el sue­lo. Se acer­ca a no­so­tras y, al ver a Te­re­sa con la niña, casi vuel­ve a ser la mis­ma.

—Abue­la, ¿qué hace aquí Amé­ri­ca?

—¿Amé­ri­ca?

—Sí. Es la hija de Da­ko­ta. La co­noz­co de la casa —dice esto úl­ti­mo en voz tan baja que casi no la oigo.

—Da­ko­ta, ¿qué cla­se de nom­bre es ese? —dice Te­re­sa.

Te­ne­mos que pen­sar qué ha­re­mos con Amé­ri­ca, aho­ra que sé su nom­bre no sé si me gus­ta­ba más Blan­ca.

Mu­riel se sien­ta en el sofá, más bien se es­con­de, por­que re­co­ge las pier­nas y se abra­za las ro­di­llas, como si qui­sie­ra des­apa­re­cer en­tre los hue­cos de los co­ji­nes. Al oír a Inés, que nos pre­gun­ta algo so­bre la can­ti­dad de le­che en pol­vo que tie­ne que po­ner, no le­van­ta la vis­ta, si­gue mi­rán­do­se la pun­ta de los pies como si aca­ba­ra de des­cu­brir que los tie­ne.

La niña se toma el bi­be­rón en un mo­men­to, es­ta­ba ham­brien­ta y no sa­be­mos si de­be­ría­mos dar­le más, ¿cuán­tos me­ses ten­drá? Sé que no po­de­mos que­dar­nos con ella, pero tam­bién sé que no po­de­mos de­vol­ver­la a aquel lu­gar, se­ría como de­jar­la mo­rir. To­da­vía no me ex­pli­co cómo está viva, si no hu­bié­ra­mos ido hoy no­so­tras, ¿qué hu­bie­ra sido de ella? In­te­rro­ga­mos a Mu­riel y nos cuen­ta que la ma­dre es jo­ven, cuan­do le pre­gun­to cómo de jo­ven nos dice que más ma­yor que ella, pero no tan­to como Inés. En­tre vein­te y trein­ta, cal­cu­la. No sabe si tie­ne no­vio, por­que la ha vis­to con va­rios chi­cos. Cuan­do tie­ne di­ne­ro se lo gas­ta en al­cohol y ma­rihua­na. Hace hin­ca­pié en que nun­ca ha­bía vis­to a la niña sola y que la cui­dan en­tre to­dos. Evi­to ha­cer nin­gún co­men­ta­rio. Sus ojos de­la­tan algo que no se co­rres­pon­de con la edad que tie­ne, es como si hu­bie­ra ma­du­ra­do de re­pen­te. De­fien­de a esa mu­jer como si qui­sie­ra jus­ti­fi­car­la, no quie­re que la juz­gue­mos como ma­dre por­que no la co­no­ce­mos.

Dejo a Mu­riel y a Inés con la niña y sal­go a ca­mi­nar con Te­re­sa, te­ne­mos que ha­blar. El ba­rrio es el mis­mo de siem­pre y el tra­yec­to es idén­ti­co al de otros días cuan­do sa­li­mos a pa­sear, por­que aquí no hay a dón­de ir, pero no­so­tras nos sen­ti­mos di­fe­ren­tes, ca­mi­na­mos como si no co­no­cié­ra­mos las ca­lles, como si an­du­vié­ra­mos per­di­das y nos die­ra mie­do no sa­ber qué va­mos a en­con­trar al do­blar las es­qui­nas.

—Te­re­sa, ¿qué va­mos a ha­cer? No pue­des que­dár­te­la, su ma­dre es­ta­rá bus­cán­do­la. Irá a la po­li­cía.

—Ya lo sé, pero no po­de­mos lle­var­la allí. Hay que pen­sar otra cosa, por­que tam­po­co creo que la so­lu­ción sea lla­mar a la po­li­cía. La de­ja­rán en un cen­tro de adop­ción, la bu­ro­cra­cia es muy len­ta, irá de casa en casa de aco­gi­da, eso en el me­jor de los ca­sos, y dudo mu­cho que su ma­dre vaya a la po­li­cía a re­cla­mar­la. ¿Tú has vis­to lo que ha­bía en esa casa?

—Pues ya me di­rás qué ha­ce­mos.

