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CAPÍTULO 3
ОглавлениеSoñar con pestañas: Es de mal augurio. Si sueña que se le caen significa que algo va a ir mal. Soñar que tiene las pestañas cortas quiere decir que va a llorar mucho por una desgracia.
Como si necesitase un recordatorio de lo que está pasando, la pantalla del ordenador se encarga de advertirme para que no me olvide. ¿Para qué habré mirado el significado del sueño? ¡Qué tontería! ¿Cómo va a saber nadie lo que significa un sueño? Es mejor no hacer caso, creerse estas cosas es de gente inculta, como dice Elena.
Hoy es sábado, el día de la cena con la familia del socio de mi yerno. Muriel se ha empeñado en que no va y su madre en que vaya. Ahora es cuestión de ver quién puede más. Esta noche la llamaré, ayer la llevé a su casa para que se sentara a la mesa en esa dichosa cena. Después, si quiere, puede mudarse conmigo. Nunca se lo he permitido, aunque me lo ha pedido montones de veces. Tenía la absurda esperanza de que las cosas se arreglarían entre ellas, pero me temo que eso no va a pasar. Solo espero que, con el paso del tiempo, mi hija se dé cuenta de lo mal que lo está haciendo. Muriel no se merece pasar la adolescencia en esa casa, tan falta de amor y tan llena de mentiras y engaños.
Salgo a comprar y no puedo quitarme de la cabeza lo absurdo que es buscar el significado de los sueños. Me siento en un banco porque no me encuentro bien. Desde hace años tengo unas manías que no logro dejar atrás. Estoy convencida de que si dejo de hacer determinadas cosas, sucederá algo malo. Como si que las mujeres de mi casa seamos unas infelices no fuera ya suficiente catástrofe. Todas somos desgraciadas. Estamos dejando escapar la vida, como se escapa la arena de la playa entre los dedos cuando quieres retenerla en tus manos.
Cuando el padre de mis hijas me abandonó no tuve tiempo para lamentarme. Claro que lloraba, cada día, pero seguí viviendo. Tuve que criarlas yo sola, sin ayuda y sin dinero; pero no recuerdo esa época como una etapa gris. A nuestra manera, lo pasábamos bien. Les escondí mi pena, o eso pensaba yo. Quizá no lo hice tan bien y ahora repiten un patrón aprendido. ¿Cuándo empezaron a torcerse las cosas? No lo sé, pero sí sé que no se arreglarán porque doble las toallas de una manera determinada o ponga los libros ordenados de más gruesos a más finos, ni por tener que poner la lavadora siempre en el número tres. Nunca he puesto otro programa, da igual si hay mucha ropa o poca. Me da pavor hacer las cosas de otra manera. Lo he intentado y soy incapaz.
Hoy presiento que me van a dar una mala noticia, parece que llame al mal tiempo, así que decido dejar de hacer todas esas cosas irracionales y disparatadas propias de una mente enferma.
Entro al supermercado, respiro hondo y agarro el carro con fuerza. Cojo una bolsa y la lleno de naranjas, sin contarlas. Luego los tomates, tampoco los cuento. Rompo la rutina de empezar por un pasillo y llegar hasta el final —aunque no necesite nada de esos estantes— antes de pasar al siguiente.
Ya en las cajas, evito la número siete y la doce, las de siempre, y me voy a la uno. Estoy sudando y me tiemblan las manos, me siento como una kamikaze. Salgo del supermercado y dejo las bolsas en el maletero de cualquier manera. Al montarme en el coche apoyo la cabeza en el volante y cierro los ojos, estoy mareada. Ya está, lo he conseguido, esto es lo que deben de sentir los adictos cuando se están desintoxicando.
De camino a casa, me siento eufórica y canto en voz baja mientras sigo el compás de la música, repiqueteando en el volante con los dedos.
