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LLAMADME MES

Llamadme Mes, aunque mi nombre es Mesilea.

En la aldea son pocos los que me llaman Mes, y Mesilea nadie menos mi madre, Sylia. Algunos me llaman Liebre porque corro muy rápido. Yo prefiero Mes porque es corto. Las cosas largas se parecen a la serpiente, y a mí la serpiente no me gusta. La liebre tampoco me gusta, a no ser que sea asada, porque la liebre es cobarde y yo no. Tengo 12 inviernos, o tal vez 13, mi madre no se acuerda, y guardo a las ovejas. No me gusta mucho guardar a las ovejas, pero hay trabajos peores, y a mí me gustan los animales. Lo que más me gusta es Blez, mi perro, que es blanco, tiene el pelo largo y cuando me pone las patas en los hombros es más alto que yo.

Aunque haya nacido hace pocos inviernos, sé muchas cosas del mundo. Por ejemplo, sé que cuando tienes ovejas, lo mejor es tener un perro blanco porque de noche se parece a las ovejas, mientras que los lobos son oscuros, y cuando los lobos atacan, sabes donde dar bastonazos. El blanco vive y el negro muere. O eso espero.

También sé que si quieres que algo suceda, tienes que repetirlo diez y diez y diez veces, y entonces sucede. Yo lo he hecho muchas veces. El invierno pasado se me perdió un cordero y empecé a decir: «Vuelve cordero, vuelve cordero, vuelve cordero…», y al poco tiempo lo encontré. La primavera pasada dije muchas veces: «Esta noche papá vuelve de la cacería, esta noche papá vuelve de la cacería, esta noche papá vuelve de la cacería…», y aquella noche noté cómo mi padre me daba un beso en la frente. A veces no pasa, es verdad, pero solo a veces.

Desde esta primavera saco a las ovejas a pastar yo solo. Me quedo uno o dos días en los pastos. No me da miedo quedarme a dormir solo por la noche si hay luna, tengo el bastón y Blez está conmigo. Él se da cuenta de todo antes que nadie.

Por la noche miro la luna. Da mucha luz, pero no es como el sol, parece la luz de muchas lámparas de aceite, tantas como hojas tienen los árboles. A veces me pregunto si la luna también verá lo que veo yo: las rocas, los rebaños, los arroyos, los árboles, la hierba, la nieve en invierno y las flores en verano.

Si tuviera alas volaría para ver la luna de cerca, y las estrellas, y tal vez el sol.

La luna siempre ha estado ahí, como siempre han estado el sol, las montañas y el bosque. Me lo ha dicho mi abuelo. Su abuelo también vio la luna. Está bien que la luna esté alta y brille en el cielo de la noche, porque así se ven mejor los lobos, aunque este verano no se han visto muchos, y eso está bien.

Después de dos noches fuera, ya es hora de volver a la aldea. Me estará esperando mi madre, Sylia, porque mi padre, Tanet, salió a cazar con casi todos los hombres.

Me encanta cuando mi padre vuelve de las cacerías porque siempre me trae algo, además de la caza. Una vez me trajo un cristal transparente que, cuando lo pones al sol, te enseña el arcoíris, y otra vez me trajo un fruto lleno de semillas rojas, dulces y ligeramente ásperas. Estaba buenísimo, todavía me acuerdo.

La primavera que viene yo también saldré a cazar con mi padre y mis primos. Ya soy lo bastante mayor.

—Venga, Blez. Nos vamos a casa.

El perro no habla, pero Blez me entiende siempre. Esta vez también. Corre hasta el fondo del prado y ladra, el rebaño se mueve lentamente, silbo y le doy con el bastón al carnero que tengo más cerca mientras Blez corretea por todos lados ladrando. Al cabo de un rato ya están todas las ovejas en el sendero. Si todo va bien, esta noche estaremos en casa. Pero se ha levantado un viento fresco que ya huele a invierno, es como antes de una tormenta, aunque en esta época el dios de las tormentas duerme, lo sabe todo el mundo, y el cielo está límpido.

De todas formas, noto algo distinto en el aire, no sé cómo explicarlo…

El águila ratonera traza grandes círculos entre las nubes blancas y el azul del cielo.

—No es buena señal —diría mi madre, y yo también lo digo en voz alta.

Yo no me creo mucho ese tipo de cosas que dice Sylia. El águila vuela por el cielo todos los días y va a cazar para vivir y dar de comer a sus polluelos. Esa es la verdad, aunque… Yo sé muchas cosas, pero hay otras que no llego a entender. Y eso también lo sé.