—Se me ha ocu­rri­do algo —dice y me coge del bra­zo mien­tras ca­mi­na­mos—. A lo me­jor te pa­re­ce un dis­pa­ra­te, pero yo pien­so que pue­de sa­lir bien, y me equi­vo­co po­cas ve­ces, ya lo sa­bes. No di­gas nada has­ta que ter­mi­ne de ha­blar, des­pués de­ci­di­re­mos en­tre las dos. He pen­sa­do que lo me­jor es que va­ya­mos a bus­car a la ma­dre, le de­ci­mos que te­ne­mos a la niña y le ofrez­co que se ven­ga a mi casa con ella. Yo las cui­da­ré con una con­di­ción: tie­ne que reha­bi­li­tar­se; si no ac­ce­de, lle­va­re­mos a la niña a la po­li­cía. Si quie­re a su hija dirá que sí. Si dice que no, no me­re­ce te­ner­la con ella.

Ha ter­mi­na­do de ha­blar y yo es­toy asi­mi­lan­do todo lo que me ha di­cho.

—¿No di­ces nada? No es una mala idea, ¿a qué no? —Se de­tie­ne y se pone fren­te a mí—. Tú tie­nes a tus hi­jas y a tu nie­ta, yo no ten­go a na­die. Siem­pre te digo que las co­sas pa­san por algo, si el des­tino ha pues­to a esta niña en mi ca­mino será con un pro­pó­si­to. Tú aho­ra tie­nes la mo­ti­va­ción de lu­char por re­cu­pe­rar a Inés. Yo no ten­go a na­die —re­pi­te esto úl­ti­mo como si la cul­pa fue­ra mía.

¿Cómo sa­brá que voy a in­ten­tar por to­dos los me­dios que Inés se re­cu­pe­re? No le he di­cho nada de mis con­ver­sa­cio­nes con Dios.

La ver­dad es que me pa­re­ce una idea un poco des­ca­be­lla­da. Mu­riel nos ha di­cho que esa chi­ca se dro­ga y no sa­be­mos cómo es y si anda me­ti­da en algo pe­li­gro­so.

—Te­re­sa, la vida no es un cuen­to de ha­das. No sa­bes nada de esa mu­jer. ¿Y si te hace algo? ¿No te da mie­do me­ter­la en tu casa? No todo el mun­do es tan bueno como tú. ¿Qué ha­rás cuan­do ten­gas que sa­lir?, ¿la en­ce­rra­rás? Si con­su­me dro­gas ten­drá que ir a un cen­tro de reha­bi­li­ta­ción, y no sa­be­mos si que­rrá pa­sar por eso. Es más com­pli­ca­do de lo que pa­re­ce. En caso de que acep­ta­ra no pue­des que­dar­te sola con ella, yo no es­ta­ría tran­qui­la, me da mie­do que pue­da ha­cer­te algo… —No sé si me arre­pen­ti­ré de lo que voy a de­cir­le, pero creo que es lo que debo ha­cer, a lo me­jor esta idea ab­sur­da sale bien; a lo peor, sa­li­mos to­das he­ri­das. Al fi­nal clau­di­co—: De acuer­do, ire­mos a ha­blar con ella. Si dice que sí, te ayu­da­ré y te apo­ya­ré; si dice que no, lle­va­re­mos jun­tas a la niña a la po­li­cía. Si esa mu­jer se vie­ne con no­so­tras y su­po­ne una ame­na­za, yo mis­ma me en­car­ga­ré de que des­apa­rez­ca de nues­tras vi­das.

—Sa­bía que di­rías que sí, te co­noz­co, sé que po­de­mos con­se­guir­lo, será un reto. Tú con Inés, yo con Amé­ri­ca y su ma­dre. —Me abra­za y aho­ra que no pue­do ver­le la cara me su­su­rra al oído—: No sa­bes lo tris­te que es no te­ner a na­die por quien le­van­tar­se cada ma­ña­na.

Me da una pena enor­me y de­seo que esta lo­cu­ra sal­ga bien. Vol­ve­mos a casa, hay que po­ner­se ma­nos a la obra, no po­de­mos de­jar pa­sar más tiem­po. Lo pri­me­ro que hago es lla­mar a la co­mi­sa­ría para de­cir que Mu­riel ha apa­re­ci­do. No hace ni un mi­nu­to que he col­ga­do cuan­do vuel­ve a so­nar el te­lé­fono.

—¿Sí?

—Bue­nos días, ¿la se­ño­ra Am­pa­ro Vega?

—Sí, soy yo.

—Hola, la lla­mo de la co­mi­sa­ría. Soy el ins­pec­tor Ra­fael Ve­las­co, ha­blé con us­ted ayer. Me ha di­cho un com­pa­ñe­ro que ha lla­ma­do para de­cir que ha apa­re­ci­do su nie­ta.

