Читать книгу El último elefante - Pino Pace - Страница 6

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OLOR A ASADO

Lo primero que noto es olor a asado.

No abro los ojos, tengo miedo. Me duele la cabeza, me la toco con cuidado, tengo un chichón en la coronilla que parece la salida de un hormiguero y late con la fuerza del corazón de un cordero cuando sabe que ha llegado su hora.

Yo sé muchas cosas para tener solo 13 primaveras, sé distinguir un asado de borrego de uno de liebre o uno de marmota.

«Están asando mis ovejas», pienso.

Estoy tumbado sobre una piel de gamo o de ciervo, no sé. Apesta. Oigo hablar una lengua que no he oído nunca, luego otra un poco distinta. A lo mejor sigo durmiendo y estoy soñando. En cuanto abra los ojos sabré si todavía estoy soñando. Y si el olor a asado es el de mis ovejas. Antes o después tendré que abrirlos. Los abro. No estoy soñando.

Estoy en un campamento. Las tiendas están hechas con pieles de animales colocadas alrededor de largas ramas entrecruzadas. Es inmenso, ocupa todo el valle, desde el bosque hasta el río, no se ve el final.

Unos hombres de piel oscura, vestidos con chalecos de cuero y telas de colores que nunca había visto, van y vienen, y hay quienes remueven un palo de madera en ollas de cobre puestas al fuego, huele a cebolla y carne hervida. Otros tiran de unos caballos pequeños y nerviosos; no hay niños, no hay mujeres. Todos parecen guerreros, son robustos, musculosos, con los rostros endurecidos de los que no temen a nada. Algunos se están entrenando con las armas: prueban golpes de espada y de lanza, o los paran con sus escudos, gritan y se ríen, se colocan las armas —espadas y puñales— en el cinto o en la espalda. Hay quienes llevan armaduras de bronce y otros tienen chalecos de cuero más finos. Hasta hay algunos que se entrenan para luchar con las manos. Dentro de una tienda hay hombres durmiendo. Nadie repara en mí, una buena señal, por fin. Blez no está, puede que el caballero lo haya matado, o a lo mejor se ha escapado.

Me siento. Reconozco a mis ovejas en un recinto que está un poco más allá.

Mientras me enderezo con cierta dificultad, llega un hombre. Tiene la cara y las manos sucias y cojea un poco. Empieza a gritarme cosas incomprensibles. Me agarra por la oreja con las manos mugrientas y me arrastra con los animales. Con gestos me da a entender que tengo que ordeñar. Para que lo entienda mejor me suelta un manotazo en la oreja, que me empieza a pitar… A los prepotentes no los soporto, aunque lleven la espada al cinto, aunque tengan una cara que espantaría hasta a un puma. El Mugriento me agarra por el cuello una vez más de lo que puedo aguantar. Me vuelvo de repente y le muerdo la mano con todas mis fuerzas. Grita. Entre los dientes noto cómo le crujen los huesos y escapo.

Corro muy rápido, pero rápido de verdad. Siempre he sido el más rápido de la aldea, por eso me llaman Liebre. No corro tan rápido como la liebre o el gamo, pero casi. El hombre está enfurecido, me persigue, grita y no se detiene. Nadie intenta detenerme, es como si todo quedara entre el Mugriento y yo, pero todos se ríen. No pensaba escapar, pero a lo mejor consigo llegar hasta el bosque que se ve a lo lejos, y luego quién sabe. Podría intentarlo.

Salto sobre la leña de una hoguera medio apagada y humeante, rodeo una tienda de piel, espanto a un caballo de manchas negras, un perro ladra y a mí casi me da por reír. El Mugriento está cansado, cojea, a lo mejor lo consigo… Pero me choco contra algo, reboto y me caigo al barro.

Tardo un momento en recuperarme.

Delante de mí hay un hombre grande de piel tan negra como una caverna y los brazos del tamaño de los muslos de un ciervo. Creía que había ido a parar contra un árbol, y sin embargo me he chocado contra el pecho del hombre, que lleva un chaleco de cuero grueso y rojizo. Me levanto de un salto e intento salir corriendo, pero el gigante me tira al suelo de un bofetón y suelta una carcajada.

Llega el Mugriento, se detiene para tomar aliento, le sangra la mano por el mordisco. No me gusta ni un pelo. Grita algo y me señala haciendo un gesto con la cabeza, pero el gigante negro no parece impresionado. Me mira de arriba abajo, le dice algo con tono seco y el otro se va resoplando y farfullando algo en su idioma incomprensible. Le digo adiós con la mano, aunque no sé si he ganado algo con el cambio.