Cuando aparco, apago la radio sin esperar a que termine la canción, al contrario de lo que suelo hacer. Entro en casa y, al guardar la compra, arrugo las bolsas de plástico. Estoy contenta y sigo tarareando mientras saco las que están perfectamente dobladas en un tarro de cristal y las desdoblo, hago bolas con ellas y las meto otra vez, apretujadas. Desordeno los botes de las especias y cambio el orden de los vasos, intercalando los altos con los pequeños de café. Pienso en que nosotras, las tres, tenemos los sentimientos desordenados por una u otra razón y me pregunto si no vendrán de ahí mis manías. Igual intento compensar el caos que tengo en mi vida con el orden en mi casa.
Ya está anocheciendo y la euforia ha desaparecido. No logro sacudirme la estúpida sensación de que algo va a salir mal. No hago más que mirar el reloj. Estoy deseando que den las doce para que llegue mañana, como si fuera una cenicienta moderna y el castigo por saltarme las normas terminara a esa hora. Me arrepiento de todo lo que he hecho y ordeno los botes de cocina, no puedo con este caos.
Decido llamar a Muriel, se pondrá contenta cuando le diga que puede venirse a vivir aquí, si quiere.
A lo mejor le va bien estar una temporada separada de su madre, hasta que logren entenderse. No me coge el teléfono y me extraña, ayer le escribí y tampoco contestó. A veces tarda en hacerlo y otras se le olvida, pero no dos días seguidos. Cuando le envío un wasap y veo que no le llega, respiro hondo y me digo que tengo que tranquilizarme. Probablemente se habrá quedado sin batería. Decido llamar a su casa, Elena estará porque hoy es la cena, si la llamo al móvil no lo cogerá y después se excusará diciendo que estaba muy ocupada, cuando lo único que tiene que hacer es decidir qué modelito va a ponerse.
—Residencia de los Cano. Dígame.
—Agustina, soy yo. Déjate de tanta ceremonia y dile a mi nieta que se ponga.
—La señorita no está.
—Pues que se ponga mi hija.
—Ay, señora, la señora Elena me pidió que no la molestara, se enfadará conmigo si le llevo el teléfono.
—Una madre no debería ser motivo de molestia. Llévale el teléfono y dile que, si no se pone, juro por Dios que no volveré a dirigirle la palabra. —Agustina le repite mi amenaza, y la rabia crece dentro de mí cuando escucho que dice en voz baja que soy una pesada.
—Mamá, ¿qué quieres? Me estoy vistiendo para la cena, no tengo tiempo de sermones.
—¿Dónde está Muriel? He llamado para hablar con ella.
—Aquí no está. Se supone que estaba en tu casa. Desde que se fue no ha vuelto. —Al oír su respuesta siento miedo, el miedo al que se refería el horóscopo hace unos días. ¿Dónde diablos estará Muriel? Y lo que es peor, ¿estará bien?
—Ayer la llevé a tu casa, me dijo que iba a hablar contigo, que si no volvía era porque estaba todo arreglado y que se quedaba allí. La dejé en la puerta.
—Pues aquí no está. Ya ves que se ha empeñado en fastidiarme la cena.
—Elena, no sabes dónde está tu hija ni dónde ha dormido, ¿y solo te preocupa esa maldita cena?
—Mamá, no seas dramática, estará en casa de alguna amiga. Mañana aparecerá para restregarme por la cara que se ha salido con la suya.
—Si le pasa algo, no te lo perdonaré nunca.
La certeza de que ha ocurrido una desgracia me golpea el estómago dejándome sin aliento. Algo ha sucedido, lo sé como se saben esas cosas que presientes y en las que no quieres pensar por temor a que se hagan realidad. Llamo a Teresa inmediatamente. Teresa es mi amiga y además es vidente. Le explico lo ocurrido y me dice que estará aquí en dos minutos.
Voy a la habitación de Inés, que sigue acostada y le retiro las sábanas bruscamente.
—Muriel ha desaparecido —le digo gritando—. Levántate, tenemos que ir a buscarla.
—¿Que ha desaparecido?, explícate. ¿Y a dónde hay que ir a buscarla? ¿La has llamado al móvil?