Por la voz, re­co­noz­co al agen­te que me aten­dió ayer; al agra­da­ble, no al otro ener­gú­meno. Qué poca san­gre, ni si­quie­ra sa­lió de esa pe­ce­ra en la que es­ta­ba me­ti­do y des­de don­de me mi­ra­ba con cara de be­su­go. Lo sal­vó el cris­tal. No pue­do evi­tar son­reír al re­cor­dar la cara con que me mi­ra­ba, de­bió pen­sar que es­ta­ba loca.

—Sí, gra­cias a Dios está todo so­lu­cio­na­do.

—¿Le im­por­ta que me pase por su casa para ha­cer­le unas pre­gun­tas a su nie­ta?

No pue­de ve­nir aquí, no pue­de ver a la niña. ¿Qué que­rrá pre­gun­tar­le a Mu­riel?

—Aho­ra no es un buen mo­men­to —digo, in­ten­tan­do qui­tár­me­lo de en­ci­ma.

—En­ton­ces ma­ña­na, es una cues­tión de pro­to­co­lo —in­sis­te.

—No sé si es­ta­ré.

—No se preo­cu­pe, lla­ma­ré an­tes de ir.

Vaya mala suer­te, ¿para qué que­rrá ve­nir? Si no hay nada que con­tar.

—Te­re­sa, que dice el agen­te que vie­ne ma­ña­na —digo des­pués de col­gar.

—¿Ma­ña­na? ¿Y para qué?

—No lo sé. Se ha em­pe­ña­do, que­ría ve­nir hoy. Te­ne­mos que so­lu­cio­nar cuan­to an­tes lo de Amé­ri­ca, cuan­do ven­ga no con­vie­ne que vea nada ex­tra­ño.

Le ex­pli­co por en­ci­ma a Inés lo que va­mos a ha­cer, me dice que vie­ne con no­so­tras, pero no po­de­mos lle­var allí a Mu­riel y no quie­ro que se que­de sola. Me mira y no dice nada, con­cen­tra la mi­ra­da en la niña que tie­ne en bra­zos y deja es­ca­par un sus­pi­ro de re­sig­na­ción.

—Te­ned cui­da­do —dice al cabo de un mo­men­to—, si en una hora no ha­béis vuel­to, lla­ma­ré a la po­li­cía.

He de con­fe­sar que ten­go mie­do por­que no sé lo que nos va­mos a en­con­trar. ¿Y si nos agre­den? Ya so­mos ma­yo­res y el chi­co que ha­bía allí nos dejó cla­ro que no que­ría vol­ver a ver­nos. Meto en el bol­so un bote de des­odo­ran­te en es­pray y le doy otro a Te­re­sa, por si aca­so los ne­ce­si­ta­mos para de­fen­der­nos, y miro el re­loj para sa­ber cuán­to tiem­po nos que­da.

Lle­ga­mos a la casa aban­do­na­da y, al ba­jar­nos del co­che, noto un nudo en la boca del es­tó­ma­go. Ten­go mie­do, es­ta­mos lo­cas, cómo nos he­mos me­ti­do en este lío. Esta vez no te­ne­mos que gri­tar, hay un chi­co en el pa­tio cui­dan­do las plan­tas. Qué raro, todo aban­do­na­do y lleno de por­que­ría y él re­gan­do las ma­ce­tas. Por suer­te no es el mis­mo de an­tes.

—¡Hola! Ve­ni­mos a ha­blar con Da­ko­ta.

—No está. ¿Para qué que­réis ha­blar con ella? ¿Y quié­nes sois? —nos dice sin de­jar de re­gar.

—Su abue­la y su tía —dice Te­re­sa.

—Jo­der con las ya­yas, su abue­la, dice. —El jar­di­ne­ro suel­ta la re­ga­de­ra y se acer­ca a no­so­tras son­rien­do—. Da­ko­ta no está —dice echán­do­nos el humo del ci­ga­rro en la cara a tra­vés de la ver­ja.

—Dile que sal­ga, no so­mos po­li­cías —suel­ta Te­re­sa, y pien­so que ha per­di­do el jui­cio.

—Jo­der, jo­der, qué bue­na. —El chi­co se ríe aho­ra a car­ca­ja­das, mien­tras se da pal­ma­das en la pier­na—. ¿Y cómo sé que no sois po­li­cías?

—Ten­drás que fiar­te de no­so­tras.

—Te­re­sa, por Dios, cá­lla­te.