Cuando llego al arroyo me paro para beber y descansar un poco. Tanet, mi padre, me ha enseñado a interpretar las señales de la naturaleza para cuando tenga que salir a cazar con él. Lo estoy deseando.

«Si quieres seguir vivo, tienes que aprender a ver», me dijo.

«Pero si yo veo…».

Tanet me dio una colleja, aunque ligera.

«Tú crees que ves, pero tienes que aprender a ver también los detalles más pequeños, escuchar, estar presente, ¿ves como ni siquiera eres capaz de entender algo tan sencillo?».

Y, sin embargo, lo entiendo.

Retomamos nuestro camino y cuando el sol está a punto de rozar el horizonte, llego al Árbol Quemado y empiezo a pensar que Tanet y Sylia tienen razón. No hay ni un centinela; ni los hermanos Roshi ni el viejo Susil. No es buena señal. En el Árbol Quemado siempre hay alguien de guardia, porque es el camino que lleva a la aldea.

—Aprende a ver —me repito a mí mismo, y es como si estuviera oyendo la voz de mi padre.

Me agacho sobre el polvo del camino, veo huellas de cascos y, un poco más allá, estiércol. Tiene que ser estiércol de caballo. Por aquí han pasado caballos y caballeros, muchos, en el aire aún se respira el olor del sudor de los caballos. Es sutil, pero se nota. Puede que haya habido una lucha. Miro entre los arbustos, hay ramas rotas y piedras arrancadas de la tierra. En una piedra hay manchas de sangre, es oscura, casi negra...

—¡Vamos, Blez! —lo llamo y echa a correr.

Dejo al rebaño y sigo andando, pero no por el sendero. Voy por el bosque, sin hacer ruido. Espero que mientras tanto no se pierdan muchos corderos.

Cuanto más avanzo, más seguro estoy de que ha pasado algo malo. Ando todavía más despacio, el corazón me late con fuerza. Un poco más allá se termina el bosque y se abre el claro de la aldea. Dos vacas flacas rumian a la luz rosada del atardecer. Las finas columnas de humo de las hogueras, los tejados de paja, el barro de las chozas. Todo parece normal, si no fuera porque los perros ladran histéricos. Blez aúlla.

—¡Shh!

Salimos a pleno sol, camino agazapado, escondido entre los arbustos. Y entonces los veo.

Son hombres de piel oscura, llevan corazas ligeras de cuello reluciente y rojizo; hablan una lengua de sonidos secos, creo que nunca la había oído antes. No son celtas, o eso creo, porque los vi una vez, pero a estos no los he visto nunca.

Se están llevando a unas mujeres, cuatro o cinco, atadas a una cuerda larga. Mi madre no está, creo; no, creo que no. En el suelo se entrevé la forma de unos cuerpos tirados en el suelo, heridos o tal vez muertos. No los distingo. Tienen que ser los que han intentado defender la aldea, aunque solo podían ser viejos o niños.

—Vamos, Blez —susurro y se me quiebra la voz.

Ni mi perro ni yo podemos hacer nada, aparte de intentar que no nos capturen a nosotros también. O que nos maten. No hay tiempo para llorar ni para pensar en qué habrá sido de Sylia, de mis primos, de mis amigos, del viejo Susil. Tengo que huir lejos de aquí, lo más lejos de aquí…

De pronto oigo un caballo al galope. Me doy la vuelta, un caballero con armadura de cuero que monta un caballo de manchas negras corre hacia mí. Lleva un escudo redondo, la espada envainada y una lanza en la mano.

—¡Corre, Blez, corre! —grito, el bosque está cerca, el caballo es rápido pero puedo conseguir escapar.

Cuando estoy a pocos pasos de los árboles, el caballero me alcanza. Levanta la lanza, me caigo, corro a cuatro patas, me acuerdo del jabalí cuando intenta escapar y sabe que el cazador no tendrá piedad. El caballo se empina y relincha, Blez ladra furioso, el caballero se ríe.

Salto sobre un par de arbustos, me araño la cara y los brazos. A tres pasos de mí hay dos árboles, podría pasar por ahí y meterme en el bosque. Un golpe y todos los rayos de la tormenta se desencadenan dentro de mi cabeza, o eso me parece. Y sin más, el mundo se apaga.

Capítulo 2

El último elefante

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