El hombre negro se agacha y me observa sin decir nada. Se da una palmada en el pecho con su manaza y dice «Shafá», o algo por el estilo.

Luego me señala y me hunde el dedo en el pecho, y es como si me hubiese atravesado.

—Mes —le digo y me sonríe, tiene los dientes blanquísimos y son muchísimos.

—¡Mes! —grita, y él también me agarra, esta vez por el cuello, y me levanta.

Debe de ser una costumbre de aquí. Pero esta vez no hago nada. Shafá es casi el doble de grande que el otro y, en esa mano enorme, mi cuello parece tan frágil como una aguja de pino.

Caminamos pocos pasos. Llegamos a una explanada sin tiendas, en los límites del bosque. Me pone en el tobillo una argolla de hierro de la que sale una cadena que llega hasta una estaca clavada en el suelo y se va. Creo que no he ganado mucho con el cambio. Miro a mi alrededor. No hay nadie. Intento sacar la estaca del suelo, tiro con todas mis fuerzas, la agarro y la intento mover, sudo, pero nada, parece que tiene las raíces de un roble.

«Tengo que escapar, tengo que escapar, tengo que escapar…».

Sé que para que pase algo tengo que repetirlo diez y diez y diez veces, y entonces ocurre.

Y, sin embargo, no pasa nada de nada. Solo pasa el tiempo, y el dolor de cabeza también se me pasa. Tengo hambre y sed, de tanto tirar de la cadena me he hecho daño en las palmas de las manos, el sol empieza a ponerse al otro lado de las montañas. ¿Qué habrá sido de mi madre? ¿Mi padre vendrá a buscarme? ¿Estos hombres lo matarán? El gigante negro, ¿qué come? ¿Dónde están mis amigos? ¿Y Blez?

Antes de que me dé tiempo a suspirar, los ojos se me llenan de lágrimas aunque no quiera. Ya tengo 12 inviernos, o puede que 13, una edad en la que ya no se llora. Mientras me seco las lágrimas sale del bosque un animal que no había visto nunca y que jamás habría pensado que pudiera existir. Una bestia tan grande es imposible de imaginar.

Tiene las patas como el tronco de un pino y las orejas, enormes, es como si estuvieran cubiertas de fieltro. En la cara, en vez de nariz, tiene una especie de tentáculo como el del pulpo, pero tan grande como la rama de un haya. Por debajo del tentáculo le salen dos colmillos puntiagudos y larguísimos. Más largos que los del lobo, incluso más largos que los del oso. Y de pronto lo entiendo todo. Estoy muerto. Me he salvado del puma, del lobo y hasta del oso, pero seré la cena de esa bestia.

Shafá me mira y se ríe. Planta una estaca en la tierra con las manos y ata al animal. Pero el animal no protesta. Con la enorme nariz arranca manojos de hierba, se los mete en la boca y mastica despacio. Sé que eso no quiere decir nada, hasta el gato come hierba de vez en cuando pero lo que quiere es carne. Y si fuera tan grande como el puma, el gato también se comería a los hombres, estoy seguro.

No puedo dejar de mirar esos colmillos.

El hombre se seca el sudor con el brazo y se golpea de nuevo el pecho.

—Shafá —repite.

—Ya me he enterado —le digo, pero no me entiende y me mira mal. Me golpea el pecho.

—Mes —dice, se acerca al animal y pone la manaza negra sobre el enorme cuerpo gris.

—Nuura —dice y se va.

No entiendo nada. No se hacen presentaciones con las cosas de comer, mi madre no me presenta la pata de jabalí que nos vamos a comer de cena.

¿Cómo ha dicho que se llama? Un nuura, creo. Ahora parece que no tiene hambre, ni siquiera me mira. Pero esos colmillos…

Me paso casi toda la noche despierto, el nuura puede empezar su banquete cuando quiera. En cambio, se tumba y se echa a dormir, y yo casi me siento ofendido. Él es tan grande y yo tan poca cosa que a lo mejor ni siquiera le apetezco, o igual me está dejando para el desayuno. La noche discurre despacio, la luna brilla en el cielo, se me cierran los ojos de sueño. Empieza a hacer frío y ni siquiera tengo la piel de gamo apestosa para taparme. Me acerco al nuura y le pongo la mano en la barriga. Tiene el pelo hirsuto, pincha como las agujas de pino. Huele muy mal, ¡pero qué caliente está! Me recuesto sobre la barriga, el animal gira un poco la cabeza, mueve esa nariz tan rara que tiene y me da dos golpecitos ligeros en la cabeza. Luego alarga la nariz, me coge por debajo de los brazos y me pone un poco más arriba. Que me agarre esa cosa que parece una serpiente no es nada agradable, pero me coge más como una madre que como una bestia feroz. La barriga le hace un ruido raro, pero ya no creo que me vaya a comer. Me quedo dormido enseguida.