Ya no sa­be­mos qué más de­cir­le, pero es­ta­mos de­ci­di­das a no mo­ver­nos de allí. Por suer­te, jus­to en ese mo­men­to, sale de la casa una mu­jer y se acer­ca a no­so­tras. Su­pon­go que será Da­ko­ta, por­que es igual de ne­gra que la niña. Está muy del­ga­da, la ropa que lle­va le va gran­de y está su­cia, ca­mi­na como si es­tu­vie­ra can­sa­da, arras­tran­do los pies. No sa­bría de­cir qué edad tie­ne. No es una ado­les­cen­te, pero po­dría te­ner vein­te o trein­ta años. Se deja caer en una si­lla vie­ja de mim­bre y nos mira como si su­pie­ra que te­ne­mos a su hija. Está como ida, pa­re­ce so­pe­sar qué ha­cer con no­so­tras. Te­re­sa em­pie­za a ha­blar­le, le ex­pli­ca lo que ha pa­sa­do, que su hija está bien y que quie­re que am­bas vi­van con ella. Yo creo que la chi­ca no en­tien­de nada de lo que mi ami­ga le está di­cien­do, ni si­quie­ra pes­ta­ñea.

Al cabo de un rato, no sa­be­mos aún por qué, se ha le­van­ta­do, ha sa­li­do de la casa y se ha mon­ta­do en el co­che sin re­chis­tar. Ten­go el pre­sen­ti­mien­to de que esto no va a sa­lir bien. Da­ko­ta —si es que ella es Da­ko­ta, por­que aún no ha abier­to la boca— debe de es­tar bajo los efec­tos de al­gu­na dro­ga, dor­mi­ta con la ca­be­za apo­ya­da en la ven­ta­ni­lla. Ade­más, hace un día ho­rri­ble, las nu­bes se han em­pe­ña­do en no de­jar pa­sar el sol, tam­po­co ayu­da que en esa casa no hu­bie­ra más que ga­tos ne­gros, a mon­to­nes. Me he fi­ja­do y todo lo que ha­bía en ese pa­tio era im­par: una si­lla, tres bom­bo­nas de bu­tano, un ca­rro de su­per­mer­ca­do, tre­ce ma­ce­tas, cin­co pe­rros. Eso tie­ne que ser una se­ñal, to­da­vía es­ta­mos a tiem­po; no quie­ro que Te­re­sa su­fra.

Re­cuer­do lo que le pasó hace años, se tra­jo a casa a una in­di­gen­te que dor­mía en el ca­je­ro del ban­co por el que pa­sa­ba cada ma­ña­na de ca­mino al tra­ba­jo. Al prin­ci­pio la in­vi­ta­ba a un café, des­pués le com­pra­ba un bo­ca­di­llo, le lle­va­ba ropa… Has­ta que se la lle­vó a casa, con­sin­tió en lle­var­se tam­bién al pe­rro, un ani­mal me­dio sal­va­je lleno de pul­gas y ga­rra­pa­tas, ató el ca­rro lleno de tras­tos y ropa vie­ja en la puer­ta de su jar­dín con un can­da­do de bi­ci­cle­ta. Aun­que dudo que al­guien qui­sie­ra lle­var­se lo que ha­bía en ese ca­rro, ade­más po­drían ha­ber­lo he­cho sim­ple­men­te me­tien­do la mano. En­ton­ces, ¿para qué en­ca­de­nar­lo?, era ab­sur­do, aun­que na­die de­cía nada. Fin­gía­mos que era algo ló­gi­co y nor­mal. Es­tu­vo vi­vien­do a cos­ta de ella has­ta que se lar­gó, lle­ván­do­se todo lo que en­con­tró de va­lor.

A Te­re­sa no le do­lió que le ro­ba­ra el di­ne­ro y las jo­yas, me de­cía que lo que le do­lió fue el fra­ca­so, no ha­ber sido ca­paz de sal­var­la de esa vida de mi­se­ria y so­le­dad. Ahí me di cuen­ta de que la que ne­ce­si­ta­ba ser sal­va­da era ella.

Ele­na e Inés eran pe­que­ñas, yo vi­vía es­ti­ran­do las ho­ras para po­der lle­gar a todo, ha­cien­do tra­tos con mis hi­jas cuan­do ha­bía que cam­biar los pla­nes por cul­pa de al­gún im­pre­vis­to. No po­día per­mi­tir­me el lujo de per­der el tiem­po. A ella le so­bra­ba. Es­ta­ba sola. La so­le­dad, si es ele­gi­da, está muy bien, pero ella no la eli­gió.