—Sí, no contesta. He llamado a casa de tu hermana, hace dos días que no sabe nada de ella, pensaba que estaba aquí, con nosotras. Hoy es la cena, se habrá escapado. Dos días por ahí, ¿dónde estará?, ¿dónde habrá dormido? No me ha llamado, tiene que haberle pasado algo. Si le ha pasado algo malo, me muero, es culpa mía, tendría que haberla dejado quedarse aquí. Tenemos que ir a la policía. Ahora viene Teresa, ella nos dirá si está bien. No tendría que haber pagado en esa caja, ni haber cogido la fruta sin ton ni son, ¿por qué me habré saltado los pasillos del supermercado? Voy a doblar bien las bolsas mientras llega Teresa.
—Mamá, por favor, no te entiendo, para.
Inés me mira asustada y es la primera vez desde hace mucho tiempo que veo algo en sus ojos y en su actitud que no es desidia ni apatía; y, por un instante que dura solo una milésima de segundo, me alegro de que algo la haya hecho reaccionar, aunque sea la desaparición de Muriel. No sé si eso me convierte en una mala persona, pero ahora no tengo tiempo para juzgarme. Abro el armario y le tiro la ropa encima de la cama.
—Vístete.
—Tranquilízate —dice—, ahora voy. Y cuéntame otra vez lo que ha pasado, porque no entiendo nada.
El timbre nos salva a las dos: a mí porque evita que le diga a Inés lo que pienso sobre su cobardía para enfrentarse a los problemas —sé que mis palabras pueden hacerle mucho daño y después me arrepentiría—; y a ella, porque si lo escuchara la hundiría para siempre, y eso es lo que menos necesitamos en estos momentos.
—Teresa —susurro.
Inés
Suena el timbre, será Teresa.
Me da miedo mi madre, no entiendo nada de lo que me ha dicho, no dejaba de andar de un lado a otro de la habitación llorando mientras decía que Muriel había desaparecido, no sé qué dice de la fruta, del supermercado y de unas bolsas de plástico. No la había visto nunca así, ¿qué habrá pasado? Le escribo un mensaje a Muriel, mi madre y el móvil no son buenos amigos, la mayoría de las veces se equivoca de destinatario cuando envía los wasaps; otras la llamas y cuelga e incluso ni contesta porque dice que no suena. Como mis mensajes no le llegan, la llamo. Muriel tiene el móvil apagado y eso sí que es extraño, porque mi sobrina anda todo el día con el teléfono en la mano, no dejaría que se quedara sin batería.
Me pongo el chándal deprisa y, cuando salgo de la habitación, me encuentro a mi madre y a su amiga en la cocina cogidas de la mano. Teresa, con su inseparable falda larga de vuelo, sus dedos llenos de anillos y su larga melena negra suelta y brillante, como una cíngara de las que aparecían en los cuentos que mi madre me leía de pequeña.
En cuanto me ve, se levanta y se acerca a abrazarme.
—Inés, mi niña, pero qué guapa estás.
Teresa huele a incienso y a limón, a misterio y a buena persona. Y sé que lo dice de verdad, ella ve a la gente más o menos agraciada en función de su aura. «El físico no importa», dice siempre. A lo mejor es porque ella es una de las mujeres más guapas que he visto jamás, la edad no le ha restado belleza.
—Muriel está viva. Ya se lo he dicho a tu madre. Ahora tenemos que ir a buscarla, nos necesita. No podemos perder tiempo.
Me quedo paralizada, porque ni se me había pasado por la cabeza que alguien hubiera podido hacerle daño a mi sobrina. Y aunque no creo en fantasmas ni auras ni adivinas ni creo que Teresa sea vidente, me obligo a pensar que lo que dice es verdad. Salgo de casa con ellas sin saber a dónde vamos y tengo que volver a entrar para coger las llaves del coche. Antes de cerrar la puerta, cojo la foto de Muriel que hay en el recibidor y la meto en el bolso sin detenerme a sacarla del marco.
En el coche, mi madre vuelve a contarme lo que ha pasado, esta vez con más calma. Está hundida, no deja de retorcerse las manos, como si tuviera frío, y no se me ocurre qué decirle para tranquilizarla. Las palabras se me quedan atascadas en la garganta porque todas me parecen huecas y sin sentido.