El alba llega al cabo de un momento, anunciada por los ruidos de los animales y los hombres. He dormido poco, pero bien. Otros nuuras se acercan, son inmensos, en las grupas llevan a otros muchachos que tendrán mi misma edad. Les gritan órdenes a los animales, les fustigan con un palo flexible y los animales les obedecen. Solo hay uno de ellos que no tiene muchas ganas de hacer caso y hace lo que quiere. El niño que tiene encima se pone nervioso, le da en la espalda con la fusta y grita un par de veces la misma palabra.

—¡Vuélvete! ¡Vuélvete! ¡Maldita sea! —impreca.

—¡Eh, tú! ¡Espera! ¡Hablas mi idioma! —grito.

—Sí, ¿y qué? Aquí se hablan muchas lenguas —resopla—. Déjame en paz, ¿no ves que estoy ocupado?

Pero yo no quiero que se vaya uno que habla mi mismo idioma, o casi. Tiene un acento raro, puede que sea de una aldea cercana, pero nos entendemos y eso es lo que importa.

—Quiero saber dónde estoy. Me llamo Mes.

El animal ha empezado a arrancar hierba con la trompa, se la lleva a la boca y mastica despacio.

El niño se baja de un salto, pero se le engancha el pie en la cuerda que el animal lleva al cuello y cae de cabeza en el barro. Me aguanto una carcajada.

—¡Eres tonta! —le grita a la bestia, que ni siquiera se vuelve a mirarlo.

—¿Te has hecho daño? —le pregunto mientras lo ayudo a limpiarse.

—No, estoy bien —contesta. Es alto y fuerte, y tiene una cicatriz debajo del ojo. Puede que tenga algunas primaveras más que yo—. ¿Cómo has dicho que te llamas?

—Mesilea, pero puedes llamarme Mes.

—Yo soy Yann.

—¿A ti también te han cogido? —le pregunto.

—Sí, hace dos lunas.

—No son celtas, ¿verdad?

—Son cartagineses, van a Roma.

—¿A Roma?

He oído hablar de Roma a los vagabundos que pasan por la aldea. Uno dijo una vez que en Roma las personas son más numerosas que las piedras de una montaña, que es una ciudad llena de maravillas, magnífica, y que está lejísimos.

Yann mira a su alrededor y dice en voz baja:

—El general ha jurado que sus elefantes destruirán los edificios de Roma.

—¿Quién es el general?

—Se llama Aníbal Barca.

—¿Y los elefantes?

—Esto es un elefante —dice señalando a su animal.

—Ah, creía que eran nuuras.

Yann me mira como si fuera idiota y se ríe.

—No te has enterado de nada. La mía se llama Silica, ¡y es tonta!

Hace como si fuera a darle una patada en la pata, pero se ríe. Silica le da un golpe ligero en la nuca con la trompa.

—¡Estate quieta! Tu elefante se llama Nuura, y también es hembra.

—¿Tengo que montarme encima? —pregunto preocupado, aunque en el fondo me gustaría.

—No creo, acabas de llegar. De todas formas, decide Shafá, el jefe mahout.

—¿Qué es un mahout?

—Es un conductor de elefantes. Shafá es el jefe mahout, un oficial superior que manda sobre todos los elefantes. Yo también soy mahout… —Me da por reír y él también se ríe—. Sí, bueno, solo desde ayer.

—¿Es difícil montar en elefante?

—No…, bueno, un poco —se ríe Yann.

Miro alrededor para ver si alguien nos está oyendo, pero creo que no.

—Yann, ¿por qué no te escapas? —le pregunto.

—¿Para qué? —contesta encogiéndose de hombros—. Mi padre me pegaba con el bastón todos los días y no me daba de comer. Aquí, por lo menos, como. ¡Y mira qué trabajo tan bonito! Además, a los que se escapan, los cogen y ya no vuelven a escaparse, créeme.

—¿Los encierran?

—No, el conductor de Nuura, tu elefante, intentó escaparse hace dos días. Los caballeros del comandante Maharbal lo cogieron antes del alba, me han contado…

—¿Y qué le hicieron? —quiero saber.

Yaan se pasa el dedo por el cuello, de una oreja a otra.

—¡Zac! —dice.

Entendido.

Capítulo 3

El último elefante

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