Al­guien que no la co­noz­ca no se da cuen­ta de la tris­te­za que es­con­den sus ojos, pero yo sí soy ca­paz de ver­la, en­mas­ca­ra­da, aga­za­pa­da, pero pre­sen­te. Des­pués de aque­llo tan te­rri­ble que cam­bió su vida para siem­pre he­mos vi­vi­do mu­chas co­sas jun­tas, he­mos pa­sa­do por si­tua­cio­nes que nos han he­cho llo­rar de risa, pero siem­pre, en al­gún mo­men­to del día, Te­re­sa tie­ne un ins­tan­te para re­cor­dar, un mo­men­to en el que la nos­tal­gia la inun­da, es como si se cas­ti­ga­ra re­cor­dan­do, como si no tu­vie­ra de­re­cho a ser fe­liz.

Lle­ga­mos a casa y de­ten­go el mo­tor. Nin­gu­na de las dos nos mo­ve­mos, la zom­bi de atrás si­gue dor­mi­da.

—Te­re­sa, esto no va a sa­lir bien. Va­mos a dar­nos un pla­zo de tres me­ses y vol­ve­mos a re­plan­tear­nos la si­tua­ción, ¿qué te pa­re­ce? Te pro­me­to que du­ran­te ese tiem­po no diré nada, te apo­ya­ré, pero si trans­cu­rri­do el tiem­po la cosa no pin­ta bien, de un modo u otro ten­dre­mos que rec­ti­fi­car.

—Tres me­ses es muy poco tiem­po, pero voy a po­ner tan­to em­pe­ño que va a sa­lir bien, ya lo ve­rás.

Mien­tras ha­bla aca­ri­cia un col­gan­te que no se qui­ta nun­ca. Es una pie­dra ne­gra, un amu­le­to que dice que le da suer­te, cómo pue­de de­cir eso des­pués de lo que le pasó. Nos ba­ja­mos del co­che y, al abrir la puer­ta de atrás, Da­ko­ta casi se cae, pero re­cu­pe­ra el equi­li­brio y nos si­gue. Es­pe­ro que es­te­mos ha­cien­do lo co­rrec­to.

Inés

Hace bas­tan­te rato que se han ido y em­pie­zo a es­tar preo­cu­pa­da, no de­be­ría ha­ber­las de­ja­do ir so­las. Miro el re­loj y des­cu­bro que, en reali­dad, no ha pa­sa­do tan­to tiem­po. Le he te­ni­do que dar otro bi­be­rón a la niña, llo­ra­ba, y de­bía de ser de ham­bre, por­que se dur­mió en­se­gui­da des­pués de to­már­se­lo. He ha­bla­do con Mu­riel, dice que van a esa ma­sía a be­ber y a fu­mar, pero que nun­ca ha­bían vis­to a Amé­ri­ca sola, al me­nos cuan­do ha ido ella con sus ami­gos. Amé­ri­ca, qué nom­bre, no me sale lla­mar­la así, me sue­na raro, me pa­re­ce un nom­bre de­ma­sia­do gran­de para una niña tan pe­que­ña. Es­toy en el sofá con ella, me en­can­ta la sen­sa­ción de te­ner­la en bra­zos y el ca­lor que des­pren­de. ¿Seré ma­dre al­gún día? Sien­to que se me es­ca­pa el tiem­po, ya sé que es cul­pa mía, solo yo soy due­ña de mi vida, si me em­pe­ño en des­per­di­ciar­la, no pue­do cul­par a na­die.

Mu­riel no quie­re ha­blar de los dos días que ha es­ta­do fue­ra, ya me lo ex­pli­ca­rá cuan­do quie­ra, sé que ter­mi­na­rá ha­cién­do­lo, solo ha in­sis­ti­do en que Da­ko­ta tra­ta bien a su hija. Cuan­do dice eso pien­so en mi her­ma­na y en que hay mu­chas for­mas de aban­dono, me pa­re­ce que mi so­bri­na quie­re dar a en­ten­der lo mis­mo. Se debe sen­tir des­am­pa­ra­da. Sen­tir­se que­ri­da no con­sis­te en te­ner el úl­ti­mo mo­de­lo de mó­vil o que nun­ca te nie­guen nada ma­te­rial. Ele­na me en­fer­ma, ¿cómo ha po­di­do lar­gar­se y de­jar a Mu­riel aquí? Le ha bas­ta­do con lla­mar para ver cómo está. No pue­do evi­tar com­pa­rar­la con mi ma­dre, que dejó su vida apar­ca­da y se des­vi­vió por no­so­tras. Cuan­do mi pa­dre des­apa­re­ció, ella nos dijo que se ha­bía ido a tra­ba­jar fue­ra de la ciu­dad. Nos leía unas car­tas que lle­ga­ban pun­tua­les cada mes, en las que nos de­cía cuán­to nos que­ría y cuán­to nos echa­ba de me­nos. Cuan­do em­pe­za­mos a ha­cer­nos ma­yo­res no pudo se­guir con la far­sa: la le­tra de mi ma­dre, el ma­ta­se­llos de Bar­ce­lo­na… Ade­más nos pa­re­cía muy raro que no vi­nie­ra nun­ca a ver­nos ni nos lla­ma­ra por te­lé­fono, así que de­ci­dió que lo me­jor era ma­tar­lo.