La primera parada es la comisaría, no se nos ha ocurrido otra cosa. El mosso d’esquadra que nos atiende es muy joven. Mi madre empieza a hablar deprisa sin darle opción a preguntar nada, dispara las palabras como balas. Cuando termina, el mosso nos indica que esperemos, que enseguida nos avisarán para que podamos poner la denuncia, y nos señala una sala de espera que está desierta. Nos sentamos en unas sillas de plástico atornilladas al suelo. Van pasando los minutos y no nos llaman, a pesar de que no hay nadie más esperando. Hacemos cábalas sobre dónde puede estar Muriel. Entro en su Instagram por si puede darnos una pista, pero desde hace dos días no hay actividad en ninguna de sus redes. La llamo y, otra vez, una voz enlatada me informa de que el número al que llamo está apagado o fuera de servicio, y, a pesar de que sé que volverá a hacerlo, vuelvo a marcar con la absurda esperanza de que se haya quedado sin batería y cuando lo ponga a cargar atenderá a mi llamada. La espera se me hace eterna. Mi madre se acerca de nuevo al policía, que está dentro de su cubículo, separado de la gente por una mampara. El tipo teclea algo en el ordenador, parece que esté metido en una pecera. Golpea el cristal con los nudillos y el mosso levanta la cabeza con cara de fastidio.
—¿Tardarán mucho en llamarnos? —pregunta—. Como no hay nadie más…
—Señora, la llamarán cuando puedan, ya le he dicho que se siente.
Entonces mi madre pierde los papeles.
—¿Que me siente? No tengo tiempo para sentarme. ¿Es que no ha oído nada de lo que le he dicho? Mi nieta ha desaparecido, hace dos días que no sabemos nada de ella y solo tiene quince años. Haga el favor de avisar a alguien y que venga enseguida si no quiere que entre yo misma —vocea, golpeando el cristal que nos separa del policía con el bolso y señalándolo con el dedo en un gesto amenazante—. ¿Es que está sordo? ¡Mueva su puto culo y haga su trabajo!
Teresa y yo intentamos apartarla del cristal y que se calme, pero no podemos con ella, está fuera de sí. Golpea el cristal furiosa una y otra vez y nos aparta a empujones. Enseguida aparecen otros dos policías. No hace falta que intervengan. Al verlos, mi madre para de gritar y de dar golpes, se coloca bien el abrigo y se arregla el pelo.
—Venimos a poner una denuncia —dice, como si acabáramos de entrar y no hubiera pasado nada.
Nos hacen pasar a una sala y Teresa se queda fuera, esperando. Supongo que estarán acostumbrados a ver de todo, pero damos verdadera pena: mi madre con la cara desencajada de llorar y el pelo revuelto después de la batalla que ha librado ahí fuera, el abrigo encima de la ropa que tenía puesta en casa; yo con un chándal viejo porque no me cabe otra cosa y un abrigo largo de punto con un roto en una manga —un agujero igual que el que tengo en mi vida y me empeño en llenar de comida—; y Teresa, que parece una gitana de feria, con sus amuletos colgados del cuello, sus pulseras de bisutería barata y esos pendientes de aro enormes.
El policía que nos atiende parece tomarse en serio lo que le explica mi madre, por suerte. Es un hombre mayor que debe estar a punto de jubilarse, mi madre se dirige a él como «agente». Si no fuera por lo dramático de la situación, la escena tendría tintes cómicos. Después de tomarnos declaración, el «agente», como lo ha bautizado mi madre, nos da una copia de la denuncia y un papel donde anota su número de móvil.
—Aquí tiene mi número, no dude en llamarme para cualquier cosa, a la hora que sea. Ya tengo sus datos, la mantendré informada. No se preocupe, lo más probable es que se presente en casa, como si nada, después de dos noches de fiesta. Ahora, váyanse a casa.