Me acuer­do per­fec­ta­men­te de ese día. Cuan­do sa­li­mos del co­le­gio es­ta­ba es­pe­rán­do­nos, era muy raro, por­que ella sa­lía más tar­de del tra­ba­jo. El ca­mino has­ta casa lo hi­ci­mos casi en si­len­cio y nos ex­tra­ñó que con­tes­ta­ra a nues­tras pre­gun­tas con mo­no­sí­la­bos. Al lle­gar, nos in­di­có que nos sen­tá­ra­mos en el sofá y nos dijo que nues­tro pa­dre ha­bía te­ni­do un ac­ci­den­te: «Ma­ña­na no iréis al co­le­gio, vues­tro pa­dre ha muer­to». Ha­cía años que no lo veía­mos y él se ha­bía ido cuan­do éra­mos muy pe­que­ñas. Su re­cuer­do se ha­bía ido di­lu­yen­do con los años… No es que nos cau­sa­ra un trau­ma, pero tam­po­co fue una no­ti­cia fá­cil de asi­mi­lar. Mien­tras es­tu­vo en casa fue ca­ri­ño­so con no­so­tras y, des­pués, mi ma­dre ja­más nos dijo nada malo de él; al con­tra­rio. Sin em­bar­go las au­sen­cias pe­san y te dan li­cen­cia para ol­vi­dar sin re­mor­di­mien­tos.

Al día si­guien­te fui­mos las tres al ce­men­te­rio. Nos acom­pa­ñó Te­re­sa. Como éra­mos pe­que­ñas y nun­ca ha­bía­mos pa­sa­do por algo así, no po­día­mos sa­ber que lo nor­mal es ir pri­me­ro al ta­na­to­rio, y no que­dar­nos allí como pas­ma­ro­tes, es­pe­ran­do a que lle­ga­ra el co­che fú­ne­bre. Me im­pre­sio­nó, tan gran­de y bri­llan­te; el vehí­cu­lo más ele­gan­te que ha­bía vis­to ja­más y que tras­la­da­ba el cuer­po del que se su­po­nía que era mi pa­dre.

Mi ma­dre no llo­ró y eso sí que me ex­tra­ñó, llo­ra­ba con las pe­lí­cu­las, cuan­do leía al­gu­nos li­bros y cada vez que da­ban al­gu­na mala no­ti­cia en la te­le­vi­sión, lo ha­cía como si co­no­cie­ra a los pro­ta­go­nis­tas de la tra­ge­dia, en cam­bio, ese día se li­mi­tó a in­ter­cam­biar mi­ra­das con Te­re­sa, que tam­bién es­ta­ba muy rara. Pese al frío, a mi ma­dre no pa­ra­ban de su­dar­le las ma­nos, se las res­tre­ga­ba con­tra el abri­go una y otra vez para vol­ver a aga­rrar­me con tan­ta fuer­za que me ha­cía daño en los de­dos. Tuve en­vi­dia de mi her­ma­na, por­que a ella la su­je­ta­ba de un hom­bro.

Nun­ca ol­vi­da­ré el rui­do del ataúd al des­li­zar­se den­tro del ni­cho. Mi pa­dre se que­da­ría para siem­pre allí den­tro, solo, en ese si­tio tan os­cu­ro y es­tre­cho. Sen­tí pa­vor, no tan­to por él, sino por­que por pri­me­ra vez tomé cons­cien­cia de mi pro­pia muer­te, de que al­gún día se­ría yo la que es­tu­vie­ra ahí den­tro, tan sola, y que no ha­bría ma­ne­ra de sa­lir para ir al cie­lo con las es­tre­llas, como me ha­bía con­ta­do mi ma­dre. Que lo úni­co que po­dría es­pe­rar era pu­drir­me y des­apa­re­cer. Años des­pués, al cre­cer, me di cuen­ta de que era im­po­si­ble que aquel hom­bre que en­te­rra­mos fue­ra mi pa­dre.

Hace unos me­ses por fin fui ca­paz de pre­gun­tár­se­lo a Te­re­sa di­rec­ta­men­te y lo que me con­tó, me sir­vió para que­rer aún más a mi ma­dre:

—Tu ma­dre se dio cuen­ta de que no po­día se­guir con esa far­sa, os es­ta­bais ha­cien­do ma­yo­res y pron­to em­pe­za­rían las pre­gun­tas. Fue ton­ta, ese em­pe­ño suyo en ha­bla­ros de él, que sin­tie­rais que con­ti­nua­ba es­tan­do ahí, evi­tó que lo ol­vi­da­rais.

Una com­pa­ñe­ra suya de la fá­bri­ca te­nía una her­ma­na que tra­ba­ja­ba en una re­si­den­cia de an­cia­nos. Al­gu­nos no te­nían fa­mi­lia, na­die que los des­pi­die­ra. Que­da­ron en que la avi­sa­ría cuan­do al­guno de los re­si­den­tes en esas cir­cuns­tan­cias mu­rie­ra para de­cir­le dón­de lo en­te­rra­rían. Cuan­do re­ci­bi­mos su lla­ma­da fui­mos a ha­blar con el en­te­rra­dor. Re­sul­tó ser un hom­bre con un co­ra­zón enor­me. Al es­cu­char la his­to­ria de tu ma­dre, nos dijo que nos ayu­da­ría a se­guir la co­me­dia, que no ha­cía­mos daño a na­die. In­clu­so pre­pa­ró para ese día unas co­ro­nas que co­gió de otros ni­chos para ha­cer­lo más real. Aquel di­fun­to no te­nía fa­mi­lia y tu fa­mi­lia no te­nía di­fun­to, con el apa­ño to­dos sa­lía­mos ga­nan­do. Así que allí nos fui­mos las cua­tro, al ce­men­te­rio, a en­te­rrar a un muer­to que no nos per­te­ne­cía.

»Tu ma­dre ha vi­vi­do siem­pre con el te­mor de sa­ber que tar­de o tem­prano des­cu­bri­ríais el en­ga­ño. Me can­sé de de­cir­le que no ha­bía he­cho nada malo, que era un acto de amor ha­cia sus hi­jas. Tu pa­dre se lar­gó sin preo­cu­par­se de lo que se­ría de vo­so­tras, ja­más lla­mó a tu ma­dre para sa­ber cómo es­ta­bais. Él sí que os en­te­rró sin ne­ce­si­dad de ce­re­mo­nia ni flo­res.

»¿Sa­bes que tu ma­dre si­gue yen­do a po­ner­le flo­res a la tum­ba de ese hom­bre? Dice que se lo debe. He pa­sa­do mu­chas co­sas con ella, ¿te acuer­das de aque­llos cro­mos que ha­bía por toda la casa y que co­gíais a es­con­di­das? Los me­tía­mos en so­bres que lue­go ha­bía que lle­var en unas ca­jas enor­mes que nos cos­ta­ba la vida me­ter en el co­che, era una ma­ne­ra de sa­car un di­ne­ro ex­tra por si ha­bía al­gún im­pre­vis­to. El sin­ver­güen­za que le pro­por­cio­nó ese tra­ba­jo era un cer­do usu­re­ro, pa­ga­ba una mi­se­ria, se co­mía a tu ma­dre con los ojos y la cas­ti­ga­ba asig­nán­do­le las ta­reas peor pa­ga­das, por­que ella no ce­día ante sus in­si­nua­cio­nes. Siem­pre co­rrien­do para lle­gar a todo y para que no no­ta­rais que os fal­ta­ba nada. Por eso me due­le tan­to cuan­do veo a tu her­ma­na aver­gon­zar­se de ella, ¿qué más da la ropa que se pon­ga o que se en­tre­ten­ga con los pro­gra­mas del co­ra­zón? ¿Eso la hace peor per­so­na? Crée­me que a ve­ces me dan ga­nas de de­cir­le cua­tro co­sas, pero quie­ro a tu ma­dre de­ma­sia­do, no me per­do­na­ría nun­ca que os hi­cie­ra nin­gún re­pro­che.

Qué se­lec­ti­va es la me­mo­ria, cómo cam­bian mis re­cuer­dos cuan­do Te­re­sa los des­po­ja del dis­fraz que mi ma­dre les puso para que no do­lie­ran. Mi her­ma­na es una egoís­ta. No le de­ci­mos nun­ca nada, por­que nos da mie­do, siem­pre está en­fa­da­da y, a ve­ces, nos tra­ta con des­pre­cio. Yo me li­mi­to a no ser, a no es­tar, huyo de los en­fren­ta­mien­tos, pero pa­re­ce que ella los ne­ce­si­ta. Como si a fuer­za de li­brar ba­ta­llas fue­ra a des­pren­der­se de su frus­tra­ción. Si no vie­ne ma­ña­na a bus­car a Mu­riel la lla­ma­ré, ten­go que ha­cer algo para ayu­dar, por­que mi de­ja­dez no solo me afec­ta a mí, y eso no está bien. ¿Cuán­do se rom­pió la re­la­ción que nos unía?