Salimos de la comisaría, no sin que antes mi madre le dirija una mirada asesina al policía que nos atendió cuando llegamos. Nos montamos en el coche, pero no arranco, porque no sé a dónde ir. A casa no es una opción, nos volveremos locas esperando. Se me ocurre que Muriel podría estar con su mejor amiga del instituto, o que igual ella sabe algo, se pasan horas hablando por el móvil. No tengo su teléfono, pero sé donde vive, porque la he llevado con el coche algunas veces.
Al llegar, nos abre la puerta su madre. Le explicamos la situación y ella llama a su hija, que es una réplica exacta de Muriel: igual de delgada, igual de pálida y va vestida de negro de la cabeza a los pies. Nos dice que no sabe nada, que también hace dos días que no la ve. Pero yo no sé si creérmelo, porque mira al suelo mientras habla y lo hace de manera mecánica, como aprendida. Según ella, Muriel nunca ha dicho nada de irse de casa, no sabe dónde puede estar, no conoce a nadie que pueda saber dónde está, no sabe dónde podemos ir a preguntar, no, no, no...
No nos movemos de la puerta, como si sospecháramos que la niña y la madre mienten y la tienen secuestrada. Respiramos sin más. No nos movemos ni le damos las gracias, permanecemos ahí, de pie, las tres, con los brazos caídos y sin atrevernos a recorrer los escasos diez metros que nos separan del coche.
La madre nos dice que lo siente y empuja a su hija hacia el interior de la casa. Debe de alegrarse de que no sea ella la que ha desaparecido. Nos vamos igual que hemos venido, sin saber nada.
De repente, el incipiente chispeo coge fuerza y, al ir a sacar las llaves, se me caen al suelo. Mierda. Tanteo la acera con las manos, no se ve nada y el agua nos empapa mientras mi madre alumbra con la linterna del móvil. Cuando las encuentro y entramos al coche estamos caladas, pero me da igual; no siento el frío y estoy segura de que ellas tampoco. Estamos completamente perdidas, no quiero ni imaginar que Muriel no volverá y que nunca sabremos lo que pasó, como les ocurre a esas familias que salen en las noticias y que luego aparecen en esos programas de televisión donde se aprovechan de su desgracia para conseguir audiencia.
—Vamos a casa de tu hermana.
—Mamá, no creo que sea buena idea, la llamaremos por teléfono.
—Te he dicho que vamos a casa de tu hermana.
Mi madre es una mujer fácil y de buen carácter, pero cuando está enfadada, más que hablar, sentencia.
Arranco el coche sabiendo que esta noche se romperá algo entre nosotras tres. Ese hilo que nos mantenía unidas desde que nos quedamos solas y que, aunque haya estado a punto de quebrarse muchas veces, hemos conseguido mantener intacto.
Cuando paro el motor, sigue lloviendo y, a pesar de ello, al salir, no corremos, no tenemos prisa y ya estamos empapadas. Teresa dice que nos espera en el coche y mi madre la obliga a venir con nosotras.
—Mamá…
Ella no me mira, tiene la vista fija en la puerta del ascensor; quiero decirle que no sea muy dura con Elena, pero Teresa me aprieta el brazo y, cuando la miro, niega con la cabeza pidiéndome que guarde silencio.
Cuando Agustina abre la puerta y nos ve, pone cara de espanto. Mi madre la aparta con la mano y entramos en la casa. Desde el recibidor se oye el murmullo de la conversación que proviene del comedor. Vamos dejando un reguero de agua a nuestro paso y, cuando entramos, se hace el silencio más absoluto.
—Mamá, qué sorpresa. Pero estáis empapadas, pasad a mi habitación, os secáis y buscamos algo de ropa.
Elena hace ademán de levantarse, su cara es un poema, está avergonzada y se nota que quiere que desaparezcamos de la vista de sus invitados.
—Nos vamos enseguida, no te molestes —dice mi madre lanzándole la denuncia que ha sacado del bolso—. Tu hija lleva dos días desaparecida y tienes la sangre fría de estar ahí sentada sin importarte lo que le haya pasado. Claro, hay que aparentar delante de la gente que todo está bien. Pues permíteme que te diga que nada está bien, que tu hija es una desgraciada y que eres una egoísta por dejar que sufra de esa manera y mirar para otro lado. El dinero no puede comprarlo todo. ¿Ya no te acuerdas de lo feliz que fuiste cuando no teníamos nada? Estás echando tu vida a perder. No sé qué clase de persona he criado, desde luego, no pareces hija mía.