Ya es­tán aquí. El so­ni­do de la puer­ta al ce­rrar­se me de­vuel­ve al pre­sen­te. Al ver en­trar a mi ma­dre, a Te­re­sa y a la que su­pon­go que será la ma­dre de Amé­ri­ca no pue­do evi­tar apre­tar a la niña en mi re­ga­zo en un ges­to de pro­tec­ción. Pero cómo se les ha ocu­rri­do traer­se a esta mu­jer, está tan dro­ga­da o tan bo­rra­cha que ca­mi­na con los ojos ce­rra­dos, es un mi­la­gro que lle­gue al sofá sin dar­se un gol­pe con­tra al­gún mue­ble.

—Inés, esta es Da­ko­ta —dice Te­re­sa—. Me ha pro­me­ti­do que se va a qui­tar de todo y que, cuan­do esté bien, va a bus­car un tra­ba­jo.

Dudo mu­cho que le haya pro­me­ti­do nada y, aun­que así fue­ra, dudo aún más que vaya a cum­plir su pa­la­bra. Da­ko­ta abre un poco los ojos, me mira y son­ríe. Me giro ha­cia mi ma­dre, que me hace un ges­to pi­dién­do­me que no diga nada. Por una vez, ten­go que dar­le la ra­zón a Ele­na: esto es una lo­cu­ra.

—Va­mos a co­mer algo, ha sido una ma­ña­na muy com­pli­ca­da —pro­po­ne mi ma­dre, que cree que casi todo se so­lu­cio­na con co­mi­da.

Va ca­mino de la co­ci­na cuan­do sue­na el tim­bre.

—Abre, Mu­riel —dice—, será tu ma­dre.

—Abue­la, pre­gun­tan por ti —gri­ta Mu­riel des­de la en­tra­da.

Veo a mi ma­dre des­an­dar el ca­mino, des­de don­de es­toy no se ve quién es y no se me ocu­rre na­die que ven­ga a ha­cer­nos una vi­si­ta; a los ve­ci­nos no los co­no­ce­mos ape­nas.

—Agen­te, qué sor­pre­sa. —Su voz sue­na de­ma­sia­do alta, como si qui­sie­ra avi­sar­nos de su pre­sen­cia, y en un tono tan fal­so que cual­quie­ra, aun­que no fue­ra po­li­cía, se ha­bría dado cuen­ta de que es­con­de algo.

Oigo como se cie­rra la puer­ta y los veo apa­re­cer en el co­me­dor. Mi ma­dre, que va de­trás de él, se en­co­ge de hom­bros y abre las ma­nos, como di­cien­do: «No he te­ni­do más re­me­dio que ha­cer­lo pa­sar».

—A Te­re­sa y a mi hija ya las co­no­ce, esta es Mu­riel, mi nie­ta —dice co­gién­do­la del hom­bro y atra­yén­do­la ha­cia ella—, y es­tas son Da­ko­ta y Amé­ri­ca.

¿Por qué lo lla­ma­rá «agen­te»?, me hace gra­cia es­cu­char­la. Hay un mo­men­to de si­len­cio. Da­ko­ta ha de­ja­do caer la ca­be­za en mi hom­bro, si­gue dor­mi­tan­do. A mi lado aún pa­re­ce más del­ga­da y más ne­gra y yo más blan­ca y más gor­da.

—Le haré unas pre­gun­tas y me mar­cho, no quie­ro mo­les­tar.

—Qué ton­te­ría, no es mo­les­tia.

—Mu­riel, ven­te a la co­ci­na con no­so­tros —dice mi ma­dre.

Mu­riel la si­gue con la ca­be­za baja, su­pon­go que es­ta­rá un poco asus­ta­da. ¿Qué ha­brá pen­sa­do el po­li­cía? El cua­dro que se ha en­con­tra­do es de todo me­nos nor­mal y mi ma­dre pa­re­ce que está re­pre­sen­tan­do una obra de tea­tro: ha­bla de­ma­sia­do fuer­te y pone de­ma­sia­do én­fa­sis en cada fra­se.

Las maletas del olvido

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