Esto último, más que enfadada, lo dice con pena. Se da media vuelta y sale del comedor con nosotras detrás. Mientras mi madre le escupía estas palabras, mi cuñado jugaba con el tapón del vino como si la cosa no fuera con él y Muriel no fuera hija suya. Los invitados se miran entre ellos, incómodos por lo violento de la situación.
La fiesta ha terminado por hoy.
Elena
Esta niña me va a matar a disgustos. ¿Dónde demonios se habrá metido? Es tan cabezota como mi madre. Se empeñó en joderme la cena, no se imagina lo importante que era. Estamos a punto de perderlo todo. Si Santiago no llega a un acuerdo con su socio, estamos perdidos. Anoche me confesó que estamos en sus manos, no me dio muchas más explicaciones, solo que estamos jodidos de verdad. Me bebo el zumo y dejo las tostadas. Hace días que no voy al gimnasio, tampoco tengo hambre, después de la escena de anoche, ¡qué vergüenza! ¿Cómo se le ocurrió a mi madre presentarse con mi hermana y con Teresa? Y con esas pintas… Parecían las protagonistas de una película de terror. Qué dramática que es. Estoy convencida de que Muriel está en casa de alguna amiga.
Es la primera vez que veo así a mi madre, estaba desencajada. Me parece increíble que siempre esté de buen humor, con la mierda de vida que lleva. Desde que mi padre se fue, no ha dejado de trabajar como una mula. Si echo la vista atrás, la recuerdo siempre sonriendo, por muy mal que estuvieran las cosas. A pesar de quedarse sola tan joven nunca trajo a otro hombre a casa. ¿Habrá tenido alguna aventura? Yo creo que no. No nos parecemos en nada. Tiene razón al decir que fui feliz. Se empeñó a toda costa en que sus dos hijas lo fuéramos. Quiero a mi madre, aunque ella piense que no. Es lo mismo que piensa mi hija de mí, que yo no la quiero. Claro que quiero a Muriel, a lo mejor no he sido una madre como lo fue la mía, pero nunca le ha faltado nada. Cada vez que discutimos me dice que ojalá fuera como las madres de sus amigas, así que seguro que estará en casa de alguna de ellas. Cuando vuelva va a estar castigada una buena temporada.
He perdido la cuenta de las llamadas que he hecho al móvil de Muriel. Cada vez que oigo el mensaje del contestador siento que las piernas me flojean, como si esa voz se estuviera burlando de mí y me dijera que ya es demasiado tarde, que debería haber mostrado interés por la dueña de ese teléfono mucho tiempo atrás. Opto por intentar averiguar si está con alguna amiga. No tengo muchos números, solo los que he intercambiado con algunas madres para estar más tranquila. A medida que voy haciendo llamadas, me voy poniendo nerviosa. Es imposible que no esté en casa de alguna de ellas. Nunca había hecho algo así. Hasta ahora estaba tranquila, pero me da miedo hacer la última llamada, porque no sé qué haré si no obtengo la respuesta que quiero. Cuando termino de hablar con la última de sus amigas, un sudor frío me recorre el cuerpo. No puede ser, nadie la ha visto desde hace dos días y nadie sabe dónde puede estar. La angustia se apodera de mí, no sé qué hacer. ¿Dónde puede estar? Por favor, que no le haya pasado nada malo. ¿Cómo he podido estar tan tranquila sin saber nada de ella? Voy a su habitación, abro el armario y cojo una sudadera, hundo mi cara en la prenda para olerla y lloro porque no sé dónde está ni si estará bien. Llamo a su padre, que anoche se fue con Fernando a tomar la última copa y todavía no ha vuelto.
—Dime.
—Muriel no está con ninguna de sus amigas, no la han visto desde hace dos días. No sé qué hacer, deberíamos ir a la policía. ¿Y si le ha pasado algo malo? Nunca se había ido de casa. Santiago, por Dios, dime algo —le pido al ver que no contesta.
—Ahora no puedo hablar, si le hubiera pasado algo malo ya nos hubiéramos enterado. Y a la policía ya han ido los Ángeles de Charlie, así que tranquila —dice refiriéndose a mi madre, a mi hermana y a Teresa.
—Eres un ser despreciable.
Cuelgo el teléfono y siento asco hacia mi marido —tanto como hacia mí misma—, por no habernos preocupado antes.
Registro los cajones tirando las cosas al suelo, para ver si encuentro algo que me dé una pista sobre dónde puede estar. Encuentro una bolsa de plástico con pastillas y otra con marihuana, pero nada que me indique su paradero. En el armario, debajo de la ropa, hay un álbum del colegio con sus trabajos de cuando era pequeña. Me siento culpable. Esto debería tenerlo yo guardado, para enseñárselo cuando fuera mayor, como hacía mi madre con nosotras.
Lo abro y paseo la vista por los dibujos infantiles y la caligrafía grande y redonda. Al cerrarlo, veo que en la parte de atrás hay escrita una frase, con rotulador negro, en mayúsculas, que me golpea con fuerza y me llena de pena. No sé cuándo la habrá escrito, pero la letra es de ahora, nada que ver con la caligrafía infantil del álbum.
«Mis padres no me quieren».
Cinco palabras que me parten en dos. Voy al salón, lleno un vaso de whisky que me bebo de un trago, y lanzo el vaso con fuerza contra la puerta. Detrás va la botella, que se hace añicos al chocar contra el marco. Doscientos setenta euros a la mierda. Daría todo lo que tengo por recuperar a Muriel.
«Mis padres no me quieren». La frase se repite en mi cabeza sin parar. Qué egoísta he sido, pero todavía estoy a tiempo. Juro por Dios que si no le pasa nada, pasaré más tiempo con ella y le diré que la quiero, aunque me dé vergüenza por la falta de costumbre y porque se hace mayor. Nos iremos de viaje si ella quiere, las dos solas; nunca hemos hecho nada juntas. No podría soportar que le hubiera pasado algo. Aunque me guste la vida que llevo no soy un monstruo, sería capaz de renunciar a todo a cambio de que estuviera bien. El suelo de la habitación está sembrado de ropa, pijamas, bragas, sujetadores, camisetas… da la sensación de que han entrado a robar. Tiro las pastillas y la marihuana al váter, doblo la ropa con cuidado sin dejar de llorar y la recojo para que cuando vuelva lo encuentre todo bien. Me doy cuenta de que lo que estoy haciendo es absurdo, algo que haría mi madre, no yo, pero no sé qué otra cosa hacer.
Inés
Hoy es el primer día, desde hace muchos meses, que no tengo hambre. No he comido nada desde hace horas. Además de la angustia de no saber dónde estará Muriel y si estará bien, siento una pena inmensa al ver a mi madre comprobando, una y otra vez, que todo está como ella cree que debería. Ha ordenado la compra que trajo ayer y que había guardado de cualquier manera. Lo que más pena me ha dado ha sido verla tirar la fruta que compró justo ayer: solo ha conservado siete piezas de cada. Se siente culpable porque el único día que decide saltarse todas esas absurdas normas, la desgracia entra por la puerta a lo grande. Ahora está en el salón con Teresa invocando no sé a qué santos o espíritus, cogidas de las manos, con los ojos cerrados y montones de velas y amuletos encima de la mesa. Parece que ha envejecido de golpe, en tan solo unas horas. Su postura es la de una mujer vencida, con los hombros caídos y la cabeza gacha. La casa huele a incienso, odio ese olor, me recuerda al día del accidente.
Estábamos en casa de Teresa, preparando una fiesta sorpresa para Luz, por su noveno cumpleaños. Ella y yo teníamos la misma edad. Éramos amigas y compañeras de clase, casi hermanas, porque nos habíamos criado juntas. Recuerdo los globos, las serpentinas, los platos decorados con personajes de Disney, la cartulina con el «Felicidades, Luz» y el número nueve. Los regalos envueltos en papel brillante, amontonados en un rincón; los bocadillos y el pastel enorme de chocolate, con las velas preparadas para ser sopladas y conceder el deseo pertinente.
Yo no hacía más que asomarme a la ventana para ver si la veía llegar. Su padre las había llevado a ella y a su hermana a la piscina para que tuviéramos tiempo de preparar la sorpresa. De pronto, Teresa dejó caer una bandeja con vasos antes de depositarla sobre la mesa. El suelo del comedor se sembró de diminutos trozos de cristal. Pensamos que había sido un accidente. «Teresa, corre, vamos a barrer los vidrios, que Luz está a punto de llegar», le dije al ver el desastre. «Luz no vendrá», me contestó. No entendí su respuesta y tampoco me gustó el tono en que lo dijo. Mi madre —que estaba recogiendo el estropicio— se levantó y dejó caer los trozos de cristal que tenía en la mano. Jamás olvidaré la expresión del rostro de Teresa. Fue a la cocina y cogió una caja de cerillas, encendió incienso y velas y se sentó en el sofá a esperar. Mi madre le preguntaba qué pasaba, asustada, y le pedía por favor que le dijera algo, pero ella no respondía. Yo no entendía lo que estaba sucediendo y me daba miedo Teresa, muda, inmutable, mirando al vacío como si no tuviera ojos.
Aunque era pequeña me di cuenta de que algo no estaba bien, así que me senté y no pregunté nada más. Teresa lo supo, no sé cómo, pero lo supo antes de que vinieran a darle la mala noticia. Cuando sonó el timbre, me levanté corriendo para abrir, ya estaban aquí, no pasaba nada, pero mi madre me detuvo y me indicó que me sentara de nuevo. Abrió la puerta y se encontró con dos policías preguntando por Teresa. A mi hermana y a mí nos llevaron a una habitación y cerraron la puerta. Pero incluso con la puerta cerrada podíamos escuchar el llanto de Teresa, un llanto desesperado. La muerte se había colado en la fiesta por sorpresa y se había convertido en la protagonista, como a ella le gusta. Un borracho se había saltado un semáforo llevándose por delante el coche donde viajaba Luz con su padre y su hermana, matándolos a los tres en el acto. En un segundo, Teresa había perdido a toda su familia.
Mi madre no quiso dejarla sola, así que nos quedamos a pasar la noche en su casa. Yo tuve que dormir en la cama de Luz y fui muy consciente de que estaba durmiendo en la cama de mi amiga muerta.
Todos los entierros son dramáticos, pero los de los niños… Debería estar prohibido que la muerte viniera a buscarnos de pequeños. La iglesia estaba llena a rebosar de compañeros del colegio, de velas, de incienso y de pena.
Desde ese día asocio el olor a incienso con la desgracia. Pero hoy no me atrevo a decir nada, me callo y rezo en silencio pidiendo que Muriel esté bien y que vuelva pronto. Hasta ayer me daba igual no tener nada que hacer, pero hoy no soporto mi propia apatía y tampoco ver a mi madre tan quieta y tan en silencio —ella que es puro alboroto—.
Al escuchar el timbre miramos hacia la puerta, como si tuviéramos visión de rayos X y pudiéramos ver a través de ella. ¿Serán buenas noticias? ¿O pasará lo mismo que aquel día de julio de hace ya tantos años?
—Voy yo —dice mi madre arrastrando la silla al levantarse.
Contengo la respiración, y solo la dejo escapar cuando veo a Elena al otro lado de la puerta, impecablemente vestida, como siempre, pero con la cara desencajada por el llanto. Ninguna de las dos dice nada, se miran un instante y luego se abrazan. Elena se aferra a mi madre como si temiera que ella también pudiera desaparecer si la suelta. Teresa se acerca a mí y me rodea la cintura con su brazo. Yo sigo con los brazos cruzados, no soy capaz de corresponder a su abrazo, no quiero que me consuelen, no sé dónde está Muriel, si estará tirada en algún sitio, o si le habrá pasado alguna cosa peor que ni siquiera me atrevo a pensar del miedo que me da.